Índice de Sobre la influencia del gobierno de John Stuart MillCapítulo ICapítulo IIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEGUNDO

DE LOS PRINCIPIOS GENERALES DE LOS IMPUESTOS

1.Adam Smith ha resumido en cuatro máximas o principios, las cualidades que son de desear en un sistema de impuestos, desde el punto de vista económico; y como los siguientes autores han estado de acuerdo con ellas, puede decirse que han llegado a ser clásicas, y por ello la mejor manera de comenzar este capítulo es citarlas.

1. Los súbditos de cada Estado deben contribuir al sostenimiento del gobierno en una proporción lo más cercana posible a sus respectivas capacidades: es decir, en proporción al ingreso de que gozan bajo la protección del Estado. Del cumplimiento o el menosprecio de esta máxima depende lo que se llama la equidad o falta de equidad de los impuestos.

2. El impuesto que cada individuo está obligado a pagar debe ser fijo y no arbitrario. La fecha de pago, la forma de pago, la cantidad a pagar, deben ser claras para el contribuyente y para todas las demás personas. Cuando no sucede así, toda persona sujeta a un impuesto se halla más o menoS a la merced del recaudador, el cual puede agravar el impuesto para cualquier contribuyente que le desagrade o arrancarle, por la amenaza de esa agravación, algún presente o propina. La inseguridad de los impuestos estimula la insolencia y favorece la corrupción de una clase de hombres que son inherentemente impopulares, incluso cuando no son ni insolentes ni corrompidos. La incertidumbre de lo que cada individuo debe pagar es, en lo que respecta a los impuestos, una cuestión de tan extrema importancia que creo, y así parece deducirse de la experiencia de todas las naciones, que un grado muy considerable de desigualdad no es un mal tan grande como un grado muy pequeño de inseguridad.

3. Todo impuesto debe recaudarse en la época y en la forma en las que es más probable que convenga su pago al contribuyente. Un impuesto sobre la renta de la tierra o de las casas, pagadero por el tiempo en que por lo general se pagan dichas rentas, se recauda precisamente cuando es más conveniente el pago para el contribuyente, o cuando es más probable que disponga de los medios para pagarlo. Los impuestos sobre bienes de consumo tales como los artículos de lujo, los paga todos en último término el consumidor y, por lo general, en una forma que es muy conveniente para él. Los paga poco a poco y a medida que compra los géneros. Como está en libertad de comprarlos o no, a su voluntad, si esos impuestos le ocasionan inconvenientes es por su propia falta.

4. Todo impuesto debe planearse de modo que la diferencia entre lo que se recauda y lo que ingresa en el tesoro público del Estado sea lo más pequeña posible. Un impuesto puede tomar o quitar del bolsillo de la gente bastante más de lo que ingresa en el tesoro público en una de las cuatro formaS siguientes. Primera, la recaudación del impuesto puede necesitar un gran número de funcionarios cuyos sueldos pueden devorar la mayor parte del producto del mismo y cuyos gajes pueden aun imponer una especie de impuesto adicional al público. Segunda, puede desviar una parte del capital de la comunidad de un empleo más productivo a otro menos productivo. Tercera, por las multas y otras penas en que incurren los infortunados individuos que tratan, sin éxito, de evadir el impuesto, pueden con frecuencia arruinarlos, terminando así con el beneficio que la comunidad pudiera derivar del empleo de sus capitales. Un impuesto imprudente ofrece grandes tentaciones de evadirlo. Cuarta, sometiendo a la gente a las frecuentes visitas y al examen odioso de los recaudadores de impuestos, puede exponerla a muchas molestias, vejaciones y operaciones innecesarias, a lo que puede añadirse que las reglas de carácter restrictivo a las que se somete con frecuencia al comercio y a la industria para impedir que escapen a un impuesto, no sólo son de por sí molestas y costosas, sino que a menudo crean obstáculos insuperables para la introducción de perfeccionamientos.

Las tres últimas de esas cuatro máximas precisan poco o ninguna explicación además de la que ya contiene el pasaje mismo. Hasta qué punto se ajusta a ellas o se opone a las mismas un impuesto determinado, es una cuestión que se ha de examinar al discutir impuestos concretos. Pero el primero de esos puntos, el referente a la igualdad de los impuestos, precisa Un eXaamen más completo; ya que es algo que con recuencia no se comprende bien, y acerca de la cual se admiten muchas ideas erróneas, por faltarle a la opinión pública elementos de juicio.

2. ¿Por qué razón debe prevalecer la igualdad en materia de impuestos? Por la razón de que así debe ser en todas las cuestiones de gobierno. Así como el gobierno no debe hacer ninguna distinción entre las personas o las clases por lo que respecta a las peticiones que éstas puedan hacerle, los sacrificios que les exija deben, por así decir, presionar a todos por igual en la medida de lo posible, lo cual debe observarse que es ia manera de que el sacrificio para el conjunto sea menor. Si alguien soporta una carga menor de lo que le corresponde, es porque otro soporta una mayor, y el aligeramiento de la carga para el primero no representará, caeteris paribus un bien tan grande para él, como el mal que para el segundo representa ei aumento de la que en justicia le corresponde. La igualdad en la imposición, como una máxima política, significa, por consiguiente, igualdad en el sacrificio. Quiere decir tanto como hacer que la contribución de cada persona a los gastos del gobierno sea tal que los inconvenientes que para ella se deriven del pago de su parte no sean mayores ni menores de los que experimenta cualquiera otra por el pago de la suya. Este ideal, como otros ideales de perfección no puede realizarse por completo; pero el primer objetivo en toda discusión práctica debe ser en qué consiste la perfección.

