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CAPÍTULO CUARTO
DE LOS IMPUESTOS SOBRE LAS MERCANCIAS
1.Por impuestos sobre mercancías se suele entender los que se establecen sobre los productores o sobre los porteadores o intermediarios que hay entre aquéllos y los consumidores. Los impuestos que gravan directamente a los consumidores de ciertas mercancías, como el que pesa sobre las casas o el impuesto sobre los caballos y los carruajes que existe en este país, pudieran llamarse impuestos sobre mercancías, pero no se les denomina así; esta denominación se aplica sólo, por costumbre, a los impuestos indirectos, esto es, los que anticipa una persona que espera ser reembolsada por otra. Los impuestos sobre mercancías pueden ser: por la producción dentro del país, por la importación, el transporte o la venta dentro del país; y se clasifican respectivamente en impuestos de consumo, derechos de aduana y derechos de tránsito y peaje. Cualquiera que sea la clase a que pertenezcan y cualquiera que sea el estado de progreso de la comunidad sobre la cual se impongan, equivalen siempre a un aumento en el costo de producción, empleando este término en su sentido más amplio, que incluye el costo de transporte y de distribución o, según la frase empleada corrientemente, de llevar la mercancía al mercado.
Cuando el costo de producción se aumenta artificialmente con un impuesto, el efecto es el mismo que cuando el aumento se produce por una causa natural. Si solo una o varias mercancías resultan afectadas, suben el valor y el precio de las mismas, de manera que se compensa al productor o al comerciante por esta carga especial; pero si se estableciera un impuesto sobre todas las mercancías, proporcionado con exactitud a su valor, no podría obtenerse una compensación semejante, no podría producirse un alza general de valores, lo que es un absurdo, ni de los precios porque éstos dependen de causas por completo distintas. No obstante, como Mr. McCulloch ha indicado, se produciría una perturbación de los valores, bajando unos y subiendo otros, debido a una circunstancia cuyo efecto sobre los valores y los precios discutimos ya en otro lugar: la distinta duración del capital empleado en distintas ocupaciones. El producto bruto de la industria consta de dos partes: una que sirve para reponer el capital consumido, mientras la otra es la ganancia. Ahora bien, dos capitales de igual importancia pero empleados en distintas ramas de la producción deben tener iguales probabilidades de obtener la misma ganancia; pero si en uno de los casos la proporción entre el capital fijo y el capital circulante es mayor que en el otro, o si el capital fijo tiene mayor duración en un caso que en otro, el consumo anual del capital será menor, y será preciso reponer menos capital durante el año, de modo que, aun siendo la ganancia igual en ambos casos, la proporción con los ingresos anuales sería mayor. Para obtener de un capital de 1,000 libras una ganancia de 100 libras, un productor tal vez tenga que vender productos por valor de 1,100 libras, mientras que a otro quizá le baste con vender por valor de 500 libras. Si se gravara a esas dos ramas de la producción con un impuesto ad valorem del 5 por ciento, al último sólo se le gravará con 25 libras, mientras que al primero se le gravará con 55 libras; aquél obtendrá 75 libras de ganancia, mientras que este último sólo conseguirá 45. Para igualar, por consiguiente, las probabilidades de ganancia, una de las mercancías tendrá que subir de precio o bajar la otra o ambas cosas a la vez; las mercancías hechas mayormente con trabajo manual deben tener un valor relativo mayor que las hechas con maquinaria. No es necesario que prosigamos nuestras investigaciones en este sentido.
2. Un impuesto sobre una mercancía, lo mismo si grava su producción que su importación, su transporte o su venta, y lo mismo si el impuesto consiste en una cantidad fija de dinero por una cantidad determinada de mercancías que si es un impuesto ad valorem, hará subir por regla general, el valor y el precio de la mercancía en una cantidad por lo menos igual al importe del impuesto en cuestión. Pocos son los casos en los que el alza no es supenor a este importe. En pnmer lugar, son raros los impuestos sobre la producción que no se juzgue necesario o conveniente que vayan acompañados de regulaciones restrictivas sobre los fabricantes o los vendedores de la mercancía en cuestión, para evitar que se burle el impuesto. Esas reglamentaciones producen siempre molestias o incomodidades y casi siempre gastos, por cuyos inconvenientes es preciso compensar en el precio de la mercancía a los productores o a los comerciantes. Esas restricciones afectan también con frecuencia al procedimiento de fabricación, ya que obligan al fabricante a realizar sus operaciones de la manera más conveniente para el fisco, que no es siempre la más económica y eficiente para los fines de la producción. Toda reglamentación, de cualquier clase que sea, impuesta por la ley, hace difícil para el productor la adopción de nuevos procedimientos perfeccionados. Además, la necesidad de adelantar el impuesto obliga a los productores y a los comerciantes a realizar su negocio con un capital mayor del que de otra manera sería necesario, sobre la totalidad del cual tienen que obtener la ganancia ordinaria, aunque sólo una parte del mismo se emplee en sufragar los gastos efectivos de la producción o la importación. El precio del artículo tiene que ser, pues, tal que permita obtener una ganancia sobre un valor superior al natural de la mercancía, en lugar de obtenerlo tan sólo sobre el natural. En resumen, una parte del capital del país no se emplea en la producción, sino en hacer anticipos al Estado, que se reembolsan en el precio de los géneros, y los consumidores tienen que dar a los vendedores una indemnización igual a la ganancia que hubieran podido obtener con ese mismo capital si hubiera estado empleado efectivamente en la producción (1). Ni debe olvidarse tampoco que todo aquello que hace que se precise un capital mayor en cualquier comercio o negocio limita la competencia en el mismo; y, dando algo así como un monopolio a algunos negociantes, puede permitir les mantener los precios por encima de los que les producirían la ganancia ordinaria u obtener el tipo ordinario de ganancia con menos esfuerzo para mejorar o abaratar su mercancía. Y es así como los impuestos sobre las mercancías cuestan con frecuencia al consumidor, por el precio más elevado del artículo, mucho más de lo que aportan al erario público. Todavía hay que tener en cuenta otra cosa. El alza del precio, que es una consecuencia del impuesto, hace casi siempre disminuir la demanda de la mercancía, y puesto que para poder introducir algunas mejoras en la producción es preciso que la demanda sea amplia, el impuesto en cuestión obstaculiza y algunas veces impide por completo su introducción. Es un hecho bien conocido que las ramas de la producción en que se introducen menos perfeccionamientos son aquellas en las cuales intervienen los funcionarios del fisco, y que, por regla general, no hay nada que dé mayor impulso a los perfeccionamientos en la producción de una mercancía que el suprimir un impuesto que limitaba el mercado para la misma.
