Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


CAPÍTULO DÉCIMO SEGUNDO

PROBLEMAS ACTUALES DE NUESTRO TIEMPO

SUMARIO

El Estado nacional y la ruina de la sociedad antigua.- La era de la Revolución, consecuencia del perdido equilibrio social.- La concatenación de eventos históricos como manifestaciones de cultura.- El debilitamiento de la conciencia social, y de la independencia personal.- El fatalismo de nuestro modo de pensar y la fe en el determinismo de los acontecimientos sociales.- Los grandes Estados y los monopolios económicos como azotes de la humanidad.- Hombres y máquinas.- El caos económico internacional.- Consideraciones tecnocráticas.- La cuestión social, problema de consumo.- ¿Es una solución el capitalismo de Estado? - Internacionalización de los territorios productores de materias primas.- Economía mundial, no explotación mundial.- Lo que nos cuenta el Estado.- Las pérdidas materiales de la guerra mundial.- El delirio de la época.- Superaciones del Estado y la Nación mediante la nueva comunidad.




Después de la decadencia de la antigua cultura de las ciudades y del periodo del federalismo europeo, se fue olvidando paulatinamente la finalidad propia de la existencia social. Hoy la sociedad no es el vinculo natural en que se expresan las relaciones de hombre a hombre. Con la aparición del llamado Estado nacional, toda práctica social se fue convirtiendo lentamente en un instrumento al servicio de 1os objetivos singulares del poder político, que no corresponde ya a los intereses de la generalidad, sino más bien a los deseos y necesidades de castas y de clases privilegiadas en el Estado. Con esto perdió la sociedad su equilibrio interior y entró en un estado de convulsiones periódicas, nacidas de los esfuerzos conscientes o inconscientes para restablecer la cohesión perdida.

Luis Blanc retrotrae el germen de la Revolución francesa hasta la Edad Media y la época de la Reforma. En realidad, con la Reforma empezó un nuevo capitulo en la historia europea, que hasta hoy no ha encontrado definitivo desenlace y que con razón se denomina la era de la revolución, expresión bien justa que demuestra que todos los pueblos de nuestro continente están empapados e igualmente influídos por el espiritu de esa época. En su luminoso ensayo Die Revolution, Gustav Landauer pretende fijar las diversas etapas de ese periodo y disponerlas en una determinada serie correlativa, dando a este propósito la siguiente descripción:

La Reforma propiamente dicha, con sus transformaciones espirituales y sociales, sus secularizaciones y formaciones de Estados, la guerra de los campesinos, la revolución inglesa, la guerra de los Treinta años, la guerra de la independencia de América, menos en sus accidentes que en el proceso espiritual de sus ideas, ejerció una marcada influencia en lo que sigue: la Gran Revolución francesa.

Del mismo modo que Proudhon y después de él Bakunin, vió también Landauer en todas las rebeliones y revoluciones que han agitado periódicamente los diversos países de Europa desde 1789 hasta hoy, sólo efectos del mismo proceso revolucionario, y este conocimiento afirmó en él la persuasión de que la era de la Revolución no ha pasado y que cada vez estamos más dentro de un proceso gigantesco de transformación social cuyo fin no puede preverse todavía. Si se admite ese punto de vista, cuya lógica imperiosa es incontrovertible, no se puede menos de considerar los acontecimientos de la época: la guerra mundial, los movimientos sociales de la actualidad, las revoluciones en el centro de Europa y especialmente en Rusia, la transformación del orden económico-capitalista y los cambios políticos y sociales de Europa desde la guerra mundial, más que como formas especiales del mismo gran proceso revolucionario que hace cuatrocientos años remueve toda la vida de los pueblos de Europa y cuyas repercusiones se ven hoy ya claramente también en otros continentes.

Este proceso únicamente acabará cuando se encuentre una equiparación real entre las aspiraciones de propiedad del individuo y las condiciones sociales generales de la vida, una especie de síntesis entre la libertad personal y la justicia social por la solidaridad activa de todos, que den nuevamente a la sociedad un contenido y echen los fundamentos de una comunidad nueva que no necesite ya la coacción externa, porque existirá en ella el equilibrio interior gracias a la protección de los intereses de todos y no dé lugar a despotismos políticos ni económicos. Para que la era de la Revolución toque a su fin, la nueva fase imprimirá fuertemente su sello en la humanidad dejando amplio campo a la cultura social.

