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LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO PRIMERO
LA INSUFICIENCIA DE TODAS LAS INTERPRETACIONES HISTÓRICAS
SUMARIO
La voluntad de poder como factor histórico.- Ciencia e interpretación histórica.- La insuficiencia del materialismo económico.- Las leyes de la vida física y la física de la sociedad.- La importancia de las condiciones de la producción.- Las campañas de Alejandro.- Las Cruzadas.- Papismo y herejía.- El poder como obstáculo y perturbación del desarrollo económico.- El fatalismo de las necesidades y destinos históricos.- Posición económica y actuación social de la burguesía.- Socialismo y socialistas.- Condiciones psicológicas de todas las transformaciones en la historia.- Guerra y economía.- Monopolismo y autocracia.- El capitalismo de Estado.
Cuanto más hondamente se examinan las influencias políticas en la Historia, tanto más se llega a la convicción de que la voluntad de poder ha sido, hasta ahora, uno de los estímulos más vigorosos en el desenvolvimiento de las formas de la sociedad humana.
La concepción según la cual todo acontecimiento político y social es sólo un resultado de las condiciones económicas eventuales y que únicamente así puede ser explicado totalmente, no resiste una consideración más seria. Todo aquel que se esfuerza seriamente por llegar al conocimiento de la razón de los fenómenos sociales, sabe que las condiciones económicas y las formas particulares de la producción social han desempeñado un papel en el desarrollo histórico de la humanidad. Este hecho se conocía muchísimo tiempo antes de que Marx se dispusiera a interpretarlo a su manera. Un buen número de destacados socialistas franceses, como Saint Simon, Considérant, Louis Blanc, Proudhon y algunos otros, han señalado en sus obras esa comprobación, y es sabido que Marx llegó al socialismo precisamente por el estudio de esos escritos. Por lo demás, el reconocimiento de la significación de las condiciones económicas en la conformación de la sociedad es la esencia misma del socialismo.
No es la confirmación de esa interpretación histórico-filosófica lo que más llama la atención en la formulación marxista, sino la forma apodíctica en que se expresa ese reconocimiento y la modalidad de pensamiento con que Marx cimenta su concepción. Se siente aqui claramente la influencia de Hegel, de quien Marx ha sido discípulo. Sólo el filósofo de lo absoluto, el inventor de las necesidades históricas y de las misiones históricas, podia inculcarle semejante seguridad de juicio y hacerle creer que habia llegado al fondo de las leyes de la física social, según las cuales todo acontecimiento histórico habia de ser considerado como una manifestación forzosa de un proceso económico naturalmente necesario. En verdad, los sucesores de Marx han comparado el materialismo económico con los descubrimientos de Copérnico y de Kepler, y no fue sino el propio Engels quien afirmó que, con esa nueva interpretación de la Historia, el socialismo se habia convertido en una ciencia.
El error fundamental de esa teoría consiste en que equipara las causas de los acontecimientos sociales a las causas de los fenómenos físicos. La ciencia se ocupa exclusivamente de los fenómenos que se operan en el gran cuadro que llamamos naturaleza y están, en consecuencia, ligados al tiempo y al espacio y siendo accesibles a los cálculos del intelecto humano. Pues el reino de la naturaleza es el mundo de las conexiones internas y de las necesidades mecánicas, en el que todo suceso se desarrolla de acuerdo con las leyes de causa y efecto. En ese mundo no hay ninguna casualidad, cualquier arbitrariedad es inconcebible. Por esta razón cuenta la ciencia sólo con hechos estrictos; un solo hecho que contradiga las experiencias hechas hasta aquí, que no se deje integrar en la teoría, puede convertir en ruinas el edificio doctrinario más ingenioso.
En el mundo del pensamiento metafísico y de acción práctica puede tener validez el principio según el cual la excepción confirma la regla, pero para la ciencia nunca. Aunque las formas que produce la naturaleza son de diversidad infinita, cada una de ellas está sometida a las mismas leyes inmutables; todo movimiento en el cosmos se realiza de acuerdo con reglas estrictas, inflexibles, lo mismo que la existencia física de toda criatura sobre esta tierra. Las leyes de nuestra existencia no dependen del arbitrio de la voluntad humana; son una parte de nosotros mismos, sin lo cual la existencia humana sería inconcebible. Nacemos, nos alimentamos, expulsamos las substancias inasimiladas, nos movemos, nos reproducimos y nos acercamos a la muerte sin que esté en nuestras fuerzas el poder modificar en nada todo ese proceso. Operan aquí necesidades independientes de nuestra voluntad. El hombre puede poner a su servicio las fuerzas de la naturaleza, puede dirigir sus efectos por determinados carriles hasta un cierto grado, pero no puede suprimirlos. Tampoco somos capaces de excluir los acontecimientos que condicionan nuestra existencia física. Podemos mejorar sus manifestaciones colaterales externas y adaptarlas a menudo a nuestro deseo personal; pero los procesos mismos no podemos extirparlos de nuestra esfera de vida. No estamos obligados a consumir el alimento que tomamos, tal como nos lo ofrece la naturaleza, ni a tendernos a descansar en el primer lugar apropiado; pero no podemos menos que comer y dormir si es que no queremos que nuestra existencia física tenga un fin prematuro. En este mundo de necesidades ineludibles no hay espacio para el determinismo humano.
Fue precisamente esta regularidad férrea en la inmutabilidad eterna del proceso cósmico y físico lo que llevó a algunas cabezas ingeniosas la idea de que los acontecimientos de la vida social humana están sometidos a las mismas necesidades férreas del proceso natural y que, en consecuencia, se pueden calcular e interpretar de acuerdo con métodos científicos. La mayor parte de las interpretaciones históricas se basan en esa noción errónea que sólo pudo anidar en el cerebro de los hombres porque colocaron en un mismo plano las leyes de la existencia y las finalidades que están en la base de todo acontecimiento social; en otras palabras: porque confundieron las necesidades mecánicas del desarrollo natural con las intenciones y los propósitos de los hombres, que han de valorarse simplemente como resultados de sus pensamientos y de su voluntad.
No negamos que también en la Historia hay relaciones internas que se pueden atribuir, como en la naturaleza, a causa y efecto; pero se trata, en los procesos sociales, siempre de una causalidad de fines humanos, y en la naturaleza siempre de una causalidad de necesidades físicas. Estas últimas se desarrollan sin nuestro asentimiento; las primeras no son más que manifestaciones de nuestra voluntad. Las nociones religiosas, los conceptos éticos, las costumbres, los hábitos, las tradiciones, las concepciones jurídicas, las formaciones políticas, las condiciones previas de la propiedad, las formas de producción, etc., no son condiciones necesarias de nuestra existencia física, sino, simplemente, resultados de nuestras finalidades preconcebidas. Pero toda finalidad humana preestablecida es una cuestión de fe, y ésta escapa al cálculo científico. En el reino de los hechos físicos sólo rige el debe ocurrir; en el reino de la fe, de la creencia, existe sólo la probabilidad: puede ser, pero no es forzoso que ocurra.