No obstante, hay personas que no se contentan con los principios generales de justicia como base para una regla de carácter financiero, sino que deben tener algo que sea, según ellos, más específicamente apropiado al asunto. Lo que más les agrada es considerar los impuestos que paga cada miembro de la comunidad como un equivalente de lo que recibe en forma de servicios; y prefieren que la justicia de hacer que cada cual contribuya en proporción a sus medios se base sobre el hecho de que el que tiene el doble de bienes que otro, recibe, según cálculos bastante precisos, el doble de protección y debe pagar, por consiguiente, el doble por ella. Sin embargo, el supuesto de que el gobierno existe tan sólo para proteger la propiedad no puede admitirse de una manera deliberada; algunos partidarios decididos del principio del quid pro quo observan que, puesto que las personas necesitan la protección tanto como la propiedad y cada persona recibe la misma cantidad de protección, un impuesto de capitación o una cantidad fija por cabeza sería un equivalente apropiado para esta parte de las ventajas del gobierno, mientras que el resto, esto es, la protección de la propiedad, debe pagarse en proporción a los bienes que se tengan. Tiene esta forma de arreglo un aire de amable adaptación, que es muy aceptable para algunos espíritus. Pero, en primer lugar, no es admisible que la protección de las personas y de la propiedad sea la única función del gobierno. Los fines de éste son tan amplios como los de la armonía social. Consisten en todo el bien y toda la inmunidad al mal que la asistencia del gobierno pueda conceder, ya directa, ya indirectamente. En segundo lugar, la costumbre de atribuir valores definidos a cosas que son en esencia indefinidas y basar sobre ellas conclusiones prácticas, es exponerse a formar opiniones falsas sobre las cuestiones sociales. No puede admitirse que el hecho de ser protegido en la propiedad de algo que vale como diez equivale a recibir diez veces más protección que si vale sólo uno. Ni puede tampoco, en verdad, decirse que la protección de 1,000 libras por año cuesta al Estado diez veces más que la de 100 libras o el doble o exactamente igual. Los mismos jueces, soldados y marineros que protegen a una, protegen al otro, y la renta mayor no precisa por necesidad, si bien puede precisarlo algunas veces, incluso más policías. Ya se tome como patrón el esfuerzo y costo de protección o los sentimientos de la persona protegida o cualquiera otra cosa, no existe una proporción como la supuesta, ni ninguna otra definible. Si quisiéramos calcular los grados de beneficio que diferentes personas derivan de la protección del gobierno, tendríamos que examinar quién es el que sufriría más si cesara esa protección, cuestión que si tiene alguna respuesta es que los que sufrirían más serían los más débiles de cuerpo o espíritu, ya fuera por su naturaleza, ya por la posición que ocupan. En realidad, esas personas serían casi infaliblemente esclavos. Por consiguiente, si hubiera alguna justicia en la teoría de la justicia que examinamos, los que deberían pagar más, en proporción de lo que cuesta la protección del gobierno, serían los que son menos capaces de defenderse por sí mismos, ya que son los que más la necesitan, que es precisamente lo opuesto a la verdadera idea de la justicia distributiva, la cual consiste no en imitar, sino en corregir las desigualdades y las injusticias de la naturaleza.

La gobernación tiene que considerarse como algo que a todos interese tanto, que el determinar quienes son los más interesados en ella no tiene en realidad importancia alguna. Si una persona o una clase de personas recibe una parte tan pequeña del beneficio, que resulta necesario plantear la cuestión, lo que falla es algo que no son los impuestos, y lo que hay que hacer es remediar el defecto en lugar de limitarse a reconocerlo y convertirlo en una razón para pedir que se rebajen los impuestos. Así como en el caso de una subscripción voluntaria para algo que a todos interesa, se cree que todos han puesto su parte cuando cada cual ha contribuído con arreglo a sus medios, esto es, ha hecho un sacrificio igual para obtener el objetivo común, de la misma manera debiera ser éste el principio en el que se basaran las contribuciones obligatorias, y es inútil que busquemos una razón más ingeniosa o más recóndita sobre la que basar el principio.

3. Partiendo, pues, de la máxima de que debe exigirse a todos iguales sacrificios, tenemos ahora que examinar si se hace esto en realidad haciendo que cada cual contribuya con el mismo porciento de sus medios pecuniarios. Muchas personas sostienen que no es así, pues dicen que una décima parte que se tome de un ingreso reducido es una carga más pesada que la misma fracción deducida de otro mucho mayor: y sobre esto se base el plan popular de lo que se llama un impuesto progresivo de la propiedad, esto es, un impuesto sobre el ingreso en el cual el porcentaje sube a medida que aumenta el importe de éste.

Examinando lo mejor que puedo esta cuestión, me parece que la de verdad que la doctrina contiene se deriva principalmente de la diferencia entre un impuesto que puede economizarse de los lujos y otro que cercena, aunque sea en grado muy pequeno, lo necesario para vivir. Exigiendo mil libras por año al que posee diez mil de ingreso anual no se le privará de nada que sea en realidad necesario para el sustento o el confort de la existencia; y si fuera éste el efecto producido tomándole 5 libras al que tiene 50 de ingreso, el sacrificio que se exige a este último es no sólo mayor, sino que no admite comparación con el exigido al primero. La manera que me parece más equitativa para hacer desaparecer en lo posible esas desigualdades es la recomendada por Bentham, que consiste en dejar libre de impuesto un determinado ingreso mínimo suficiente para proveer a las cosas más necesarias para la vida. Supongamos que 50 libras por año sean suficientes para proveer al número de personas que ordinariamente se mantienen de un solo ingreso con las cosas necesarias para la vida y la salud, con protección adecuada contra los sufrimientos corporales habituales, pero sin ninguna comodidad. Este sería, pues, el mínimo, y los ingresos que excedieran de esta cifra, pagarían impuestos no sobre su importe total, sino sobre el excedente. Si el impuesto es del diez por ciento, un ingreso de 60 libras se consideraría como un ingreso neto de 10 libras y se le gravaría con 1 libra por año, mientras un ingreso de 1,000 libras se gravaría como si fuera de 950 libras. Cada uno pagaría entonces una proporción fija, no sobre la totalidad de sus medios, sino sobre lo que tiene de superfluo. Un ingreso que no excediera de 50 libras no estaría sometido a ningún impuesto de manera directa, ni por impuestos indirectos sobre los artículos de primera necesidad; ya que como partimos del supuesto de que éste es el ingreso mínimo del que el trabajador debería disponer, el gobierno no debe contribuir a hacerle aún más pequeño. Este arreglo, sin embargo, constituiría una razón, además de otras que podrían exponerse, para mantener impuestos sobre los artículos de lujo que consumen los pobres. La inmunidad extendida al ingreso preciso para adquirir artículos de primera necesidad debería depender de que se gastara efectivamente para ese fin; y el pobre que, no teniendo más de lo necesario para aquéllos, distrajera una parte de sus ingresos para placeres, debería contribuir como los demás a los gastos del Estado con el impuesto correspondiente a lo que gastara en ellos.