Si se interpreta la historia con este espíritu, échase de ver que todos los rasgos de conjunto de una época determinada muestran, en todos los países del mismo círculo cultural, análogas oscilaciones. En todo gran capítulo de la historia lo que primero se advierte es el modo de pensar, que surge de las condiciones sociales y reacciona sobre ellas. En comparación con los problemas generales que, en determinado período, ocupan al pensamiento humano, las llamadas tendencias nacionales, que, además, hay que inculcarlas artificialmente al hombre, carecen, puede decirse, de importancia. Solamente sirven para perturbar en los hombres la visión del verdadero proceso cultural y para detener éste, más o menos tiempo, en su natural desarrollo. Los acontecimientos históricos de una época solamente nos son comprensibles vistos en su íntima interdependencia; y en cambio, una ideología nacional formada artificialmente, y cuyos partidarios se esfuerzan por ver y presentar a los pueblos bajo una luz favorable a sus finalidades peculiares, no puede llevarnos a ninguna conclusión acerca de esas conexiones íntimas. Finalmente, la historia nacional completa de un pueblo es únicamente la historia de un Estado especial, pero no la historia de su cultura, la cual lleva siempre el sello de su tiempo. Nuestra división de la vida de los pueblos europeos en la historia de las naciones particulares, puede condicionarse por la existencia de las formas estatales de la actualidad, pero no por eso es menos ambigua. Tales divisiones forman solamente fronteras artificiales que en realidad no existen, y borran la imagen de conjunto de una época hasta el punto de que el espectador pierde la noción de las interrelaciones de los hechos históricos.

En ocasiones es posible percatarse de la profunda y decisiva influencia que ha tenido determinado acontecimiento histórico en la naturaleza general y en el carácter de toda una época. Así la propagación del cristianismo imprimió en toda la vida espiritual de la población europea su sello evidente; también el capitalismo moderno cambió fundamentalmente todas las instituciones sociales durante los últimos doscientos años y no simplemente las condiciones materiales de vida; dió también a todas las tendencias espirituales de esta época un carácter especial, acerca del cual nadie puede engañarse. De las poderosas influencias de concepciones determinadas del mundo y de la vida sobre el pensamiento de los pueblos del círculo cultural europeoamericano se habló ya con anterioridad.

¿No es la crisis actual de todo el mundo capitalista la prueba convincente de que existen en esta época conexiones internas que actúan de modo idéntico en todos los paises? No nos engañemos: esta crisis no es mera crisis económica; es la crisis de la sociedad actual, la crisis de nuestro pensamiento moderno, la crisis que impele hacia una nueva configtJración de toda nuestra vida mental y espiritual y no meramente a una igualación de las formas económicas. Esta crisis es el principio del gran ocaso de los dioses, cuya conclusión no se puede prever aún. Fuera del vertiginoso caos de las ideas y conceptos, viejos y nuevos, se está gestando poco a poco un nuevo conocimiento que modifica las perspectivas humanas y presenta bajo nueva luz las relaciones esenciales internas entre el hombre y la sociedad. Porque las necesidades mismas están gestando una gran revolución del espiritu para conformar las relaciones humanas con las cosas de la vida material y para orientar su acción en una dirección nueva.

Ante todo debemos aprender a contemplar y considerar las cosas directamente y a no seguir engañándonos con la visión de los acontecimientos de la vida social a través de hipótesis filosóficas o explicándolos mediante concepciones históricas artificiosamente construidas. La concepción evolucionista, que en otro tiempo revolucionó y cambió fundamentalmente nuestro pensamiento cultural, se ha convertido en una rémora para la acción. Nos ocupamos larga y exclusivamente de las causas y de las consecuencias de los hechos históricos hasta cuando éstos son para nosotros accidentales y extraños. Accidentales en el sentido de que para nosotros los efectos inmediatos del hecho son de interés menor que las causas que lo producen. Hemos empleado muchas decenas de años analizando los hechos históricos de la sociedad capitalista, con lo cual hemos perdido la capacidad para renovar la vida social y abrir a la actuación del hombre nuevos horizontes. Nuestro pensamiento ha perdido el contenido moral que arraigaba en el espíritu de la comunidad y se halla ligado a la regulación técnica de las cosas de un modo excesivo. Hemos ido hasta el punto de achacar a debilidad las consideraciones morales, y así se convencieron no pocos de que semejantes consideraciones no tenían influencia alguna en la conducta social del hombre. Hoy se ve claramente a dónde nos ha llevado esa manera de pensar.

La teoría evolucionista se convirtió para muchos en una concepción fatalista de los sucesos sociales e indujo a que se considerasen los acontecimientos más revolucionarios de la época como resultados inevitables de un proceso evolutivo en el que nada puede influir la voluntad del hombre. Esta creencia en la ineludibilidad y legalidad cósmica de todo acontecimiento debia quitar al hombre el sentimiento natural de lo justo y de lo injusto, embotando al mismo tiempo su comprensión del sentido ético de las cosas (1).