3. Tales son los efectos de los impuestos sobre las mercancías consideradas en general; pero como exigen algunas mercancías (las que integran las cosas más necearias para el trabajador) cuyos valores influyen sobre la distribución de la riqueza entre las diferentes clases de la comunidad, es preciso que sigamos un poco más lejos la huella de los efectos de los impuestos sobre esos artículos. Si se establece un impuesto sobre el trigo, por ejemplo, y el precio sube en proporción al impuesto, el alza del precio puede actuar de dos maneras. Primero: puede empeorar la situación de las clases trabajadoras; en realidad es casi imposible que deje de hacerlo, al menos durante algún tiempo. Si disminuye el consumo de los productos de la tierra o hace que recurran a otros alimentos que el suelo produce con mayor abundancia y, por consiguiente, más baratos, por ese lado contribuye a que dejen de cultivarse las tierras de peor calidad o a que dejen de emplearse procedimientos de cultivo más costosos, y hace, por lo tanto, que baje el precio del trigo, el cual al fin se estabiliza a un precio que es el anterior aumentado no por el importe total del impuesto, sino con sólo una parte de éste. Segundo: puede suceder, sin embargo, que la carestía de los alimentos gravados por el impuesto no haga bajar el nivel de la vida de los trabajadores, sino que por el contrario suban los salarios, en un plazo más o menos largo, por la disminución de la multiplicación de la clase obrera, de manera que compense a los trabajadores por la parte que les toca del impuesto, compensación que se realizará a expensas de las ganancias. Los impuestos sobre las cosas necesarias tienen, pues, que producir uno de estos dos efectos: empeorar la situación de las clases trabajadoras o exigir de los dueños del capital, además de la parte que a ellos les corresponde del impuesto en las cosas que consumen, el importe del mismo sobre las cosas que consumen los trabajadores. En este último caso, el impuesto sobre las cosas necesarias, como el impuesto sobre los salarios, equivale a un impuesto especial sobre las ganancias, lo cual es, como todos los impuestos parciales, injusto y además muy perjudicial para el aumento de la riqueza nacional.
Queda aún por examinar el efecto sobre la renta. Suponiendo que (como suele ocurrir en realidad) no disminuya el consumo de alimentos, el cultivo necesario para satisfacer las necesidades de la comunidad será el mismo de antes; empleando la expresión del Dr. Chalmers diremos que el margen del cultivo no ha variado, y continuará regulando el valor y el precio de toda la producción la misma tierra o el mismo capital, que por ser los menos productivos, lo regulaban ya antes. El efecto que producirá sobre la renta Un impuesto sobre los productos agrícolas depende de que afecte o no a la diferencia entre el rendimiento obtenido con la peor tierra o el capital me productivo y el que se obtiene en otras tierras y otros capitales. Ahora bien, esto depende de la forma en que se aplique el impuesto. Si es un impuesto ad valorem, o lo que es lo mismo, una proporción fija de la producción, tal como el diezmo, por ejemplo, es evidente que rebaja las rentas en trigo pues toma más trigo de las tierras buenas que de las malas, y exactamente en el grado en que son mejores, ya que la tierra que produce dos veces más paga dos veces más el diezmo. Todo aquello que quite más de la cantidad mayor de entre dos cantidades, disminuye la diferencia entre ambas. La imposición de un diezmo sobre el trigo tomaría también un diezmo de la renta en trigo, pues si reducimos una serie de números quitándole una décima parte a cada uno, las diferencias entre ellos también se reducen en una décima parte
Por ejemplo, supongamos que existen cinco cantidades de tierra que rinden respectivamente, sobre la misma exensión de terreno y con el mismo costo, 100, 90, 80, 70 Y 60 quintales de trigo, siendo la última la calidad más mala que la demanda de alimentos hace necesario cultivar. Las rentas de esas tierras serán como sigue:
La tierra que produce 100 quintales rentará 100 - 60 = 40 quintales; la que produce 90 quintales, rentará 90 - 60 = 30; la que produce 80 quintales, rentará 80 - 60 = 20; la que produce 70 quintales, rentará 70 - 60 = 10; la que produce 60 quintales, quedará sin renta.
Supongamos ahora que se impone un diezmo, que tomará de cada una de esas parcelas de tierra 10, 9, 8, 7 Y 6 quintales respectivamente, siendo todavía la de quinta calidad la que regula el precio, pero devolviendo al cultivador, después de pagar el diezmo, no más de 54 quintales:
La tierra que produce 100 quintales reducidos a 90 rentará 90 - 54 = 36 quintales; la que produce 90 reducidos a 81, rentará 81 - 54 = 27 quintales; la que produce 80 reducidos a 72, rentará 72 - 54 = 18; la que produce 70 reducidos a 63, rentará 63 - 54 = 9; y la que produce 60 quintales, reducidos a 54, no producirá renta alguna, como antes. De modo que la renta de la tierra de primera calidad ha perdido 4 quintales; la de segunda, 3; la de tercera, 2; y la de cuarta, 1: esto es, cada una ha perdido exactamente una décima parte. Por consiguiente, un impuesto de una proporción fija de los productos rebaja la renta en trigo en la misma proporción.
Pero es sólo la renta en trigo la que se rebaja y no la renta estimada en dinero o en cualquier otra mercancía, pues el valor del trigo que compone la renta sube en la misma proporción en que bajó la cantidad de éste que constituye la renta. Estando en vigor el impuesto del diezmo, 54 quintales de trigo valdrán en el mercado lo que antes valían 60; y en todos los casoS nueve décimas partes se venderán por la misma suma que antes se vendía la totalidad de las diez décimas partes. Los terratenientes recibirán, pues, en valor y en precio, una compensación equivalente a lo que pierden en cantidad, y sólo sufrirán el impuesto por lo que consumen de su renta en especie o por lo que, después de haber recibido el dinero, gasten en productos agrícolas; esto es, sólo sufren como consumidores de productos agrícolas, igual que todos los demás consumidores. Considerados como terratenientes tienen la misma renta que antes; el diezmo, por consiguiente, recae sobre el consumidor y no sobre el dueño de la tierra.
El mismo efecto se produciría sobre la renta si el impuesto, en lugar de ser una proporción fija de lo producido, fuera una cantidad fija por arroba o por quintal. Un impuesto de un chelín por quintal percibe más chelines de un terreno que de otro, justo en proporción a los quintales que produce por encima del otro; y actúa de la misma manera que el diezmo, excepto que éste no sólo es de la misma proporción en todas las tierras, sino que siempre es también la misma proporción en todo momento, mientras que una cantidad fija de dinero guardará una proporción mayor o menor con lo producido según el trigo esté más o menos caro.