La exención de los ingresos más pequeños no debe extenderse, creo yo, más alla de la cantidad de ingresos necesaria para atender a la vida y a a salud y a la inmunidad de penalidades corporales. Si bastan 50 libras por año para esos fines (lo que es dudoso), me parece que un ingreso de 100 libras obtiene todo el alivio a que tiene derecho, comparado con uno de 1,000 libras, gravándolo tan sólo sobre 50 libras de su importe. Tal vez se diga que tomar 100 libras de 1,000 (aun devolviendo 5 libras) supone un impuesto más pesado que 1,000 tomadas de un ingreso de 10,000 libras (devolviendo las mismas 5 libras). Pero semejante doctrina me parece muy discutible, y aun en el caso de que fuera cierta, no lo sería lo bastante para basar sobre ella una regla de imposición. Me parece que no es posible decidir, con el grado de certidumbre con el que deben actuar el legislador o el financiero, si a la persona con 10,000 libras al año le importan menos 1,000 libras que 100 libras a la que sólo dispone de 1,000, y en caso de que así fuera, cuánto menos es lo que le importa.

Algunos, es cierto, afirman que la regla del impuesto proporcional grava con mayor dureza a los ingresos modestos que a los grandes, porque el mismo pago proporcional tiende más, en el primer caso que en el segundo, a reducir al que lo efectúa a un grado inferior en rango social. El hecho me parece más que dudoso. Pero aun admitiéndolo, no me parece bien que se considere que incumbe al gobierno determinar su conducta por consideraciones de esta naturaleza o reconocer que la importancia social se determina o puede determinarse por el importe de los gastos. El gobierno debe sentar el ejemplo de tasar todas las cosas en su verdadero valor, y las riquezas, por consiguiente, en lo que valen para las comodidades o los placeres las cosas que con ellas se pueden comprar, y no debe sancionar la vulgaridad de evaluarlas por la despreciable vanidad de que los demás sepan que se poseen, o la mezquina vergüenza de que los demás sospechen que no se poseen, que son los mótivos que presiden las tres cuartas partes de los gastos que hacen las clases medias. Los sacrificios de comodidades o placeres efectivos que el gobierno exige, está obligado a repartirlos entre todas las personas con la mayor igualdad posible; pero se puede ahorrar el trabajo de calcular sus sacrificios de la dignidad imaginaria que depende de los gastos.

Tanto en Inglaterra como en el continente se ha defendido el impuesto progresivo sobre la propiedad (l'impót progressif), con el fin manifiesto de que el Estado use los impuestos como un instrumento para corregir las desigualdades de riqueza. Deseo tanto como el primero que se tomen medidas para que disminuyan esas desiguldades, pero no de manera que alivien al pródigo a expensas del prudente. Imponer sobre los grandes ingresos un porcentaje más elevado que sobre los pequeños es imponer una contribución a la actividad y a la economía; imponer un castigo a los que han trabajado y han ahorrado más que sus vecinos. No son las fortunas que se han ganado, sino las que se han heredado, las que es conveniente limitar para bien del público. Una legislación justa y prudente se abstendría de proponer motivos que tienden a disipar más bien que a economizar las ganancias del esfuerzo honrado. Su imparcialidad entre los competidores debería consistir en tratar de conseguir que todos empiecen en las mismas condiciones y no en colgarle un peso a los más rápidos para disminuir su diferencia con los más lentos. Muchos, es cierto, no tienen éxito a pesar de que sus esfuerzos son mayores que los que realizan los que lo consiguen, no por diferencias en los méritos respectivos, sino en las oportunidades; pero si se hiciera todo lo que pudiera hacer un buen gobierno por medio de la instrucción y la legislación para disminuir esa desigualdad de oportunidades, las diferencias de fortuna que se derivan de las ganancias personales no podrían causar recelos. Por lo que respecta a las grandes fortunas adquiridas por donación o herencia, la facultad de legar es uno de esos privilegios de la propiedad que es conveniente regular por razones de utilidad pública; y he sugerido ya como un medio posible de restringir la acumulación de grandes fortunas en manos de quienes no las han ganado con sus esfuerzos, limitar la cantidad que cualquier persona pueda adquirir por donación, legado o herencia. Aparte de esto, y de la proposición de Bentham de que cese la herencia colateral ab intestato, y que la propiedad caduque a favor del Estado, yo creo que deben gravarse con impuestos las herencias y los legados que excedan de una cierta cantidad: y que el ingreso que de ellos se obtenga debe ser tan elevado como sea posible hacerlo sin provocar evasiones, por donación inter vivos o por ocultación de la propiedad, en forma que sería imposible contener adecuadamente. El principio de la graduación (según se le llama), esto es, de gravar con un porcentaje tanto mayor cuanto mayor es la suma, si bien su aplicación a los impuestos en general sería, en mi opinión, censurable, me parece a la vez justo y conveniente aplicado a los derechos sobre las herencias y los legados.

La objeción a un impuesto progresivo sobre la propiedad se aplica aun en mayor grado a la proposición de un impuesto exclusivo sobre lo que se llama propiedad acumulada, esto es, propiedad que no forma parte de ningún capital dedicado a negocios o más bien a negocios bajo la dirección inmediata del dueño, como la tierra, los valores públicos, dinero prestado en hipoteca y acciones (supongo yo) de sociedades anónimas. Si se exceptúa la propuesta para que se pasara una esponja sobre la deuda nacional, ninguna otra violacián tan palpable de la honradez corriente ha encontrado bastante apoyo en el país durante la generación actual para que pueda considerársela como discutible. Ni siquiera tiene el paliativo del impuesto progresivo sobre la propiedad: el de echar la carga sobre aquellos que pueden soportarla mejor; pues la propiedad acumulada incluye con mucho la mayor parte de las reservas hechas por aquellos que están incapacitados para trabajar, y consisten, en gran parte, en sumas muy pequeñas. Difícilmente puede concebirse una pretensión más vergonzosa que la de que la mayor parte de los bienes del país, los de los comerciantes, fabricantes, agricultores y tenderos, queden exentos de participar en los impuestos, que esas clases sólo empiecen a pagar lo que les corresponde cuando se hayan retirado de los negocios y que si no se retiran nunca se les excuse de pagarlos en absoluto. Pero ni aun esto da una idea adecuada de la injusticia de la proposición. La carga que de esta manera se echaría exclusivamente sobre los dueños de la fracción más pequeña de la riqueza de la comunidad, no sería una carga para esa clase de personas a perpetuidad, sino que recaería tan sólo sobre las que por casualidad la compusieran cuando se estableciera el impuesto. Como la tierra y esos otros valores rentarían menos desde entonces en proporción a los intereses generales del capital y a las ganancias del comercio, el equilibrio se restablecería por sí mismo por la depreciación de esas clases de propiedad. Los futuros compradores adquirirían la tierra y los valores con una reducción en el precio equivalente a ese impuesto especial, a cuyo pago escaparían por consiguiente, mientras que los poseedores primitivos continuarían soportando esa carga aun después de haberse desprendido de la propiedad, ya que habrían vendido su tierra o sus valores con una pérdida de valor equivalente al dominio absoluto que representaba el impuesto. Su gravamen equivaldría, pues, a una confiscación para fines públicos de un porcentaje de su propiedad, igual al que el impuesto establece sobre su ingreso. El que esta proposición alcance algún favor es un ejemplo notable de la falta de conciencia en materia de impuestos, resultado de la ausencia de principios fijos en el ánimo público y de todo sentido de la justicia sobre el asunto en la conducta general de los gobiernos. Si este plan consiguiera el apoyo de buen número de personas, el hecho indicaría un relajamiento de la integridad pecuniaria en los asuntos nacionales, que casi igualaría a la repudiaciónn amencana.

