Índice de Sobre la influencia del gobierno de John Stuart MillCapítulo IICapítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO TERCERO

DE LOS IMPUESTOS DIRECTOS

1.Los impuestos son directos o indirectos. Un impuesto directo es el que se exige de las mismas personas que se pretende o se desea que lo paguen. Impuestos indirectos son aquellos que se exigen a una persona con la esperanza y la intención de que éstá se indemnizará a expensas de alguna otra: por ejemplo, los impuestos de consumo y los derechos de aduana. Al productor e importador de una mercancía se le exige que pague un impuesto sobre la misma no con la intención de imponerle una contribución especial, sino con la de gravar por su intermedio a los consumidores del artículo, de quienes se supone que recabará él el importe mediante un aumento del precio.

Los impuestos directos recaen sobre el ingreso o sobre el gasto. La mayor parte de los impuestos sobre el gasto son indirectos, pero hay algunos directos, ya que se imponen no al productor o al vendedor de un artículo, sino en forma inmediata al consumidor. Un impuesto sobre las casas, por ejemplo, es un impuesto directo sobre el gasto, si, como es lo corriente, se le impone el que ocupa la casa. Si se recaudara del constructor o del dueño sería un impuesto indirecto. Un impuesto sobre ventanas es un impuesto directo sobre el gasto, y así lo son también los impuestos sobre los caballos, los carruajes y todos los demás que se llaman de amillaramiento.

Las fuentes de ingreso son las rentas, las ganacias y los salarios. Esto incluye toda clase de ingresos, excepto el regalo o el robo. Puede imponerse una contribución sobre cada una de esas tres clases de ingresos o una contribución uniforme sobre todos ellos. Las examinaremos por orden.

2. Un impuesto sobre la renta recae por entero sobre el terrateniente. No hay medio alguno de que pueda traspasar a alguien la carga. No afecta al valor o el precio de los productos de la agricultura, pues éste lo fija el costo de producción en las circunstancias menos favorables, y en esas circunstancias, según hemos demostrado repetidas veces, no se paga renta. El impuesto sobre la renta no tiene, por consiguiente, más efecto que el obvio de tomarle cierta cantidad al terrateniente para transferirla al Estado.

No obstante, si hemos de ser estrictamente exactos, esto no es cierto más que en el caso de la renta que es resultado de causas naturales o de mejoras realizadas por los arrendatarios. Cuando el dueño de la tierra realiza mejoras que aumentan la capacidad productiva de la misma, resulta remunerado por el pago suplementario que hace el arrendatario; y este pago, que para el terrateniente es en realidad una ganancia del capital invertido en las mejoras, se mezcla y se confunde con la renta, lo que en realidad es para el arrendatario, y también respecto a las leyes económicas que fijan su importe. Un impuesto sobre la renta que se extendiera a esta parte de la misma, disuadiría a los terratenientes de llevar a cabo mejoras en sus tierras; pero no se sigue de aquí que haría subir el precio de los productos agrícolas. Las mismas mejoras podrían realizarse con el capital del arrendatario, o incluso el del dueño de la tierra si éste se lo presta a aquél, con tal que esté dispuesto a conceder al arrendatario un arrendamiento suficientemente largo para que pueda indemnizarse del gasto antes de que expire aquél. Pero todo aquello que crea obstáculos para que se hagan mejoras en la forma que la gente prefiere hacerlas, impedirá con frecuencia que se hagan; y un impuesto sobre la renta sería inoportuno a este respecto, a menos que se ideara alguna manera de excluir de él aquella parte de la renta nacional que puede considerarse como ganancias del dueño. Sin embargo, no se necesita este argumento para condenar el impuesto en cuestión. Un impuesto especial sobre un ingreso de cualquier clase, que no esté contrapesado por impuestos sobre otras clases, es un ultraje a la justicia y equivale a una confiscación parcial. He señalado ya las razones que habría para exceptuar de esta censura un impuesto que, absteniéndose de gravar las rentas existentes, se contenta con apropiarse una parte de cualquier aumento futuro que resultara de la acción de causas naturales. Pero ni aun esto podría hacer con estricta justicia sin ofrecer como alternativa el precio de mercado de la tierra. En el caso de un impuesto sobre la renta que no sea peculiar a la tierra, sino que vaya acompañado de un impuesto equivalente sobre los otros ingresos, la objeción basada en el hecho de que afectaría a las ganancias que se derivan de mejoras es menos aplicable, ya que, gravándose las ganancias lo mismo que las rentas, la ganancia que se presenta bajo la forma de una renta está sujeta a la misma suerte que las demás ganancias; pero puesto que ésta por las razones que hemos expuesto antes, en su conjunto deben gravarse algo menos que las rentas propiamente dichas, la objeción sólo disminuye, no desaparece.