Existen otras formas posibles de impuestos sobre la agricultura que afectarían a la renta de distinta manera. Un impuesto proporcional a la renta recaería por entero sobre ésta y no haría subir en modo alguno el precio del trigo, que se regula por aquella parte de la producción que no paga renta. Un impuesto de una cantidad fija por hectárea cultivada, sin distinción del valor de la tierra, produciría efectos opuestos. Percibiendo lo mismo de las tierras buenas que de las malas, las diferencias continuarían siendo las mismas y, por consiguiente, las rentas en trigo también serían iguales, y los dueños de la tierra son los que obtendrían todo el provecho de la subida del precio. Poniendo las cosas en otra forma, el precio tiene que subir lo suficiente para permitir que la tierra de peor calidad pueda pagar el impuesto, permitiendo así que todas las tierras que producen más que la peor paguen no sólo el impuesto, sino también una renta mayór al terrateniente. No obstante, estos impuestos son más bien sobre la tierra misma que sobre lo que ésta produce. Los impuestos sobre la producción propiamente dicha, ya sean fijos, ya ad valorem, no afectan a la renta, sino que recaen sobre el consumidor; no obstante, por lo general las ganancias soportan la totalidad o la mayor parte del impuesto que grava lo que consumen las clases trabajadoras.
4. Creo que la exposición que acabamos de hacer muestra correctamente la forma en que actúan los impuestos sobre los productos agrícolas cuando se establecen por primera vez. No obstante, cuando hace mucho tiempo que existen, su efecto puede ser distinto; me parece que ha sido Mr. Senior el primero que ha llamado la atención sobre este hecho. Según hemos visto, una consecuencia casi infalible de la reducción de las ganancias es retardar la acumulación. Ahora bien, el efecto de la acumulación, cuando va seguido de su secuela habitual, esto es, del aumento de la población, es hacer subir el valor y el precio de los alimentos, elevar la renta y rebajar las ganacias; esto es, hace precisamente lo que haría un impuesto sobre el ducto agrícola, salvo que éste no eleva la renta. Por consiguiente, el impuesto no hace más que anticipar el alza de los precios y la baja de las ganancias, que hubieran tenido lugar en último término por el mero progreso de la acumulación, mientras que al mismo tiempo impide o, por lo menos, retrasa ese progreso. Si antes de que se impusiera el diezmo, el tipo de ganancia era tal que el efecto de aquéllo reduce al mínimo práctico, el impuesto detendrá toda acumulación, o será causa de que ésta se produzca fuera del país y el único efecto que habrá producido entonces el diezmo sobre el consumidor es hacerle pagar antes el precio que de todas maneras hubiera tenido que pagar algo después, una parte del cual, en realidad, hubiera tenido que empezar a pagar casi en seguida por efecto del progreso gradual de la riqueza y de la población. Después de un lapso que hubiera permitido un alza del diez por ciento por el progreso natural de la riqueza, el consumidor no pagará más de lo que habría pagado si el diezmo no hubiera existido nunca; habrá cesado de pagar alguna parte del mismo, y la persona que lo pagará en realidad será el terrateniente, al cual priva del aumento de renta que se hubiera producido por entonces. A medida que el tiempo pase irá decreciendo la carga sobre el consumidor y aumentando la del terrateniente, y el resultado final será que el mínimo de ganancias se alcanzará con un capital y una población menores y una renta más baja que si no se hubiera perturbado el curso de los acontecimientos por el impuesto. Por el contrario, si el diezmo u otro impuesto sobre la producción agrícola no reduce las ganancias al mínimo, sino a un punto algo por encima de éste, no cesará la acumulación, sino que sólo se retardará; y si la población también aumenta, el doble aumento continuará produciendo sus efectos, esto es, un alza en el precio del trigo y un aumento de la renta. No obstante, esas consecuencias no se producirán con la misma rapidez que si hubiera continuado el tipo más alto de ganancia. Al cabo de veinte años el país tendrá una población y un capital menores de los que hubiera tenido en caso de no existir el impuesto; los terratenientes disfrutarán de una renta menor y el precio del trigo, habiendo aumentado con menos rapidez que de otra manera, no llegará a ser un diez por ciento más alto de lo que hubiera sido por entonces de no existir el impuesto. Por consiguiente, una parte del impuesto habrá dejado ya de pesar sobre el consumidor y recaerá sobre el terrateniente y la proporción irá aumentando a medida que transcurra el tiempo.
Mr. Senior ilustra esta opinión sobre el asunto asimilando los efectos del diezmo u otros impuestos sobre los productores de la agricultura, a los de la esterilidad natural del suelo. Si un país sin acceso a abastecimientos extranjeros se viera de pronto afligido con una deterioración súbita de la calidad de su tierra, hasta el extremo de que fuera necesario emplear un diez por ciento más del trabajo para obtener los mismos productos, es indudable que el precio del trigo subiría en un diez por ciento. Pero no puede deducirse de aquí que si el suelo del país hubiera sido desde el principio un diez por ciento peor de lo que es, el trigo hubiera estado ahora un diez por ciento más caro de lo que está. Es mucho más probable que la menor ganancia del capital y del trabajo desde que se empezó a habitar el país hubiera hecho que el aumento anual en cada generación sucesiva fuera menor; que el país contuviera ahora menos capital y mantuviera a una población menor, de modo que, a pesar de la inferioridad del suelo, el precio del trigo no hubiera sido más elevado, ni las ganancias más bajas que en la actualidad; sólo la renta hubiera sido más baja. Podemos suponer dos islas que, siendo de igual extensión, de igual fertilidad y en un mismo estado de adelanto, han tenido hasta un cierto momento la misma población y el mismo capital, como asimismo la misma renta y el mismo precio del trigo. Imaginemos que en determinado momento se impone un diezmo én una de esas islas y no en la otra. Se producirá inmediatamente una diferencia en el precio del trigo y, por consiguiente, es probable que también en las ganancias. Mientras éstas no tiendan a bajar en ninguno de los dos países, esto es, mientras los adelantos en la producción de las cosas necesarias avancen al mismo paso que la población, podrá continuar esta diferencia en el precio del trigo y en las ganancias de ambas islas. Pero si en la isla en la cual no se ha impuesto el diezmo aumenta el capital y con él la población más de lo necesario para contrapesar los adelantos que tienen lugar, el precio del trigo subirá gradualmente, bajarán las ganancias y subirá la renta; mientras que en la isla en la cual existe el diezmo, el capital y la población o bien no aumentarán por encima e de lo que esté contrarrestado por los adelantos o, si aumentan, lo harán en menor grado; de modo que la renta y el precio del trigo no subirán o subirán más despacio. Por consiguiente, pronto serán las rentas más altas en la isla sin el diezmo que en la que lo soporta y las ganancias no mucho más altas, ni el trigo mucho más barato de lo que eran al principio de establecer el diezmo. Estos efectos serán progresivos. Al final de cada década habrá una mayor diferencia entre las rentas y la riqueza y población total de las dos islas y una diferencia menor en las ganancias y en el precio del trigo.