4. La cuestión de si no debieran en justicia gravarse las ganancias del comercio a un tipo más bajo que los intereses o los ingresos en concepto de interés o renta, forma parte de una cuestión más vasta que se ha discutido frecuentemente con motivo del actual impuesto sobre el ingreso, a saber, si las rentas vitalicias deben sujetarse al mismo tipo de impuesto que las perpetuas; si los salarios, por ejemplo, o las anualidades o las ganancias de los profesionales, deben pagar el mismo porcentaje que el ingreso derivado de la propiedad hereditaria.

El impuesto actual trata exactamente igual a todas las clases de ingreso cobrando siete peniques (ahora, en 1871, cuatro) por libra, tanto a la persona cuyo ingreso se extingue al morir, como al terrateniente, al tenedor de valores o el hipotecario, que pueden trasmitir su fortuna sin ninguna disminución a sus descendientes. Esto es a todas luces injusto: no obstante, no viola desde el punto de vista aritmético la regla de que los impuestos deben estar en proporción a los medios. Cuando se dice que un ingreso temporal debiera gravarse menos que uno permanente, la respuesta es que está menos gravado en efecto, pues el ingreso que sólo dura diez años paga el impuesto sólo durante diez años, mientras que el que dura para siempre, paga siempre también el impuesto. Algunos reformadores financieros cometen un gran error a este respecto. Pretenden que los ingresos deberían evaluarse para los efectos del impuesto que los grava, no en proporción a su importe anual, sino a su valor capitalizado: que, por ejemplo, si el valor da una anualidad perpetua de 100 libras es 3,000 libras, y una renta vitalicia del mismo importe sólo puede venderse por 1,500 libras, por no valer sino un número de rentas anuales igual a la mitad, la primera debería pagar dos veces más porciento de impuesto que la segunda; si aquélla paga 10 libras por año, ésta sólo debería pagar 5. Pero al argumentar de esta manera se cae en el error de evaluar los ingresos con un patrón y los pagos con otro; capitaliza los ingresos, pero se olvida de capitalizar los pagos. Se alega que una anualidad que vale 3,000 libras debe pagar el doble de impuesto que otra que sólo vale 1,500, Y la afirmación es incontestable; pero se olvida que el ingreso que vale 3,000 libras paga el impuesto, que suponemos de 10 libras por año, a perpetuidad, lo que equivale, por hipótesis, a 300 libras, mientras que la renta vitalicia paga las mismas 10 libras sólo durante la vida del dueño, lo que con arreglo al mismo cálculo tiene un valor de 150 libras, y podría, en efecto, comprarse por esa suma. Por consiguiente, el ingreso que sólo vale la mitad paga solo la mitad por impuesto; y si por añadidura se redujera su cuota anual de 10 a 5 libras, pagaría no ya la mitad, sino la cuarta parte de lo que se exige al ingreso perpetuo. Para que una de esas clases de ingreso pagara sólo la mitad que la otra, sería preciso que pagara esa mitad durante el mismo tiempo, es decir, a perpetuidad.

La forma de pago que defiende esta escuela de reformadores financieros sería muy apropiada si el impuesto solamente se recaudara una vez para hacer frente a una emergencia nacional. Basándose en el principio de exigir a todos los contribuyentes el mismo sacrificio, toda persona que tuviera algo que le perteneciera, aunque fuera revocable, tendría que hacer un pago proporcional al valor actual de su propiedad. Me sorprende que no se le ocurra a los reformadores en cuestión, que precisamente por el hecho de que este principio de evaluación sería justo en el caso de un pago hecho de una sola vez, no puede serlo para un impuesto permanente. Cuando cada uno paga una sola vez, nadie paga con mayor frecuencia que otro, y la proporción que sería justa en ese caso no puede serlo también si una persona tiene que hacer el pago sólo una vez y la otras varias veces. Esto, no obstante, es lo que ocurre en realidad. Las rentas permanentes pagan el impuesto tantas veces más que las temporales, como veces excede una perpetuidad en duración al tiempo, determinado o indeterminado, que dura la renta vitalicia o por un determinado número de años.

Todas las tentativas que se hagan para basar sobre razones numéricas un derecho a favor de los ingresos de duración limitada, para hacer, en resumen, que un impuesto proporcional no lo sea, son, evidentemente, absurdas. La razón no reposa en razones de aritmética, sino de necesidades y sentimientos humanos. El impuesto que debe pagar el rentista temporal debe tasarse a un tipo más bajo no porque sus medios sean más reducidos, sino porque tiene mayores necesidades.

Una persona, A, que tiene una renta vitalicia de 1,000 libras por año, no puede pagar un impuesto de 100 libras con igual facilidad que otra, B, que obtiene el mismo ingreso de bienes heredables, a pesar de la igualdad nominal de ambos ingresos, ya que A tiene economizar de su ingreso lo necesario para proveer al porvenir de sus hijos y otros, los que no tiene que hacer B; a lo cual, en el caso de salarios o de ganancias profesionales tiene que añadirse una provisión para los años de la vejez, en tanto que B puede gastar por entero su ingreso sin temor a verse sin recursos en su vejez, y puede aún legar a otros la totalidad de su ingreso al morir. Si, para hacer frente a esas exigencias, A tiene que apartar cada año de su ingreso 300 libras, quitarle 100 en concepto de impuesto sobre el ingreso es tomar 100 libras de 700 libras de lo que gasta y 30 de lo que ahorra, es cierto que su sacrificio inmediato sería en proporci6n igual al de B; pero es evidente que entonces sus hijos o él mismo en su vejez, estarían peor provistos como consecuencia del impuesto. El capital que se habría acumulado para ellos quedaría reducido en una décima parte, y el ingreso que obtuvieran de este capital así reducido, tendría que pagar por segunda vez el impuesto correspondiente mientras que los herederos de B sólo lo pagarían una vez.

