Índice de Sobre la influencia del gobierno de John Stuart MillCapítulo XI (Primera parte)Biblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO UNDÉCIMO

DE LOS FUNDAMENTOS Y LIMITES DEL PRINCIPIO DEL LAISSER-FAIRE O NO INTERVENCIÓN

Segunda parte

10. La segunda excepción a la doctrina de que los individuos son los mejores jueces de sus propios intereses es cuando un individuo intenta decidir ahora de manera irrevocable qué será más conveniente para sus intereses en algún futuro más o menos remoto. La presunción a favor del juicio individual es sólo legítima cuando el juicio se basa en la experiencia personal efectiva y sobre todo actual, no cuando se forma antes de la experiencia y no se permite revocarlo incluso cuando la experiencia lo ha condenado. Cuando unas personas se han ligado por medio de un contrato no sólo para hacer algo, sino para continuar haciéndolo para siempre o durante un período de tiempo bastante largo, sin que puedan revocar el compromiso, no existe la presunción que su perseverancia en la línea de conducta que se han trazado suscitaría en otro caso a favor de la tesis de que les conviene; y cualquier presunción que pueda basarse en el hecho de que han adquirido el compromiso por su propia voluntad, tal vez a una edad temprana y sin un conocimiento real de aquello a que se comprometían, está por lo general desprovista de toda validez. En la práctica, la libertad de contrataci6n no es aplicable sino con grandes limitaciones en el caso de compromisos a perpetuidad, y la ley debe tener gran cuidado con esos compromisos; debe negarles su sanción cuando las obligaciones que imponen son de aquellas que las partes contratantes no pueden juzgar con la debida competencia, y si las sanciona debe antes asegurarse por todos los medios de que el compromiso se contrae deliberadamente y con pleno conocimiento de causa; y en compensación a que no le estará permitido a las partes contratantes revocar por sí mismas el contrato, debe concederles la posibilidad de libertarse del mismo, si llevado el caso ante una autoridad imparcial, ésta lo juzgara conveniente. Todas esas consideraciones son eminentemente aplicables al matrimonio, el más importante de todos los casos de compromiso vitalicio.

11. La tercera excepción que mencionaré a la doctrina de que el gobierno no puede dirigir los asuntos de los individuos tan bien como los individuos mismos, se refiere a la extensa clase de casos en los cuales los individuos sólo pueden dirigir el asunto por delegación y en los que la llamada dirección privada no puede en realidad llamarse dirección de las personas interesadas con más propiedad que administración por un funcionario público. El Estado hará con frecuencia todo aquello que si se deja a la acción espontánea sólo puede realizarse por medio de sociedades por acciones, tan bien como éstas y algunas veces mejor por lo que se refiere al trabajo. La administración oficial es, no cabe duda, proverbialmente embrollada, descuidada e ineficaz; pero también lo ha ha sido casi siempre la dirección de las sociedades por acciones. Cierto que los directores de una sociedad anónima son siempre accionistas de la misma; pero también los miembros de un gobierno son, sin duda alguna, contribuyentes; y ni en el caso de los directores, ni en el de los gobernantes, es su parte proporcional en los beneficios que pueda aportar la buena dirección igual al interés que tal vez puedan tener en la mala dirección, incluso sin tener en cuenta el interés que para ellos tenga su tranquilidad. Quizás se objete que los accionistas, en su conjunto, ejercen un cierto control sobre los directores y tienen casi simpre la facultad de cesarlos en sus funciones. No obstante, en la práctica son tan grandes las dificultades para ejercitar esta facultad que casi nunca se ejercita, excepto en los casos en que la falta de habilidad y de éxito en la dirección es tan patente que, si se tratara de funcionarios nombrados por el gobierno, provocaría, por lo general, la destitución de los mismos. Compensando la inadecuada garantía que ofrecen las juntas de accionistas y los informes que puedan recabar, puede colocarse la mayor publicidad y la discusión más activa y los comentarios que son de esperar en los países libres en todo lo que se refiere a los asuntos de gobierno. Así, pues, no me parece que los defectos de la dirección gubernamental tengan que ser por necesidad mucho mayores, si acaso lo son, que los de la dirección de las sociedades anónimas.

Las verdaderas razones en favor de que se deje a cargo de asociaciones privadas todo aquello que pueden realizar con competencia, existirían con igual fuerza aun cuando existiera la seguridad de que el trabajo se realizaría tan bien o mejor por funcionarios del gobierno. Esas razones se han indicado ya: el daño que se deriva de sobrecargar a los principales funcionarios del gobierno con demasiadas cosas a las que tengan que dedicar su atención, apartándolos de los deberes que sólo ellos pueden cumplimentar, para atender objetivos que pueden alcanzarse muy bien por la iniciativa particular; el peligro de engrosar sin necesidad el poder directo y la influencia indirecta del gobierno, y de multiplicar las ocasiones de colisión entre sus agentes y los particulares; y la inconveniencia de concentrar en una burocracia dominante toda la habilidad y la experiencia en la dirección de grandes intereses y toda la capacidad de acción organizada existentes en la comunidad, situación que pone a los ciudadanos en una relación con el gobierno análoga a la de los niños con respecto a sus tutores y es la principal causa de la inferior capacidad para la vida política que ha caracterizado hasta ahora a los países demasiado gobernados del continente, tengan o no gobiernos parlamentarios (1).