¿Cuándo cesarán por completo esas últimas diferencias, y el efecto temporal de los impuestos, que es elevar los precios, será sustituído por el efecto final, que es limitar la producción total del país? Si bien la isla que no soporta el diezmo está siempre tendiendo hacia el punto en el cual el precio de los alimentos alcanzaría al de la isla con el diezmo, su progreso hacia ese punto se va haciendo más lento a medida que se acerca a él, ya que, a medida que esto sucede, pierde fuerza el movimiento que tiende a juntarlos. Tal vez no se alcancen hasta que ambas islas hayan llegado al mínimo de las ganancias; hasta entonces, la isla con el diezmo puede continuar más o menos delante de la otra por lo que respecta al precio del trigo; muy delante si está alejada del mínimo, y por lo tanto está acumulando capital con rapidez; muy poco delante si se halla cerca del mínimo y acumula con lentitud.
Pero todo lo que sea exacto en nuestro hipotético caso de dos islas, la una con diezmo y la otra sin él, es cierto también de cualquier país en el cual se haya establecido un diezmo, comparado con ese mismo país si no lo hubiera tenido nunca.
En Inglaterra, la abundante emigración del capital y la ocurrencia casi periódica de crisis comerciales, por las especulaciones que el bajo tipo de la ganancia origina, indican que éste ha llegado al límite práctico aunque no al último, y que todos los ahorros que se hacen (excepto los que encuentran empleo por efecto de los perfeccionamientos en la producción) se envían al extranjero para invertirlos o desaparecen periódicamente en las crisis. Creo a por consiguiente, que no hay duda alguna de que si Inglaterra hubiera soportado el diezmo o cualquier impuesto sobre los productos de la agricultura el precio del trigo sería ahora tan alto, y el tipo de las ganancias tan bajo, como lo es en la actualidad. Aun sin tener en cuenta la acumulación mucho más rápida que habría tenido lugar si las ganancias no hubieran bajado prematuramente por efecto de ese impuesto, el simple ahorro de una parte del capital que se ha derrochado en especulaciones desgraciadas y la conservación en el país de una parte del capital que se envió fuera, hubieran bastado para producir ese efecto. Creo, por consiguiente, como Mr. Senior, que el diezmo incluso antes de ser sustituído, había cesado de ser una causa de altos precios o de bajas ganancias y se había convertido en una simple deducción de la renta; siendo sus otros efectos haber causado que el capital del país no fuera mayor, que no fuera también mayor su producción y que no fuera más numerosa la población de lo que hubieran sido de ser su suelo una décima parte menos fértil de lo que es, o digamos bien un veinteavo (teniendo en cuenta cuán grande era la parte de la Gran Bretaña que estaba libre del diezmo). Pero si bien los diezmos y otros impuestos sobre los productos agrícolas, cuando datan de mucho tiempo atrás, no hacen que suba el precio de los alimentos y que bajen las ganancias o, si lo hacen, no es en proporción al impuesto, no obstante, la supresión de tales impuestos, cuando existen, no deja de hacer que bajen los precios y, en general, que suba el tipo de ganancia. La supresión de un diezmo reduce en un diez por ciento el costo de producción y por consecuencia el precio de todos los productos agrícolas y, a menos que eleve en forma permanente las necesidades del trabajador, hace bajar el costo del trabajo y eleva las ganancias. La renta estimada en dinero o en mercancías, continúa, por lo general, siendo la misma de antes, pero estimada en productos agrícolas sube. Al suprimir un diezmo, el país amplia el margen que le separa del estado estacionario tanto como antes lo acortó al establecerlo. La acumulación se acelera mucho, y si la población aumenta también, el precio del trigo empieza a subir en seguida y con él la renta: y así la ganancia de la supresión se traspasa poco a poco del consumidor al terrateniente.
Los efectos que, según vemos, produce la supresión del diezmo, los produce también, de igual manera, su conversión en una carga sobre la renta, según las disposiciones de la Ley de Conmutación que se dictó a este efecto. Cuando el impuesto en lugar de gravar la producción total del suelo, grava sólo aquellas partes que pagan renta y no toca a ninguna nueva extensión del cultivo, el impuesto no forma ya parte del costo de producción de aquella parte de los productos que regula el precio del resto. La tierra o el capital que no pagan renta pueden ahora enviar sus productos al mercado un diez por ciento más baratos. La supresión del diezmo debió, pues, producir una baja considerable en el precio medio del trigo. Si no se hubiera puesto en vigor en forma tan gradual y si el precio del trigo no hubiera estado por esás mismas épocas bajo la influencia de otras diversas causas de cambio, el efecto habría sido muy visible. De todas maneras, no cabe duda que ese acontecimiento ha influido en parte sobre la baja que ha tenido lugar en el costo de producción y en el precio de los productos agrícolas cultivados en el país, aunque los efectos de los grandes adelantos agrícolas que se han estado produciendo al mismo tiempo, y los de la libre admisión de los productos agrícolas de países extranjeros, han hecho que pasaran desapercibidos los de la otra causa. Esta baja del precio no tendría de por sí ninguna tendencia perjudicial para el terrateniente, ya que las rentas en trigo se aumentan en la misma proporción en que disminuye el precio del trigo. Pero tampoco tiende a aumentar su ingreso. Por consiguiente, la carga sobre la renta, con la que se sustituye al diezmo, representa una pérdida efectiva para él cuando expire el contrato de arrendamiento existente, y la supresión del diezmo y su transformación en una carga sobre la renta no fue una simple alteración en la forma en que el terrateniente soportaba una carga, sino que constituyó la imposición de un nuevo gravamen, ayudándose al consumidor a expensas del terrateniente, el cual, sin embargo, empieza en seguida a recibir una indemnización progresiva a expensas del consumidor, por el impulso que se da a la acumulación y a la población.
5. Hasta ahora hemos examinado los efectos de los impuestos sobre mercancías bajo el supuesto de que se exijan con imparcialidad cualquiera que sea la forma en que la mercancía pueda producirse o llevarse al mercado. Pero la cosa varía si suponemos que no se mantiene esa imparcialidad y que el impuesto se establece no sobre la mercancía, sino sobre la forma determinada de obtenerla.