Por consiguiente, el principio de la igualdad en los impuestos, interpretado de la única manera justa, esto es, igualdad del sacrificio, exige qua a una persona que no tiene medios para proveer al cuidado de su vejez o de aquellos por quienes se interesa, excepto ahorrando de su ingreso, debe condonársele el impuesto sobre toda aquella parte de su ingreso que se aplica en realidad y bona fide a ese fin.

En realidad, si pudiera confiarse en la conciencia de los contribuyentes o asegurarse de la exactitud de sus declaraciones tomando determinadas precauciones, la mejór manera de tasar un impuesto sobre el ingreso sería gravar sólo la parte del ingreso que se dedicara a gastos, eximiendo la que se ahorra. Pues cuanto se ahorra y se invierte (y en términos generales, todos los ahorros se invierten) desde ese momento paga impuesto sobre el interés o la ganancia que produce, a pesar de que ya se gravó en el principal. Por consiguiente, a menos que los derechos estén exentos del impuesto sobre el ingreso, se grava dos veces a los contribuyentes sobre lo que ahorran y sólo una vez sobre lo que gastan. Una persona que gasta todo lo que recibe, paga 7 peniques por libra o sea tres por ciento de impuesto, y nada más; pero si esa misma persona ahorra una parte de su ingreso anual y compra valores, entonces además del tres por ciento que ha pagado sobre el principal y que disminuye el interés en la misma proporción, paga el tres por ciento anual sobre ese interés, lo que equivale a un segundo tres por ciento sobre el principal. De modo que en tanto que los gastos improductivos pagan sólo el tres por ciento, los ahorros pagan el seis por ciento: o más exactamente, tres por ciento sobre el total, y otro tres por ciento sobre el restante noventa y siete. La diferencia que así se crea en perjuicio de la prudencia y de la economía, no sólo es impolítica, sino injusta. Gravar la suma invertida y después también el producto de la inversión, es gravar dos veces la misma parte de los medios del contribuyente. El principal y los intereses no pueden los dos a la vez formar parte de sus recursos; son la misma parte que se cuenta dos veces: si obtiene el interés, es porque se abstiene de usar el principal; si gasta el principal, no recibe el interés. No obstante, por el hecho de que puede hacer una cualquiera de esas dos cosas, se le grava como si pudiera hacer ambas a la vez y obtener la ventaja del ahorro y del gasto a un tiempo.

Se ha alegado como una objeción contra la exención de impuestos de los ahorros que la ley no debe perturbar, por una intervención artificial, la competencia natural entre los motivos para ahorrar y los que impulsan a gastar. Pero hemos visto que la ley perturba esta competencia natural cuando grava los ahorros, no cuando se abstiene de hacerlo, ya que, puesto que los ahorros pagan de todos modos todo el impuesto tan pronto como se invierten, para evitar que paguen dos veces es necesario eximirlos del pago al principio, mientras que el dinero gastado en consumo improductivo paga sólo una vez. Se ha dicho también que, como los ricos están en mejores condiciones para ahorrar, cualquier privilegio que se conceda a los ahorros es una ventaja que se da a los ricos a expensas de los pobres. A lo que contesto que se les concede sólo en proporción a cómo abdican del uso personal de sus riquezas; en proporción a cómo dedican sus rentas a inversiones productivas en lugar de gastarlas en satisfacer sus necesidades, es decir, en proporción a cómo en lugar de consumirlas por sí mismos, hacen que se distribuyan entre los pobres bajo la forma de salarios. Si esto es favorecer a los ricos, quisiera que se me dijera qué manera de tasar el impuesto sobre el ingreso es la que favorece al pobre.

Ningún impuesto sobre el ingreso del que no estén exceptuados los ahorros puede decirse que es justo; y no debiera votarse ningún impuesto de esta clase sin esa estipulación, si pudieran arreglarse la forma de las ganancias y la naturaleza de las pruebas precisas, de manera a evitar que se aprovechara fraudulentamente la exención ahorrando por un lado y contrayendo deudas por otro o gastando en el año siguiente lo que se había ahorrado libre de impuesto en el año anterior. Si se pudiera superar esta dificultad, desaparecerían las que provienen de la distinción entre ingresos temporales y permanentes, pues como los primeros no pueden invocar ningún motivo justo para que el impuesto que sobre ellos pesa sea más ligero que el que grava los permanentes, excepto que sus poseedores se ven más obligados a ahorrar, la exención de lo que en efecto ahorraran satisfaría por completo la pretensión. Pero si no puede idearse ningún plan para eximir los ahorros efectivos, que esté suficientemente libre de la posibilidad del fraude, es necesario, por lo que respecta a la justicia, tener en cuenta, al fijar el impuesto, lo que las diferentes clases de contribuyentes deberían ahorrar. Y es probable que no pudiera hacerse esto de otra manera que recurriendo al grosero expediente de dos tipos distintos de evaluación. Habría gran dificultad al estimar las diferencias de duración entre los distintos ingresos perecederos; y en el caso más frecuente, el de los ingresos que dependen de la vida, de las diferencias de edad y de salud constituirían una diversidad tan extrema que sería imposible conocerlas con exactitud. Probablemente seria necesario contentarse con un tipo uniforme para todos los ingresos de herencia y otro tipo también, uniforme pARa todos aquellos que terminan forzosamente con la vida del individuo. Al fijar la proporción entre esos dos tipos es inevitable que haya algo arbitrario; tal vez una deducción de una cuarta parte a favor de las rentas vitalicias sería tan poco objetable como cualquiera otra que se hiciera, y esto equivaldría a suponer que la cuarta parte de una renta vitalicia es, en el promedio de todas las edades y estados de salud, una proporción adecuada para economizar como una provisión para los sucesores o para la vejez (1). De las ganancias líquidas de los hombres de negocios, una parte, según se ha observado antes, puede considerarse como intereses del capital y como de carácter perpetuo y el resto como remuneración de la habilidad y el trabajo de dirección. El excedente, después de descontado el interés, depende de la vida del individuo, e incluso de su continuación en el negocio y tiene derecho a la exención completa que se concede a los ingresos perecederos. Tienen también, creo yo, un justo derecho a Üna cierta exención adicional en consideración a su precariedad. Un ingreso que cualquier acontecimiento insólito puede reducirlo a cero o incluso convertirlo en pérdida, no afecta a los sentimientos del poseedor de la misma manera que un ingreso permanente de 1,000 libras por año, aun cuando unos años con otros pueda producir 1,000 libras. Si las rentas vitalicias se tasaran a los tres cuartos de su valor, las ganancias de los negocios, después de deducir el interés del capital, no sólo deben tasarse en los tres cuartos, sino que deben pagar, sobre esa tasación, un tipo inferior. O tal vez bastaría, por lo que respecta a la justicia, la deducción de una cuarta parte del ingreso total, incluyendo el interés.

