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CAPÍTULO OCTAVO
DE LAS FUNCIONES ORDINARIAS DEL GOBIERNO CONSIDERADAS EN SUS EFECTOS ECONÓMICOS
1. Antes de estudiar la línea de demarcación entre las cosas en que el gobierno debe intervenir y aquellas en las que no debe hacerlo, es necesario examinar los efectos económicos, buenos o malos, que se derivan de la manera según la cual cumplen los deberes que sobre ellos recaen en todas las sociedades y que nadie niega que sean de su incumbencia.
El primero de esos deberes es la protección de la persona y de la propiedad. No es necesario que discurramos acerca de la influencia que ejerce sobre los intereses económicos de la sociedad el grado de perfección con que el gobierno cumple este deber. Inseguridad de las personas y de los bienes equivale a decir incertidumbre sobre la relación entre el esfuerzo o el sacrificio humano y el logro de los fines por los cuales se soportaron. Significa la incertidumbre sobre si quienes sembraron cosecharán, si quienes producen consumirán, si quienes guardan algo hoy lo gozarán mañana. Significa no sólo que el trabajo y la frugalidad no son el mejor camino para adquirir bienes, sino que la violencia lo es. Cuando las personas y los bienes están hasta cierto punto inseguros, todo lo que posee el débil está a merced del fuerte. Nadie puede conservar lo que ha producido si no es capaz de defenderlo contra aquellos que en lugar de dedicar su tiempo y sus esfuerzos a producir encuentran más sencillo dedicar ambos a quitárselo al que lo ha producido. Por ello, las clases productoras, cuando la inseguridad pasa de un cierto límite, y no pueden protegerse a sí mismas contra la población rapaz, se ven obligadas a colocarse individualmente bajo la dependencia de algún miembro de la clase rapaz, el cual puede tener interés en defenderlos de toda rapiña excepto la suya propia. De esta manera, durante la Edad Media, la propiedad independiente se convirtió en feudal y muchos de los hombres libres más pobres se convirtieron voluntariamente, y con ellos sus descendientes, en siervos de algún señor feudal.
Sin embargo, al conceder a este gran requisito -seguridad de las personas y de la propiedad- la importancia que en justicia se le debe, no hemos de olvidar que incluso para fines de carácter económico hay otras cosas igualmente indispensables cuya presencia bastará para compensar en grado considerable la imperfección de los medios de protección del gobierno. Como se ha observado en un capítulo anterior, las ciudades libres de Italia, Flandes y la liga Hanseática, estaban casi siempre en un estado tal de turbulencia interior, mezclado algunas veces con guerras exteriores tan destructoras, que tanto las personas como los bienes gozaban de una protección muy imperfecta; no obstante, durante varios siglos aumentaron rápidamente en riqueza y en prosperidad, llevaron muchas de las artes industriales a un grado elevado de perfección, realizaron largos y peligrosos viajes de exploración y comercio con éxito extraordinario, sobrepujaron en fuerza a los más altos señores feudales, e incluso podían defenderse a sí mismas contra los soberanos de Europa; y todo ello fué posible porque en medio de este torbellino y violencias los súbditos de esas ciudades gozaban de ciertas libertades rudas, en condiciones de unión y de cooperación, que reunidas, hacían de ellos un pueblo enérgico y alegre, que al mismo tiempo tenía un gran patriotismo y un alto espíritu público. La prosperidad de esos y otros Estados libres en una época sin ley, pone de manifiesto que, en determinadas circunstacias, un cierto grado de inseguridad tiene buenos y malos efectos, haciendo que la seguridad dependa en buena parte de la energía y la habilidad práctica. La inseguridad paraliza tan sólo cuando es de tal naturaleza y alcanza tal grado que toda la energía que puede desplegar el ser humano, en general, no basta a protegerle. Y esta es una de las principales razones por las cuales la opresión del gobierno, cuya fuerza es casi siempre irresistible para el individuo, cualesquiera que sean los esfuerzos que éste haga, produce efectos más funestos sobre las fuentes de la prosperidad nacional, que la ausencia de leyes y los desórdenes, en cualquier grado, bajo un régimen de instituciones libres. Algunas naciones han llegado a ser más o menos ricas y otras han progresado algo bajo un régimen de cohesión social tan imperfecto que rayaba en la anarquía; pero ningún país en el que sus habitantes estuvieran siempre expuestos sin limitación alguna a las exacciones arbitrarias de los funcionarios del gobierno ha podido continuar siendo rico e industrioso. Unas cuantas generaciones de un gobierno semejante no dejan nunca de extinguir la actividad y la riqueza. Algunas regiones de la tierra, que fueron en tiempos de las más hermosas y prósperas, se han convertido por esta sola causa, primero bajo el yugo romano y después bajo el turco, en desiertos. Y digo por esta sola causa, porque de las devastaciones producidas por las guerras o de otras calamidades semejantes se hubieran recobrado con la mayor rapidez, como ha sucedido siempre en todos los países. Las dificultades y las penalidades no son a menudo más que un incentivo de la actividad; en cambio, le es fatal la creencia de que no se la dejará que fructifique.
