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CAPÍTULO SEXTO
COMPARACIÓN ENTRE LOS IMPUESTOS DIRECTOS Y LOS INDIRECTOS
1.¿Cuáles son preferibles, los impuestos directos o los indirectos? Esta cuestión, siempre interesante, se ha discutido mucho en estos últimos tiempos. En Inglaterra, desde hace mucho tiempo, el sentimiento popular se inclina por los impuestos indirectos, o más bien deberíamos decir contra los impuestos directos. Este sentimiento no se basa en los merecimientos del caso, sino que es más bien de una naturaleza pueril. Lo que al inglés le desagrada no es tanto el pago como el acto de pagar. Le desagrada ver la cara del recaudador de contribuciones y estar sujeto a sus demandas perentorias. Puede ser, también, que hasta cierto punto crea que el dinero que tiene que desembolsar directamente es el único que paga. No puede negarse que un impuesto de un chelín por libra de té o de dos chelines por botella de vino hace subir el precio de cada libra de té. y de cada botella de vino que consume en esa cantidad y aun más; es una realidad, se intenta que lo sea y el inglés se da cuenta de ella; pero esto casi no hace ninguna impresión sobre sus sentimientos prácticos y sus asociaciones de ideas, lo que ilustra la diferencia que existe entre lo que sólo se sabe que es cierto y lo que se siente como cierto. La impopularidad de los impuestos directos, contrastando con la facilidad con que la gente se deja engañar en los precios de las mercancías al hacer sus compras, ha hecho nacer en muchas personas de las que aman el progreso una manera de pensar por completo opuesta a la anterior. Afirman que precisamente por el hecho de ser los impuestos directos más desagradables, son preferibles. Bajo ese sistema, cada uno sabe lo que en realidad paga de impuestos, y si vota a favor de una guerra o de cualquier lujo nacional costoso, lo hace con los ojos abiertos y sabiendo cuánto le va a costar. Si todos los impuestos fueran directos se echarían de ver en mucho mayor grado que ahora y habría una seguridad que ahora no hay en los gastos públicos.
Aunque este argumento no carece de fuerza, es probable que ésta vaya disminuyendo a medida que pasa el tiempo. Cada día se comprende mejor el verdadero significado de los impuestos indirectos y son más familiares sus efectos; y no puede negarse que uno de los cambios que se operan en las tendencias de la mente humana es el estimar cada día más las cosas con arreglo al valor que se les calcula y menos según sus efectos secundarios. La simple distinción entre pagar el impuesto directamente a un recaudador y el entregar la misma suma por intermedio del comerciante de té o del almacenista de vinos no hace ya que el impuesto en sí sea aborrecido o que se acepte pasivamente. Pero, además, mientras subsista esa flaqueza en la mente opular, el argumento que sobre ella se base reconoce en parte el otro lado de la cuestión. Si nuestro ingreso público actual de unos setenta millones de libras (1862) tuviera que recaudarse mediante impuestos directos, es seguro que se produciría un gran descontento al tener que pagar tanto, pero mientras la inteligencia humana siga siendo tan poco razonable como se deduce de semejante cambio de sentimientos por una causa tan poco importante, una aversión tan grande por los impuestos puede no ser del todo buena. De los setenta millones en cuestión, casi treinta se emplean en cumplir una obligación ineludible: la de pagar a aquellos que prestaron sus bienes al Estado y que éste gastó, y mientras tal deuda esté sin pagar, el descontento que se produciría al ver la enormidad de los impuestos directos llevaría aparejado el peligro de que se faltara al compromiso contraído con los que dieron su dinero, como ha ocurrido en algunos Estados de América y continúa ocurriendo aún por la misma causa. Cierto que aquella parte del gasto público que se dedica al sostenimiento de las instituciones civiles y militares (esto es, todos excepto los intereses sobre la deuda nacional) ofrece en muchos de sus detalles amplias posibilidades de reducirlo. Pero mientras una buena parte de las rentas públicas se malgasta so pretexto de servicios públicos, se dejan sin hacer tantas cosas de verdadera importancia para un buen gobierno que lo que se pueda economizar suprimiendo gastos inútiles se precisará con urgencia para otros de gran utilidad. Ya se trate de la educación, de una administración de justicia más accesible y eficiente, de reformas de cualquiera clase que, como la emancipación de los esclavos, precisan se compense a los intereses particulares; ya de algo que es tan importante como cualquiera de esos objetivos: el sostenimiento de un cuerpo de funcionarios públicos capaces y educados que puedan conducir los asuntos administrativos y legislativos de la nación mejor que hoy; cualquiera de esos objetivos entraña un gasto considerable, y muchos de ellos no se han realizado por la aversión que existía a recurrir al parlamento para que concediera el dinero necesario, aunque (además de que los medios de que se dispone en la actualidad serían suficientes si se aplicaran como es debido) el costo se reembolsaría, quizás al céntuplo, en el simple provecho pecuniario que se derivaría para la comunidad en general. Si la aversión pública por los impuestos sufriera el aumento que es de esperar se produciría como una consecuencia de la generalización de los impuestos directos, las clases que se benefician por la mala aplicación que se da al dinero público tal vez consiguieran salvar aquellos gastos en los cuales se benefician, a expensas de aquellos que sólo benefician al público.