Pero aunque, por esas razones, debe dejarse que hagan las sociedades privadas la mayor parte de las cosas que pueden hacer aunque no sea más que medianamente, no se sigue de aquí que el gobierno no deba controlar de alguna manera la forma de actuar de dichas sociedades. Se presentan muchos casos en los cuales es inevitable que el agente que realiza el servicio sea, por así decir, único; en los cuales no puede impedirse que exista de hecho un monopolio, con la consiguiente facultad de imponer lo que en la práctica equivale a un impuesto sobre la comunidad. He llamado ya más de una vez la atención sobre el caso de las compañías de gas y agua, entre las cuales, aunque existe una perfecta libertad de competencia, no existe ésta en realidad, y en la práctica se encuentra que son aún más irresponsables e inabordables a las reclamaciones individuales que el gobierno mismo. Existe pluralidad de gastos sin ventajas en el servicio que la compensen; y lo que se carga por servicios de los cuales no se puede prescindir es, en sustancia, un impuesto tan obligatorio como si lo impusiera la ley; pocas amas de casa distinguirán la tasa del agua de cualquier impuesto local. En el caso de estos servicios especiales hay razones preponderantes para que los lleven a cabo, como la pavimentación y la limpieza de las calles, no las autoridades del gobierno central, sino las autoridades municipales de la ciudad, y se sufraguen los gastos, como en realidad se hace ya, por medio de una tasa local. Pero en los muchos casos análogos en los cuales es preferible ceder la ejecución del servicio a un agente voluntario, la comunidad necesita alguna garantía de que aquél se cumplirá como es debido, además del simple interés de los directores; y es de la incumbencia del gobierno imponer al que lo realiza determinadas condiciones razonables que redunden en beneficio del público, o bien retener un poder sobre el mismo que haga que una parte de las ganancias del monopolio vayan a parar al público. Esto es aplicable al caso de un camino, un canal o un ferrocarril. En la práctica, éstos son siempre, en alto grado, verdaderos monopolios; y un gobierno que concede sin reservas de ninguna clase un monopolio de esta naturaleza hace virtualmente lo mismo que si permitiera a un individuo o a una sociedad percibir la contribución que quisiera para su exclusivo beneficio, sobre toda la malta que se produjera en el país o sobre todo el algodón que se importara. Por lo general está justificado que se haga la concesión por un periodo de tiempo limitado, basándose en el mismo principio que justifica las patentes de invención; pero en esto debe asegurarse o bien el derecho de reversión de tales obras públicas a su favor, pasado un cierto tiempo, o bien debe retener y ejercer con entera libertad el derecho de fijar el precio del servicio, variándolo de tiempo en tiempo de acuerdo con las circunstancias. Tal vez es innecesario observar que el Estado puede ser el propietario de canales o ferrocarriles sin que los explote él mismo, y que casi siempre marchará mejor el servicio si lo realiza una compañía a la que el Estado arriende el canal o el ferrocarril por un período de tiempo limitado.

12. He de suplicar una atención especial para el cuarto caso de excepción, ya que me parece que los economistas políticos no le han dedicado toda la que merece. Existen casos en los cuales la intervención de la leyes precisa no para predominar sobre el juicio de los individuos respecto de sus propios intereses, sino para dar efectividad a ese juicio, ya que no pueden hacerlo efectivo sino concertándose, y este concierto no puede ser eficaz a menos que la sanción de la ley le comunique validez. Como ilustración y sin prejuzgar la cuestión, me referiré a la disminución de las horas de trabajo. Supongamos que una reducción general de las horas de trabajo en las fábricas, digamos desde diez a nueve, se hiciera de manera que beneficiara a los trabajadores; que éstos recibieran por nueve horas de trabajo el mismo o casi el mismo salario que antes recibían por diez. Si éste había de ser el resultado y si los obreros en general están convencidos de que lo sería, la limitación, dirán algunos, se adoptará espontáneamente. Yo contesto que no se adoptará a menos que todos los obreros se obliguen a respetar esta decisión. Un obrero que se negara a trabajar más de nueve horas, mientras había otros que trabajaban diez, o bien no encontraría quien lo empleara o, si lo encontraba, tendría que someterse a una reducción del diez por ciento en el salario. Por consiguiente, por muy convencido que esté de que para la clase trabajadora es conveniente trabajar menos horas, el dar el ejemplo va contra sus intereses, a menos que esté seguro de que todos los demás lo seguirán. Pero supongamos un acuerdo general de toda la clase: ¿no sería tal vez eficaz aun cuando no tuviera la sanción de la ley? No, a menos que la opinión pública lo apoyara con un rigor igual al que le comunicaría la ley. Pues, por muy beneficiosa que fuera la observancia del acuerdo para la clase trabajadora considerada en su conjunto, el interés inmediato de cada individuo estará en violarlo, y cuanto más en número fueran quienes lo respetaran, mayor sería la ganancia de quienes lo violaran. Si casi todos se atuvieran a las nueve horas, los que prefirieran trabajar diez serían los que ganarían todas las ventajas de la restricción, al mismo tiempo que el beneficio de infringirla: obtendrían el salario correspondiente a las diez horas por nueve de trabajo y además el salario de una hora. Admito que si la gran mayoría se adhería a las nueve horas, no se habría hecho ningún daño: se habría conseguido para la clase en general el beneficio que se deseaba, mientras que aquellos individuos que prefirieran trabajar más para ganar más, tendrían la oportunidad de hacerlo. Este sería, ciertamente, el estado de cosas deseable; y suponiendo que pudiera tener lugar una reducción de las horas de trabajo sin disminuir los salarios, sin que la medida acarreara la pérdida de algunos mercados, lo que no podría predecirse de antemano y sería la experiencia la que lo diría, la forma en que sería más deseable que se produjera este efecto, sería por un cambio tranquilo en las costumbres de la industria. La práctica general sería, por elección espontánea, la jornada de trabajo reducida, pero aquellos que prefirieran no acatar esta regla tendrían plena libertad para hacerlo. Sin embargo, es probable que fueran tantos los que prefirieran las diez horas en las condiciones mejoradas que no pudiera mantenerse la limitación como una regla general. Lo que algunos hicieron por elección, otros se verían pronto obligados a hacerlo por necesidad, y aquellos que habían preferido la jornana de diez horas porque ganaban más, se verían al fin obligados a seguir trabajando las mismas horas por el mismo jornal de antes. Suponiendo, pues, que fuera en realidad de interés para cada obrero trabajar sólo nueve horas si estuviera seguro de que los demás harían lo mismo, pudiera no haber otros medios de alcanzar esta finalidad que el convertir el supuesto acuerdo mutuo en un compromiso con castigo para quien lo infringiera, esto es, consintiendo en que la ley obligara a cumplirlo. No es que yo exprese una opinión favorable a la promulgación de tal ley, que por otra parte nadie ha solicitado nunca en este país y que ciertamente yo no recomendaría en las presentes circunstancias; pero ilustra cómo determinadas clases de personas pueden necesitar la asistencia de la ley para imponer la opinión colectiva acerca de sus propios intereses, ofreciendo a cada uno de los individuos que la componen la garantía de que sus competidores seguirán el mismo camino, sin lo cual él no podría adoptarlo.