Pero todo acontecimiento social que procede de nuestro ser físico y se refiere a él, es un proceso que está al margen de nuestra voluntad. Todo acontecimiento social que procede de intenciones y de propósitos humanos, y se desarrolla en los límites de nuestra voluntad, no está sometido, pues, al concepto de lo naturalmente necesario.
Cuando una india de Flathead comprime el cráneo del niño recién nacido entre dos tablas, para que adquiera la forma deseada, no hay en ello ninguna necesidad, pero sí una costumbre que encuentra su explicación en la creencia de los hombres. Si los seres humanos viven en poligamia, en monogamia o en el celibato, es un problema de conveniencia humana que no tiene nada que ver con las necesidades de los sucesos físicos. Toda concepción jurídica es un asunto de fe que no está condicionado por ninguna necesidad fisica. Si el hombre es mahometano, judío, cristiano o idólatra de Satán, es asunto que no tiene la menor vinculación con su existencia física. El hombre puede vivir en no importa qué condición económica, puede adaptarse a todas las formas de la vida política sin que, por ello, sean afectadas las leyes a que está sometido su ser fisiológico. Una interrupción repentina de la ley de la gravitación universal sería incalculable en sus consecuencias; una paralización repentina de nuestras funciones corporales es equivalente a la muerte. Pero la existencia física del hombre no habría sufrido el menor daño por no haber sabido nunca nada del Código de Hamurabi, de las doctrinas pitagóricas o de la interpretación materialista de la Historia.
No se pronuncia con esto un juicio de valor, sino simplemente se comprueba un hecho. Todo resultado de la predeterminación humana de una finalidad es, para la existencia social del hombre, de indisputable importancia, pero habría, por fin, que cesar de considerar los acontecimientos sociales como manifestaciones forzosas de una evolución naturalmente necesaria, pues semejante interpretación tiene que conducir a los peores sofismas y ser la causa de que nuestra comprensión de los hechos históricos sea tan retorcida que nos hace perder por completo el sentido de su entendimiento.
Sin duda la tarea del investigador está en investigar las relaciones íntimas del devenir histórico y en explicar sus causas y efectos; pero no debe olvidar nunca que esas relaciones son de carácter muy distinto al de las relaciones de los procesos físico-naturales, y, por eso, han de merecer otra apreciación. Un astrónomo es capaz de predecir un eclipse solar o la aparición de un nuevo cometa con segundos de exactitud. La existencia del planeta Neptuno ha sido calculada de esa manera antes que el ojo humano lo haya visto. Pero semejante previsión es sólo posible cuando se trata de acontecimientos de carácter físico. Para el cálculo de motivos y propósitos humanos no hay ninguna medida exacta, porque no son accesibles, de ninguna manera, al cálculo. Es imposible calcular y predecir el destino de pueblos, razas, naciones y otras agrupaciones sociales; ni siquiera nos es dado encontrar una explicación completa de todo lo acontecido. La Historia no es otra cosa que el gran dominio de los propósitos humanos; por eso toda interpretación histórica es sólo una cuestión de creencia, lo que, en el mejor de los casos, puede basarse en probabilidades, pero nunca tiene de su parte la seguridad inconmovible.
La afirmación de que el destino de las instituciones sociales se puede reconocer por las supuestas leyes de una física social, no tiene más significación que las seguridades ofrecidas por aquellas mujeres que quieren hacernos creer que pueden leer el destino del hombre por la borra del café o por las líneas de la mano. Ciertamente, se puede presentar un horóscopo también a pueblos y naciones; sin embargo las profecías de la astrología política y social no tienen mayor valor que las predicciones de aquellos que quieren conocer el destino del hombre por las constelaciones estelares.
Que una interpretación de la Historia puede contener también ideas de importancia para la explicación de hechos históricos, es indudable; nosotros sólo nos resistimos a la afirmación de que la marcha de la historia está sujeta a las mismas o idénticas leyes que todo acontecimiento físico o mecánico en la naturaleza. Esa falsa afirmación, en modo alguno fundada, oculta además otro peligro. Si uno se ha habituado a mezclar en una misma olla las causas del devenir natural y las de las evoluciones sociales, es llevado muy a menudo a buscar una causa básica que encarne, en cierta manera, la ley de la gravitación social y sirva de cimiento a todo desarrollo histórico. Y si se ha llegado hasta allí, se pasan por alto tanto más fácilmente todas las otras causas de la formación social y las influencias recíprocas que de ellas surgen.
Toda concepción del hombre relativa al mejoramiento de sus condiciones sociales de vida es, ante todo, un deseo, un anhelo que sólo tiene en su favor motivos de probabilidad. Pero donde se trata de eso, tiene su límite la ciencia, pues toda probabilidad asienta en supuestos que no se dejan calcular, ni pesar, ni medir. Se puede en verdad recurrir, en la fundamentación de una concepción del mundo y de la vida, como por ejemplo el socialismo, también a los resultados de la investigación científica; pero no por eso la concepción del mundo y de la vida se convierte en una ciencia, pues la realización de su objetivo no está ligada a procesos forzosamente comprobables, como todo acontecimiento en la naturaleza física. No hay ninguna ley en la Historia que muestre el camino de cualquier actuación social del hombre. Donde se hizo hasta ahora algún intento para presentar como verídica semejante ley, se puso de manifiesto bien pronto la inoperancia de esos esfuerzos.
El hombre no está sometido incondicionalmente más que a las leyes de su vida física. No puede modificar su constitución, suprimir las condiciones fundamentales de su existencia fisiológica o transformarlas de acuerdo con sus deseos. No puede impedir su aparición en la tierra, como no puede impedir el fin de su trayectoria terrestre. No puede hacer salir de su curso al planeta en que se desenvuelve el ciclo de su vida, y tiene que aceptar todas las consecuencias de ese movimiento de la tierra en el universo, sin poder modificarlas en lo más mínimo. Únicamente la conformación de su vida social no está sometida a esa obligatoriedad del proceso, pues es sólo el resultado de su voluntad y de su acción. Puede aceptar las condiciones sociales en que vive como el mandamiento de una voluntad divina o considerarlas como resultado de leyes inmutables ajenas a su voluntad. En este caso la creencia paralizará su voluntad y le llevará a admitir con gusto las condiciones reinantes. Pero puede también convencerse de que toda la vida social posee sólo un valor condicionado y puede ser modificada por la mano humana y por el espíritu del hombre. En este caso intentará suplantar por otras las condiciones en que vive y abrir el camino, mediante su acción, a una nueva conformación de la vida social.