3. Un impuesto sobre las ganancias, como un impuesto sobre la renta tiene que recaer por entero en el que lo paga, al menos en su actuación inmediata. Puesto que todas las ganancias resultan igualmente afectadas, no puede obtenerse ningún alivio cambiando el empleo del capital. Si se impusiera un gravamen sobre las ganancias de una renta cualquiera de la producción, el impuesto vendría a ser en realidad un aumento en el costo de producción y el valor y el precio del articulo subirían en consecuencia, con lo que resultaría que el impuesto recaería en último término sobre los consumidores de la mercancía y no afectaría a las ganancias. Pero un impuesto general sobre las ganancias, de igual importancia para todos, no afectaría a los precios y recaería, por lo menos al principio, sólo sobre los capitalistas.

Existe, sin embargo, un efecto posterior que, en un país rico y próspero, precisa tenerse en cuenta. Cuando es tan grande el capital acumulado y el aumento anual tan rápido que sólo la emigración del capital o las continuas mejoras en la producción impiden que el país alcance el estado estacionario, cualquier circunstancia que contribuya a hacer bajar el tipo de ganancia no puede dejar de influir sobre esos fenómenos. Puede actuar de varias maneras. La reducción de la ganancia y la consiguiente dificultad para hacer fortuna u obtener la subsistencia mediante el empleo de capital, puede actuar como un estímulo para realizar invenciones y para usarlas una vez que se han realizado. Si se aceleran mucho los perfeccionamientos en la producción, y si estos contribuyen a abaratar, directa o indirectamente, cualquiera de las cosas que consume el trabajador, pueden subir las ganancias y subir lo suficiente para compensar todo lo que se lleva el impuesto. En este caso se habrá obtenido el impuesto sin pérdida para nadie, ya que la producción del país aumentaría en proporción igual o tal vez mayor. No obstante, aun en este caso tiene que considerarse el impuesto como pagado de las ganancias, ya que quienes las reciben son los que se beneficiarían si aquél se suprimiera.

Pero si bien la sustracción de una parte de las ganancias crearía en general la tendencia a acelerar las mejoras en la producción, pudiera ser que no resultaran tales mejoras en realidad, o que éstas fueran de tal naturaleza que no aumentaran las ganancias o que el aumento no igualara a la disminución producida por el impuesto. Si fuera así, el tipo de ganancia se aproximaría más al límite práctico mínimo al cual se acerca constantemente, y esta disminución del rendimiento del capital frenaría toda acumulación posterior o sería la causa de que se enviara al extranjero una proporción mayor del aumento anual, o que se dilapidara en especulaciones sin provecho. Al principio el impuesto recae por entero sobre las ganancias, pero el aumento del capital, que el impuesto impide, habría tendido a reducir las ganancias al mismo nivel si se hubiera permitido que continuara; y en cada período de diez o veinte años se encontrará una diferencia menor entre las ganancias tal cual son, y lo que hubieran sido de no existir el impuesto en cuestión, hasta que por último ya no hay ninguna diferencia y el impuesto recae sobre el terrateniente o sobre el trabajador. El efecto real de un impuesto sobre las ganancias es hacer que el país posea, en cualquier período determinado, un capital más reducido y una producción total menor, y que se alcance antes el estado estacionario, y con una riqueza nacional más pequeña. Es posible que un impuesto sobre las ganancias pudiera incluso disminuir el capital existente en el país. Si el tipo de ganancia está ya en el mínimo práctico, esto es, aquel que una vez alcanzado hace que toda aquella parte del incremento anual que tendería a reducir las ganancias se exporte o se pierda en especulaciones, entonces, si se establece un impuesto que reduce aún más las ganancias, las mismas causas que antes hacían desaparecer el aumento harían desaparecer con toda probabilidad una parte del capital existente. Así, pues, en un estado del capital y de la acumulación como el que existe en Inglaterra, un impuesto sobre las ganancias sería muy perjudicial para la riqueza nacional. Y este efecto no se produce tan sólo en el caso de un impuesto especial y, por consiguiente, intrínsecamente injusto, sobre las ganancias. El simple hecho de que las ganancias tengan que soportar su parte de un sistema de impuestos severos, tiende, en la misma forma que un impuesto especial, a hacer que el capital emigre, a estimular las especulaciones imprudentes disminuyendo las ganancias seguras, a desalentar la acumulación y a acelerar la llegada al estado estacionario. Se cree que ésta ha sido la principal causa de la decadencia de Holanda, o más bien de que haya cesado de progresar.