2. El simple abuso de los impuestos por parte del gobierno, aunque es un gran mal, no es comparable, por lo que a sus efectos económicos se refiere, a exacciones más moderadas, pero que someten al contribuyente a la arbitrariedad de los funcionarios del gobierno, o de tal manera dispuestas que sitúan en condiciones desventajosas a la actividad, el talento y la frugalidad. En nuestro propio país la carga de los impuestos es muy grande, mas como cada persona conoce sus límites y pocas veces se le hace pagar más de lo que espera y calcula, y como los impuestos no son de naturaleza tal que debiliten los motivos que impulsan a la actividad y la economía, la presión de los impuestos no hace disminuir las fuentes de prosperidad; hasta hay quien cree que contribuye a aumentarlas por los esfuerzos suplementarios que se hacen para compensar esa presión. Pero bajo el bárbaro despotismo que impera en muchos países de oriente, en los cuales el sistema fiscal consiste más que nada en amarrar al que ha conseguido reunir algo, para confiscárselo, a menos que el poseedor compre su libertad sometiéndose a dar alguna suma importante por vía de arreglo, no podemos esperar encontrar una gran actividad voluntaria, ni riqueza cuyo origen sea otro que el pillaje. Y aun en países relativamente civilizados, las formas defectuosas de recaudar las rentas públicas han producido efectos semejantes, aunque en grado inferior. Escritores franceses de antes de la Revolución consideraban la taüle como la causa principal del estado atrasado de la agricultura y de la miserable situación de la población rural; no porque fuera muy elevada, sino porque siendo proporcionada al capital aparente del cultivador, éste tenía interés en aparecer pobre, lo que bastaba para inclinar a la gente a la indolencia. También los poderes arbitrarios de los funcionarios fiscales, de los intendants y subdélégués contribuían más a destruir la prosperidad que los impuestos exagerados, porque destruían la seguridad; era bien manifiesta la superioridad de los pays a états que estaban exentos de esa plaga. La venalidad que todo el mundo atribuye a los funcionarios rusos (1848) tiene que ser una inmensa rémora para las posibilidades de adelanto que con tanta abundancia posee el imperio ruso, ya que los emolumentos de los funcionarios públicos tienen que depender del éxito con que puedan multiplicar las vejaciones, con el fin de que las eviten los interesados mediante el soborno.