El hombre puede conocer las leyes cósmicas lo más cabalmente que quiera, pero no las podrá modificar nunca, pues no son obra suya. Pero toda forma de su existencia social, toda institución social que le haya dejado el pasado como herencia de lejanos abuelos, es obra humana y puede ser transformada por la voluntad y la acción humanas o servir a nuevas finalidades. Sólo ese conocim1ento es verdaderamente revolucionario y está inspirado por el espíritu de los tiempos que llegan. El que cree en la ineludibilidad de todo desarrollo social, sacrifica el porvenir al pasado; interpreta los fenómenos de la vida social, pero no los modifica. En este aspecto, todo fatalismo es idéntico, sea de naturaleza religiosa, política o económica. Al que cae envuelto en sus lazos, le priva en la vida del bien más precioso: el impulso a la acción de acuerdo con necesidades propias. Es especialmente peligroso cuando el fatalismo se presenta con las vestiduras de la ciencia, que suplanta hoy, con mucha frecuencia, el hábito talar de los teólogos. Por eso repetimos: las causas que originan los procesos de la vida social no tienen nada de común con las leyes del devenir natural físico y mecánico, pues no son más que resultados de las tendencias finalistas humanas, que no se dejan explicar de un modo puramente científico. Desconocer esos hechos es un funesto autoengaño, del que no puede nacer más que una interpretación deforme y falsa de la realidad.
Esto se aplica a todas las interpretaciones históricas que parten de un desarrollo obligado de los procesos sociales; se aplica especialmente al materialismo histórico, que atribuye todo acontecimiento en la Historia a las condiciones eventuales de la producción y pretende poder explicarlo todo por ellas. Ningún hombre que piense medianamente desconocerá hoy que es imposible juzgar un período histórico sin tener en cuenta sus condiciones económicas. Pero es completamente unilateral el querer hacer pasar toda la Historia únicamente como resultado de las condiciones económicas, bajo cuya influencia tan sólo adquieren forma y colorido los otros fenómenos de la vida social.
Hay millares de fenómenos en la Historia que no se pueden explicar con razones puramente económicas o con estas razones solamente. Se puede, en última instancia, someterlo todo a un determinado esquema; pero lo que así resulta, en general, es muy poca cosa. Apenas hay un acontecimiento histórico en cuya manifestación no hayan cooperado también causas económicas; pero las fuerzas económicas, sin embargo, no son nunca las únicas fuerzas matrices que ponen en movimiento todo lo demás. Todos los fenómenos sociales se producen por una serie de motivos diversos que, en la mayoría de los casos, están entrelazados de tal modo, que no es posible delimitarlos concretamente. Se trata siempre de efectos de múltiples causas, que pueden reconocerse claramente, pero que no se pueden calcular de acuerdo con métodos científicos.
Hay acontecimientos en la Historia que han sido, para millones de seres, de la más amplia significación, pero que no se dejan explicar de un modo puramente económico. ¿Quién, por ejemplo, querría afirmar que las campañas de Alejandro de Macedonia han sido motivadas por las condiciones de producción de aquel tiempo? Ya el hecho de que el enorme imperio que había consolidado Alejandro con la sangre de centenares de miles de hombres cayó en ruinas poco después de su muerte, demuestra que las conquistas militares y políticas del dominador macedónico no estaban históricamente condicionadas por necesidades económicas. Tampoco estimularon en manera alguna las condiciones de producción de la época. En las descabelladas campañas de Alejandro jugaba la voluptuosidad del poder un papel mucho más importante que las condiciones económicas. Su pretensión de dominar al mundo había asumido, en el déspota ambicioso, formas propiamente morbosas. Su frenética obsesión por el poder era la fuerza activa de su política, el leit motiv de todas sus empresas guerreras, que llenaron gran parte del mundo entonces conocido de muerte y de fuego. Su obsesión de mando fue también la que le hizo aparecer deseable el césaro-papismo de los déspotas orientales y la que le inspiró la creencia en su origen semidivino.
La voluntad de poder, que parte siempre de individuos o de pequeñas minorías de la sociedad, es en general una de las fuerzas motrices más importantes en la Historia, muy poco valorada hasta aquí en su alcance, aunque a menudo tuvo una influencia decisiva en la formación de la vida económica y social entera.
La historia de las Cruzadas fue, sin duda, influida por fuertes motivos económicos. La ilusión respecto de los ricos países del Oriente pudo haber sido, en algún aventurero, un estímulo más fuerte que el de la convicción religiosa, para ponerse del lado de la cruz. Pero los motivos económicos solamente no habrían sido capaces de poner en movimiento, durante siglos, a millones de hombres de todos los países si no hubiesen estado poseídos por aquella obsesión de la fe, que les arrastró siempre que sonó el Dios lo quiere, aunque no tuviesen la menor idea de las enormes dificultades a que estaba ligada esa aventura. Cuan vigorosamente pesaba la fe en los hombres de aquellos tiempos lo demuestra la llamada Cruzada infantil (1212), puesta en marcha cuando se evidenciaron los fracasos de los ejércitos anteriores de cruzados, y cuando los devotos anunciaron el mensaje de que el Santo Sepulcro sólo podría ser libertado por los menores de edad, en quienes Dios quería testimoniar al mundo un milagro. No eran, verdaderamente, motivos económicos los que han movido a millares de padres a enviar lo que más querían, sus hijos, a una muerte segura.
Pero también el papado, que al principio sólo se había decidido a disgusto a llamar al mundo cristiano para la primera Cruzada, fue inspirado en ello mucho más por razones políticas de dominio que por razones económicas. En su lucha por el predominio de la Iglesia, les vino muy bien a sus representantes que ciertos soberanos temporales que podían resultarIes incómodos como vecinos, estuvieren ocupados por largo tiempo en Oriente, donde no podían perturbar a la Iglesia en la realización de sus planes. Lo cierto es que otros, por ejemplo los venecianos, reconocieron pronto las grandes ventajas económicas que las Cruzadas podrían reportarles; incluso han utilizado éstas para extender su dominio a las costas dálmatas y a las islas Jónicas y a Creta; pero deducir de ahí que las Cruzadas eran inevitables y estaban condicionadas por las modalidades de la producción de entonces, sería una manifiesta locura.
Cuando la Iglesia se dispuso a iniciar su lucha de exterminio contra los albigenses, obra que costó la vida a muchos millares de personas y transformó el país más libre, más avanzado de Europa intelectualmente, en un desierto, destruyendo su cultura altamente desarrollada y su industria, paralizando su comercio y dejando sólo una pobrísima población diezmada, no fue movida en su lucha contra la herejía por consideraciones económicas. Lo que aspiraba era a la unidad de la fe, base de sus pretensiones políticas de dominio. Pero también el reino francés, que sostuvo después a la Iglesia en esta lucha, fue inspirado esencialmente por consideraciones políticas. A esa contienda sangrienta fue por la herencia del conde de Languedoc, con lo que cayó en sus manos toda la parte meridional del país, herencia que tenía que redundar en ventaja de sus aspiraciones centralizadoras. Había, pues, motivos principalmente políticos de dominio por parte de la Iglesia y de la realeza, y gracias, a esos motivos fue violentamente obstruído el desarrrollo de uno de los países más ricos de Europa, y el viejo foco de una brillante cultura fue convertido en un desierto campo de ruinas.