Hoy se juega con el peligroso pensamiento de que el fascismo, que avanza por todas partes, es una forma evolutiva necesaria del capitalismo, el cual en última instancia prepara el camino al socialismo (2). Con tales ideas no sólo se debilita todo sentimiento de resistencia contra la voluntad y la fuerza brutal, sino que se justifica también indirectamente el motivo de estas ignominias, ya que las convierte en factores históricos, cuyos hechos, según ellos, son inevitables. Y al respecto poco importa que esto se haga consciente o inconscientemente. En realidad la acción personal de los autoritarios brutales, los monstruosos crímenes que se han cometido en Alemania y en todas partes donde ha hincado su planta el fascismo, sin levantar la más ligera protesta de las potencias llamadas democráticas, no tienen nada que ver con el desarrollo social. Se trata meramente del delirio de poder de péqueñas minorías que pretenden aprovecharse de una situación dada y utilizarla en beneficio propio.

Se adquirió la costumbre de atribuir todos los males de la sociedad actual a los resultados de la ordenación económica capitalista; pero se ha olvidado que las tentativas de explicación no cambian la esencia de la cosa; así también se olvida que hasta aquellos partidos que pretenden laborar por un completo cambio del estado social actual, en realidad no supieron hacer nada mejor que introducirse y entronizarse en el orden de cosas existente, como partes integrantes de ese orden que han robustecido nuevamente con sus métodos. Estos fracasos de los partidos socialistas han destruído muchas esperanzas y han hecho desesperar del socialismo a grandes masas, lo cual explica la decadencia de sus organizaciones; como hay quienes achacan a la concepción social del liberalismo la responsabilidad del fracaso de los partidos liberales. En realidad eso prueba que un movimiento, que tiende hacia una transformación y renovación completa de la vida social, no puede acercarse nunca a esa meta, más aún, está forzado a desviarse cada vez más de su propósito cuanto más intenta apoyarse en las viejas instituciones del orden estatal para poner a su vez en movimiento la máquina política. Pues la máquina, a causa de su mecanismo, no puede trabajar sino en una sola dirección, cualquiera que sea el que mueva su palanca.

Ni la finalidad del socialismo ni las tendencias del liberalismo han sido realizadas hasta hoy; esta realización no se intentó seriamente o por el influjo de fuerzas determinadas, se encauzó por falso camino. Y sin embargo, el desarrollo entero de nuestro estado económico y político nos muestra hoy más que nunca cuán justas eran tales tendencias originarias y a qué peligrosa sima nos hemos acercado creyendo seguir los supuestos caminos de la evolución y huir del precipicio, cuando lo que hemos hecho es ponernos enfrente mismo del peligro que hoy nos amenaza por todas partes.

Ahora bien, todo hombre debe grabar bien en su mente esta idea: el gigantesco Estado actual y el monopolismo económico moderno se han convertido en terribles azotes de la humanidad y nos llevan cada vez con ritmo más acelerado hacia un estado de cosas que desemboca abiertamente en la barbarie más brutal. La vesania de este sistema estriba en que sus propulsores han hecho de su máquina un símbolo y se han esforzado por sincronizar toda actividad humana con el movimiento sin alma del aparato. Esto sucede en todas partes: en la economía, en la política, en la instrucción pública, en la vida del derecho y en todas las demás esferas. Así el espíritu viviente quedó encerrado en el arca de la idea muerta y se hizo creer a los hombres que su vida no es más que un movimiento automático, reiterado en la cinta sin fin de los acontecimientos. A tal situación de espíritu sólo podía llegar ese egoísmo sin corazón que avanza sobre cadáveres, para entregarse a su codicia, y esa desenfrenada ansia de poder que juega con la vida de millones de seres humanos como si fuesen números impalpables y no entes de carne y sangre. Y este estado es también el origen de esa resignación esclava que acepta el sacrificio propio y humillante de su dignidad humana con la más estúpida indiferencia y sin resistencia apreciable.

La monstruosidad de la economía capitalista ha tomado en la actualidad tal carácter que tiene que abrir los ojos hasta a los más ciegos. El mundo capitalista cuenta hoy tantos desocupados que, sumados con sus familias, equivalen a la población de un gran Estado. Y mientras estos seres vegetan en las condiciones de una miseria permanente y muchos de ellos no logran siquiera satisfacer las necesidades más elementales de la vida, se destruye en muchos países por indicación directa de los gobiernos cantidades enormes de alimentos para los que no se encuentra mercado, porque era demasiado restringida la capacidad adquisitiva de los más pobres (3). Si nuestra época pudiera todavía distinguir entre lo justo y lo injusto, se daría cuenta del espantoso crimen contra la humanidad y provocaría una intervención eficaz para impedir semejante monstruosidad. Sin embargo, nos contentamos con registrar sencillamente los hechos, y la mayoría carece de toda comprensión del sentido de la gran tragedia humana que se representa cada día ante nuestros ojos.