Aún en los países que no acumulan con tanta rapidez que estén siempre al borde del estado estacionario, parece imposible que, si en efecto existe acumulación, ésta no se retarde hasta cierto punto por la sustración de una parte de su ganancia; y a menos que su efecto se compense por estimular los perfeccionamientos, es inevitable que el capitalista arroje una parte de su carga sobre el trabajador o el terrateniente. Uno de estos dos ha de perder siempre al disminuir la acumulación. Si la poblaci6n continúa creciendo como antes, el trabajador sufre; si no es así, se frena el adelanto del cultivo y los terratenientes pierden el aumento de la renta que se hubiera derivado de aquél. Los únicos países en que parece probable que un impuesto sobre las ganancias sea una carga permanente sólo para los capitalistas, son aquellos en los cuales el capital es estacionario por no haber nuevas acumulaciones. En tales países tal vez el impuesto no impida que se conserve íntegro el viejo capital, ya fuera por la costumbre, ya por no querer someterse al empobrecimiento, y así el capitalista podría continuar soportando la totalidad del impuesto. De estas consideraciones se deduce que los efectos de un impuesto sobre las ganancias son mucho más complejos, más variados y en algunos aspectos más inseguros de lo que han supuesto por lo general los escritores sobre el asunto.

4. Vamos a ocuparnos ahora de los impuestos sobre los salarios. Los efectos de éstos son muy diferentes, según que los salarios gravados sean los del trabajo ordinario no calificado o los que constituyen la remuneración de empleos calificados privilegiados, ya manuales, ya intelectuales que, protegidos por una especie de monopolio natural o concedido, quedan fuera de la esfera de la competencia.

He observado ya que en el bajo estado actual de la educación popular todos los grados más altos de trabajo mental o del manual calificado tiene un precio de monopolio que excede a los salarios de los obreros corrientes en un grado mucho mayor del que realidad se debe al gasto, la molestia y la pérdida de tiempo precisos para calificarse para el empleo. Cualquier impuesto que se establezca sobre esas ganancias y que las deje todavía por encima (o no por debajo) de su justa proporción, recae sobre los que lo pagan; no tienen medio alguno de aliviarse a expensas de cualquier otra clase. Esto es también cierto de los salarios ordinarios en casos como el de los Estados Unidos o de una nueva colonia, en la que al aumentar el capital con tanta rapidez como puede aumentar la población, los salarios se sostienen por el aumento del capital y no por la adhesión de los obreros a un nivel de vida determinado. En un caso semejante pudiera tener lugar algún empeoramiento de su situación, ya fuera debido a un impuesto, ya a otra causa cualquiera, sin que por ello se frenara el aumento de la población. El impuesto recaería en ese caso sobre los mismos trabajadores y lo reduciría prematuramente a ese estado más bajo al cual se verían reducidos de todas maneras en definitiva, por la inevitable disminución del tipo de incremento del capital, por efecto de la ocupación de toda la tierra fértil.

Algunos objetarán que, incluso en este caso, un impuesto sobre los salarios no puede perjudicar a los trabajadores, ya que, gastándose en el país el dinero que con el mismo se recauda, es devuelto a los trabajadores a través de la demanda de trabajo. No obstante, en el Libro Primero (1) hemos demostrado en forma tan completa la falacia de esta doctrina que casi no es preciso más que referirse a aquella explicación. Se demostró allí que los fondos que se gastan improductivamente no tienden a elevar o mantener los salarios, a no ser que se gasten en la compra directa de trabajo. Si el gobierno recaudara un impuesto de un chelín semanal de cada trabajador y lo empleara íntegro en pagar trabajadores para el servicio militar, trabajos públicos o cosas por el estilo, no cabe duda que indemnizaría a los trabajadores, considerados como una clase, por el impuesto que se les había exigido. Esto sería en realidad gastar el dinero entre el pueblo. Pero si lo gastara todo en comprar géneros o en aumentar los salarios de empleados que compraran géneros con ese aumento, esto no aumentaría la demanda de trabajo, ni tendería a elevar los salarios. No obstante, sin necesidad de recurrir a los principios generales, podemos contar con una verdadera reductio ab absurdum. Si el recaudar dinero de los trabajadores y gastarlo en mercancías es devolverlo a los trabajadores, entonces, recaudar dinero de otras clases y gastarlo en la misma forma, tiene que ser también darlo a los trabajadores; por consiguiente, cuanto más recaude el gobierno en impuestos, mayor será la demanda de trabajo y más opulenta será la situación de los trabajadores. Proposición cuyo absurdo nadie dejará de percibir.