No obstante, se defiende algunas veces a los impuestos indirectos en una forma que debe rechazarse de plano por basarse en una falacia. Se dice con frecuencia que los impuestos sobre mercancias son menos onerosos que los demás, porque el contribuyente puede escapar a ellos dejando de usar la mercancía gravada por el impuesto en cuestión. Cierto que puede conseguirlo si el objetivo que persigue es privar al gobierno del dinero, pero lo hace a costa de su comodidad, que es lo que podría hacer también en caso de un impuesto directo. Supongamos que se establece un impuesto sobre el vino, que sea tal que haga subir en cinco libras el precio del vino que consume esa supuesta persona en un año. Según los que se apoyan en la falacia en cuestión, esta persona no tiene que hacer otra cosa que reducir en cinco libras su consumo de vino para escapar a esa carga. Cierto, pero si esas cinco libras en lugar de imponerlas sobre el vino se le hubieran exigido bajo la forma de un impuesto sobre el ingreso, podía también, gastando cinco libras menos en vino, ahorrar el importe del impuesto; de modo que la diferencia entre ambos casos es ilusoria. Si el gobierno le saca al contribuyente cinco libras por año en una u otra forma, esa cantidad exacta tendrá que sustraerse de su consumo para que su situación continúe igual que antes, y el sacrificio que se le impone es el mismo cualquiera que sea la forma en que se le exija.
Por otra parte, una ventaja a favor de los impuestos indirectos es que lo que exigen al contribuyente lo toman en el momento y en la forma que es probable sean los que más le convengan. Lo paga precisamente cuando tiene que hacer un pago; por consiguiente, no le causa ninguna molestia adicional, ni (a menos que el impuesto sea sobre cosas necesarias) ningún inconveniente aparte del que es inseparable del hecho de tener que pagar su importe. Puede también, excepto en el caso de artículos que se estropeen, elegir el momento que mejor le convenga para aprovisionarse de la mercancía, y por consiguiente para pagar el impuesto. Cierto que el productor o el comerciante que anticipa esos impuestos sufre a veces incovenientes; pero en el caso de géneros importados esos inconvenientes se reducen al mínimo con lo que se llama el sistema de almacenamiento, bajo el cual, en lugar de pagar el impuesto al importar la mercancía, sólo precisa hacerlo al retirarla para el consumo, lo que rara vez se hace hasta que se ha encontrado o se espera encontrar en seguida un comprador.
Sin embargo, la principal objeción que puede hacerse a recaudar la totalidad o la mayor parte de las rentas públicas por medio de impuestos directos es la imposibilidad de hacer un amillaramiento justo sin una franca cooperación por parte de los contribuyentes, que no es de esperar en el bajo estado actual de la moral pública. En el caso del impuesto sobre el ingreso hemos visto ya que, a menos que sea posible eximir del mismo a los ahorros, es imposible prorratear con alguna justicia el que corresponde a aquellos que derivan sus ingresos del ejercicio de profesiones liberales o de negocios, y esto lo admiten en realidad casi todos los que defienden los impuestos directos, y me temo que éstos suelen salvar la dificultad dejando a esas clases libres del impuesto y limitando su proyectado impuesto sobre el ingreso a la propiedad acumulada, en cuya forma no hay duda que tiene el gran mérito de ser una forma muy fácil de saqueo. Pero basta con lo que antes se ha dicho para condenar este expediente. Hemos visto, no obstante, que un impuesto sobre las casas es una forma de gravamen directo que no está expuesta a las mismas objeciones que un impuesto sobre el ingreso, y en realidad a tan pocas objeciones de cualquier clase como todos nuestros impuestos indirectos. Pero sería imposible recaudar con sólo un impuesto sobre las casas la mayor parte de las rentas públicas de la Gran Bretaña, sin que se produjera un hacinamiento de la población que sería inadmisible, ya que todos procurarían restringir sus alojamientos para pagar el menor impuesto. Además, incluso un impuesto sobre las casas presenta desigualdades y, por consiguiente, injusticias; ningún impuesto se halla libre de ellas y no es ni justo ni político hacer que todas las desigualdades recaigan sobre las mismas personas, tratando de conseguir por medio de un impuesto la totalidad o la mayor parte de los gastos públicos. Como una buena parte de los impuestos locales del país están ya bajo la forma de una contribución sobre las casas, es probable que por este medio no pudieran recaudarse con ganancia más allá de diez millones de libras para fines generales del Estado.