Al aparecer en Europa los primeros signos de la actual crisis económica, para salir al paso del fenómeno sólo se pensó en reducir el precio de costo de la producción con la llamada racionalización de la economía, sin reflexionar para nada en las inevitables consecuencias que tan peligroso experimento tendría para la población obrera. En Alemania las corporaciones sindicales apoyaron ese plan desastroso de los grandes industriales y persuadieron a los trabajadores de que únicamente de ese modo se podría superar la crisis. Los obreros creyeron en ello, hasta que por propia experiencia advirtieron que se les había engañado lanzándolos a la mayor miseria. También entonces se vió cuán poco significa para el poder capitalista la personalidad humana. Sin consideración ninguna se había sacrificado el hombre a la técnica, degradándolo a la condición de máquina, convirtiéndolo en una sombra, en una fuerza de producción privada de todos los rasgos de su humanidad, para que el proceso de trabajo se desarrollase en todo lo posible sin frotamientos y sin resistencias internas.

Y sin embargo, hoy aparece cada vez con mayor claridad que de este modo no nace para el hombre ningún porvenir nuevo, porque la llamada racionalización viene a ser como una frustración de todos los cálculos anteriores. El profesor Félix Krüger, director del Instituto de psicología de Leipzig, demostró ya hace algunos años que el cacareado sistema de Taylor y la llamada racionalización de la industria han surgido de los laboratorios de psicología, y sus fracasos económicos son cada vez más evidentes. De todos los experimentos realizados hasta hoy puede deducirse con seguridad que el movimiento natural y acompasado al ritmo interior del trabajo fatiga menos que un trabajo forzado; pues la acción del hombre tiene su raíz en el alma, la cual no puede ser encadenada en ningún esquema.

Desde entonces esta experiencia se ha vuelto a confirmar siempre. Sin embargo, todavía se cree que la crisis en el terreno de la producción puede ser remediada. La llamada escuela tecnocrática de América ha reunido una cantidad numerosisima de datos concretos, apoyados en observaciones completamente científicas, los cuales demuestran que nuestras posibilidades de producción son, en realidad, casi ilimitadas, y que la elevada capacidad de producción de la industria moderna no está aún en relación con nuestra capacidad técnica; más aún, la plena aplicación de todas las adquisiciones técnicas llevaría a una catástrofe inmediata.

Howard Scott y sus trescientos cincuenta colaboradores científicos están firmemente persuadidos de que América y todos los otros países industriales se dirigen, a pasos agigantados, hacia esa catástrofe si no llegan a poner en manos de los técnicos la dirección de la economía. Si se cediese a esta sugestión se ofrecería a la técnica actual la posibilidad de limitar el tiempo de trabajo de los hombres a dieciséis horas semanales.

Que una reducción importante de las horas de trabajo pudiera ser un medio para reprimir en cierta medida la crisis económica presente y. para volver, hasta cierto punto, la economía a sus vías normales, es cosa que se afirma hace ya mucho tiempo; no obstante, nos engañaríamos pensando que tal reducción pudiera solucionar la gran cuestión de la época. El problema económico de nuestros días es menos una cuestión de producción que una cuestión de consumo. Este resultado es el que expuso ya Roberto Owen en oposición a Smith; y a eso se reduce toda la significación económica del socialismo. Que los hombres de la ciencia y de la técnica han creado enormes posibilidades de producción, no es controvertido por nadie ni necesita confirmación especial. Pero bajo el sistema actual obran las nuevas conquistas de la técnica como armas del capitalismo contra el pueblo y se obtiene de ellas lo contrario de lo que debería obtenerse. Cada adelanto técnico ha hecho para los hombres más pesado y abrumador el trabajo y ha socavado más y más su seguridad económica. El problema básico de la economía actual no está en promover y proseguir la producción mediante nuevos inventos y mejores métodos de trabajo, de modo que resulte más lucrativa, sino en procurar que las conquistas de la capacidad técnica y del rendimiento del trabajo sean igualmente útiles y aprovechables para todos los miembros de la sociedad.

Bajo el sistema actual, que convierte en piedra angular de la economía la ganancia de unos pocos y no la satisfacción de las necesidades de todos, esto es completamente imposible. El desarrollo de la economía privada hasta convertirse en economía monopolista ha empeorado aún más la situación, puesto que ha dado a las corporaciones económicas particulares un poder que sobrepasa las fronteras de lo económico y entrega la sociedad enteramente a las ansias de poderío y a la explotación sin miramientos por la moderna trustocracia. El influjo que alcanzan así los reyes de la alta banca y las grandes empresas industriales sobre la política de los Estados no necesita aclaraciones especiales (4).