Las grandes campañas de la conquista, y especialmente la invasión de los árabes a España, que desencadenó una guerra de siete siglos, no se pueden explicar por ningún estudio de las condiciones económicas de aquella época, por profundo que sea. Pero sería enteramente inútil querer demostrar que el desarrollo de las condiciones económicas ha sido la fuerza impulsora de aquella época violenta. Es lo contrario lo que se pone aquí de relieve. Después de la conquista de Granada el último baluarte de la media luna en decadencia, apareció en España un poder politico-religioso, bajo cuya influencia nefasta retrocedió en siglos todo desenvolvimiento económico, siendo paralizado éste tan intensamente, que las consecuencias todavía se advierten hoy en toda la Península Ibérica. Incluso las inmensas corrientes de oro que se derramaron en España durante largos años, después del descubrimiento de América, de México y desde el antiguo Imperio incaico, no pudieron contener la decadencia económica; por el contrario, sólo contribuyeron a precipitarla.
Por el casamiento de Fernando de Aragón con Isabel de Castilla fue echado el cimiento de la monarquía cristiana en España, cuya mano derecha fue el Gran Inquisidor. La guerra sin fin contra la dominación morisca, conducida bajo el estandarte de la Iglesia, trastrocó de raíz la posición espiritual y moral de los pueblos cristianos y engendró aquel cruel fanatismo religioso que sumió a España, durante siglos, en las tinieblas. Sólo gracias a esas circunstancias pudo desarrollarse aquel terrible despotismo politico-clerical que, después de haber ahogado en sangre las últimas libertades de las ciudades españolas, reinó sobre el país durante tres siglos con una espantosa opresión. Bajo la influencia tiránica de esa singular institución de poder, fueron enterrados los últimos restos de la cultura árabe, después de expulsar del país a árabes y a judíos. Provincias enteras, que antes parecían jardines f1orecientes, se convirtieron en eriales infecundos, porque se dejaron abandonadas a la destrucción las instalaciones de riego y los caminos que habían construído los moros. Y las industrias, que pertenecían en un tiempo a las primeras de Europa, desaparecieron casi completamente del país, y éste volvió a métodos de producción hacía mucho tiempo abandonados.
Según los datos de Fernando Garrido, había, a comienzos del siglo XVI en Sevilla, 16.000 telares para la seda que ocupaban a 130. 000 obreros. A fines del siglo XVII no había más que 300 telares en movimiento.
No sabemos cuántos telares había a fines del siglo XVI en Toledo, pero se tejían allí 485.000 libras de seda al año, y se daba ocupación a 88484 personas. A fines del siglo XVII esa industria había desaparecido completamente. En Segovia había a fines del siglo XVI unos 6.000 telares de paño que pasaba por el mejor de Europa. A comienzos del siglo XVIII esa industria había descendido hasta el punto de que se trajeron del exterior obreros para enseñar a los segovianos el tejido y el tinte de los paños. Las causas de esa decadencia fueron la expulsión de los moros, el descubrimiento y la colonización de América y el fanatismo religioso que vació los talleres e hizo crecer la cifra de los curas y monjas. Cuando en Sevilla sólo había 800 telares ya, la cifra de los conventos de monjes había llegado a 62 y el clero abarcaba 14.000 personas (1).
Y Práxedes Zancada informa sobre aquel período:
En el año 1655 desaparecieron diecisiete gremios en España; junto con ellos las manufacturas de las industrias del hierro, del acero, del cobre, del zinc, del plomo, del azufre, del azufre y otras (2).
Pero tampoco la conquista de América por los españoles, que despobló a la Península Ibérica y llevó millones de hombres al Nuevo Mundo, se puede explicar exclusivamente por la sed de oro, por viva que haya sido en algunos la codicia. Si se lee la historia de la famosa conquista, se reconoce con Prescott que tiene más semejanza con una de las incontables novelas de la caballería andante, tan estimadas y queridas precisamente en España, que con un fiel relato de acontecimientos reales.
No fueron los motivos económicos solamente los que sedujeron en pos del fabuloso El Dorado, del otro lado del desierto de agua, a legiones siempre nuevas de individuos audaces. El hecho de que grandes imperios como México y el Estado incaico, que tenían millones de habitantes, y además poseían una cultura bastante desarrollada, pudieran ser dominados por un puñado de osados aventureros, que no retrocedían ante ningún medio ni ante ningún peligro y no estimaban en mucho tampoco la propia vida, se explica únicamente cuando se examina más de cerca el material humano característico que ha madurado poco a poco en una guerra de siete siglos y ha sido endurecido en constantes peligros. Sólo una época en que la paz tenía que parecer a los hombres como una fantasía de un período lejano desaparecido, y en la que la lucha llevada a cabo durante siglos con toda crueldad era la condición normal de vida, pudo desarrollar aquel salvaje fanatismo religioso que singulariza tanto a los españoles de entonces. Pero eso explica también el raro impulso que tendía sin cesar a la acción y que, en todo instante, estaba dispuesto a poner en juego la vida por un exagerado concepto del honor, al que faltaba a menudo toda base seria. No es nna casualidad que la figura de Don Quijote haya nacido precisamente en España. Tal vez va demasiado lejos la interpretación que cree poder suplantar toda sociología por los descubrimientos de la psicología; pero es indudable que la condición espiritual de los hombres tiene una fuerte influencia en la formación de su ambiente social.
Se podrían citar aún muchos otros ejemplos, de los que se desprende claramente que la economía no es, en manera alguna, el centro de gravedad de todo el desenvolvimiento social, aunque no se ponga en duda que desempeña un papel que no hay que desestimar en los procesos formativos de la Historia, pero que tampoco hay que exagerar. Existen épocas en que la significación de las condiciones económicas en la marcha del desenvolvimiento social se manifiesta de un modo sorprendentemente claro; pero hay también otras en que las aspiraciones religiosas y políticas de dominio intervienen con evidente efectividad en el curso normal de la economía, y obstruyen por largo tiempo su desarrollo natural o la imnulsan por otros derroteros. Acontecimientos históricos como la Reforma, la guerra de los Treinta Años, las grandes revoluciones de Europa y muchos otros no pueden ser explicados sin más ni más de una manera puramente económica, aunque es preciso admitir que en todos esos acontecimientos han jugado un gran papel los procesos de carácter económico y han contribuído a su aparición.