El sistema Wakefield de colonización nos ofrece otra ilustración del mismo fenómeno. Este sistema se basa en el importante principio de que el grado de productividad de la tierra y el trabajo depende de que ambos estén en la debida proporción; que si unas cuantas personas en un país ocupado recientemente intentan ocupar y apropiarse una gran extensión de tierras o si cada trabajador se convierte demasiado pronto en un cultivador por su cuenta, se produce una pérdida de capacidad productiva de la colonia con el consiguiente retraso en el progreso de la misma en punto a riqueza y civilización; y no obstante, el instinto de apropiación y los sentimientos que en los viejos países van asociados a la propiedad de la tierra, impulsan a casi todos los emigrantes a tomar posesión de tanta tierra como pueden adquirir, y a cada trabajador a convertirse en seguida en un propietario, cultivando su propia tierra con la sola ayuda de sus familiares. Si se pudiera frenar de alguna manera esta propensión a adquirir inmediatamente tierras y se convenciera a cada trabajador de la conveniencia de trabajar a jornal durante un cierto número de años antes de convertirse en un terrateniente, podría mantenerse un cuerpo de trabajadores disponible para los trabajos públicos tales como caminos, canales, obras de riego, etc., y para restablecer y llevar adelante las diferentes ramas de la actividad en las ciudades, con lo cual, cuando al fin el trabajador se convitiera en terrateniente, adquiriría una tierra cuyo valor sería mucho más elevado por efecto de la mayor facilidad de acceso a los mercados y de obtener trabajadores asalariados. Basándose en este razonamiento, Mr. Wakefield propuso que se impidiera la ocupación prematura de la tierra y la consiguiente dispersión de la gente, poniendo a las tierras aún no ocupadas un precio más bien alto y que lo que se sacara de esto se empleara en llevar emigrantes desde la madre patria.

No obstante, a este arreglo se le ha hecho la objeción, invocando para hacerlo el nombre y la autoridad de los grandes principios de la economía política, de que los individuos son los más capacitados para juzgar sus propios intereses. Se dijo que cuando se deja a las cosas seguir su curso natural, la ocupación y la apropiación de la tierra se realizan en la forma más conveniente para los individuos y, por consiguiente, para la comunidad en general; y que el ponerles obstáculos artificiales para que consigan la tierra es impedirles que sigan el camino que a su juicio más les beneficia, y ello basándose en la vanidosa creencia del legislador, que pretende conocer mejor que los propios interesados lo más conveniente a éstos. Ahora bien, esta forma de razonar supone un completo desconocimiento del sistema en sí o del principio con el cual se dice que aquél choca. El error es análogo al que acabamos de ilustrar en el asunto de la reducción de las horas de trabajo. Por muy beneficioso que pueda ser para la colonia en su conjunto, y para cada uno de los individuos que la componen, qUe nadie ocupe más tierra de la que puede cultivar como es debido, ni que se convierta en propietario hasta que haya otros trabajadores disponibles para ocupar su puesto de jornalero, al individuo no puede nunca interesarle poner en práctica esta abstención, a menos que tenga la seguridad de que también otros la practicarán. Rodeado de colonos cada uno de los cuales tiene sus mil acres, ¿cómo podrá beneficiarle el que se limite a tomar cincuenta? ¿O qué gana un trabajador aplazando su adquisición unos cuantos años, si todos los demás trabajadores se apresuran a convertir sus primeras ganancias en propiedades muy apartadas unas de otras? Si éstos, apoderándose de la tierra, impiden la formación de una clase de jornaleros, aquél no podrá, por el hecho de que aplace el convertirse en propietario, obtener mayores ventajas de su tierra, cuando al fin entre en posesión de ella; por consiguiente, ¿por qué se ha de Colocar en una posición que a él y a los demás ha de aparecer como inferior, continuando como jornalero, cuando todos los que le rodean se hacen propietarios? Interesa a cada cual hacer lo que es bien para todos, pero sólo si los demás hacen lo mismo.

El principio de que cada cual es el mejor juez de sus propios intereses, interpretado como lo interpretan las personas que formulan esas objeciones, probaría que los gobiernos no deberían cumplir ninguno de los deberes que se les reconocen, es decir, que en realidad no deberían existir. Interesa en alto grado a la comunidad, considerada colectiva e individualmente, que no se roben o defrauden unos a otros; pero no por ello deja de ser necesario que existan leyes que castiguen el robo y el fraude, porque, mientras interese a cada uno que nadie robe o estafe, no interesa a nadie abstenerse de robar o estafar a los demás si se permite a éstos que le roben o estafen a él. Si las leyes penales existen es sobre todo por esta razón: porque incluso la opinión unánime de que una línea determinada de conducta beneficia al interés general no siempre hace que el interés individual de la gente se ajuste a esa línea de conducta.

13. Quinto, el argumento en contra de la intervenci6n del gobierno basado en la máxima de que los individuos son los mejores jueces de sus propios intereses no puede aplicarse a la extensa clase de casos en los cuales esos actos individuales, en los que el gobierno reivindica su derecho a intervenir, no los hacen esos individuos en su propio interés, sino en interés de otros. Esto incluye, entre otras cosas, el importante y muy debatido asunto de la caridad pública. Aunque en general debe dejarse que los individuos hagan por sí mismos lo que puede esperarse razonablemente que son capaces de hacer, no obstante, cuando no se les debe abandonar a sí mismos, sino que otros les han de ayudar, surge la cuesti6n de si es mejor que reciban esta ayuda sólo de los particulares, y por consiguiente en forma insegura y casual, o por medio de arreglos sistemáticos, en los cuales la sociedad actúa por intermedio de su órgano: el Estado.

Esto nos lleva a tratar del asunto de las leyes de pobres; asunto que sería de muy escasa importancia si los hábitos de todas las clases del pueblo fueran moderados y prudentes y la propiedad estuviera repartida de manera satisfactoria; pero que es de suma importancia en un estado de cosas tan opuesto a ese en ambos respectos como el que presentan en la actualidad las Islas Británicas.