No obstante, el simple exceso en los impuestos, incluso cuando no se agrava con la incertidumbre, es, aparte su injusticia, un grave mal económico. Puede llevarse tan lejos que desaliente la actividad por la insuficiencia de la recompensa. Mucho antes de llegar a este extremo impide o por lo menos frena la acumulación o hace que el capital acumulado se envíe al extranjero para invertirse. Los impuestos sobre las ganancias, aun cuando no excedan de lo que en justicia les corresponde soportar, hacen que disminuya la inclinación a ahorrar, excepto para invertir lo ahorrado en países extranjeros en que las ganancias son altas. Holanda, por ejemplo, parece haber alcanzado hace tiempo el límite mínimo práctico de ganancias; ya durante el siglo pasado sus ricos capitalistas tenían una gran parte de su fortuna invertida en empréstitos o valores de otros países; y este tipo tan bajo de ganancia se atribuye a los pesados impuestos, a los que en cierto modo se vió obligada a recurrir por las circunstancias de su posición e historia. La realidad es que muchos de los impuestos, además de ser de gran cuantía, gravaban las cosas necesarias, impuestos que, según hemos visto, son muy perjudiciales para las actividades y la acumulación. Pero cuando el importe total de los impuestos es muy grande, se ha de recurrir por fuerza a algunos de carácter censurable. Y los impuestos sobre el consumo, cuando son elevados, aun cuando no actúen sobre las ganancias, producen a veces el mismo efecto, porque inducen a las personas poco acomodadas a vivir en el extranjero, llevándose consigo a menudo su capital. Aun cuando no estoy de ninguna manera de acuerdo con los economistas que creen que el único estado de existencia nacional deseable es aquel en que la riqueza aumenta con rapidez, no puedo por menos de tener en cuenta los numerosos inconvenientes que presenta para una nación independiente el llegar prematuramente a un estado estacionario, mientras los países vecinos continúan progresando.
3. El problema de la protección a las personas y a la propiedad, considerado desde el punto de vista de cómo la otorga el gobierno, presenta numerosas ramificaciones. Comprende, por ejemplo, todo lo referente a la perfección o a la ineficacia de los medios de que dispone para confirmar los derechos de las personas y la reparación de las injusticias. Las personas y la propiedad no pueden considerarse seguras allí donde la administración de justicia es imperfecta, ya sea por falta de integridad o de capacidad en los tribunales, ya porque la demora, las vejaciones y los gastos que acompañan su actuación imponen una carga bien pesada sobre los que recurren a ellos y hacen que sea preferible someterse a cualquier mal soportable que aquellos están precisamente llamados a remediar. En Inglaterra, por lo que respecta a la integridad pecuniaria, no hay que achacar ninguna falta a la administración de justicia; resultado que es de suponer que el progreso social haya aportado también a otros varios países de Europa. Pero abundan las imperfecciones legales y judiciales de diversas clases, y éstas hacen, sobre todo en Inglaterra, que disminuya mucho el valor de los servicios que el gobierno presta a la gente a cambio de los enormes impuestos. En primer lugar, la incognoscibilidad (según la ha calificado Bentham) de la ley y su extremada incertidumbre, incluso para aquellos que mejor la conocen, hacen que se tenga que recurrir con frecuencia a los tribunales para obtener justicia cuando, no existiendo disputa acerca de los hechos, no debería ser preciso litigar. En segundo lugar, los procedimientos judiciales están tan repletos de demoras, vejaciones y gastos, que el precio al que por fin se obtiene la justicia es un mal mayor que una cantidad considerable de injusticia; y la parte que no tiene razón, incluso aquella que la ley considera como tal, tiene muchas probabilidades de ganar la partida a causa de que la otra parte abandone el litigio por falta de fondos, o por medio de un compromiso en el cual se sacrifican justos derechos con tal de terminar el pleito, o por alguna argucia técnica mediante la cual se obtiene la decisión por razones ajenas a los merecimientos del caso. Este último accidente detestable ocurre con frecuencia sin que se pueda culpar al juez, bajo un sistema legal cuya mayor parte no descansa sobre principios racionales adaptados al estado actual de la sociedad, sino que se fundó en su origen, en parte sobre el capricho y la fantasía y en parte sobre los principios de la propiedad o la tenencia feudal (que sobreviven todavía con ficciones legales), y que sólo se han adaptado muy imperfectamente, a medida que surgían los casos, a los cambios que han tenido lugar en la sociedad. De todas las instituciones legales inglesas, el Tribunal de Cancillería, que es el que tiene las leyes más sustanciales, ha sido sin comparación la peor de todas por lo que se refiere a la demora, a las vejaciones y a los gastos; y éste es el único tribunal de que se dispone para casi todas las clases de casos que por su naturaleza son más complicados, tales como los de sociedades, y la gran amplitud de casos comprendidos bajo la denominación de confianza. Las recientes reformas introducidas en este tribunal han disminuído el mal, pero no han conseguido ni con mucho suprimirlo por completo.