De la misma manera, el socialismo de Estado, del cual tanto se habla hoy, no es solución alguna para las necesidades espirituales y materiales de la época; por el contrario, convertiría al mundo en una cárcel y sofocaría los gérmenes de todo sentimiento de libertad, como ocurre en Rusia. Si, no obstante, existen hoy socialistas que ven en el capitalismo estatal una forma más elevada de economía, ello prueba solamente que no saben cuál es la esencia del socialismo ni lo que es la esencia de la economía. El pensamiento capitalista cree que el hombre existe para la economía, no la economía para el hombre; pensando así se puede creer que el capitalismo estatal es una forma más elevada de la economía; pero pensando como socialistas, semejante concepción es una tremenda transgresión contra el espíritu del socialismo y de la libertad. No obstante, desde el punto de mira exclusivamente económico, cada nuevo paso de la coerción en la actividad productora del hombre significa un descenso en su capacidad de producción. El trabajo esclavizado no hizo nunca prosperar la economía, puesto que fue desposeído de su impulso espiritual y de la conciencia de la acción creadora. Cuanto más floreció la esclavitud en Roma, tanto más decreció el rendimiento de la tierra, hasta que por fin se llegó a una catástrofe general. La misma experiencia se hizo durante la época feudal: cuanto más intolerables fueron las formas de la servidumbre en los países de Europa, tanto más mezquinos fueron los productos del suelo, tanto más desolado quedó el campo. Lo que importa es libertar el trabajo de las cadenas de la sumisión y no apretarle más sólidamente los grilletes.

Un cambio esencial del sistema económico presente que tenga como finalidad la única solución efectiva del problema, sólo podrá efectuarse mediante la desaparición de todos los monopolios y privilegios económicos, los cuales, en la sociedad actual, favorecen sólo a una minoría y dan a esos elegidos los medios para satisfacer su brutal economía de intereses particulares a expensas de las grandes masas del pueblo. Unicamente mediante una reorganización fundamental del trabajo sobre una base socializada, que tienda a satisfacer las necesidades comunes, en vez de procurar, como hoy, ganancias privadas para unos pocos, se puede vencer el caos económico actual y echar los fundamentos para una nueva y más elevada civilización social. Lo que importa es liberar a los hombres de la explotación por otros hombres y asegurarles el fruto de su trabajo. Sólo entonces se podrá hacer que las conquistas de la técnica sirvan para el bien común y se evitará que lo que ha de ser prosperidad para todos se convierta en maldición para los más.

De la misma manera que no se puede permitir que una minoría monopolice en provecho exclusivo las materias primas y los medios de producción, tampoco en una nueva comunidad se puede permitir a ningún grupo humano determinado que erija monopolios a costa de otros grupos humanos para someterlos a su explotación económica.

Toda la tendencia del capitalismo, especialmente desde que éste entró en su fase imperialista, es tan perniciosa y desalentadora para el pueblo y causa tan infinitas calamidades, porque los dirigentes capitalistas se esfuerzan por todos los medios por monopolizar las riquezas naturales y sojuzgar con ellas a la humanidad. Y esto ocurre siempre en nombre de la nación y todas las páginas dogmáticas de esa política de bandidaje se escriben en nombre de la conveniencia nacional, que oculta sus verdaderos designios.

Lo que nosotros pretendemos no es la explotación del mundo, sino una economla mundial en la que todos los grupos humanos encuentren su lugar adecuado y gocen del mismo derecho. En consecuencia, la internacionalización de los tesoros del subsuelo y de las materias primas es una de las condiciones previas más importantes para la construcción de una sociedad sobre principios libertarios y solidarios. Mediante convenios generales y acuerdos mutuos debe llegarse al usufructo de los bienes naturales por todos los grupos humanos, no siendo entonces posibles los monopolios y, consecuentemente, tampoco una nueva división en clases y una nueva esclavitud económica de una parte de la sociedad. Hay que crear una nueva comunidad humana basada en la igualdad de las condiciones económicas y unir a todos los miembros de la gran sociedad civilizada mediante fuertes lazos por encima de las fronteras de los Estados actuales. Sobre la base del sistema económico actual no hay solución alguna para la esclavitud de nuestra época, sino únicamente el hundimiento, cada vez más profundo, en una situación de terrible miseria y de horrores sin fin. La sociedad humana, si no quiere perecer, debe aniquilar al capitalismo.