Pero todavía es más grave cuando en los diversos estratos sociales de una época determinada se pretende reconocer simplemente a los representantes típicos de un nivel económico definido. Una interpretación tal no sólo empequeñece el campo general de visión del investigador, sino que hace de la Historia entera una caricatura que ha de conducir siempre a nuevos sofismas. El hombre no es exclusivamente vehículo de intereses económicos manifiestos. La burguesía, por ejemplo, se ha declarado, en todos los países donde adquirió significación social, muy a menudo en favor de aspiraciones que no beneficiaban en modo alguno sus intereses económicos, y que estaban, no raras veces, en evidente contraste con ellos. Su lucha contra la Iglesia, sus esfuerzos en pro del establecimiento de una paz duradera entre los pueblos, sus concepciones liberales y democráticas sobre la esencia del gobierno, que puso a sus representantes en el más agudo conflicto con las tradiciones de la gracia de Dios, y muchos otros fenómenos. por los cuales se entusiasmó alguna vez, son prueba de ello.
Y que no se replique que la burguesía, bajo la influencia creciente de su nivel económico, ha olvidado o traicionado fríamente muy pronto los ideales de su juventud. Compárese el período del Sturm und Drang del movimiento socialista en Europa con la prosaica política realista de los actuales partidos obreros, y se convencerá uno en seguida de que los supuestos representantes del proletariado no tienen absolutamente derecho a reprochar a la burguesía sus mutaciones internas. Ninguno de esos partidos ha hecho el menor ensayo, después de la primera guerra mundial, en la peor de las crisis que ha experimentado jamás el mundo capitalista, de influir en las actuales condiciones económicas con el espíritu del socialismo. Nunca habían estado las condiciones económicas tan maduras para una transformación de la sociedad capitalista. La economía capitalista entera había caído en el mayor desbarajuste. La crisis, antes sólo un fenómeno periódico en el mundo capitalista, se convirtió desde hace años en la condición normal de la vida económica: crisis de la industria, crisis de la agricultura, crisis del comercio, crisis de la moneda. Todo se había reunido para poner de relieve la ineptitud del sistema capitalista. Más de treinta millones de hombres estaban condenados a una existencia miserable de mendigos en un mundo que se hunde a causa de la superabundancia. Pero falta el espíritu, la inspiración socialista en favor de una transformación profunda de la vida social, que no se conforme con minúsculos remiendos, que sólo prolongan la crisis, pero que no son capaces de curar sus causas. Hasta aquí no se había visto nunca tan claramente que las condiciones económicas por sí solas no pueden modificar la estructura social, si no existen en los hombres las condiciones psicológicas y espirituales que den alas a su anhelo y agrupen sus fuerzas dispersas para la obra común.
Pero los partidos socialistas y las organizaciones sindicales inspiradas por ellos, no sólo han fracasado cuando se trató de la transformación económica de la sociedad, sino que se han demostrado incapaces de conservar siquiera la herencia política de la democracia burguesa, pues han abandonado en todas partes, sin lucha, derechos y libertades que hace mucho tiempo conquistaron, y de ese modo han fomentado, aun contra su voluntad, el nacimiento y avance del fascismo en Europa.
En Italia, uno de los representantes distinguidos del partido socialista se ha convertido en ejecutor del golpe de Estado fascista, y una gran serie de los jefes obreros más conocidos, con D'Aragona al frente, se pasó con banderas desplegadas al campo mussoliniano.
En España el partido socialista fue el único que hizo la paz con la dictadura de Primo de Rivera, como luego, en la era de la República, se evidenció el mejor guardián de los privilegios capitalistas y ofreció sus servicios voluntariamente para toda restricción de los derechos políticos.
En Inglaterra se pudo ver el singular espectáculo de los dos jefes más conocidos y dotados del partido laborista que se arrojaron de repente al campo nacionalista e infligieron con su actitud al partido, al que habían pertenecido durante decenios, una aniquiladora derrota. En esa ocasión Philip Snowden acusó a sus antiguos compañeros de tener mucho más presentes los intereses de su clase que las conveniencias de la nación, un reproche que, por desgracia, no correspondía a la verdad, pero que caracterizaba al flamante lord.
En Alemania la socialdemocracia, junto con los sindicatos, ayudó con todas sus fuerzas a la gran industria capitalista en sus conocidos ensayos de racionalización de la economía, racionalización que tuvo consecuencias catastróficas para el proletariado alemán, y ha dado a una burguesía moralmente aplastada la ocasión de reponerse de las conmociones que le había acarreado la guerra perdida. Hasta un supuesto partido revolucionario, el partido comunista de Alemania, hizo propias las consignas nacionalistas de la reacción, para quitar el viento a las velas del fascismo amenazante mediante esa despreciable negación de todos los principios socialistas.
Se podrían agregar a estos ejemplos muchísimos más para mostrar que los representantes de la inmensa mayoría del proletariado socialista organizado apenas tienen derecho a acusar a la burguesía por su inconstancia política o por la traición a sus antiguos ideales. Los representantes del liberalismo y de la democracia burguesa mostraron aún en sus últimas conversiones el deseo de conservar la apariencia, mientras que los presuntos defensores de los derechos proletarios abandonaron, con la más desvergonzada naturalidad, sus antiguos ideales, para acudir en auxilio del enemigo.
Toda una serie de políticos dirigentes de la economía, que no estuvieron influídos en sus apreciaciones por ninguna argumentación socialista, ha expresado la convicción de que el sistema capitalista ha llegado a su fin y que en lugar de una desenfrenada economía de la ganancia debe entrar a funcionar una economía de las necesidades, conforme a nuevos principios, si no se quiere el derrumbe de Europa. Sin embargo, se comprueba cada vez más claramente que el socialismo, como movimiento, no está en modo alguno a la altura de las circunstancias. La mayoría de sus representantes no ha pasado de las superficiales reformas y desgasta sus fuerzas en luchas de fracción tan estériles como peligrosas, luchas que, por su ciega intolerancia, recuerdan el comportamiento de los cuadros espiritualmente petrificados de las Iglesias. No es ningún milagro que, finalmente, centenares de miles de personas se decepcionen del socialismo y se dejen embriagar por los cazadores de ratas del Tercer Imperio.
Se podría objetar aquí que la necesidad de la vida misma, aun sin la ayuda de los socialistas, trabaja en el sentido de un cambio de las condiciones económicas, pues una crisis sin salida, a la larga, no es soportable. No lo negamos; pero tememos que, dada la actitud actual del movimiento obrero socialista, pueda llegarse a una transformación de la economía en que los productores no tengan absolutamente nada que opinar. Se les pondrá ante hechos consumados, que otros prepararán para ellos, de modo que también en lo sucesivo habrán de conformarse con el papel de esclavos que se les ha concedido siempre. Si no engañan todos los signos, avanzamos con pasos de gigante a una época de capitalismo de Estado que, para el proletariado, tendrá la forma de un nuevo sistema de dependencia en que el hombre será valorado solamente como un material industrial de la economía y en que toda libertad personal será extirpada por completo.