Por fortuna para la prosperidad de Inglaterra, la mayor parte de las leyes mercantiles son relativamente modernas y los tribunales las hicieron por el sencillo procedimiento de reconocer y dar fuerza legal a los usos que, por motivos de conveniencia, se habían desarrollado entre los mismos comerciantes, de modo que al menos esta parte de la ley se hizo en gran parte por aquellos que estaban más interesados en su bondad, mientras que los defectos de los tribunales han sido en la práctica menos perniciosos, por lo que se refiere a las transacciones comerciales, porque la importancia del crédito, que depende de la reputación, hace que el freno de la opinión sea aún una protección bastante fuerte (si bien, como lo prueba la experiencia diaria, insuficiente) contra aquellas formas de deshonestidad mercantil que se reconocen, por lo general, como tales.
Las imperfecciones de la ley, tanto en su esencia como en su procedimiento, afectan sobre todo a los intereses relacionados con lo que técnicamente se conoce como bienes raíces, o, en el lenguaje general de la jurisprudencia europea, propiedad inmueble. Por lo que respecta a toda esta parte de la riqueza de la colectividad, la ley no da en lo más mínimo la protección que se propone. Falla, en primer lugar, por la incertidumbre y el laberinto de tecnicismos que hacen que sea imposible para cualquiera, a cualquier precio, poseer un título de propiedad de la tierra que pueda estar seguro de ser inatacable. Falla, en segundo lugar, omitiendo aportar pruebas de todas las transacciones, por el debido registro de todos los documentos legales. Falla, en tercer lugar, creando la necesidad de documentos laboriosos y costosos y de formalidades (sin contar las cargas fiscales) con ocasión de la compra o la venta o incluso el arrendamiento o la hipoteca de la propiedad inmueble. Y, en fin, falla por la intolerable demora y el gasto de los procedimientos legales en casi todos los casos que se refieren a esta clase de propiedad. No hay duda alguna de que los que más sufren por los defectos de los más altos tribunales de la ley civil son los terratenientes. Los gastos de carácter legal, tanto los de litigio real como los de preparación de instrumentos legales, forman, según me dicen, una parte importante de los gastos anuales de las personas que poseen grandes propiedades territoriales, y el valor de venta de sus tierras disminuye bastante por la dificultad de comunicar al comprador una confianza absoluta en la validez de sus títulos de propiedad, sin contar con los gastos legales que acompañan la transferencia. No obstante, los terratenientes, a pesar de que han sido los dueños de la legislación inglesa, digamos al menos desde 1688, no han intentado nunca reformar las leyes, y se han opuesto con todas sus fuerzas a algunas de las mejoras de las cuales habían de ser ellos los principales beneficiarios; sobre todo por lo que respecta a la importante reforma del registro de contratos que afecten a la tierra, la cual, propuesta por una comisión de eminentes abogados especialistas en la propiedad inmueble y presentada a la Cámara de los Comunes por Lord Campbell, ofendió de tal modo a los terratenientes en general, que se rechazó por una mayoría tan grande que ha hecho desistir de cualquier repetición del intento (1). Esta hostilidad tan irracional al adelanto, en un caso en el cual sus propios intereses serían los más beneficiados, tiene que atribuirse a un temor muy intenso con respecto a sus títulos de propiedad, que se deriva de las imperfecciones de esa misma ley que se niegan a alterar, y a una ignorancia consciente y a una incapacidad de juicio sobre todos los asuntos de carácter legal, que hacen que acepten la opinión de sus consejeros legales sin tener en cuenta el hecho de que las mismas imperfecciones de la ley que son una carga para ellos, producen ganancias al abogado.