En casi todas las colectividades, los salarios se regulan por el nivel habitual de vida a que se adhieren los trabajadores, por bajo del cual cesan de multiplicarse. En una situación semejante, si se establece un impuesto sobre los salarios, lo soportarán durante algún tiempo los mismos obreros; pero, a menos que esta depresión temporal de los salarios tenga el efecto de rebajar el nivel de vida de los obreros, disminuirá la multiplicación de éstos y como consecuencia subirán los salarios, y los trabajadores volverán a su situación anterior. ¿Sobre quién recaerá entonces el impuesto? Según Adam Smith, sobre la comunidad en general en su carácter de consumidor, ya que la subida de los salarios, creía él, haría subir los precios en general. Hemos visto, sin embargo, que los precios generales dependen de otras causas y no suben nunca por efecto de cualquier acontecimiento que afecte a todas las clases de empleos productivos de la misma manera y en el mismo grado. Un alza de los salarios ocasionada por un impuesto, como cualquier otro aumento del costo del trabajo, tiene que ser a costa de las ganancias. Todo intento de establecer un impuesto que grave a los trabajadores jornaleros, en un país viejo, no es otra cosa que imponer una contribución sobre todos los que emplean trabajo ordinario, a menos que el impuesto produzca el efecto mucho peor de rebajar permanentemente el nivel de vida holgada en el espíritu de las clases más pobres.

En las consideraciones que anteceden encontramos argumentos adicionales a favor de la opinión expuesta anteriomente, de que los impuestos directos deben detenerse antes de llegar a gravar los ingresos que no exceden de lo indispensable para una vida sana. Esos pequeños ingresos se derivan casi siempre del trabajo manual y, según vemos ahora, cualquier impuesto que se establezca sobre ellos rebaja para siempre el nivel de vida de la clase trabajadora o recae sobre las ganancias y carga al capitalista con un impuesto indirecto, además de la parte que le corresponde de impuestos directos, lo que sería doblemente censurable, tanto por ser una violación del principio fundamental de la igualdad, como por las razones que, según hemos expuesto, hacen que un impuesto especial sobre las ganancias sea perjudicial para la riqueza pública y, por consiguiente, para los medios que la sociedad posee para pagar impuestos de cualquier clase.

5. Después de examinar los impuestos sobre las diferentes clases de ingreso pasamos ahora a examinar un impuesto que grave con justicia a todas las clases; en otros términos, un impuesto sobre el ingreso. En el capítulo anterior hemos anticipado la exposición de las condiciones necesarias para que este impuesto sea compatible con la justicia. Supongamos, por consiguiente que se cumplen las condiciones que son: primero, que se dejen libres de todo gravamen los ingresos inferiores a una cierta cantidad. Este mínimo no debe exceder de la cantidad que basta para atender a las necesidad más perentorias de la población existente. La exención que en el sistema fiscal actual [1857] se hace a favor de todos los ingresos inferiores a 100 libras anuales y el menor porcentaje que antes se aplicaba a las comprendidas entre 100 y 150 libras, sólo son defendibles basándose en la razón de que casi todos los impuestos indirectos oprimen con más severidad los ingresos entre 50 y 150 libras que a todos las demás. La segunda condición es que los ingresos superiores a ese límite deben gravarse sólo en proporción a sus excedentes sobre ese límite. Tercera, que las sumas ahorradas del ingreso e invertidas, deben estar exentas del impuesto; o si se encuentra que esto es impracticable, que las rentas vitalicias y los ingresos obtenidos por el ejercicio de profesiones o de negocios, deben gravarse con menor severidad que los ingresos procedentes de herencias, en proporción equivalente en tanto cuanto sea posible a la mayor necesidad de economía que se deriva de su carácter temporal, teniendo en cuenta también, en el caso de los ingresos variables, su condición precaria.