Las condiciónes económicas pueden agudizarse en ciertas circunstancias en tal forma, que una modificacion de la situación existente de la sociedad se convierta en una necesidad vital. Se pregunta uno qué dirección tomará ese cambio. ¿Será un camino hacia la libertad o sólo una forma distinta de esclavitud, que asegurará a los hombres, es verdad, sus míseras necesidades, pero que, en cambio, les privará de toda independencia para cualquier acción? Pero eso y sólo eso importa. La estructuración social del Imperio incaico aseguraba a cada uno de sus súbditos lo necesario, pero el país estaba sometido a un despotismo ilimitado que castigaba cruelmente toda resistencia a sus mandatos y reducía al individuo a la categoría de instrumento inerte del poder estatal.
También el capitalismo de Estado podría ser una salida de la crisis actual; sin embargo, no seria ciertamente un camino para la liberación social. Al contrario, hundiría a los hombres en un pantano de servidumbre que significaría una irrisión de toda dignidad humana. En toda prisión, en todo cuartel existe una cierta igualdad de condiciones sociales; todos tienen la misma vivienda, el mismo rancho, la misma indumentaria; todos prestan el mismo servicio o ejecutan la misma cantidad de trabajo; pero ¿quién querría afirmar que tal estado de cosas es un objetivo digno de lucha?
Hay una diferencia si los miembros de una sociedad son igualmente dueños de sus destinos, si atienden ellos mismos sus asuntos y poseen el derecho inalienable a participar en la administración de los bienes comunes o si sólo son órganos ejecutivos de una voluntad extraña sobre la que no tienen influencia alguna. Todo soldado tiene derecho a la misma ración, pero no le compete emitir un juicio personal. Debe someterse ciegamente a las órdenes de sus superiores y reprimir, donde es necesario, la voz de la propia conciencia, pues no es más que una parte de la máquina que otros ponen en movimiento.
Ninguna tiranía es más insoportable que la de una burocracia omnipotente que interviene en todas las acciones de los hombres y les imprime su sello. Cuanto más ilimitado se extiende el poder del Estado en la vida del individuo, tanto más paraliza sus capacidades creadoras y debilita la energía de su voluntad personal. Pero el capitalismo de Estado, ese peligroso polo opuesto del socialismo, tiene como condición la entrega de todas las actividades sociales de la vida al Estado; es el triunfo de la máquina sobre el espíritu, la racionalización del pensamiento, de la acción y del sentimiento según normas establecidas por las autoridades y, en consecuencia, significa el fin de toda verdadera cultura espiritual. El hecho de que no se haya comprendido hasta aquí todo el alcance de esa amenazadora evolución, o el hecho de que se hagan las gentes a la idea de que está forzosamente determinada por el estado de las condiciones económicas, es algo que puede calificarse, con razón, como el signo más funesto de la época.
La peligrosa manía de querer ver en todo fenómeno social un resultado inevitable del modo capitalista de producción, ha conducido hasta aquí sólo a infundir en los hombres la convicción de que todos los acontecimientos sociales nacen de determinadas necesidades y que también en lo económico deben ocurrir inevitablemente. Esa concepción fatalista sólo podría conducir a paralizar su fuerza de resistencia y a prepararlos espiritualmente de tal manera que encuentren justificación para las condiciones creadas, por repulsivas e inhumanas que sean.
Todo el mundo sabe que las condiciones económicas tienen una influencia en la transformación de las condiciones sociales; pero es mucho más importante el modo como reaccionan los seres humanos, en su pensamiento y en su acción, sobre esa influencia, y los pasos a que se deciden para encauzar una transformación de la vida social considerada necesaria. Precisamente el pensamiento y la acción de los hombres no reciben su tonalidad de los motivos puramente económicos. ¿Quién podría, por ejemplo, sostener que el puritanismo, que ha influído de modo decisivo en todo el desarrollo espiritual de los pueblos anglosajones hasta hoy, fue un resultado forzoso del orden económico capitalista concebido en sus orígenes? O ¿quién podría aportar la prueba de que la pasada guerra mundial debió surgir cualesquiera fuesen las circunstancias, del sistema económico capitalista, y que por eso era ineludible?
Sin duda los intereses económicos han tenido un papel importante en ésa como en todas las guerras, pero ellos solos no habrían sido capaces nunca de desencadenar la nefasta catástrofe. Con la simple exposición prosaica de aspiraciones económicas concretas seguramente habría sido muy difícil movilizar las grandes masas. Por eso hubo que demostrarles que aquello por lo cual debían matar a otros y por lo cual habían de dejarse matar por otros, era la causa buena y just. Así se combatió, por una parte, contra el despotismo ruso, por la liberación de Polonia y, naturalmente, por el imperativo patriótico, contra el cual los aliados se habían conjurado. Y, por la otra parte, se luchó por el triunfo de la democracia y por la superación del militarismo prusiano, para que esa guerra fuese la última.
Se podría objetar que detrás de todas esas pompas de jabón, con las que se entretuvo la atención de los pueblos durante cuatro años, estaban, sin embargo, los intereses económicos de las clases propietarias. Pero eso no importa en absoluto. Lo decisivo es la circunstancia de que sin la apelación continua a los sentimientos éticos del hombre, a su sentido de justicia, no habría sido posible en manera alguna una guerra. La consigna: Dios castigue a Inglaterra, y esta otra: Mueran los hunos, han hecho en la guerra pasada más milagros que los simples intereses económicos de los propietarios. Demuestra cuanto decimos el hecho de que haya de suscitarse en los hombres un determinado estado de ánimo antes de llevarles a la guerra, y además, el hecho de que ese estado de ánimo sólo pueda ser producido por la intervención de factores psicológicos y morales.
¿No hemos visto que justamente aquellos que habían predicado a las masas laboriosas, año tras año y día tras día, que toda guerra en la era del capitalismo nace de causas puramente económicas, al estallar la guerra mundial echaron por la borda su teoría histórico-filosófica y pusieron las conveniencias de la nación por encima de las de la clase? Precisamente ellos, los que operaron hasta entonces apasionadamente con la frase marxista del Manifiesto comunista: La historia de toda sociedad hasta aquí es la historia de las luchas de clase.
Lenin y otros han atribuído el fracaso de la mayoría de los partidos socialistas, al estallar la guerra, al miedo de los jefes ante su responsabilidad, y anatematizaron en éstos, con palabras amargas, su falta de valor moral. Admitiendo que esa afirmación tenga por base una buena parte de verdad, aunque también en este caso hay que cuidarse de las generalizaciones, ¿qué prueba?
Si el miedo a la responsabilidad, la falta de valor moral han inclinado a la mayoría de los jefes socialistas, en realidad, a declararse en favor de las exigencias nacionales de sus respectivas patrias, eso no es más que una nueva demostración de la exactitud de nuestro punto de vista. El valor y la cobardía no son determinados por las formas eventuales de la producción, sino que arraigan en los estratos psíquicos del hombre. Pero si las cualidades puramente psíquicas pudieron tener una influencia tan decisiva sobre los jefes de un movimiento que cuenta millones de adherentes, como para que, antes de cantar tres veces el gallo, hayan abandonado sin condiciones sus viejos principios para marchar contra el llamado enemigo hereditario junto a los peores adversarios del movimiento socialista, eso solo demuestra que las acciones de los hombres no se pueden explicar por las condiciones de la producción, y están, no raras veces, en la más aguda contradicción con ellas. Cada época en la Historia presenta mil testimonios en favor de lo que decimos.