Dejando aparte toda consideración metafísica referente a los fundamentos de la moral o de la unión social, se admitirá que es justo que los seres humanos se ayuden los unos a los otros, y con tanta mayor urgencia cuanto más urgente sea la necesidad; y nadie necesita la ayuda con tanta urgencia como el que se está muriendo de hambre. Por lo tanto, el derecho a la ayuda ajena que crea la indigencia es uno de los más fundamentales que puedan existir; y existe prima facie la más poderosa razón para hacer que el socorro de una necesidad tan extrema sea tan seguro para aquellos que lo precisan como pueda hacerlo la sociedad.

Por otra parte, en todos los casos de ayuda hay que tener en cuenta dos clases de consecuencias: las consecuencias de la asistencia en sí y las que se derivan del hecho de confiar en ésta. Las primeras son casi siempre beneficiosas, pero las segundas son, en su mayor parte, perjudiciales, hasta tal punto que en muchos casos contrarrestan con creces el valor del beneficio. Y nunca es más probable que así sea como precisamente en aquellos casos en los que la necesidad de ayuda es más intensa. Pocas son las cosas en las cuales sea más dañino que la gente tenga que confiar en la ayuda habitual de los demás, como los medios de subsistencia, y por desgracia ninguna otra lección la aprenden con tanta facilidad. El problema a resolver es, pues, delicado e importante: cómo prestar la mayor cantidad de ayuda necesitada, con el menor estímulo a confiarse en ella.

No obstante, la energía y la confianza en sí mismo pueden debilitarse tanto por la falta de ayuda como por el exceso de ella. Aun es más fatal para la actividad no tener esperanza de salir adelante ejercitándola, que el tener la seguridad de conseguirlo sin ejercitarla. Cuando una persona se halla en una situación tan desastrosa que sus energías están paralizadas por el desaliento, la ayuda es un tónico y no un sedante: fortifica las facultades activas en lugar de adormecerlas, siempre que la asistencia no sea tanta que se pueda prescindir de la ayuda propia, que no se sustituya con ella el trabajo, la habilidad y la prudencia de la persona, sino que se limite a alentarle en la esperanza de poder alcanzar el éxito poniendo en juego medios legítimos. Esta es, por lo tanto, la prueba a que deben someterse todos los planes filantr6picos, ya se intenten en beneficio de los individuos o de las clases, y tanto si se conducen bajo el principio voluntario como bajo los auspicios del gobierno.

En tanto este asunto admita una doctrina o máxima, parece que ésta debe ser la siguiente: que si la asistencia se da en tal forma que la situación de la persona ayudada es tan deseable como la de la que consigue esa misma situación sin ayuda de nadie, la asistencia es perjudicial; pero si, estando a la disposición de todo el que la solicite, deja a cada uno motivos muy fuertes para prescindir de ella si puede, entonces se beneficia en la mayor parte de los casos. Este principio, aplicado a un sistema de caridad pública, es el de la ley de pobres de 1834. Si se hace que la situación de una persona que recibe el socorro sea tan aceptable como la del trabajador que se sostiene con sus propios esfuerzos, el sistema hiere a la raíz de toda actividad individual y de dominio de sí mismo, y si se sigue al pie de la letra precisaría, como suplemento indispensable, un sistema organizado de coacción para regir y poner a trabajar como ganado a todos aquellos que se habían sustraído a la influencia de los motivos que actúan sobre los seres humanos. Pero si, al mismo tiempo que se pone a las personas a cubierto de las necesidades más perentorias, se puede mantener la situación de aquellos que soporta la caridad pública en forma que sea bastante menos aceptable que la de aquellos que se sostienen a sí mismos, no se obtendrán más que consecuencias benéficas de una ley que hace imposible que nadie muera de hambre si no por su propia voluntad. Que al menos en Inglaterra es posible llegar a esta situación, lo prueba la experiencia de un largo período que se extiende hasta finales del siglo pasado, como asimismo la más reciente en distritos muy pobres, en los que se terminó con la depauperación adoptando reglas muy estrictas en la administración de socorros, lo que ha constituído un gran beneficio permanente para toda la clase obrera. No existe probablemente ningún país en el cual, adaptando los medios al carácter del pueblo, no pueda hacerse compatible la ayuda legal a los indigentes con la observancia de las consideraciones que la hacen inofensiva.

Siempre que se someta a esas condiciones, yo creo deseable que la ley asegure la subsistencia a los indigentes en estado de trabajar, no dependiendo para su socorro de la caridad voluntaria. En primer lugar, la caridad casi siempre peca por exceso o por defecto: malgasta sus tesoros en un sitio y deja que la gente muera de hambre en otros. En segundo lugar, puesto que el Estado tiene por necesidad que proveer a la subsistencia del pobre que ha cometido un crimen mientras sufre el castigo, el no hacer lo mismo por el pobre que no ha faltado a la ley equivale a premiar el crimen. Y por último, si se abandonan los pobres a la caridad pública es inevitable que se desarrolle en alto grado la mendicidad. Lo que el Estado puede y debe abandonar a la caridad privada es la tarea de distinguir entre un caso y otro de necesidad efectiva. La caridad privada puede dar más al que más lo merezca. El Estado tiene que actuar según reglas de carácter general. No puede tratar de discernir cuál es el indigente que merece el socorro y cuál no. No le debe más que la subsistencia al primero y no puede darle menos al segundo. Lo que se dice acerca de la injusticia de la ley que no trata mejor al pobre víctima del infortunio que al que se conduce mal, se funda en una concepción equivocada de las atribuciones de la ley y de la autoridad pública. Los dispensadores del socorro público no tienen por qué ser inquisidores. Los tutores y vigilantes no son muy a propósito para que se confíe a ellos la misión de dar o retener el dinero de los demás con arreglo a su propio veredicto acerca de la moralidad de la persona que lo solicita, y demostraría un gran desconocimiento de la manera de ser de la humanidad suponer que tales personas, incluso en el caso poco probable de que estuvieran calificadas, se tomarían el trabajo de averiguar con seguridad la conducta pasada de una persona necesitada, de tal modo que se basase en ella un juicio racional. La caridad privada sí puede hacer esas distinciones, y al dar su dinero, tiene derecho a hacerlo con arreglo a su propio juicio. Se daría cuenta de que ejerce atribuciones muy especiales y que es recomendable o por el contrario censurable, según las ejerza con más o menos discernimiento. Pero a los administradores de un fondo público no se les debe exigir que hagan por nadie más de aquel mínimo que están obligados a dar incluso al peor de los necesitados. Si se les exige, la condescendencia se convierte pronto en regla y la negativa en excepción más o menos caprichosa o tiránica.