Un impuesto sobre el ingreso basado equitativamente en esos principios sería, por lo que se refiere a su justicia, el menos recusable de todos los impuestos. La objeción que puede hacérsele, con la baja moral pública que impera hoy, es la imposibilidad de establecer los ingresos verdaderos de los contribuyentes. En mi opinión, no debe tenerse en cuenta la supuesta opresión de obligar a la gente a declarar el importe de sus ingresos. Uno de los males sociales de este país es la práctica, que casi equivale a una costumbre, de intentar sostener la apariencia de un ingreso mayor del que en realidad se disfruta, y sería mucho mejor para los que tienen esta debilidad si todo el mundo conociera la importancia de los medios de que disponen y se suprimiera la tentación de gastar más de lo que pueden, reduciendo sus necesidades reales, para mantener las apariencias exteriores. Por otro lado, hay que tener en cuenta otro aspecto de la cuestión. Mientras en el vulgo de un país predomine el humillante estado de espíritu que este hábito nacional presupone, mientras sus muestras de respeto (si puede aplicarse esta palabra) estén en proporción a la importancia que suponen a los medios pecuniarios de cada uno, puede dudarse si cualquier cosa que tiende a hacer desaparecer toda incertidumbre respeto de este extremo no aumentaría considerablemente la presunción y la arrogancia de los ricos vulgares, como asimismo su insolencia hacia los que están por encima de ellos por su inteligencia y su carácter, pero por debajo en cuanto a fortuna.

A pesar, también, de lo que se llama el carácter inquisitorial del impuesto, por mucho que fuera el poder inquisitorial que se ejerciera y que la gente quisiera soportar, ni aun éste bastaría para que los funcionarios pudieran comprobar con exactitud los ingresos de los contribuyentes. Las rentas, los salarios, las anualidades y todos los ingresos fijos, pueden comprobarse con facilidad. Para las ganancias variables de las profesiones y en mayor grado aun las ganancias de los negocios, que en muchos casos ni aun la misma persona interesada puede comprobar con exactitud, menos aún podrá comprobarlas con rectitud el funcionario recaudador. Tiene que depositarse la mayor confianza, y siempre se ha depositado, en los datos suministrados por la persona misma. No sirve de mucho la presentación de la contabilidad, excepto en los casos más flagrantes de falsedad, y aun en estos casos la comprobación es muy difícil, pues si el fraude es intencionado, se falsifican las cuentas de tal manera que burlarán a los funcionarios encargados de la comprobación, bastando con el fácil recurso de omitir la anotación de determinadas entradas en los libros sin necesidad de recurrir a fingir deudas o gastos. Por consiguiente, a pesar de que el impuesto se base sobre principios de igualdad, en la práctica resulta desigual de una de las peores maneras: grava más al que procede con honradez. Los faltos de escrúpulos consiguen evadir una gran proporción de lo que deberían pagar; incluso las personas íntegras en sus transacciones ordinarias sienten la tentación de tergiversar con sus conciencias, por lo menos hasta el punto de decidir a su propio favor en todos aquellos casos en que pueda surgir la duda o la discusión, en tanto que los estrictamente voraces tal vez se vean obligados a pagar más de lo justo, debido a las facultades por necesidad arbitrarias de que han de estar investidos los funcionarios como última defensa contra la ocultación por parte de los contribuyentes.

Es de temer, por consiguiente, que la equidad que preside el principio de un impuesto sobre el ingreso, no pueda hacerse que vaya unida a él en la práctica; y que este impuesto, que en apariencia es la más justa de todas las formas de obtener una renta pública, es en realidad más injusto que muchos otros que prima facie son más censurables. Este motivo nos llevaría a estar de acuerdo con la opinión que, hasta hace poco, ha prevalecido por lo general: que los impuestos directos sobre el ingreso deben reservarse como un recurso extraordinario para los casos de urgencia nacional, en los cuales la necesidad de grandes ingresos adicionales hace desaparecer todas las objeciones.

Las dificultades que presenta un impuesto justo y equitativo, sobre el ingreso, han sacado a luz una proposición referente a un impuesto directo y de un determinado tanto por ciento no sobre el ingreso, sino sobre el gasto; comprobándose el importe total de los gastos de cada persona, en la misma forma que se comprueba ahora el ingreso, esto es, por las declaracion suministradas por los mismos contribuyentes. El autor de esta sugerencia es Mr. Revans, afirma, en un hábil folleto que ha escrito sobre el asunto (2) que las declaraciones que las personas harían sobre sus gastos serían más dignas de confianza que las que ahora hacen sobre sus ingresos, por el hecho de que los gastos son de por sí más públicos que los ingresos y se descubriría con más facilidad las falsedades. Yo creo que Mr. Revans no ha reflexionado bastante sobre cuán pocos son los gastos anuales de la mayor parte de las familias que pueden juzgarse con alguna aproximación por los signos externos. La única seguridad continuaría siendo la veracidad de los individuos, y no hay razón para suponer que sus declaraciones serían más dignas de confianza con respecto a sus gastos que con respecto a sus ingresos; sobre todo porque como los gastos de la mayor parte de las personas se componen de más partidas que los ingresos, sería mucho mayor la posibilidad de ocultación y supresión de los detalles de los gastos que de los ingresos.