Esos son los principales casos que suelen ocurrir, en los cuales se presenta alguna dificultad al interpretar la máxima de la igualdad en los impuestos. Según hemos visto en el ejemplo anterior, la interpretación más adecuada de este principio es que los impuestos deben gravar al contribuyente no en proporción a lo que tiene, sino a lo que puede gastar. Y el que no pueda aplicarse de igual manera a todos los casos no es una objeción al principio. Una persona que disponga de una renta vitalicia y que tenga una salud precaria o que tenga muchas personas que dependan de su trabajo, si desea proveer a todos para después de su muerte tiene que observar una economía más rígida que otra que disponga de la misma renta pero que disfrute de una salud más robusta y de la cual dependan pocas personas; y si se concede que los impuestos no pueden acomodarse a esas distinciones, se deduce que no tiene ningún objeto prestar atención a distinciones de ninguna clase, cuando el importe absoluto de la renta es el mismo. Pero la dificultad de obtener una justicia perfecta no es una razón para que no hagamos todo lo posible por lograrla. Aunque pueda ser injusto que no se conceda al que tiene una renta vitalicia cuya vida sólo durará cinco años una rebaja mayor de la que se concede a otro que vivirá veinte años, de todos modos es mejor para él que si ninguno de los dos tuviera rebaja alguna.

5. Antes de abandonar el asunto de la igualdad de tributación, he de hacer observar que existen casos en los cuales pueden hacerse excepciones a la misma sin que esto sea incompatible con la igualdad de justicia que es la base de la regla. Supongamos que existe una clase de ingreso que tiende COnstantemente a aumentar sin ningún esfuerzo o sacrificio por parte de sus dueños; éstos constituyen una clase en la comunidad, a la que el curso natural de los acontecimientos enriquece poco a poco, sin que ellos pongan nada de su parte. En tal caso no se violarían los principios sobre los cuales se base la propiedad privada, si el Estado se apropiara este aumento de riqueza o una parte de la misma, a medida que se produce. En realidad esto no sería tomar nada de nadie; no sería otra cosa que aplicar en beneficio de la sociedad un aumento de la riqueza, producto de las circunstancias en lugar de permitir que fuera a aumentar las riquezas no ganadas de una clase determinada.

Ahora bien, en realidad este es el caso de la renta. El progreso ordinario de una sociedad cuya riqueza aumenta está siempre tendiendo a aumentar los ingresos de los terratenientes, a darles una mayor cantidad y una mayor proporción de la riqueza de la comunidad, independientemente de cualquier molestia o gasto en que incurran. Puede decirse que se enriquecen mientras duermen, sin trabajar, arriesgar o economizar. Según el principio general de la justicia social, ¿qué derecho tienen a ese aumento de sus riquezas? ¿En qué se les habría perjudicado si la sociedad se hubiera reservado, desde el principio, el derecho de gravar con un impuesto el crecimiento espontáneo de la renta, hasta el máximo requerido por las exigencias financieras? Concedo que sería injusto llegarse a cada propiedad individual, y apoderarse del aumento que hubiera tenido lugar en las rentas de la misma, ya que no habría medio de distinguir en todos los casos entre el aumento que se debiera tan sólo a las circunstancias generales de la sociedad y el que fuera resultado de la habilidad y los gastos por parte del propietario. La única manera admisible de proceder sería por medio de una medida de carácter general. El primer paso sería la valoración de toda la tierra del país. El valor actual de toda la tierra se eximiría del impuesto; pero después que hubiera transcurrido un intervalo, durante el cual hubiera aumentado la población y el capital de la sociedad, podría hacerse un cálculo grosero del incremento espontáneo de la renta desde que se hizo la volaración. En cierto modo podría servir de criterio al precio medio de los productos: si éstos habían subido, sería seguro que las rentas habían aumentado e incluso en mayor proporción que la subida de precio, según hemos probado. Basándose en estos y otros datos, podría hacerse un cálculo aproximado de lo que había aumentado el valor de la tierra del país por causas naturales; y al imponer una contribución general sobre la tierra, la cual, por temor a equivocarse, debería ser bastante inferior al importe así calculado, se tendría la seguridad de no tocar ningún aumento de ingreso que pudiera ser el resultado de un aumento del capital o de la actividad desplegada por el propietario.