Según hemos visto, podría obtenerse sin injusticia una cierta cantidad de entradas por medio de un impuesto especial sobre la renta. Además del impuesto existente sobre la tierra y de un equivalente para sustituir los ingresos que ahora se obtienen con los derechos de timbre por el traspaso de la misma, he afirmado que dentro de más o menos tiempo podría hacerse que el Estado participara, por medio de algún impuesto especial, en el incremento progresivo de las rentas de los terratenientes por causas naturales. Hemos visto también que los legados y las herencias deberían sujetarse a fuertes impuestos que podrían producir ingresos considerables. Con esos impuestos y con uno sobre las casas de importe adecuado, creo que habríamos llegado a los límites prudentes de los impuestos directos, salvo en caso de urgencia nacional que justificaría que el gobierno no tuviera en cuenta la desigualdad y la injusticia que en último término pueden encontrarse como inseparables de un impuesto sobre el ingreso. El resto de las rentas públicas habría que obtenerlo por medio de impuestos sobre el consumo y la cuestión es saber cuáles de ellos son menos censurables.
2. Existen algunos impuestos indirectos que decididamente deben excluirse. Los impuestos sobre mercancías, con el fin de obtener ingresos para el erario público, no han de actuar como derechos de protección, sino deben recaudarse con imparcialidad sobre las diferentes formas en que el artículo puede obtenerse, tanto si se produce en el mismo país como si se importa. También deben excluirse todos los impuestos sobre las cosas necesarias para la vida o sobre los instrumentos o los materiales empleados para producir las cosas necesarias. Siempre se corre el peligro de que esos impuestos graven lo que debería quedar libre de toda contribución, esto e los ingresos escasamente suficientes para una vida saludable; y en el caso más favorable, a saber, cuando suben los salarios para compensar a los trabajadores del impuesto, éste actúa como un impuesto especial sobre la ganancia que es a la vez injusto y perjudicial para la riqueza nacional (1). Lo que resta son impuestos sobre lujos. Y éstos tienen algunas propiedades que los hacen muy recomendables. En primer lugar, no pueden nunca afectar a aquellos cuyos ingresos se gastan en su totalidad en artículos de primera necesidad; mientras que alcanzan a los que gastan en superftuidades lo que precisarían para cosas necesarias. En segundo lugar, en algunos casos actúan como una especie de ley suntuaria de utilidad efectiva y la única efectiva. Rechazo toda clase de ascetismo y de ninguna manera quisiera ver que se desalentara, por la ley o por la opinión, la satisfacción de cualquier gusto (compatible con los medios y las obligaciones de la persona que lo tiene) que se busca por la atracción que la cosa en sí ejerce y por el goce sincero de la misma; pero una gran parte de los gastos de las clases alta y media de la mayor parte de los países, y desde luego la parte mayor de los gastos de las del nuestro, no se hacen por el placer que puedan producir las cosas en las cuales se gasta el dinero, sino por un falso respeto de la opinión ajena y por la idea de que se espera de ellas determinados gastos como una secuela de la situación que ocupan en el mundo; y no puedo por menos de creer que los gastos de esta clase son los más indicados para gravarse con impuestos. Si éstos hacen que se restrinjan aquéllos, se hace algún bien, y si no se consigue este efecto no se hace ningún mal; puesto que los impuestos que recaen sobre cosas que se desean y se adquieren por motivos como los que hemos indicado a nadie perjudican. Cuando una cosa se compra no por su utilidad, sino por su alto costo, la baratura no es una recomendación. Como observa Sismondi, la consecuencia del abaratamiento de los artículos de lujo no es que se gaste menos en ellos, sino que los compradores sustituyan el artículo abaratado por algún otro que es más costoso o una calidad más costosa del mismo; y como la calidad inferior respondía igualmente bien a la finalidad vanidosa que indicaba su compra cuando era más cara, resulta que un impuesto sobre el artículo en cuestión no lo paga nadie: es una creación de ingresos en el erario público por la que nadie sale perdiendo (2).