Los impuestos sobre el gasto actualmente en vigor, en este o en otros países, recaen sobre determinadas clases de ellos y no se diferencian de los impuestos sobre mercancías sino en que los paga la misma persona que consume o usa el artículo, en lugar de adelantarlo el productor o el comerciante, que se lo reembolsa en el precio. Los impuestos sobre caballos y carruajes, perros, sirvientes, son todos de esta naturaleza. Es evidente que estos impuestos recaen sobre las personas de quienes se recauda, esto es, de las que usan aquello que se grava. Otro impuesto de carácter similar y más importante es el que grava las casas, del cual tenemos que ocuparnos más despacio.

6. La renta de una casa, consiste en dos partes: la renta del terreno y lo que Adam Smith llama renta de edificios. La primera se fija por los principios ordinarios de la renta. Es la remuneración que se paga por el uso de la porción de tierra ocupada por la casa y sus accesorios, y varía desde el simple equivalente de la renta que el terreno produciría en la agricultura hasta la renta de monopolio que se paga por las situaciones ventajosas en las calles más concurridas de las grandes ciudades. La renta de la casa en sí, distinguiéndola de la del terreno, es el equivalente que se da por el trabajo y el capital gastado en la construcción de la misma. El hecho de que se reciba en pagos trimestrales o semestrales no altera los principios por los cuales se regula. Comprende la ganancia ordinaria del capital empleado en la construcción y una anualidad que baste, al tipo corriente de interés, para reponer, después de pagar todas las reparaciones que corran a cargo del propietario, el capital primitivo para la época en que la casa esté ya gastada y fuera de uso.

Un impuesto de un tanto por ciento sobre la renta bruta recae sobre esas dos porciones de la renta por igual. Cuanto mayor es la renta que paga una casa, tanto mayor es el impuesto que paga, tanto si la causa es la calidad de la situación o la de la casa misma. No obstante, tenemos que examinar por separado la incidencia de esas dos partes del impuesto.

Toda aquella parte del mismo que sea renta del edificio, tiene que recaer en último término sobre el consumidor o, en otros términos, sobre quien ocupa la casa. Pues como las ganancias de la construcción no son más elevadas que el tipo ordinario de ganancia, serían más bajas que las ganancias de los empleos que no están gravados y no se construirían casas. No obstante, es probable que durante algún tiempo después que se instituyó el impuesto, una buena parte de éste recaería, no sobre el arrendatario, sino sobre el dueño de la casa. Un gran número de consumidores no podrían permitirse pagar la renta anterior aumentada con el impuesto, o preferirían alquilar otra casa más barata. Por consiguiente, durante algún tiempo la oferta de casas excedería a la demanda. La consecuencia de este exceso, en el caso de la mayor parte de los artículos, sería una disminución casi inmediata de la oferta; pero una mercancía tan duradera como las casas no disminuye en cantidad con rapidez. Cierto que excepto por razones especiales, dejarían de construirse nuevos edificios de la clase por la cual ha disminuído la demanda; pero entretanto la abundancia temporal haría bajar las rentas, y es probable que los consumidores se acomodaran igual que antes por el mismo pago total, renta e impuesto unidos. No obstante, poco a poco, a medida que las casas existentes se fueran haciendo viejas o el aumento de la población exigiera una mayor oferta, las rentas subirían de nuevo, hasta que fuera otra vez provechosa la construcción de edificios, lo que no sucedería hasta tanto no se hubiera transferido por completo el impuesto al ocupante. Así, pues, al final el ocupante tiene que soportar la parte del impuesto sobre la renta que corresponde al pago hecho por la casa propiamente dicha, con exclusión del terreno sobre el cual está edificada.