En la medida en que los defectos de las diposiciones legales no pasan de ser una carga para el terrateniente, no afectan mucho a las fuentes de la producción; pero la inseguridad del título de posesión de la tierra tiene que actuar con frecuencia como un obstáculo de importancia para invertir capital en su mejora; y los gastos anexos a todo traspaso actúan en el sentido de impedir que vaya a parar la tierra a las manos que la utilizarían con mayor provecho, gastos que con frecuencia en el caso de pequeñas propiedades, importan más que el precio mismo de la tierra y que por lo tanto equivalen a una prohibición de comprar y vender tierra en pequeñas parcelas, excepto en circunstancias excepcionales. No obstante, esas compras son en casi todas partes muy deseables, ya que no existe casi ningún país en el cual la propiedad de la tierra no esté o muy dividida o muy poco dividida y siendo por lo tanto preciso, o al menos conveniente, que se subdividan las grandes propiedades o que se compren y se consoliden las pequeñas. Uno de los mayores adelantos económicos que podría aportarse a un país, consistiría en hacer que la propiedad de la tierra pudiera transferirse con igual facilidad que la de los valores, y se ha puesto de manfiesto una y otra vez que no existe ninguna dificultad insuperable para llevarlo a cabo.
Además de las buenas cualidades o de los defectos que tengan las leyes y la judicatura de un país como un sistema de disposiciones para alcanzar fines prácticos, mucho depende también, incluso desde el punto de vista económico, de la influencia moral de las leyes. Ya en otro lugar hemos dicho bastante acerca del grado en que tanto las operaciones industriales como todas las demás actividades humanas dependen, por lo que respecta a su eficacia, de hasta qué punto pueden confiar los hombres unos en otros para respetar con probidad y fidelidad sus compromisos; de lo cual se deduce cuán grande puede ser la influencia, incluso sobre la prosperidad económica de un país, de todo aquello que en sus instituciones pueda servir de aliento a la integridad y la mutua confianza o bien a las cualidades contrarias. En todas partes la ley favorece ostensiblemente al menos la honestidad pecuniaria y la buena fe en los contratos; pero si al mismo tiempo ofrece facilidades para evadir esas obligaciones, por engaños y enredos o por el uso poco escrupuloso de las riquezas para promover litigios injustos o para resistir a otros justos, si existen arbitrios por medio de los cuales pueden alcanzar fines deshonestos, bajo la sanción aparente de las leyes; entonces, la ley es desmoralizadora, incluso por lo que respecta a la integridad pecuniaria. Y, por desgracia, esos casos son bien frecuentes bajo el sistema legal inglés. Por otro lado, si la ley, con una indulgencia mal comprendida, protege la holgazanería o la prodigalidad contra sus consecuencias naturales o se contenta con imponer al crimen castigos inadecuados, el efecto, tanto por lo que se refiere a las virtudes sociales como a las de la prudencia, es altamente desfavorable. Cuando la ley, por sus dispensas y sus mandamientos, establece injusticias entre unos y otros individuos, como sucede con todas las leyes que reconocen alguna forma de esclavitud, como lo hacen las leyes de todos los países, si bien no en el mismo grado, por lo que respecta a las relaciones familiares y como lo hacen las leyes de muchos países, aunque en grados aún más desiguales, al discriminar entre el rico y pobre, el efecto sobre los sentimientos morales de la gente es aún más desastroso. Pero. todos esos temas dan lugar a consideraciones mucho más amplias y profundas que las de la economía política, y sólo hago referencia a ellos para que no pasen por completo inadvertidas cosas de mayor importancia que las que son objeto de este libro.
Notas
(1) La reciente ley de lord Westbury es un alivio sustancial de este triste defecto de la ley inglesa; y es probable que conduzca a ulteriores perfeccionamientos.
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