Al hacerse más peligroso y más fuerte el capitalismo, y al tener los capitalistas en sus manos el poder de vida y muerte sobre el mundo, se fueron perfilando paralelamente y cada día con mayor claridad los males de la organización estatal moderna con el engrandecimiento del Estado y con la continua ampliación de sus poderes. El gigantesco Estado moderno, que se ha desarrollado paralelamente al capitalismo, se ha convertido cada vez más en un peligro amenazador para la existencia misma de la sociedad. No sólo esta enorme máquina se ha convertido en el mayor obstáculo de la lucha de los hombres por la libertad y obliga con sus acerados miembros a toda la vida social a encuadrarse en las formas muertas de los preceptos convencionales, sino que la misma conservación de la máquina devora la mayor parte de los ingresos del Estado y despoja cada día más a la cultura espiritual de todas las condiciones preliminares necesarias para un ulterior desenvolvimiento. En sus consideraciones sobre Europa y sus pueblos observó Lichtenberg en su tiempo:

Si se encontrase un día en una isla lejana un pueblo cuyas casas estuviesen repletas de fusiles cargados y en donde se montase guardia constantemente por la noche, ¿qué otra cosa podría pensar el viajero sino que toda la isla está poblada por bannidos? ¿Pero ocurre algo diverso con los paises europeos?

Desde entonces han pasado unos ciento cincuenta años. ¡Pobre Lichtenberg! ¿Qué diría hoy si pudiese volver a ver a Europa? La llamada defensa nacional sola, que compete al Estado, es decir, el ejército permanente, los gastos para armamentos y todo lo que se relaciona con el rubro de la guerra y el militarismo, absorbe hoy del 50 al 70% de todos los ingresos, que se reúnen mediante contribuciones e impuestos. En un sugestivo folleto apoyado en buenas fuentes y en cálculos exactos, Lehmann-Russbüldt, uno de los más notorios adversarios del capitalismo armado moderno, escribe:

Si calculamos en 50.000 millones de marcos oro el presupuesto de guerra, una mitad de esa suma va a la cuenta de las consecuencias de la pasada guerra mundial, y la otra mitad a la preparación de la nueva guerra. Cada dia del año se han de pagar 140.000.000 de marcos oro. Este es el presupuesto anual de una gran ciudad; es lo que el Moloch del militarismo consume diariamente sin ninguna compensación productiva. Incluso en la pequeña y neutral Suiza, que no se vió complicada en la guerra, el 50 por ciento de los ingresos se los lleva también el presupuesto de guerra. En la Unión Soviética el limite baja algo del 50 por ciento, pero principalmente porque desconoció las viejas deudas de guerra. No obstante, también en la Unión Soviética el presupuesto de guerra es mayor que el de instrucción pública. Esto ocurre en todos los demás países, con excepción de Andorra, Costa Rica e Islandia (5).

Según los cálculos de Russbüldt, mientras el costo de la educación de un hombre hasta cumplir los dieciséis años, esto es, hasta que comienza su capacidad para el trabajo, alcanza por lo menos de 8.000 marcos oro hasta unos 15.000 como máximo, en lo cual se incluye, además de los gastos de alimentación y vestidos en la casa paterna, los gastos del municipio y del Estado por cada individuo, la muerte de un hombre en la guerra cuesta 100.000 marcos, de los cuales un 50 por ciento, o sea 50.000 marcos, corresponde al beneficio neto de la industria de armamentos.

Las pérdidas materiales que ocasionó la pasada guerra mundial son tan fantásticas que, tomadas globalmente, no dicen nada al entendimiento humano. Todo lo más, se adquiere la vaga idea de que estas cifras astronómicas representan algo exorbitante, pues el humano entendimiento tiene también sus límites. La comprensión de esta cantidad extraordinaria sólo puede alcanzarse mediante una exposición ilustrativa (6).

Todo el que penetre en la monstruosidad de estos hechos reales es imposible que continúe creyendo que el Estado pueda ayudar a remediar tales males con sus ejércitos armados hasta los dientes, sus legiones de burócratas, su diplomacia secreta, sus instituciones destinadas, según dice, a proteger a los hombres, y que no hacen sino mutilar el espíritu humano. En realidad, la existencia de los Estados actuales es un peligro constante para la paz, una perpetua excitación al asesinato organizado de los pueblos y a la destrucción de todas las conquistas culturales. Fuera de esta costosa protección que el Estado concede a sus ciudadanos, no crea nada positivo, ni enriquece en lo más insignificante la cultura humana; antes al contrario, somete toda nueva adquisición cultural poniéndola al servicio de la destrucción, de modo que el progreso científico, en vez de ser bendición y abundancia para el pueblo, se convierte para éste en una constante maldición.