Pero es también un error manifiesto el interpretar la pasada guerra mundial exclusivamente como resultado forzoso de los intereses económicos contradictorios. El capitalismo sería también perfectamente concebible si los llamados capitanes de la industria mundial se pusieran de acuerdo en buen modo sobre la utilización de los mercados y de las fuentes de las materias primas, lo mismo que los representantes de los diversos intereses económicos dentro de un mismo pais procuran unirse sin ventilar sus divergencias siempre con la espada. Existe hoy ya toda una serie de organismos internacionales de producción, en los que se han agrupado los capitalistas de ciertas industrias a fin de establecer en cada pais una determinada cuota para la fabricación de sus productos y regular de esa manera la producción total de sus ramas de industria, de acuerdo con convenios y principios establecidos. La Comunidad internacional del acero en Europa es un ejemplo de ello. Por esa regulación el capitalismo no pierde nada de su esencia propia; sus privilegios quedan intactos, su dominio sobre el ejército de sus esclavos del salario resulta, incluso, vigorizado esencialmente con tal arreglo.
Desde el punto de vista puramente económico la guerra, pues, no era inevitable. El capitalismo habria podido subsistir sin ella también. Hasta se puede aceptar con seguridad que, si los representantes del orden capitalista hubiesen previsto las consecuencias de la guerra, ésta no habria tenido nunca lugar.
Pero en las guerras pasadas no sólo han jugado un importante papel las consideraciones puramente económicas, sino también las políticas de dominio, que son las que más han contribuido, en última instancia, al desencadenamiento de la catástrofe. Después de la decadencia de España y Portugal el predominio en Europa correspondió a Holanda, Francia e Inglaterra, que luego se encontraron frente a frente como rivales. Holanda perdió pronto su posición directiva y, después de la paz de Breda, su influencia en la marcha de la política europea fue cada vez menor. Pero también Francia habia perdido después de su guerra de los Siete Años una gran parte de su anterior posición de predominio y no pudo volver a levantarse, tanto menos cuanto que sus dificultades financieras se agudizaron cada vez más y llevaron a aquella opresión sin igual del pueblo de la que surgió la Revolución. Napoleón hizo después enormes esfuerzos para reconquistar la posición perdida de Francia en Europa pero sus gigantescos ensayos resultaron ineficaces. Inglaterra siguió siendo el adversario más irreconciliable de Napoleón, y éste reconoció muy pronto que sus planes de dominación universal no podrían realizarse nunca, mientras la nación de mercaderes, como habia llamado despectivamente a los ingleses, no fuera dominada. Napoleón perdió el juego después que Inglaterra puso en movimiento a toda Europa contra él, y desde entonces Gran Bretaña pudo sostener su posición de predominio en Europa y en el mundo.
Pero el Imperio Británico no es un dominio cohesionado como otros imperios anteriores; sus posesiones están dispersas en las cinco partes de la tierra y su seguridad depende de la posición de fuerza que tenga el Imperio Británico en Europa. Toda amenaza contra esa posición es una amenaza contra el imperio colonial de Inglaterra. Mientras en el continente no aparecieron todavía los organismos poderosos de los modernos grandes Estados, con sus ejércitos y flotas gigantescas, con su burocracia, con sus industrias altamente desarrolladas, con su tratados comerciales internacionales, con su exportación y su creciente necesidad de expansión, la posición de potencia universal del Imperio Británico quedó relativamente intacta. Pero cuanto más vigorosos fueron los Estados capitalistas en el continente, tanto más hubo de sentirse amenazada Inglaterra en su predominio. Todo ensayo de una gran potencia europea de conquistar nuevos mercados y materias primas, de asegurar su exportación por tratados comerciales con países no europeos y de crear más amplio campo, en lo posible, a sus aspiraciones expansivas, tenía tarde o temprano que conducir en alguna parte a un choque con las esferas de intereses británicos y provocar en consecuencia la resistencia solapada de Gran Bretaña.
Por esta razón la política exterior iaglesa había de impedir ante todo que levantase la cabeza en el Continente alguna gran potencia o, si eso no podía evitarse, había de dirigir toda su habilidad para hacer chocar un poder contra los otros. Así la derrota de Napoleón III por el ejercito prusiano y la diplomacia de Bismarck no podían menos de beneficiar a Inglaterra, pues Francia quedó debilitada por algunos decenios. Pero el rápido e inesperado crecimiento de Alemania como moderno Estado industrial, la preparación sistemática de sus fuerzas militares, los comienzos de su política colonial y, sobre todo, la construcción de su flota y sus aspiraciones crecientes de expansión, que se ponían de relieve cada vez más desagradablemente para los ingleses en el impulso hacia Oriente, habían suscitado para el Imperio Británico un peligro que no podía dejar indiferentes a sus representantes.
El hecho de que la diplomacia inglesa echase mano indistintamente a todo medio para conjurar ese peligro no es aún una prueba de que sus representantes sean, por naturaleza, más inescrupulosos o ladinos que los diplomáticos de otros países. La inconsistente habladuría en torno a la pérfida Albión es tan estúpida como la fantasía sobre beligerancia civilizada. Si la diplomacia inglesa se evidenció superior a la alemana y fue más cautelosa que ésta en sus secretas maquinaciones, se debe sólo a que sus representantes disponían de una mayor experiencia y, para su dicha, la mayoría de los estadistas responsables de Alemania, desde Bismarck, sólo han sido lacayos sin voluntad del poder imperial y ninguno de ellos tuvo valor para oponerse a las peligrosas andanzas de un psicópata irresponsable y de su venal camarilla.
La causa del mal no está precisamente en determinadas personas, sino en la política de dominio misma, no importa por quién sea movida ni qué finalidades inmediatas persiga. La política del dominio sólo es imaginable con el empleo de todos los medios, por repudiables que sean para la conciencia privada, con tal de que garanticen el éxito, correspondan a los motivos de la razón de Estado y sean favorables a sus propósitos.
Maquiavelo, que tuvo el valor de reunir sistemáticamente los métodos de la aspiración política de dominio y de justificarlos en nombre de la razón de Estado, ha manifestado ya en los Discorsi, clara y notoriamente:
Cuando uno se ocupa, en general, del bien de la patria, no tiene que dejarse influir por la justicia ni por la injusticia, por la compasión o por la crueldad, por el elogio o la difamación. No hay que retroceder ante nada y hay que echar mano siempre al medio que puede salvar la vida al país y conservar su libertad.