14. Casos de otra clase, que caen dentro del mismo principio general que el de la caridad pública, son aquellos en los cuales los actos realizados por individuos, aunque los intenten sólo en su propio beneficio, entrañan consecuencias que se extienden mucho más allá de ellos, a los intereses de la nación o de la posteridad, a los cuales sólo puede proveer la sociedad considerada colectivamente, que es la única obligada a hacerlo. Uno de estos casos es el de la colonización. Es de desear, y nadie negará que lo sea, que la fundación de las colonias no se lleve a cabo teniendo exclusivamente en cuenta los intereses privados de los fundadores, sino cuidando del bienestar permanente de las naciones que más tarde han de surgir de esos modestos principios; esos cuidados sólo podrán conseguirse colocando la empresa desde sus comienzos bajo reglamentos ideados con la previsión y la amplitud de miras de legisladores filosóficos, y sólo el gobierno tiene facultades para forjar esos reglamentos y para obligar a observarlos.

La cuestión de la intervención del gobierno en los trabajos de colonización entraña los intereses futuros de la misma civilización y se extiende mucho más allá de los límites más bien estrechos de las cuestiones puramente económicas. Pero aun no teniendo en cuenta más que éstas, el traslado de la población desde las partes más habitadas de la tierra a las desocupadas es uno de esos trabajos de utilidad social que en mayor grado requieren la intervención del gobierno y que mejor la restituyen.

Para apreciar los beneficios de la colonización debe examinársela en sus relaciones, no con un solo país, sino con los intereses económicos colectivos de la raza humana. Por lo general se trata la cuestión considerándola sólo como un problema de distribución: de aliviar un mercado de trabajo para abastecer otro. Desde luego que es esto, pero es también una cuestión de producción, y del empleo más eficaz de los recursos productivos del mundo. Se ha dicho mucho acerca de la saludable economía de importar las mercancías del sitio donde se pueden comprar más baratas; mientras que pocas veces se piensa en lo ventajoso que resulta producirlas allí donde pueden obtenerse con menor costo. Si el llevar los artículos de consumo desde los sitios en los que abundan a aquellos en los cuales escasean es una buena especulación pecuniaria, ¿por qué no lo ha de ser asimismo si se hace con el trabajo y los instrumentos para realizarlo? La exportación de trabajadores y capital desde los países viejos a los nuevos, desde un sitio en el que su capacidad productiva es menor a otro en el que puede ser mayor, aumenta en otro tanto la producción total del trabajo y el capital del mundo. Lo que agrega a la riqueza conjunta del viejo y del nuevo país equivale en poco tiempo a muchas veces el simple costo de efectuar el transporte. No puede vacilarse en afirmar que la colonización es, en el estado actual del mundo, el mejor negocio que puede emprender el capital de un país viejo y rico.

No obstante, es igualmente obvio que la colonización en gran escala sólo puede emprenderla, como un asunto de negocio, el gobierno o alguna combinación de individuos en completo acuerdo con él; excepto en circunstancias muy especiales como las que siguieron a la gran hambre de Irlanda. La emigración no organizada pocas veces influye de manera apreciable para disminuir la presión de la población en el país viejo, aunque sin duda alguna beneficia a la colonia. Los trabajadores que emigran por su propia voluntad no pertenecen sino muy rara vez a las clases más pobres; son pequeños cultivadores con algún capital o trabajadores que han ahorrado algo y que, al retirar su trabajo del sobrecargado mercado de la metrópoli, se llevan consigo fondos que mantenían y daban trabajo a otras personas además de a ellos mismos. Además, este sector de la comunidad es tan poco numeroso que podría trasladarse todo él sin que se afectara mucho el número de habitantes e incluso el aumento anual de la población. La emigración en masa más o menos considerable sólo es practicable cuando su costo lo sufragan o por lo menos lo adelantan otras personas que los mismos emigrantes. ¿Quién debe, pues, hacer el anticipo? Quizás se conteste que lo más natural es que sean los capitalistas de la colonia que precisan a los trabajadores y que piensan emplearlos. Pero a esto se opone el obstáculo de que un capitalista, después de hacer los gastos de transportar a los trabajadores, no tiene la seguridad de que sea él quien obtenga el beneficio de este traslado. Aun cuando se unieran todos los capitalistas de la colonia para costear por suscripción el traslado, no tendrían aún la seguridad de que los trabajadores, una vez alli, continuarían trabajando para ellos. Después de trabajar como jornaleros durante algún tiempo, en cuanto han reunido un poco de dinero, a menos que lo impida el gobierno, se apoderan siempre de alguna tierra aún no ocupada y trabajan para sí mismos. Se ha intentado repetidas veces la experiencia de ver si era posible obligar a los emigrantes a cumplir contratos de trabajo o a devolver el precio de su pasaje a quienes lo habían anticipado, y las molestias y los gastos han excedido siempre con mucho al resultado. El único recurso que queda son las contribuciones voluntarias de las parroquias y los particulares para desembarazarse del excedente de trabajadores que están ya a cargo de la parroquia o se hallan a punto de estarlo. Si se generalizara este expediente, podría dar lugar a una emigración suficiente para desembazararse de la población sin empleo en la actualidad, pero no para elevar los salarios de los que tienen empleo, y habrá que repetir la misma operación menos de una generación después.