3. Para reducir en lo posible los inconvenientes y aumentar las ventajas anexas a los impuestos sobre mercancías se sugieren por sí mismas las siguientes reglas de carácter práctico:
1° Procurarse ingresos tan elevados como sea posible por medio de aquellos artículos de lujo que se compran por vanidad y no por el goce real que procuran, tales como las calidades más costosas de todos los artículos de uso personal o de adorno.
2° Siempre que sea posible, debe exigirse el impuesto no del productor, sino directamente del consumidor, ya que si se le exige al primero hace subir siempre el precio más de lo que importa el impuesto y con frecuencia mucho más. La mayoría de los impuestos menudos que se recaudan en este país se recomiendan por las dos consideraciones que acabamos de exponer. Pero por lo que respecta a los caballos y los carruajes, como hay muchas personas para las cuales aquéllos no son tanto un lujo como algo necesario, el impuesto pagado por los que sólo tienen un caballo o un carruaje, sobre todo si son de los más baratos, debe ser bajo; mientras que el impuesto debe subir con rapidez con el número de caballos y de carruajes y con el costo de los mismos.
3° Pero como los Únicos impuestos indirectos que producen grandes ingresos son aquellos que recaen sobre artículos de consumo general y como, por lo tanto, es necesario gravar con impuestos algunos artículos que son un lujo real y efectivo, esto es, cosas que por sí mismas producen placer y que se estiman por esta razón y no por su costo, esos impuestos deben ajustarse, de ser posible, de tal manera que recaigan con intensidad proporcional sobre las personas que disponen de pequenos, de medianos y de grandes ingresos. Esto no es nada fácil, ya que las cosas sobre las cuales pesan los impuestos más productivos son las que consumen los miembros más pobres de la comunidad en mayor proporción que los ricos. Es casi imposible gravar el té, el café, el azúcar, el tabaco, las bebidas fermentadas, sin que los pobres soporten más de la parte que les corresponde de la carga. Algo podría conseguirse haciendo que el impuesto sobre las calidades superiores, que son las que usan los consumidores ricos, sea mucho más elevado en proporción al valor (en lugar de ser mucho más bajo. que es lo que ocurre casi siempre en el sistema fiscal empleado en la actualidad (1848) en Inglaterra); pero, según se dice, no sé si con fundamento o sin él, en algunos casos la dificultad de ajustar el impuesto al valor de la mercancía de manera que se impida la evasión al impuesto, es insuperable; de modo que se juzga necesario gravar con un impuesto fijo a todas las calidades por igual, lo que es una evidente injusticia para las clases más pobres de contribuyentes, a menos que se les compense con la existencia de otros impuestos de los cuales se hallen exentos, como sucede con el actual impuesto sobre el ingreso.
4° En la medida en que sea compatible con las reglas anteriores, los impuestos deberán concentrarse sobre unos cuantos artículos más bien que difundirlos entre muchos, con objeto de que los gastos de recaudación sean pequeños y que se moleste al menor número posible de empleos.
5° Entre los artículos de lujo de consumo general deben gravarse con preferencia las bebidas alcohólicas, porque éstas, aunque por sí mismas sean un placer tan legítimo como otro cualquiera, son los que es más probable que se usen con exceso, de manera que es mejor que la restricción de su consumo, que se derivará, como es natural, de la imposición del gravamen, recaiga en ellos y no en otras cosas.
6° En tanto que otras consideraciones lo permitan, los impuestos deberán limitarse a los artículos importados, ya que éstos pueden gravarse sin producir tantas molestias, ni efectos perniciosos, como cuando el impuesto afecta al campo o al taller. Los derechos de aduanas son, caeteris paribus, mucho menos censurables que los impuestos al consumo, pero han de gravar sólo aquellas cosas que no pueden producirse o que no se producirían en el país, o de lo contrario tiene que prohibirse su producción (como sucede en Inglaterra con el tabaco), o someterse a un impuesto de consumo equivalente.
7° Ningun impuesto debe ser tan alto que ofrezca un motivo tan fuerte para escapar a él que sea imposible contrarrestarlo por los medios ordinarios, y sobre todo nunca debe ser el gravamen que se imponga sobre una mercancía tan alto que dé lugar a una clase de profesiones ilegales, tales como contrabandistas, productores ilícitos de licores y otras por el estilo.