La historia del Estado es la historia de la opresión humana y de la castración espiritual. Es la historia de las ilimitadas aspiraciones al poder de las pequeñas minorías que no pueden ser satisfechas más que con la esclavitud y la explotación de los pueblos. Cuanto más hondamente penetra el Estado, con sus innumerables órganos, en todos los campos activos de la vida social, tanto más logran sus dirigentes transformar a los hombres en meros autómatas, inanimados ejecutores de sus designios; tanto más inevitablemente se trueca el mundo en un gran presidio, en el que finalmente no se puede percibir ningún anhelo de libertad. La situación de Rusia, Italia, Hungría, Polonia, Austria y Alemania habla con tal elocuencia que nadie puede engañarse respecto a las inevitables consecuencias de semejante desarrollo. Que por este camino no puede florecer para la humanidad ningún nuevo y risueño porvenir, está bien claro para quienes tienen ojos y ven, oídos y oyen. Lo que hoy se advierte en el horizonte de Europa, es la dictadura de las tinieblas que cree poder ajustar la sociedad entera al muerto mecanismo de una máquina, cuya uniformidad sofoca todo lo orgánico y eleva a principio la monotonía de la mecánica. No nos engañemos: no es la forma del Estado, es el Estado mismo el que crea el mal y lo nutre y fomenta continuamente. Cuanto más se introduce lo estatal en la vida social de los hombres, o cuanto más somete el Estado a éstos, imponiéndoles su dominación, tanto más rápidamente se disgrega la sociedad en sus componentes, los cuales pierden los lazos íntimos que les unían y se combaten neciamente con vergonzosas discordias, por mezquinos intereses, o bien se dejan arrastrar de un modo irreflexivo por la corriente sin darse cuenta del abismo a que se les conduce.

Cuanto más progrese este estado de cosas, tanto más difícil será reunir a los hombres en una nueva sociedad e impulsarlos a la renovación de la vida social. La vesánica fe en las dictaduras, que se extiende hoy como una peste por Europa, no es más que el fruto maduro de esa creencia ciega en el Estado, que desde hace muchas decenas de años se ha implantado en el ánimo de los hombres. No es el gobierno de los hombres, sino la administración de las cosas el gran problema de nuestra época, y no puede solucionarse dentro de los vínculos estatales de la actualidad. Importa menos el cómo somos gobernados que el ser gobernados, puesto que esto es una señal de nuestra minoridad, que nos impide tomar en las propias manos nuestros asuntos. Compramos la protección del Estado con nuestra libertad, por lo menos para conservar la vida, y no vemos que precisamente es esa protección estatal lo que convierte la vida en un infierno, puesto que sólo la libertad puede asegurar la dignidad y la fuerza interior.

Son muchos los que han reconocido los males de la dictadura, pero se consuelan con la creencia fatalista de que es indispensable como etapa de transición, siempre que tengamos presente la llamada dictadura del proletariado que, se nos explica, conduce al socialismo. Los peligros que amenazaban por todas partes al nuevo Estado comunista en Rusia ¿no eran una justificación moral de la dictadura? ¿Y no hay que admitir que la dictadura cederá a un régimen de mayor libertad cuando esos peligros hayan pasado y el Estado proletario se haya consolidado interiormente?

Han transcurrido casi veinte años para Rusia desde entonces. Y este país es hoy el más fuerte Estado militar de Europa y está vinculado con Francia y otros Estados por una alianza de ayuda mutua. El Estado bolchevique no sólo ha sido reconocido por las otras potencias, sino que está representado en todas las corporaciones de la diplomacia internacional y no se halla expuesto a peligros del exterior mayores que los que amenazan a cualquier otra gran potencia europea. Pero las condiciones políticas internas de Rusia no han cambiado; han empeorado de año en año y han convertido en escarnio toda esperanza de cambio en el porvenir. Cada año fueron más numerosas las víctimas políticas. Entre ellas están millares y millares que han ido rodando en los últimos tres lustros de prisión en prisión, o que han sido asesinadas, no por haberse rebelado con las armas en la mano contra el sistema existente, sino simplemente por no poder aceptar las doctrinas ordenadas por el Estado y por tener opiniones distintas a los gobernantes sobre la solución de los problemas sociales.

Esta situación no puede ser explicada por la presión de las condiciones externas, como han querido persuadirse muchos ingenuamente. Es el resultado lógico de una actitud enteramente antilibertaria, que carece de la menor comprensión o simpatía para los derechos o convicciones de los hombres. Es la lógica del Estado totalitario, que concede al individuo la justificación de su existencia sólo en tanto que sirve a la máquina política. Un sistema que pudo estigmatizar la libertad como prejuicio burgués no podía llevar a otros resultados. En su desarrollo, elevó a principios fundamentales de Estado la supresión de la libre expresión de las opiniones y ha hecho del cadalso y de la cárcel la piedra angular de su existencia. Más aún: ha llegado en ese desarrollo desastroso más lejos que cualquier otro sistema reaccionario del pasado. Sus representantes no se contentan con reducir a la impotencia a sus opositores socialistas y revolucionarios, arrastrándoles ante los tribunales o enterrándoles vivos, sino que niegan también a sus víctimas sinceridad de opinión y pureza de carácter, y no retroceden ante ningún medio para presentarlos ante el foro mundial como bandidos y como instrumentos al servicio de la reacción.