Una de las principales razones por las cuales la colonización debe ser una empresa nacional es que sólo de esta manera puede costearse a sí misma, salvo en casos muy excepcionales. Siendo la exportación de trabajo y capital a un país nuevo, según hemos observado antes, uno de los mejores negocios, es absurdo que, como todos los demás negocios, no pague sus propios gastos. No hay ninguna razón para que no se intercepte una parte de la gran adición que hace a la producción mundial y se emplee en reembolsar los gastos que se ocasionaron al realizarla. Por las razones que antes hemos indicado ni un particular, ni un grupo de particulares, puede conseguirlo; sin embargo, el gobierno sí puede. Del aumento anual de riqueza que ocasiona la emigración puede tomar la fracción que baste para pagar con intereses lo que la emigración ha costado. Los gastos de emigración a una colonia debe pagarlos ésta, lo que sólo es posible, por lo general, cuando los sufraga el gobierno colonial.

De los diversos procedimientos que pueden seguirse para formar en la colonia un fondo destinado a costear la colonización, ninguno es tan ventajoso como el que sugirió antes que nadie Mr. Wakefield y que con tanta perseverancia ha defendido: el plan de poner precio a toda tierra aún no ocupada y dedicar el producto de su venta a la emigración. En una parte anterior de este mismo capítulo hemos contestado ya las objeciones infundadas y pedantescas que se hacen a este plan; vamos a hablar ahora de sus ventajas. Primera, evitar las dificultades y el descontento incidentales a la recaudación de una importante cantidad anual por medio de un impuesto, cosa que sería casi inútil intentar entre una población de colonos dispersos en los bosques, a los cuales, según ha mostrado la experiencia, pocas veces se les puede obligar a pagar impuestos si no es a costa de gastos que excedan lo recaudado, mientras que, por otra parte, en una comunidad incipiente los impuestos indirectos alcanzan pronto su límite máximo. La venta de terrenos es, pues, con mucho el procedimiento más fácil para reunir los fondos precisos. Pero aún hay otros motivos que lo hacen muy recomendable. Frena en forma beneficiosa la tendencia de los colonos a adoptar los gustos y las inclinaciones de la vida salvaje y a dispersarse tanto que pierden todas las ventajas del comercio, de los mercados, de la separación de empleos y de la combinación del trabajo. Haciendo que los que emigran a costa del fondo tengan que reunir una suma algo importante antes de convertirse en propietarios, se mantiene constantemente un número considerable de jornaleros, que en todos los países son auxiliares muy importantes, incluso para los pequeños cultivadores, y disminuyendo el ansia de tierra de los especuladores, mantiene a los colonos cerca unos de otros, lo que es muy conveniente para todos aquellos fines que necesitan de la cooperación, hace que se agrupen los colonos alrededor de los centros que realizan el comercio con el exterior y en los que se desarrolla la actividad no agrícola y asegura la formación y el rápido crecimiento de las ciudades y de sus productos. Esta concentración, comparada con la dispersión que ocurre siempre cuando se puede obtener gratis la tierra no ocupada, acelera muchísimo el logro de la prosperidad y aumenta el fondo del que se puede sacar lo necesario para llevar más emigrantes. Antes de la adopción del sistema Wakefield los primeros años de las nuevas colonias eran penosos y difíciles; la última colonia fundada con arreglo al viejo principio, la de Swan River, es uno de los ejemplos más típicos. En todas las colonizaciones que se han hecho después se ha seguido el principio Wakefield, aunque imperfectamente, ya que sólo se dedicaba a la emigración una parte de lo que producía la venta de tierras; no obstante, dondequiera que se ha introducido, como en Australia del Sur, Victoria y Nueva Zelanda, el freno puesto a la disposición de los colonos y el aflujo del capital causado por la seguridad de poder obtener jornaleros, han producido, a pesar de las muchas dificultades y de la mala administración, una prosperidad tan rápida y súbita que más parece cosa de fábula que realidad (2.

Una vez establecido el sistema de colonización que se sostiene por sí mismo, aumentaría su eficacia cada año; sus efectos tenderían a aumentar en progresión geométrica, ya que añadiéndose en poco tiempo a la riqueza de la colonia por cada emigrante en situación de trabajar lo necesario para sufragar los gastos de traer otro emigrante, se sigue que cuanto mayor es el número de los que se han enviado, más son los que se podrá continuar enviando, siendo cada emigrante la base de una serie de emigrantes sucesivos a cortos intervalos, hasta que la colonia esté ya bastante poblada. Valdría la pena, por consiguiente, para la madre patria, acelerar las primeras etapas de esta progresión, haciendo préstamos a la colonia para los fines de la emigración, reembolsables del fondo formado con las ventas de tierra. Al adelantar así los medios de realizar una intensa emigración inmediata, invertiría ese capital en la forma más beneficiosa para la colonia; y el trabajo y los ahorros de esos emigrantes apresurarían el momento en que por la venta de terrenos se podría disponer de un fondo importante. Para no sobrecargar el mercado de trabajo sería preciso actuar de concierto con las personas que estuvieran dispuestas a trasladar su propio capital a la colonia. La seguridad de que se podría disponer de abundante trabajo asalariado, en un campo de empleo tan productivo, haría más que probable la emigración de bastantes capitales desde un país, como Inglaterra, de bajas ganancias y rápida acumulación, y sólo sería necesario no enviar, de una vez, mayor número de trabajadores del que este capital podía absorber y emplear con salarios altos.

Puesto que siguiendo este sistema, una vez que se ha incurrido en un gasto determinado, éste provee no a una sola emigración, sino a una corriente perpetua de emigrantes, que aumentaría en anchura y en profundidad a medida que pasara el tiempo, esta forma de aliviar la sobrepoblación presenta una ventaja que no goza ningún otro plan de entre los que se hayan propuesto para hacer frente a las consecuencias del aumento de la población sin tener que recurrir a la restricción de este aumento: contiene un elemento indeterminado; nadie puede prever con exactitud hasta dónde puede llegar su influencia, como una salida para el excedente de población. De aquí que esté obligado el gobierno de un país como el nuestro, sobrepoblado y con continentes desocupados bajo su dominio, a construir, como si dijéramos y mantener abierto, de acuerdo con los gobiernos coloniales, un puente desde la madre patria a esos continentes, estableciendo el sistema de colonización antes dicho en tal escala que en cada momento puedan emigrar a las colonias tantas personas como puedan encontrar acomodo en las mismas, sin que el traslado cueste nada a los emigrantes.