El caso es algo diferente con aquella parte del impuesto que grava el terreno. Como los impuestos sobre la renta propiamente dicha recaen sobre el dueño, podía suponerse que el impuesto sobre el terreno de la casa tiene que recaer sobre el propietario del terreno, por lo menos después que haya teminado el plazo por el cual se arrendó para que se construyera sobre él la casa. Sin embargo, no recaerá por entero sobre el dueño del terreno, a menos que al impuesto scbre éste vaya unido otro equivalente sobre la renta de carácter agrícola. La renta más baja de la tierra para edificar es un poco más elevada que la que el mismo terreno produciría en la agricultura, pues es razonable suponer que la tierra se vende o se arrienda para edificar tan pronto como su valor para esta finalidad es mayor que para el cultivo. Por consiguiente, si se estableciera un impuesto sobre las rentas de los terrenos para edificar sin que se estableciera también sobre las rentas agrícolas, se reduciría, aunque en muy poca cosa, la ganancia producida por los terrenos de peor calidad para edificar, por bajo de la tierra en general, y esto frenaría la construcción con la misma eficacia que si se tratara de un impuesto sobre la renta de los edificios, hasta que la disminución de la oferta por las causas ordinarias de destrucción, o el aumento de la demanda provoado por el incremento de la población, hubiera hecho subir la renta en una cantidad equivalente al impuesto. Pero todo aquello que hace subir o bajar las rentas de los terrenos para edificar, hace subir todas las demás, ya que cada una de ellas excede a la más baja por el valor en el mercado de sus ventajas peculiares. Por consiguiente, si el impuesto sobre la renta de terrenos fuera una cantidad fija por pie cuadrado, y lo mismo pagaran los terrenos mejor situados que los que tienen menos demanda, este pago fijo recaería en último término sobre el ocupante. Supongamos que la renta más baja de terreno para edificar sea de 10 libras por acre y la más alta 1,000 libras; un impuesto de 1 libra por acre sobre las rentas de terrenos haría subir la primera a 11 libras y, por consiguiente, la segunda a 1,001, ya que la diferencia de valor entre ambas situaciones continuaría siendo la misma; el ocupante sería, pues, el que pagaría la libra anual. Pero se supone que un impuesto sobre la renta de terreno para edificar forma parte del que grava la casa, el cual no es una cantidad fija, sino un porciento de la renta. Por consiguiente, si suponemos que el sitio más barato paga, como antes, 1 libra, el más caro pagaría 100 libras, de las cuales 1 podría hacerse recaer sobre el ocupante, ya que la renta subiría como antes a 101 libras. En consecuencia, de las 101 libras con que se grava el sitio más costoso, 99 recaerían sobre el dueño del terreno. Es preciso, pues, considerar un impuesto sobre las casas bajo un doble aspecto: como un impuesto sobre todos los ocupantes de casas y como un impuesto sobre la renta del terreno.

En la gran mayoría de las casas, la renta del terreno no constituye sino una pequeña parte del pago anual hecho por la casa, y casi todo el impuesto recae sobre el inquilino. Solo en casos excepcionales, como el de las situaciones más favorables de las grandes ciudades, es la renta del terreno el elemento predominante en la renta de la casa; y entre las pocas clases de renta que son apropiadas para que se les grave con impuestos especiales, estas rentas de terreno para edificación ocupan el principal lugar, ya que son el ejemplo más palpable entre todos los existentes de la rápida obtención, en muchos casos inesperada, de enormes riquezas por unas cuantas familias por el mero accidente de poseer determinadas parcelas de terreno, sin que hayan ayudado de por sí en nada para la adquisición de esas riquezas. Por consiguiente, el impuesto sobre las casas no se halla sujeto a ninguna objeción en la medida que grava el dueño del terreno.

Por lo que respecta a la parte del impuesto que recae sobre el inquilino, si está proporcionado con justicia al valor de la casa, es uno de los más justos y de los menos objetables. Ningún otro de los gastos de una persona puede servir tan bien de criterio para juzgar los medios de que dispone, o guarda una proporción tan aproximada con los restantes gastos. Un impuesto sobre las casas se aproxima más a un impuesto justo sobre el ingreso que el que se basa en un gravamen directo de éstos, teniendo la gran ventaja de que hace espontáneamente todas las concesiones que tan difíciles son de hacer y que tan imposible es hacer con exactitud, al amillarar el impuesto sobre la renta, pues la renta que una persona paga por la casa que habita, es una prueba fehaciente no de lo que posee, sino de lo que él cree que puede permitirse gastar. Su aquiescencia con el principio de la igualdad sólo puede ponerse en duda por dos razones. La primera es que un avaro puede escapar al mismo. Esta objeción es aplicable a todos los impuestos sobre el gasto; sólo el impuesto directo sobre el ingreso puede alcanzar al avaro. Pero como hoy día los avaros no atesoran su dinero, sino que lo invierten en empleos productivos, no sólo contribuyen a aumentar la riqueza nacional y, por consiguiente, los medios de pagar impuestos, sino que el pago que puede exigírseles sólo se transfiere de la suma principal al ingreso que después se obtiene de ella, el cual paga impuesto tan pronto como llega a gastarse. La segunda objeción es que una persona puede necesitar una casa más grande y más cara, no porque disponga de mayores medios, sino porque tiene una familia numerosa. Sin embargo, esto no le da derecho a quejarse, ya que el que tiene familia numerosa es porque ha querido tenerla; y, por lo que respecta al bien público, esto debe más bien desalentarse que estimularse (3).