Supongamos que una mercancía puede hacerse por dos procedimientos distintos; así como una mercancía manufacturada puede producirse a mano o con fuerza mecánica, el azúcar puede hacerse de la caña o de la remolacha, el ganado puede engordarse con heno y hierba o con desperdicios de la indústria del aceite o de la cerveza. Interesa a la comunidad que, de entre esos dos métodos, los productores adopten el que permite obtener la mejor calidad con el menor costo. Este es asimismo el interés de los productores, a menos que estén protegidos contra la competencia y amparados de los efectos de la indolencia; el procedimiento más ventajoso para la comunidad es el que los productores adoptarían por ser más favorable, si el gobierno no interviniera. Supongamos, no obstante, que se establece un impuesto sobre uno de esos procedimientos, y otro más pequeño, o ninguno, sobre el otro. Si el procedimiento gravado es el que los productores no hubieran adoptado, la medida es sencillamente inútil. Pero si el impuesto recae, como se procura sin duda que recaiga, sobre el que hubieran adoptado, crea un motivo artificial para que se prefiera el procedimiento no gravado, aunque es el peor de los dos. Por consiguiente, si algún efecto causa, ha de ser el de hacer que se produzca una mercancía de peor calidad o con mayor gasto de trabajo; es causa de que se desperdicie todo ese trabajo de la comunidad y de que se gaste el capital empleado en sostener y remunerar ese trabajo tan inútilmente como si se gastara en pagar hombres para que hicieran hoyos en el suelo y los llenaran de nuevo. Este despilfarro de trabajo y de capital constituye una adición al costo de producción de la mercancía, la que sube de valor y de precio en proporción correspondiente, y así se indemniza a los dueños del capital. La pérdida recae sobre los consumidores, aunque también el capital del país disminuye al reducirse sus medios de ahorrar y hasta cierto punto, sus estímulos para hacerlo.
Por consiguiente, esa clase de impuestos que caen dentro de lo que puede llamarse impuesto discriminatorio, infringen la regla de que la casi totalidad de lo que exigen al contribuyente debe ir a parar a las arcas el erario público. Un impuesto discriminatorio hace que el consumidor pague dos impuestos distintos, de los cuales sólo uno, con frecuencia el menos oneroso, va a parar al gobierno. Si se estableciera un impuesto sobre la caña de azúcar, dejando libre de impuesto la fabricación del azúcar de remolacha, mientras continuara usándose el azúcar de caña, el impuesto sobre ésta iría a parar a la hacienda pública y sería tan poco censurable como cualquier otro impuesto; pero si siendo antes el azúcar de caña más barato que el de remolacha, fuera ahora más caro, y éste sustituyera en gran parte a aquél, y como consecuencia se cultivara la remolacha y se construyeran fábricas para tratarla, el rendimiento del impuesto para el gobierno sería casi nulo, mientras los consumidores pagarían un impuesto real y efectivo. Estos pagarían, en efecto, un precio más alto por el azúcar de remolacha del que pagaban antes por el de caña y la diferencia serviría para indemnizar a los productores por aquella porción del trabajo del país que se disipaba inútilmente, para producir con el trabajo de (por ejemplo) trescientos hombres, lo que podía obtenerse por el otro procedimiento con el trabajo de doscientos.
Uno de los casos más comunes de impuestos discriminatorios es el de un derecho sobre la importación de una mercancía que puede producirse en el país, no acompañado de un impuesto equivalente sobre la producción nacional. Nunca se importa de manera permanente una mercancía a menos que pueda obtenerse del extranjero con un costo total menor de trabajo y de capital del que es necesario para producirla en el país. Por consiguiente, si por medio de un derecho de importación se hace que resulte más barato producir ese artículo que importarlo, se gasta una cantidad extra de trabajo y de capital sin obtener ninguna ganancia extra. El trabajo es inútil y el capital se gasta en pagar gente que realice laboriosamente un trabajo cuyo resultado es nulo. Todos los derechos de aduana que se establecen para estimular la producción dentro del país del artículo gravado, son, pues, una manera ruinosa de aumentar los ingresos públicos.
De este carácter participan en grado elevado los derechos de aduana sobre los productos de la tierra, a menos que vayan compensados por impuestos sobre los producidos en el país. Esos impuestos aportan menos al erario público, en comparación con lo que sacan al contribuyente, que ningún otro de los impuestos a que se hallan sujetas, por lo general, las naciones civilizadas. Si se producen en un país veinte millones de arrobas de trigo y se consumen veintiún millones, importándose un millón cada año, y si sobre este millón se establece un derecho que eleva el precio en diez chelines por arroba, el precio que se eleva no es el de este millón, sino el de los veintiún millones. En el caso más favorable, pero muy improbable, de que no frene por completo la importación, ni se aumente la producción interior, el erario público se beneficia sólo en medio millón de libras esterlinas, mientras que a los consumidores se les grava con diez y medio millones de libras, de los cuales, diez son una contribución que se paga a los cultivadores nacionales y éstos a su vez, forzados por la competencia, tienen que cederlos a los terratenientes. El consumidor paga, pues, a los dueños de la tierra un impuesto adicional igual a veinte veces el que paga el Estado. Supongamos ahora que el impuesto restringe la importación. Supongamos que la hace cesar por completo en años ordinarios, ya que se encuentra que el millón de arrobas adicional puede obtenerse mejorando el cultivo o roturando tierras de inferior calidad, con un aumento menor de diez chelines sobre el precio anterior, digamos, por ejemplo, cinco chelines en arroba. El fisco no obtiene ahora nada, excepto cuando haya que hacer alguna importación extraordinaria por efecto de una mala cosecha. Pero los consumidores pagan cada año un impuesto de cinco chelines sobre la totalidad de los veintiún millones de arrobas o sea en total 5J4 millones de libras. De éstos, las 250,000 libras sirven para compensar a los productores del último millón de arrobas por el trabajo y el capital que se han malgastado a causa de la coerción de la ley. Los restantes cinco millones van, como antes, a enriquecer a los terratenientes.