Por lo que respecta a las Islas Británicas, la importancia de las consideraciones que anteceden ha disminuído mucho en estos últimos tiempos como consecuencia de un hecho sin precedentes en la historia: la emigración espontánea en masa de una parte de la población de Irlanda, emigración no sólo de pequeños agricultores, sino de las clases más pobres de trabajadores agrícolas, y que es a la vez voluntaria y sostenida por sí misma, ya que la corriente emigratoria se mantiene con fondos aportados por las ganancias de los parientes conocidos que han marchado antes. A esto se ha añadido una importante emigración voluntaria hacia los nuevos campos auríferos, que ha contribuído a suplir las necesidades de nuestras colonias más alejadas, en las cuales era donde más se necesitaban, tanto por lo que respecta a los intereses de las colonias mismas como a los de la nación. Pero ambas corrientes emigratorias han amainado bastante, y aunque la que surge de Irlanda ha revivido después en parte, no es seguro que no sea de nuevo necesaria la ayuda sistematizada del gobierno para mantener abierta la comunicación entre los brazos que necesitan trabajo en Inglaterra y el trabajo que necesita brazos en otras partes.

15. El mismo principio que señala la colonización y el socorro a los indigentes, como casos en los que no es aplicable la principal objeción a la intervención del gobierno, se extiende también a diversos casos, en los cuales se han de prestar importantes servicios públicos, sin que haya ningún particular a quien interese realizarlos, y que aunque se realizaran no darían natural o espontáneamente una remuneración adecuada. Imaginemos, por ejemplo, el caso de un viaje de exploración geográfica o científica. La información que se busca puede tener un gran valor público y, no obstante, ningún particular obtendría del viaje un beneficio que bastara a reembolsarle los gastos de preparar la expedición; y no hay modo de interceptar las ganancias antes de que lleguen a las manos de los que han de aprovecharse de ellas, para remunerar con una parte de las mismas a los autores. Esos viajes se emprenden o pueden emprenderse por suscripción privada, pero este recurso es más bien raro y siempre precario. Más frecuentes son los casos en los que los gastos los han soportado sociedades públicas o asociaciones filantrópicas, pero en general esas empresas se han realizado a expensas del gobierno, el cual puede así confiarlas a las personas que a su juicio están más calificadas para llevarlas a cabo. De la misma manera, incumbe al gobierno construir y sostener faros, poner boyas, etc., para la seguridad de la navegación, puesto que siendo imposible que se obligue a pagar una tasa a los barcos que los utilizan, ningún particular construiría faros por motivos de interés personal, a menos que se le indemnizara y se le recompensara con un impuesto obligatorio recaudado por el Estado. Existen muchas investigaciones científicas, de gran valor para la nación y para la humanidad, que precisan dedicarles mucho tiempo y mucho trabajo, y que con frecuencia originan grandes gastos y que sólo pueden llevar a cabo personas que pueden obtener un gran precio por sus servicios en otras actividades. Si el gobierno no tuviera la facultad de conceder una indemnización por los gastos y una remuneración por el tiempo y el trabajo empleados en esas investigaciones, éstas sólo podrían realizarlas las pocas personas que, a una fortuna independiente, unieran los conocimientos técnicos, los hábitos laboriosos y ya fuera un gran espíritu público, ya un ardiente deseo de celebridad científica.

Otro asunto relacionado con el que estamos tratando es la cuestión de proveer por medio de dotaciones o salarios al sostenimiento de las personas que llamamos sabios. El cultivo de los conocimientos especulativos, aunque no es uno de los empleos más útiles, es un servicio que se hace a la comunidad colectivamente, no a sus individuos, y es, por consiguiente, uno de aquellos, que, prima facie, es razonable que pague la comunidad, ya que no concede el derecho de exigir una remuneración pecuniaria a ninguno de los individuos que la componen, y que a menos que se provea a dichos servicios con los fondos públicos, no sólo falta el estímulo para que se realicen, sino que se desalienta por la imposibilidad de ganarse la vida con tales investigaciones y la consiguiente necesidad que se impondría a tales personas de emplear la mayor parte de su tiempo en otras ocupaciones que les permitan vivir. No obstante, el mal parece mayor de lo que es en realidad. Se ha dicho que las cosas más importantes las han hecho, por lo general personas que disponían de muy poco tiempo; y la ocupación de algunas horas diarias en un trabajo rutinario a menudo ha sido compatible con las más brillantes realizaciones de la literatura y la filosofía. No obstante, hay investigaciones y experimentos que no sólo requieren mucho tiempo, sino también una atención continua; hay asimismo ocupaciones que absorben y fatigan tanto las facultades mentales, que son incompatibles con cualquier empleo vigoroso de las mismas en otras ocupaciones, aunque sea en los intervalos de descanso. Por consiguiente, es muy deseable que exista una manera de asegurar al público los servicios de los investigadores científicos y tal vez de algunas otras clases de sabios, ofreciéndoles medios de vida compatibles con sus especiales ocupaciones. Los premios de las universidades son una institución excelente que se adapta muy bien a tales fines, aunque muy rara vez se aplica a ellos, ya que por lo general se conceden como una recompensa por trabajos ya realizados y en conmemoración de lo que otros han hecho, y no como un salario por futuros trabajos en el progreso de los conocimientos. En algunos países se han formado academias de ciencias, de antigüedades, de historia, etc., con emolumentos para los que pertenecen a ellas. El sistema más eficaz y al mismo tiempo el que menos se presta a abusos parece ser el de conceder a las personas en cuestión cátedras que llevan anexos deberes de enseñanza. La ocupación de enseñar una rama de los conocimientos, al menos en sus grados más elevados, es una ayuda más bien que un obstáculo para el cultivo sistemático de los mismos. Los deberes de una cátedra dejan casi siempre mucho tiempo libre para investigaciones originales, y los mayores adelantos que se han hecho en diversas ciencias, tanto morales como físicas, se han debido a personas que las enseñaban al público, desde Platón y Aristóteles a los grandes hombres de las universidades escocesas, francesas y alemanas, y no menciono las inglesas, porque hasta hace poco sus cátedras han sido, como es sabido, más bien nominales. Además, en el caso de un profesor de una gran institución de enseñanza, el público en general tiene medios para juzgar, si no la calidad de aquélla, al menos los talentos y la actividad del profesor, y es más difícil equivocarse al conceder esos emolumentos.