Una buena parte de los impuestos de este país se obtiene por el impuesto sobre las casas. Los impuestos parroquiales consisten, por entero en las ciudades y parcialmente en los distritos rurales, en un gravamen de las rentas de las casas. El impuesto sobre ventanas, que era también un impuesto sobre las casas; pero de un carácter nocivo, ya que operaba como un impuesto sobre la luz natural y era causa de que se deformara la edificación, se cambió en 1851 por un impuesto sobre las casas propiamente dicho, pero en una escala mucho más baja que la que existía de 1834. Es de lamentar que el nuevo impuesto mantenga el injusto principio que servía de base para el amillaramiento en el antiguo, y que ha contribuído tanto como el egoísmo de la clase media a que se produzcan las protestas contra el impuesto en cuestión. El público se escandalizo con razón que residencias como Chatsworth o Belvoir se clasificaban con una renta imaginaria de sólo 200 libras por año, con el pretexto de que, debido a los grandes gastos que se habían de realizar para su entretenimiento, no podían arrendarse por más de esa cantidad. Sin duda es muy probable que no pudieran arrendarse ni aún a esa cantidad. Pero no se ha intentado que un impuesto sobre las casas sea un impuesto sobre las rentas derivadas de las casas, sino sobre los gastos en que se incurre por el hecho de vivir en ellas. Lo que se desea averiguar es lo que la casa le cuesta a la persona que la habita, no lo que le produciría si la alquilara a otra. Cuando el que ocupa la casa no es el dueño y no tiene la obligación de repararla, la renta que paga da la medida de lo que la casa cuesta; pero cuando es el dueño, tiene que buscarse alguna otra medida. Debería valorarse la casa no por lo que se vendería, sino en lo que costaría reedificarla en la actualidad, y esta valoración se corregiría de tiempo en tiempo teniendo en cuenta lo que hubiera perdido de valor o hubiera ganado por reparaciones o mejoras. El importe de la valoración corregida formaría la suma principal, cuyo interés, al precio corriente de los valores públicos, constituiría el valor anual que se atribuiría al edificio para el impuesto.

Así como los ingresos inferiores a una cantidad determinada deben eximirse del impuesto sobre el ingreso, así también deberían quedar exentas las casas cuyo valor sea inferior a una cierta suma, basándose en el principio universal de no gravar con ningún impuesto las cosas estrictamente necesarias para la vida. Para que los que ocupan habitaciones o apartamentos puedan beneficiarse, como es justo, de esta exención, los dueños pueden hacer que sea valuada por separado cada porción de su casa que esté ocupada por un inquilino distinto, como suele ocurrir ahora con los cuartos de alquiler.




Notas

(1) Se refiere al Libro Primero de Principios de economía política, titulado, La producción. Recuérdese que aquí tan sólo estamos publicando el Libro Quinto de la misma obra.

(2) A Percentase Tax on Domestic Expenditure to supplr the whole of the Public Revenue, por John Revans. Publicado por Hatchard en 1847.

(3) Otra objeción bastante frecuente es que a menudo se necesita un local grande o costoso, no para residir, sino para negocios. Pero es un principio admitido que los edificios o partes de edificios ocupados exclusivamente para negocios, tales como talleres, almacenes o fábricas, debieran eximirse del impuesto. La disculpa de que algunas personas de negocios pueden verse obligadas a vivir en sitios tales como las calles más importantes de Londres, en que las rentas de las casas tienen precios de monopolio, no me parcce digna de tenerse en cUenta; porque nadie lo hace si no es porque espera obtener una ganancia extra más que equivalente al exceso del costo. Pero de todos modos la mayor parte del Impuesto sobre la renta extra no recaerá sobre él, sino sobre el dueño del terreno.

Se ha objetado también que en los distritos rurales las rentas de las casas son mucho más bajas que en las ciudades, y más bajas en unas ciudades y unos distritos que en otros; de modo que un impuesto proporcionado a la renta afectaria en grado desigual a los que vivieran en unos u otros sitios. No obstante, a esto puede responderse que en los sitios en los cuales las rentas son bajas, personas con la misma renta líquida habitan, por lo general, casas más grandes y mejores y, por consiguiente, gastan en renta de casa, aunque a primera vista no lo parezca, la misma proporción de sus rentas que los que viven en sitios más caros. Y si no es así, es muy probable que muchos de ellos vivan en esos sitios precisamente porque son demasiado pobres para vivir en otra parte, y tienen, por lo tanto, derecho a que se les grave menos. En algunos casos, las rentas permanecen bajas precisamente porque la gente es pobre.

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