Todo crimen al servicio del Estado es un hecho meritorio para el perfecto político dominador si proporciona el éxito. Pues el Estado está al margen de lo bueno y de lo malo; es la providencia terrestre, cuyas decisiones son tan incomprensibles en su profundidad para el súbdito del termino medio como para el creyente el destino que le cupo en suerte por voluntad de Dios. Del mismo modo que, según la doctrina de los teólogos y de los intérpretes de las Escrituras, Dios suele recurrir, en su insondable sabiduría, a los medios más crueles y más terribles para madurar sus planes, asi tampoco el Estado está sometido, según la doctrina de la teología politica, a los principios de la moral humana ordinaria, cuando se trata, para sus representantes, de perseguir determinados fines y de poner friamente en juego la dicha y la vida de millones de seres.
El que cae, como diplomático, en la trampa ajena, no debe lamentarse de la perfidia y de la falta de conciencia del adversario; pues él mismo ha perseguido los mismos propósitos con papeles cambiados y sólo fue derrotado porque su rival supo hacer mejor el papel de la providencia. El que cree que no puede salir adelante sin la violencia organizada que encarna el Estado, tiene que estar también dispuesto a todas las consecuencias de esa superstición pésima y sacrificar a ese Moloch su bien más precioso: la propia personalidad.
Fueron principalmente contradicciones politicas de dominio las que surgieron del funesto desarrollo de los grandes Estados capitalistas y las que han contribuido, más que nada, al estallido de la guerra mundial. Después que los pueblos, y especialmente las capas laboriosas de los diversos paises, no pudieron comprender la gravedad de la situación ni tuvieron el valor moral para resistir, en defensa cerrada, contra las manipulaciones subterráneas de los diplomáticos, de los militaristas y de los especuladores, no hubo en el mundo podér alguno que pudiera poner un dique a la catástrofe. Durante decenios se pareció todo gran Estado a un gigantesco campamento militar frente a los otros, armados hasta los dientes, hasta que, al fin, una chispa hizo saltar la mina. No es porque todo habia de ocurrir como ha ocurrido por lo que el mundo fue arrojado con los ojos abiertos al abismo, sino porque las grandes masas, en cada pais, no tuvieron la menor sospecha del juego ignominioso que se hacía a sus espaldas. A su incomprensible despreocupación y, ante todo, a su fe ciega en la superioridad infalible de sus gobernantes y de los llamados jefes espirituales tienen que agradecer que se les haya podido empujar, durante cuatro años, como un rebaño sin voluntad, al matadero.
Pero tampoco la fina capa de las altas finanzas y de la gran industria, cuyos representantes han contribuido tan inequívocamente a desencadenar el rojo diluvio, fue inducida exclusivamente por la perspectiva de ganancias materiales en su comportamiento. La concepción que quiere ver en todo capitalista sólo un mero especulador, puede corresponder bien a las conveniencias de la propaganda, pero es demasiado estrecha y no corresponde a la realidad. También en el moderno gran capitalismo suele jugar el interés político de dominación un papel más importante que las pretensiones puramente económicas, aunque sea difícil separar el uno de las otras. Sus representantes han conocido el sentimiento placentero del poder y lo anhelan con la misma pasión que los grandes conquistadores de tiempos pasados, aun cuando se encuentren en campo enemigo respecto al propio gobierno, como Hugo Stinnes y sus adeptos en el periodo de la decadencia monetaria alemana, o intervengan, como factor de peso, en la política exterior de su país.
El morboso deseo de someter millones de seres humanos a una determinada voluntad y de dirigir imperios enteros por caminos que parecen convenientes a los propósitos ocultos de pequeñas minorias, suele manifestarse a menudo, en los representantes típicos del capitalismo moderno, más claramente que las consideraciones puramente económicas y la perspectiva de mayores ventajas materiales. No sólo con el deseo de amontonar cada vez mayores beneficios se agotan actualmente las aspiraciones de la oligarquía capitalista. Cada uno de sus representantes sabe qué enorme poder da la propiedad de grandes riquezas al individuo y a la casta a que pertenece. Ese conocimiento tiene una atracción seductora y engendra aquella conciencia típica de los amos cuyas consecuencias son, con frecuencia, más corruptoras que el hecho mismo del monopolismo. Esa actitud espiritual del grand seigneur moderno de la gran industria o de las altas finanzas, es el factor que rechaza toda oposición y no tolera junto a sí individuos con iguales derechos.
En las grandes luchas entre el capital y el trabajo ese espíritu señorial tiene un papel más decisivo que los intereses económicos inmediatos. El pequeño empresario de tiempos pasados tenía aún ciertas relaciones con las capas laboriosas de la población, y por eso estaba en condiciones de comprender más o menos su situación. La moderna aristocracia del dinero no tiene hoy, con las bajas clases populares, mayores relaciones que las del barón feudal del siglo XVIII con sus siervos. Conoce las masas simplemente como objeto colectivo de explotación para sus aspiraciones económicas y políticas de dominio y no comprende ni siente, en general, las duras condiciones de su vida. De ahí proviene su brutalidad sin conciencia, el avasallamiento despectivo de los seres humanos y la fria indiferencia ante el dolor ajeno.
Debido a su posición social no existe ninguna frontera al afán de dominio del gran capitalismo moderno. Puede inmiscuirse con egoísmo despiadado en la vida de sus semejantes y hacer ante ellos el papel de providencia. Sólo cuando se tiene presente esa pasión de influencia política sobre el propio pueblo y sobre naciones extrañas se apreciará exactamente la verdadera esencia del representante típico del gran capitalismo moderno. Es precisamente ese aspecto el que lo hace tan peligroso para la formación social del futuro.
No en vano apoya el actual capitalismo monopolista a la reacción nacional-socialista y fascista. Debe ayudarle a aniquilar toda resistencia organizada de las masas trabajadoras para instaurar un regimen de servidumbre industrial, en el que el hombre que trabaja sólo interesa como autómata económico, sin influencia alguna en la formación interna de las condiciones económicas y sociales. Esa manía cesarista no se detiene ante ningún obstáculo; salta, sin miramientos, sobre todas las conquistas del pasado, obtenidas, demasiado a menudo, a costa de la sangre de los pueblos, y está dispuesta a sofocar, con brutal violencia, el último derecho, la última libertad que puedan perturbar su avance, para ajustar toda actividad social en las rígidas formas de su voluntad de poder. Este es el gran peligro que nos amenaza hoy y ante el cual estamos directamente. El triunfo o el fracaso de los planes de dominio capitalista-monopolistas determinará la nueva estructuración de la vida social en el próximo futuro.
Notas
(1) Fernando Garrido: La España contemporánea, tomo 1, Barcelona, 1868. Rico material contienen también los demás escritos de Garrido, especialmente su obra Historia de las clases trabajadoras.
(2) Práxedes Zancada: El obrero en España. Notas para su historia política y social, Barcelona, 1902.
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