En términos generales, puede decirse que todo aquello que es deseable que se haga en interés general de la humanidad o de las generaciones futuras o por los intereses actuales de aquellos miembros de la comunidad que precisan ayuda en sus trabajos, pero que no son de naturaleza apropiada para que los remuneren los particulares o las asociaciones, es muy conveniente que sea el gobierno quien se encargue de estimularlos y remunerarlos, si bien, antes de decidirse a ello, los gobiernos deben siempre examinar si no hay ninguna probabilidad racional de que se realicen bajo el llamado principio voluntario y, en caso afirmativo, si es probable que se hagan mejor y más eficazmente por intermedio del gobierno que bajo el celo y la liberalidad de los particulares.

16. Creo que, a mi juicio, nos hemos ocupado ya de todas las excepciones a la máxima práctica de que los asuntos de la sociedad pueden realizarse mejor por la acción privada y voluntaria. No obstante, es preciso añadir que la intervención del gobierno no siempre puede detenerse antes de llegar a los límites que definen los casos en los cuales aquéna está indicada. En las circunstancias especiales de una época o de una nación determinadas, casi no hay nada que importe en realidad a los intereses generales y no sea deseable o incluso necesario que se encargue de ello el gobierno, no porque no puedan realizarlo los particulares, sino porque no lo harán. En algunas épocas y lugares no habrá caminos, diques, puertos, canales, obras de riego, hospitales, escuelas, universidades, imprentas, a menos que el gobierno los establezca, ya que el público es demasiado pobre para disponer de los recursos necesarios, o demasiado poco adelantado para apreciar los fines que se persiguen, o no ha practicado lo suficiente la acción colectiva para ser capaz de reunir los medios. Esto sucede, en mayor o menor grado, en todos los países habituados al despotismo, y sobre todo en aquéllos en los que hay una gran distancia, en punto a civilización, entre el pueblo y el gobierno, como en aquellos que han sido conquistados y un pueblo más enérgico y más cultó les mantiene en sujeción. En muchas partes del mundo el pueblo es incapaz de hacer por sí mismo algo que precise grandes medios y acción combinada, y nada de eso se hace a menos que lo haga el Estado. En casos tales, la manera como puede el gobierno demostrar mejor la sinceridad con que intenta el mayor bien de sus súbditos es haciendo las cosas que la incapacidad del público hace recaer sobre él, en forma tal que no tienda a aumentar y a perpetuar esa impotencia, sino a corregirla. Un buen gobierno prestará su ayuda en forma tal que estimule y eduque todo elemento de esfuerzo individual que pueda encontrar. Tratará con asiduidad de hacer que desaparezca todo aquello que obstaculiza y desalienta el espíritu de empresa privada, y dará todas las facilidades, como asimismo la dirección y los consejos que sean necesarios; sus recursos pecuniarios los empleará, cuando sea prácticamente posible, en ayudar los esfuerzos privados más bien que en sustituirlos, y pondrá en juego su maquinaria de recompensas y honores para que surjan esos esfuerzos. La ayuda oficial, cuando obedezca al hecho de faltar la iniciativa privada, debe darse en forma que constituya, en tanto cuanto sea posible, un curso de educación para el pueblo en el arte de realizar grandes objetivos por medio de la energía individual y la cooperación voluntaria.

No he creído necesario insistir aquí en aquella parte de las funciones del gobierno que todos admiten como indispensable: la función de prohibir y castigar todo aquello que en la conducta de los individuos que ejercen su libertad es a todas luces perjudicial para otras personas, ya se trate de la violencia, del fraude o de la negligencia. Aun en el mejor Estado alcanzado hasta ahora por la civilización, es lamentable pensar cuán gránde es la proporción de todos los esfuerzos y talentos del mundo que se emplean en neutralizarse unos a otros. Ninguna finalidad más propia del gobierno que la de reducir este ruinoso despilfarro lo más posible, tomando las medidas apropiadas para que las energías que hasta ahora gasta la humanidad en perjudicarse unos a otros o en protegerse contra el daño, se dirijan hacia el empleo más legítimo de las facultades humanas: el de obligar a las fuerzas de la naturaleza a estar cada día más subordinadas a la prosperidad física y moral.




Notas

(1) Un caso paralelo puede encontrarse en la aversión por la política y la falta de espíritu público que caracteriza a la mujer, como clase, en el actual estado de la sociedad, del que se dan cuenta y se quejan los reformadores políticos, sin que, en general, estén dispuestos a reconocer o deseen hacer desaparecer sus causas. El hecho se deriva, evidentemente, de que se les enseña, tanto por las instituciones como por toda su educación, a considerarse por completo apartadas de la política. Dondequiera que han intervenido en la política, han mostrado tanto interés en el asunto y tan grandes aptitudes para el mismo, con arreglo al espíritu de su época, como los hombres de los cuales fueron contemporáneas; así sucedió en aquel periodo de la historia (por ejemplo) en el que Isabel de Castilla e Isabel de Inglaterra no fueron excepciones raras, sino simples casos brillantes de un espíritu y una capacidad ampliamente difundidos entre las mujeres de elevada posición e inteligencia cultivada de Europa.

(2) Las objeciones que se han hecho, con tanta virulencia, en algunas de esas colonias, al sistema Wakefield, se aplican, en tanto en cuanto tienen alguna validez, no al principio, sino a algunas estipulaciones que no forman parte del sistema y que se han añadido al mismo sin ninguna necesidad; tal como la de ofrecer sólo en venta una cantidad limitada de tierra y esto por subasta y en lotes no menores de 640 acres, en lugar de vender toda la tierra solicitada y conceder al comprador una libertad absoluta para elegir, tanto por lo que se refiere a la cantidad como a la situación, a un precio fijo.

Índice de Sobre la influencia del gobierno de John Stuart MillCapítulo XI (Primera parte)Biblioteca Virtual Antorcha