Pero si bien no podría dudarse de la justicia de gravar con un impuesto el aumento de la renta, si la sociedad se hubiera reservado en forma expresa este derecho, ¿no ha renunciado la sociedad a ese derecho al no ejercerlo? En Inglaterra, por ejemplo, ¿no han dado todos los que han comprado tierras durante el último siglo un valor equivalente o más, no sólo al ingreso existente, sino también por las esperanzas de aumento, bajo la seguridad implícita de que el impuesto que sobre ellas pesara sería de igual proporción que el que grava a las otras clases de ingreso? Esta objeción, en la medida en que es válida, no tiene el mismo grado de validez en todos los países; depende de hasta qué punto ha dejado la sociedad caer en desuso un derecho que indudablemente poseyó por completo en otro tiempo. En la mayor parte de los países de Europa no se ha dejado nunca de ejercer el derecho de tomar, mediante un impuesto, una parte indefinida de la renta de la tierra, según las exigencias del momento. Los impuestos sobre la tierra constituyen en varias partes del continente una gran proporción de los ingresos del estado y se ha declarado siempre que aquéllos podían subir o bajar sin referencia de ninguna clase a los otros impuestos. En esos países nadie puede pretender que haya adquirido tierras en la creencia de que nunca se le exigiría pagar un impuesto más elevado del que pagaba cuando las compró. En Inglaterra el impuesto sobre la tierra no ha variado desde el principio del siglo pasado. La última ley que tuvo relación con el importe del mismo, fue para bajarlo; y aunque el incremento subsiguiente de la renta del país ha sido inmenso no sólo por la agricultura, sino también por el crecimiento de las ciudades y el aumento de la edificación, la influencia de los terratenientes en el parlamento ha impedido que se grave con algún impuesto, como hubiera sido muy justo, toda aquella parte de este incremento que había sido inmerecido y, por así decir, accidental. Me parece que se tienen ampliamente en cuenta estas perspectivas, si se considera como inviolable para cualquier impuesto especial toda el incremento de la renta que ha tenido lugar durante este largo período, por vías naturales, sin esfuerzo ni sacrificio. No veo ninguna objeción a que se declare que a partir de la fecha actual o de otra cualquiera posterior en la que el parlamento estime conveniente hacer valer el principio, todo aumento futuro de la renta estará expuesto a una contribución especial. Al hacer esto no se cometería ninguna injusticia con los terratenientes si se les asegura el precio actual de su tierra, ya que éste incluye el valor actual y todas las esperanzas de que suba en el futuro. Por lo que se refiere a este impuesto, tal vez fuera un criterio más seguro que la subida de la renta o el alza del precio del trigo, el aumento general del precio de la tierra. Sería fácil acomodar el impuesto de manera que no se llegara a reducir el valor de la tierra en el mrcado por bajo del que tuviera antes del impuesto: y hasta llegar a ese punto, no se cometería ninguna injusticia con los propietarios, cualquiera que fuera la cuantía del impuesto.

6. Pero cualquiera que sea la opinión que se tenga acerca de la legitimidad de hacer al Estado copartícipe en todos los aumentos futuros de la renta por causas naturales, el actual impuesto sobre la tierra (que en nuestro país es por desgracia muy pequeño), no debe considerarse como un impuesto sino como una especie de participación en la renta a favor del público; una parte de la renta, que desde el principio se reservó el Estado, que no ha pertenecido nunca a los terratenientes, ni ha formado parte de sus ingresos y que, por consiguiente, no debe considerarse como parte de los impuestos que pagan, a los efectos de eximirlos de la parte que en justicia les corresponde en cada uno de los demás impuestos. Con igual razón podríamos entonces considerar el diezmo como un impuesto sobre los terratenientes o en Bengala, donde el Estado, que tenía derecho a la totalidad de la renta, cedió un décimo de la misma a los particulares, reteniendo los otros nueve décimos, podrían considerarse con igual motivo estos nueve décimos como un impuesto injusto sobre los concesionarios del otro décimo. El que una persona sea dueña de una parte de la renta, no hace que tenga derecho al resto de la misma y que se le quite injustamente. Al principio la tierra que poseían los terratenientes estaba sujeta a cargos feudales, infinitamente mayores que lo que representa el actual impuesto, y al libertarles de aquéllas se les debió exigir un precio mucho más alto. Todos los que han comprado tierra después de existir el impuesto la han comprado sabiendo que estaba sometida al mismo. No puede pretenderse en modo alguno que sea un pago exigido a la casta actual de terratenientes.

Estas observaciones son aplicables a un impuesto sobre la tierra sólo en tanto se trate de un impuesto especial y no cuando es simplemente una forma de hacer pagar al terrateniente el equivalente de lo que pagan otras clases. En Francia, por ejemplo, existen (1848) impuestos especiales sobre otras clases de propiedad y de ingresos (el mobilier y la patente); y suponiendo que el impuesto sobre la tierra no sea más que un equivalente de éstos, no habría razón alguna para pretender que el Estado se ha reservado una participación en la renta de la tierra. Pero dondequiera que el ingreso derivado de la tierra se halla sujeto a un impuesto mayor que el que grava las demás formas de ingreso, el excedente no es, propiamente hablando, un impuesto, sino una participación en la propiedad del suelo que se ha reservado el Estado. En Inglaterra no existen impuestos especiales de otras clases que correspondan o que se pretenda equivalgan al impuesto sobre la tierra. Este no es, pues, en su totalidad, un impuesto sino una participación en la renta, y es como si el Estado hubiera retenido no una parte de la renta, sino una parte de la tierra. Y esta retención no es una carga para el terrateniente, como la participación de una persona en la propiedad de una cosa no es una carga para la persona que posee el resto. Los terratenientes no tienen derecho a ninguna compensación por ello, ni pueden pretender se considere como una parte de los ingresos que devengan. Su continuación tal como existe en la actualidad no infringe el principio de la igualdad en los impuestos (2). Más adelante, al tratar de los impuestos indirectos, examinaremos hasta qué punto y con qué modificaciones es aplicable la regla de la igualdad en ese ramo.

7. Además de las reglas precedentes, se defiende algunas veces otra regla de carácter general respecto de los impuestos, a saber, que deben recaer sobre el ingreso y no sobre el capital. Es ciertamente de la mayor importancia que los impuestos no tiendan a hacer disminuir el capital nacional, pero cuando este efecto se produce no es por el hecho de que exista un impuesto especial determinado, sino porque los impuestos en general son excesivos. Los excesivos impuestos, si se lleva el exceso hasta un grado suficiente, son capaces de arruinar a la comunidad más industriosa, sobre todo si son hasta cierto punto arbitrarios, de modo que el contribuyente no está nunca seguro de lo que se le permitirá que retenga, o cuando se han dispuesto de manera que la actividad y el ahorro no tienen objeto. Pero si se evitan esos errores y el importe de los impuestos no pasa de lo que es hoy incluso en los países de Europa en los que son más severos, no hay peligro de que puedan privar al país de una parte de su capital.

El disponer los impuestos en forma que recaigan enteramente sobre el ingreso y en modo alguno sobre el capital, está fuera del alcance de cualquier sistema fiscal. No hay ningún impuesto que no se pague en parte con lo que de otra manera se hubiera ahorrado; ningún impuesto cuyo importe, si se perdonara, se emplearía todo en aumentar los gastos y no se guardaría una parte del mismo como capital adicional. Por consiguiente, todos los impuestos se pagan en cierto modo con capital, y en un país pobre es imposible imponer ninguna contribución que no tienda a impedir el crecimiento de la riqueza nacional. Pero en un país en el que abunda el capital y en el que es vigoroso el espíritu de acumulación, casi no se siente el efecto de los impuestos. Habiendo llegado el capital a esa etapa en la cual, si no fuera por los constantes perfeccionamientos en la producción, cesaría todo aumento del mismo (y teniendo una tendencia tan fuerte incluso a marchar más aprisa que esos perfeccionamientos, que las ganancias se mantienen por encima del mínimo sólo a causa de la emigración del capital o por una limpieza periódica a la que llamamos crisis comercial) tomarle al capital por medio de impuestos lo que se llevaría la emigración o destruiría una crisis comercial, es sólo hacer lo que cualquiera de esas dos causas hubiera hecho, esto es, hacer hueco para nuevos ahorros.