Tal es la actuación de las llamadas técnicamente leyes de granos, al principio de su aplicación; y así continúan actuando mientras producen algún efecto de alza en el precio del trigo. Pero no soy en modo alguno de la opinión de que a la larga mantengan elevados los precios o las rentas en el grado que podría deducirse de esas consideraciones. Lo que hemos dicho respecto del efecto del diezmo o de otros impuestos sobre los productos agrícolas, se aplica aun en mayor grado a las leyes sobre granos: anticipan por medios artificiales la subida de los precios y la renta, que hubiera tenido lugar de todas maneras por el crecimiento de la población y de la producción. La diferencia entre un país sin leyes sobre granos y otro que las ha tenido desde hace tiempo no consiste tanto en que el último tiene precios y rentas más elevados, sino en que tiene los mismos precios y las mismas rentas con Un capital total y una población menores. La imposición de las leyes sobre granos eleva las rentas, pero retrasa el progreso de la acumulación, que las hubiera hecho subir otro tanto no mucho tiempo después. La abolición de las leyes sobre granos tiende a hacer bajar las rentas, pero desencadena una fuerza que, cuando progresan el capital y la población, basta para restablecer e incluso aumentar su cuantía anterior. Hay razones para esperar que con una importación virtualmente libre de los productos agrícolas que al fin se ha conseguido arrancar a los dirigentes de este país, si la población sigue creciendo, el precio de los alimentos irá subiendo poco a poco de manera continua; si bien este efecto quizás se aplace por la fuerte inclinación que parece existe en el país por las mejoras en la agricultura (impulso que se va extendiendo a otros países) y su creciente aplicación práctica.
Lo que hemos dicho de los derechos de importación en general se aplica también a los derechos discriminatorios que favorecen la importación desde un lugar determinado o en una forma especial por oposición a otras, tal como la preferencia acordada a los productos de una colonia o de un país con el cual se ha hecho un tratado comercial, o los derechos más altos que en tiempos pasados imponían nuestras leyes de navegación a los géneros importados en barcos que no fueran ingleses. Todo lo que pueda hacerse en favor de esas preferencias no evitará que, cuando no fútiles, sean ruinosas bajo el punto de vista económico. Inducen a recurrir a procedimientos más costosos para obtener una mercancía, en lugar de otro menos costoso, y hacen así que se sacrifique sin provecho una parte del trabajo que el país emplea en proveerse de mercancías extranjeras.
6. Nos queda aún que examinar otra cuestión relacionada con la actuación de los impuestos sobre mercancías que se llevan de un país a otro: la influencia que ejercen sobre el intercambio internacional. Todo impuesto sobre una mercancía tiende a elevar su precio y, por consiguiente, a disminuir la demanda de la misma en el mercado en el cual se vende. Todos los impuestos sobre él comercio internacional tienden, por consiguiente, a producir una perturbación y un reajuste de lo que hemos llamado la ecuación de la demanda internacional. Cuestión ésta que conduce a consecuencias más bien extrañas, sobre las cuales hemos llamado la atención en el ensayo dedicado al comercio internacional, al que nos hemos referido ya en varias ocasiones en este tratado.
Los impuestos sobre el comercio internacional son de dos clases: impuestos sobre las importaciones e impuestos sobre las exportaciones. A primera vista parece que en ambos casos el impuesto lo pagará el consumidor de la mercancía y que, por consiguiente, los impuestos sobre las exportaciones recaerán por entero sobre extranjeros y sobre el consumidor nacional los que graven las importaciones. No obstante, la realidad es mucho más complicada.
Gravando las exportaciones, podemos, en determinadas circunstancias, producir una división de las ventajas del comercio que sea más favorable para nosotros. En algunos casos podemos hacer entrar en nuestras cajas de caudales, a expensas de los extranjeros, no sólo el importe total del impuesto, sino más; en otros casos sólo ganaríamos una cantidad igual al impuesto; en otros, menos que el impuesto. En este último caso nosotros tenemos que aportar una parte del impuesto, tal vez la totalidad, quizás incluso más que el importe total del mismo, como ahora veremos.
Volviendo al caso hipotético empleado en el Ensayo, de un intercambio entre Alemania e Inglaterra de paño y lino, supongamos que Inglaterra establece un impuesto sobre la exportación de paño, que sea lo bastante bajo para que Alemania no sienta la tentación de producir el paño que necesita. El precio al cual puede venderse el paño en Alemania tiene que ser más alto por efecto del impuesto. Esto hará con toda probabilidad que disminuya el consumo del paño. Puede disminuir, tanto que, aun al precio más elevado, el valor en dinero del paño consumido sea menor que antes. O tal vez no disminuya, o disminuya tan poco que, en consecuencia del precio más alto, el valor en dinero de la cantidad comprada no sea menor que antes. En este último caso, Inglatera ganará, a expensas de Alemania, no sólo la totalidad del importe del impuesto, sino más, pues aumentando el valor en dinero de sus exportaciones a Alemania, mientras sus importaciones continúan siendo las mismas, fluirá dinero desde Alemania a Inglaterra. El precio del paño subirá en Inglaterra y, por consiguiente, en Alemania; pero ésta bajará el precio del lino y, por tanto, también Inglaterra. Exportaremos menos paño e importaremos más lino, hasta que se haya restablecido el equilibrio. Se demuestra así algo que a primera vista parece más bien extraño: que gravando sus exportaciones Inglaterra, en deteminadas circunstancias, podría no sólo obtener de sus clientes extranjeros todo el importe del impuesto, sino que también conseguiría más baratas sus importaciones. Y la ganancia sería doble, pues las obtendría por menos dinero y dispondría de más dinero para hacer sus compras. Por otra parte, para Alemania el perjuicio sería también doble: tendría que pagar por el paño que necesita un precio aumentado no sólo por el impuesto, sino por el aflujo de dinero a Inglaterra, mientras que el mismo cambio en la distribución del medio circulante le dejaría menos dinero para hacer sus compras de paño.
No obstante, éste es sólo uno de los tres casos que pueden presentarse. Si, después de imponer el gravamen, la cantidad de paño que Alemania precisa disminuye tanto que su valor total es exactamente el mismo que antes, el equilibrio comercial no se perturbaría: Inglaterra saldrá ganando el impuesto, Alemania lo perderá, y nada más. Por otra parte, si la imposición del derecho de exportación ocasiona tal baja en la demanda que el paño que Alemania precisa tiene un valor pecuniario menor que antes, nuestras exportaciones no bastarán ya para pagar las importaciones; tendrá que pasar dinero de Inglaterra a Alemania y aumentará lo que ésta sale ganando en el intercambio con aquélla. Por el cambio en la distribución del dinero, bajará el paño en Inglaterra y, por consiguiente, también en Alemania. Así, Alemania no pagará la totalidad del impuesto. Por la misma causa, subirá el lino en Alemania y como consecuencia en Inglaterra. Cuando esta variación de los precios ha ajustado la demanda de tal manera que el paño y el lino se pagan mutuamente otra vez, el resultado es que Alemania solo paga una parte del impuesto y el resto de lo que ha entrado en nuestro erario ha salido indirectamente del bolsillo de nuestros consumidores de lino, los cuales pagan un precio más alto por esa mercancía importada como consecuencia del impuesto sobre nuestras exportaciones de paño, mientras que al mismo tiempo, nuestros importadores de lino disponen de menores ingresos monetarios para pagar éste al precio más alto que ha adquirido, como consecuencia de la salida de dinero y la baja de precios.