Después de las reformas fiscales de Mr. Gladstone, se han suprimido todos los impuestos al consumo y los derechos de aduana que existían en este país y que no deberían figurar en un buen sistema fiscal. Entre ellos se encuentran todos los impuestos sobre artículos alimenticios, tanto para los seres humanos como para el ganado; los que gravaban la madera para la edificación, que encarecían la construcción de alojamientos, que son una de las cosas necesarias para la vida; todos los impuestos sobre metales y aparatos hechos con los mismos; los impuestos sobre el jabón, que es necesario para la limpieza, y sobre el sebo, materia prima para la fabricación de ese y otros productos necesarios; el impuesto sobre el papel, instrumento indispensable para casi todos los negocios y para la enseñanza. Los impuestos que ahora producen casi todos los ingresos de aduanas y de consumo; los que gravan el azúcar, el café, el té, el vino, la cerveza, los licores, son de por sí, cuando se necesitan fuertes ingresos, impuestos muy apropiados; pero en la actualidad resultan muy injustos por el hecho de que gravan en forma despropordonada a las clases más pobres, y algunos de ellos (los que pesan sobre el tabaco y los licores) son tan altos que hacen que se practique bastante el contrabando. Es probable que pudieran disminuirse bastante esos impuestos sin que se redujera en forma apreciable la recaudación. No me ocuparía de indicar cuál será la manera más ventajosa de gravar los artículos finos manufacturados que consumen los ricos; esto deben decidirlo aquellos que disponen de los necesarios conocimientos prácticos. La dificultad estará en hacerlo sin obstruir en forma inadmisible la producción. En países que, como los Estados Unidos, importan la mayor parte de los artículos finos que consumen, el asunto no es difícil e, incluso cuando lo que se importa es la materia prima, puede gravarse ésta, sobre todo las calidades empleadas en los tejidos usados por la clase más rica de consumidores. Así, en Inglaterra, un derecho de aduanas elevado sobre la seda bruta sería compatible con el principio, y quizás fuera también posible gravar el hilo de algodón o lino de calidad superior, ya fuera producido en el país o importado.
Notas
(1) Sostienen algunos que los materiales y los instrumentos de la producción debieran estar exentos de impuestos; pero la realidad es que, cuando éstos no intervienen en la producción de artículos de primera necesidad, parece natural que se les grave como se hace con el artículo terminado. Es, más bien, por lo que se refiere al comercio exterior por lo que esos impuestos se han considerado perjudiciales. Desde el punto de vista internacional, pueden considerarse como impuestos sobre la exportación y, excepto en los casos en que es conveniente un impuesto sobre la exportación, deberían ir acompañados de una devolución de derechos a la exportación. Pero no hay razón suficiente que justifique eximir de los impuestos a los instrumentos y materiales empleados en la producción de todo aquello que sea sujeto adecuado de gravamen.
(2) Si supusiéramos que los diamantes sólo podían obtenerse en un determinado país muy lejano y las perlas en otro, y si por causas naturales la producción de los primeros en las minas y de las segundas en las pesquerías se hiciera doblemente difícil, el efecto sería simplemente que con el tiempo bastaría la mitad de diamantes y perlas para producir la misma impresión de opulencia que hoy be produce con doble cantidad. Para producir la cantidad ahora reducida se precisaría la misma cantidad de oro o de alguna mercancía reducible en último término a trabajo, que para producir antes la cantidad mayor. Si las dificultades fueran interpuestas por las regulaciones de los legisladores ... esto no afectaría en nada a la idoneidad de esos artículos para servir a fines de vanidad. Supongamos que se descubrieran medios de hacer que el progreso fisiológico por el que se produce la perla se pudiera reproducir a voluntad, con el resultado de que la cantidad de trabajo necesario para procurarse cada perla fuera quinientas veces menor de lo que es hoy. El efecto que en último término produciría un cambio semejante dependería de que las pesquerías fueran libres o no. Si fueran libres para todo el mundo, como las perlas podrían obtenerse con sólo el trabajo de pescarlas, se podría comprar una sarta de ellas por unos cuantos peniques. Las clases más pobres de la sociedad podrían usarlas como adorno. Pronto serían muy vulgares y no sería moda llevarlas, y así al fin carecerían de valor. Sin embargo, si suponemos que, en lugar de ser libres las pesquerías, pertenecen al gobierno los únicos sitios donde puedan criarse las perlas, a medida que se fuera perfeccionando el descubrimiento, aquél podría ir estableciendo un impuesto sobre ellas igual a la disminución del trabajo necesario para obtenerlas. Las perlas seguirían, pues, estimándose como antes. La belleza intrínseca que poseen no ha cambiado. La dificultad para conseguirlas sería diferente pero igualmente grande, y por consiguiente seguirían sirviendo para marcar la opulencia de quienes las poseyeran. El ingreso líquido que produciría un impuesto de esta naturaleza no costaría nada a la sociedad. Si no se abusara de su aplicación, sería una adición neta a los recursos de la comunidad. Rae, New Principles of Political Economy, pp. 369-71 (Sociological Theory of Capital, pp. 286.88).
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