No puedo, por consiguiente, conceder mucha importancia, en un país rico, a la objeción hecha contra los impuestos sobre legados y herencias, en el sentido de que son impuestos sobre el capital. Es perfectamente cierto que lo son. Como observa Ricardo, si se le quitan a alguien 100 libras por un impuesto sobre las casas o sobre los vinos, es probable que las ahorre todas o una parte, viviendo en una casa más barata, consumiendo menos vino o disminuyendo algún otro de sus gastos; pero si se le sustrae la misma suma por el hecho de que ha recibido un legado de 1,000 libras, se hace la cuenta de que el legado ha sido de 900 libras, y no siente mayor incentivo que antes (es probable que sienta menos) para economizar en sus gastos. Por consiguiente, todo el impuesto se paga sacándolo del capital, y hay paises en los cuales esto constituría una seria objeción. Pero, en pnmer lugar el argumento no puede aplicarse a ningún país que tenga una deuda nacional y dedique una parte de sus rentas a amortizarla, ya que el producto del impuesto, aplicado de esta manera, continúa siendo capital y no se hace más que transferirlo desde el contribuyente al tenedor de valores. Pero la objeción no es nunca aplicable a un país cuya riqueza aumenta con rapidez. La cantidad que se obtendría cada año, incluso con derechos sobre las sucesiones muy elevados, no sería sino una fracción muy pequeña del incremento anual del capital del país, y su sustración haría hueco para que se ahorrara una cantidad equivalente, mientras que el efecto que se logra no tomándolo es impedir que se realice ese ahorro o hacer que, si se realiza, se envíe fuera a invertirse. Un país que como Inglaterra, acumula capital no sólo para sí mismo, sino para la mitad del mundo, puede decirse que sufraga la totalidad de sus gastos públicos con lo que le sobra y rebosa, y es probable que su riqueza en la actualidad sea tan grande como si no tuviera impuestos de ninguna clase. Lo que sus impuestos hacen en realidad es reducir sus medios no de producción, sino de procurarse placeres, ya que lo que cualquiera paga en impuestos podría emplearlo, si no se le quitara para esos fines, en aumentar sus comodidades o en satisfacer algún deseo o alguna afición que ahora no puede satisfacer.




Notas

(1) Mr. Hubbard, que es la primera persona que ha intentado, como legislador práctico, rectificar el impuesto sobre el ingreso basándose en principios de impecable justicia y cuyo bien concebido plan está tan cerca de una justa evaluación como es posible si se tiene en cuenta que ha de ser eminentemente práctico, propone una reducción no de un cuarto, sino de un tercio, a favor de los ingresos que provengan del ejercicio de la industria o de una profesión. Fija esta proporción basándose en que, independientemente de toda consideración acerca de lo que las clases industriales y profesionales debieran ahorrar, las pruebas conseguidas parecen confirmar que lo que esas clases ahorran es por término medio el tercio de sus ingresos, por encima de lo que ahorran las demás clases. Los ahorros -observa Mr. Hubbard- efectuados sobre los ingresos obtenidos de bienes invertidos se estiman en una décima pane de los mismos. Los abonos realizados sobre ingresos procedentes del ejercicio de la industria se estiman en cuatro décimas partes. Como las cantidades que habría que gravar bajo esos dos epígrafes serían casi iguales, se simplifica el ajuste quitando un décimo en cada lado y reduciendo después en tres décimos o un tercio la cantidad gravable de los ingresos industriales. Proposed Report (p. XIV del Report and Evidence del Comité de 1861). Tal cálculo ha de contener un gran elemento de conjetura, pero ofrece una razón válida para la conclusión práctica que sobre ella basa Mr. Hubbard.

Varios escritores sobre este asunto, incluyendo entre ellos a Mr. Mill, en sus Elements of Politicál Economy, y Mr. McCulloch, en su obra Taxation, han pretendido que debe deducirse tanto como sea preciso para asegurar la vida del propietario en una suma que de a sus sucesores un ingreso igual al que él reserva para sí, ya que esto es lo que el poseedor de bienes heredables puede hacer sin ahorrar nada: en otros términos, los ingresos temporales deben convertirse en ingresos perpetuos de igual valor actual y gravados -como tales, Si los dueños de rentas vitalicias ahorraran esta proporción tan elevada de sus ingresos o aún mas, con gusto les eximiría del impuesto sobre la totalidad de su importe, puesto que, si encontrara un medio práctico para hacerlo, yo eximiría por completo los ahorros. Los que poseen rentas vitalicias no están obligados a renunciar al goce de las mismas con objeto de dejar a sus sucesores un ingreso igual al que ellos mismos disfrutan, y nadie sueña con hacerlo. Y menos aun debe esperarse o exigirse a aquellos cuyos ingresos son el fruto de sus esfuerzos personales, que dejen a sus descendientes para siempre, sin que tengan necesidad de realizar ningun esfuerzo, los mismos ingresos que ellos se han permitido gastar. Todo lo que están obligados a hacer, íncluso por sus propios hijos, es colocarlos en circunstancias de que puedan tener probabilidades de ganarse la vida. No obstante, puesto que el legar bienes a sus hijos o a otras personas es una inclinación legítima, que esas personas no pueden satisfacer sin reservar una parte de sus ingresos, mientras que los poseedores de bienes heredables pueden hacerlo, esta desigualdad efectiva en casos en que las rentas en sí son iguales debe tenerse en cuenta, hasta cierto punto, al fijar los impuestos, de manera que se exija de ambos en cuanto sea posible un sacrificio igual.

(2) Es evidente que las mismas observaciones se aplican a aquellos impuestos locales, a propósito de cuya presión peculiar sobre la propiedad territorial tanto han dicho los proteccionistas que aún quedan. Toda aquella parte de esas cargas que es de antigua fecha debería considerarse como una deducción obligatoria o reserva, para fines públicos, de una parte de la renta. Y las adiciones recientes se han hecho en beneficio de los propietarios de tierras o se han debido a sus errores: en ninguno de los dos casos les da motivos fundados para quejarse.

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