No es posible suponer que gravando nuestras exportaciones no sólo no ganaremos nada del extranjero, porque sean nuestros bolsillos los que paguen el impuesto, sino que incluso puede ocurrir que nos veamos obligados a pagar un segundo impuesto al extranjero. Supongamos, como antes que al establecerse el impuesto baja tanto la demanda de paño en Alemania que el valor en dinero del paño que precisa es menor que antes, pero que el caso es tan distinto al del lino en Inglaterra que, cuando sube el precio, la demanda no baja o baja tan poco que el valor en dinero del paño que se necesita es mayor que antes. El primer efecto producido al establecer el impuesto es, como antes, que el paño exportado no bastará ya para pagar el lino importado. Saldrá, pues, dinero de Inglaterra hacia Alemania. Uno de los efectos de esto es elevar el precio del lino en Alemania y, por consiguiente, en Inglaterra. Pero ello, por hipótesis, en lugar de detener el flujo de dinero no hace sino agravarlo, porque cuanto más alto es el precio, mayor es el valor en dinero del lino consumido. Por consiguiente, el equilibrio sólo puede establecerse por el efecto que se está produciendo al mismo tiempo, a saber, la baja del paño en el mercado inglés y, por consiguiente, en el alemán. Incluso cuando el precio del paño ha bajado tanto que aun con el impuesto es sólo igual al que era antes sin él, no se deduce como una consecuencia necesaria que se haya de detener la baja; pues la misma cantidad de exportaciones ya no bastará para pagar las importaciones, cuyo valor ha aumentado; y aunque los consumidores alemanes tienen ahora no sólo paño al precio de antes, sino también mayores ingresos monetarios, no es seguro que estén inclinados a emplear el aumento de sus ingresos en incrementar sus compras de paño. Por consiguiente, para restablecer el equilibrio tal vez tenga que bajar el precio de éste más de lo que importa el impuesto; Alemania podrá importar el paño a un precio más bajo cuando está sometido a impuesto que sin éste, y esta ganancia la obtendrá a expensas del consumidor inglés de lino, el cual, además, será el que pagará efectivamente todo lo que recauda su aduana en concepto de derechos sobre la exportación de paño.
Casi es inneceario observar que el paño y el lino no son sino meros símbolos de las exportaciones y las importaciones en general y que el efecto que un impuesto sobre las exportaciones pudiera tener aumentando el costo de las importaciones, afectaría a las importaciones desde todos los países y no sólo a los artículos que pudieran importarse del país al cual se envían exportaciones gravadas por el impuesto.
Tales son los efectos en extremo variados que pueden resultar para nosotros y para nuestros clientes de la imposición de gravámenes sobre nuestras exportaciones, y las circunstancias determinantes son por naturaleza tan difíciles de establecer que es casi imposible decidir, aun después de establecido el impuesto, si salimos ganando o perdiendo. No obstante, en general, no cabe duda que un país que estableciera esos impuestos conseguiría que los países extranjeros contribuyeran algo a sus ingresos; pero a menos que el artículo gravado fuera de aquellos cuya demanda es muy urgente, muy rara vez pagarán todo el importe de lo que el impuesto produce (2). En todo caso, lo que nosotros ganemos lo pierde algún otro país, y hay que tener en cuenta además los gastos de recaudación del impuesto; por consiguiente, si la moralidad internacional se entendiera como es debido y se actuara de acuerdo, no existirían estos impuestos, por ser opuestos a la prosperidad universal.
Hasta aquí nos hemos ocupado de los derechos sobre las exportaciones. Vamos a ocuparnos ahora de los impuestos sobre las importaciones. Hemos visto un ejemplo de un impuesto sobre exportaciones, esto es, sobre extranjeros, que recaía en parte sobre nosotros. No nos sorprendería, pues, encontrar un impuesto sobre importaciones, esto es, sobre nosotros mismos, que recae en parte sobre extranjeros.
En lugar de gravar el paño que exportamos, supongamos que imponemos un derecho sobre el lino que importamos. El derecho que suponemos ahora que se establece no ha de ser lo que se llama un derecho protector, esto es, un derecho suficientemente alto para estimularnos a producir el artículo en el país. Si tuviera este efecto, lo que haría sería destruir por completo el comercio tanto de paño como de lino, y ambos países perderían todo el provecho que habían ganado antes cambiando entre sí esas mercancias. Lo que suponemos es un impuesto que pueda hacer disminuir el consumo del artículo, pero que no nos impediría continuar importándolo, como antes, cualquiera que fuese el lino que consumiéramos.
El equilibrio del comercio se perturbaría si el establecimiento del impuesto hiciera disminuir, aunque fuera muy poco, la cantidad de lino consumida. Pues, como el impuesto se recauda en nuestras aduanas, el exportador alemán sólo recibe el mismo precio que antes, aunque el consumidor inglés paga otro más alto. Por consiguiente, si disminuyera algo la cantidad comprada, aun cuando se emplearía en el artículo una mayor cantidad de dinero, la que Inglaterra debiera a Alemania sería menor; esta suma no será ya equivalente a la que Alemania debe a Inglaterra en pago del paño: el saldo tendrá, pues, que pagarse en dinero. Bajarán los precios en Alemania y subirán en Inglaterra; el lino bajará en el mercado alemán, el paño subirá en el inglés. Los alemanes pagarán un precio más alto por el paño y tendrán menos ingresos en dinero para pagarlo; mientras que los ingleses obtendrán el lino más barato, esto es, su precio excederá al de antes en menos de lo que representa el impuesto, a la vez que sus medios de compra habrán aumentado por el incremento de sus ingresos monetarios.
Si el establecimiento del impuesto no hace disminuir la demanda el intercambio continuará exactamente igual que antes. Nuestras importaciones y exportaciones serán las mismas; la totalidad del impuesto saldrá de nuestros bolsillos.
Pero la imposición de un gravamen hace casi siempre disminuir la demanda de la mercancía afectada; y nunca, o casi nunca, puede hacer que aumente. Puede, pues, establecerse como un principio que un impuesto sobre mercancías importadas, cuando en realidad actúa como tal impuesto y no como una prohibición total o parcial, casi siempre recae en parte sobre los extranjeros que consumen nuestros géneros, y que es una manera de que una nación pueda apropiarse para sí, a expensas de los extranjeros, una parte mayor de la que de otra manera le hubiera correspondido en el incremento de la productividad general del trabajo y del capital del mundo, que resulta del intercambio de mercancías entre las naciones.
Están, pues, en lo cierto los que sostienen que los impuestos sobre las importaciones los pagan en parte los extranjeros, pero se equivocan cuando dicen que es el productor extranjero el que los paga. No es sobre la persona a la cual nosotros compramos, sino sobre la que nos compra a nosotros sobre la que recae espontáneamente una parte de nuestros derechos de aduanas. Es el consumidor extranjero de nuestros artículos exportados el que los sufraga, al verse obligado a pagarlos a precios más elevados por el hecho de que nosotros mantengamos derechos fiscales sobre los géneros extranjeros.
Sólo existen dos casos en los cuales los impuestos sobre mercancías pueden recaer en mayor o menor grado o en alguna forma sobre el productor. Uno es cuando el artículo es un monoplio estricto y tiene un precio de escasez. En este caso el precio sólo se halla limitado por los deseos del comprador; la suma obtenida del abastecimiento restringido es el máximo que los consumidores están dispuestos a dar antes que pasarse sin el artículo en cuestión; por consiguiente, si el fisco intercepta una parte de esta suma, no puede subirse el precio para compensar el impuesto, y éste tiene que salir de las ganancias de monopolio. Un impuesto sobre vinos raros y caros recaerá por entero sobre los productores o, más bien, sobre los propietarios de las viñas. El segundo caso, en el cual el productor soporta algunas veces una parte del impuesto, es más importante: es el caso de los derechos sobre productos del suelo o de las minas. Estos derechos pueden ser tan altos que disminuyan de manera apreciable la demanda de esos productos y obliguen a abandonar algunas de las calidades inferiores de tierra o de minas. Suponiendo que éste sea el efecto, los consumidores, tanto en el país que establece el impuesto como en los que con él tratan, obtendrían los productos con un costo más bajo, y sólo una parte del impuesto, en lugar de la totalidad, recaería sobre el comprador, el cual se indemnizaría mayormente a costa de los terratenientes y propietarios de minas del país productor.
Los derechos sobre la importación pueden, pues, dividirse en dos clases: aquellos que producen el efecto de estimular alguna rama especial de la industria del país y aquellos que no lo producen. Los primeros son perjudiciales tanto para el país que los establece como para aquellos con quienes comercia. Impiden una economía de trabajo y de capital que, si se pudiera realizar, se dividiría en una u otra proporción entre el país importador y los países que compran lo que aquél exporta o pudiera exportar.
La otra clase de derechos son aquellos que no favorecen una manera de procurarse un artículo a expensas de otro, sino que permiten que tenga lugar el intercambio como si el impuesto no existiera y que se produzca la economía de trabajo que constituye el motivo del comercio internacional como de cualquier otro comercio. De esta clase son los derechos sobre la importación de cualquier mercancía que no podría producirse de ninguna manera en el país, y también los derechos que no son lo bastante altos para compensar la diferencia de gastos entre la producción del artículo en el país y su importación. Del dinero que ingresa en el erario de cualquier país por impuestos de esta última clase, sólo una parte la paga la gente del país, el resto lo pagan los consumidores extranjeros de sus géneros.
Sin embargo, esta última clase de impuestos son en principio tan poco recomendables como los primeros, si bien no por la misma razón. Un derecho protector no puede nunca ser una causa de ganancia, sino, siempre y por necesidad de pérdida para el país que lo impone y ello en la medida en que alcance su finalidad. Un derecho no protector, por el contrario, produciría en la mayor parte de los casos una ganancia al país que lo estableciera, en la medida en que puede considerarse como una ganancia el echar sobre otro país una parte del peso de sus impuestos; pero sería un medio poco aconsejable para obtener esta finalidad, ya que sería fácil contrarrestarlo adoptando el otro país un procedimiento análogo.
Si, en el caso de que hemos expuesto, Inglaterra tratara de obtener para sí una ganancia mayor de la que naturalmente le corresponde del intercambio con Alemania, imponiendo un derecho de importación sobre el lino, ésta sólo tendría que establecer un derecho sobre el paño que bastara a disminuir la demanda de ese artículo tanto como hubiera disminuído la demanda de lino en Inglaterra por efecto del impuesto. Todo estaría, pues, igual que antes y cada país pagaría su propio impuesto. A menos que la suma de los dos derechos excediera del provecho total del intercambio, pues en tal caso éste y sus utilidades cesarían por completo.
No se obtendría ninguna utilidad, por consiguiente, imponiendo derechos de esta clase con la idea de ganar con ellos en la forma que se ha indicado. Pero cuando una parte de los ingresos públicos se obtiene mediante impuestos sobre mercancías, aquéllos pueden ser tan poco recusables como los demás. Es asimismo evidente que las cuestiones de reciprocidad, que no son esenciales cuando lo que se debate es un derecho protector, tienen bastante importancia cuando se discute la anulación de derechos de esta otra clase. No puede esperarse que un país renuncie a imponer derechos sobre los productos de otros paises a menos que éstos a su vez sigan la misma práctica. La única manera como un país puede evitar salir perdiendo por los derechos que otras naciones impongan sobre sus mercancias, es imponer derechos equivalentes sobre la de ellos. Sólo que ha de tener cuidado de que esos derechos no sean tan altos que excedan a lo que resta de la utilidad del intercambio y hagan cesar por completo la importación, lo que sería causa de que el artículo se produjera en el país o se importara de otro mercado más caro.
Notas
(1) Cierto que éste no es, como pudiera parecer a primera vista, un caso en el que se toma de los bolsillos de la gente más de lo que el Estado recibe, ya que, si el estado necesita el anticipo, y lo obtiene de esta manera, puede prescindir de una cantidad equivalente bajo la forma de valores o de letras de tesorería. Pero resulta más económico que las necesidades del Estado se provean del capital disponible en manos de la clase prestamista, que aumentando artificialmente los gastos de una o varias clases de productores o comerciantes.
(2) Probablemente el ejemplo más notable que se conoce de una gran renta derivada de Un impuesto a los extranjeros sobre exportaciones, es el comercio del opio en China. El alto precio del artículo bajo el monopolio del gobierno (que equivale a un elevado derecho de eXportación) produce tan poco efecto por lo que se refiere a impedir su consumo, que se dice qUe algunas veces se vende el opio en China a su peso en plata.
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