Los hombres y mujeres que sufrían en las prisiones de la Rusia zarista eran considerados por el mundo amante de la libertad como mártires de sus ideas. Ni siquiera los carceleros del zarismo han tenido la desvergüenza de lesionar su honor o de poner en tela de juicio la sinceridad de sus opiniones. Pero las víctimas de la dictadura proletaria fueron difamadas y calumniadas sin pudor por sus opresores y presentadas al mundo como la hez de la sociedad. Y centenares de millares de fanáticos en todos los países, cuyos débiles cerebros han sido ajustados al ritmo de la música de Moscú y han perdido toda capacidad para pensar por propia cuenta, si es que alguna vez lo hicieron, repiten irreflexivamente lo que les han dictado los gobernantes moscovitas.

Nos encontramos así ante una reacción más honda y más desastrosa en sus consecuencias que cualquier otra reacción política en el pasado. Pues la reacción actual no está encarnada en sistemas especiales de gobierno surgidos de los métodos de violencia empleados por pequeñas minorías. La reacción actual es la fe ciega de grandes masas que proclaman como incondicionalmente buena toda violación de los derechos humanos, siempre que sea ejecutada por un sector particular, y condena sin crítica lo que es señalado por ese sector como falso y herético. La creencia actual en la infalibilidad política del dictador reemplaza a la creencia en la infalibilidad religiosa del Papa católico y lleva a los mismos resultados morales. Es posible luchar contra la fuerza de las ideas reaccionarias mientras cabe apelar a la razón y a la experiencia humanas. Pero contra el ciego fanatismo de papagayos sin pensamiento que condenan de antemano toda convicción honesta, la razón es impotente. Hitler, Mussolini y Stalin son los símbolos de esa fe ciega que repudia depiadadamente todo lo que se opone a su poder.

Las desvergonzadas farsas judiciales contra los llamados trotzkistas en Moscú, son ilustraciones sangrientas de esto. Cualquiera que tenga un resto de independencia de juicio ha de reconocer que la auténtica tragedia de esas farsas jurídicas ha tenido lugar tras los bastidores de la sala del proceso. Los más viejos y destacados jefes del partido, todos amigos fieles de Lenin, rivalizan ante el tribunal en autoacusaciones que jamás se habían visto antes en un proceso político. Cada cual procura exceder a los otros en la bajeza de la propia anulación a fin de aparecer ante el mundo como vil instrumento del fascismo; y todos, con asombrosa unanimidad, señalaron a Trotzki como el verdadero instigador de los crímenes que se les imputaban.

¿Qué ha ocurrido tras los muros mudos de las prisiones para que esos hombres hayan podido llegar a tal negación masoquista de su dignidad humana? Todo individuo a quien el ciego fanatismo no ha paralizado la razón tendría que plantearse este interrogante. Pero no los partidarios de Moscú. La prensa comunista del mundo entero saludó las espantosas sentencias contra aquellos a quienes se festejaba pocos años antes como los santos de la Rusia bolchevista y a quienes se llamaba con orgullo camaradas, como la expresión de la más alta justicia y aplaudió ruidosamente a Stalin. Si en la disputa personal por la ocupación del puesto de dictador hubiese resultado Trotzki vencedor y hubiese ejecutado a Stalin, las mismas gentes le habrían testimoniado el mismo acatamiento esclavo que ahora proclaman a su rival.

Ningún movimiento está seguro contra los traidores eventuales en sus filas. Pero creer que la gran mayoría de los jefes más prominentes de un movimiento se consideran a sí mismos traidores de todo lo que habían predicado antes, es cosa que sobrepasa cualquier medida. ¿Y si, después de todo, esa terrible acusación estuviese basada en hechos? Entonces, mucho peor. ¿Qué juicio puede merecer un movimiento cuyos más viejos y más destacados representantes, cada uno de los cuales han ocupado algún tiempo las más altas posiciones en el partido, estaban secretamente al servicio de la reacción? Y si la gran mayoría de los viejos jefes eran traidores ¿qué garantía puede ofrecerse de que los tres o cuatro supervivientes de la vieja guardia estén hechos de mejor pasta? También aquí se manifiesta la ley que está en la raíz de toda dictadura: el dictador no puede sentirse tranquilo hasta que no se ha librado de todos los competidores eventuales. La misma lógica intrínseca que obligó a Robespierre a entregar a sus amigos al verdugo, esa misma lógica que impulsó a Hitler, la noche sangrienta del 30 de junio de 1934, a limpiar el camino de sus más íntimos camaradas, fue la que llevó a Stalin a exterminar a los llamados trotzkistas, por temor a que pudieran llegar a ser peligrosos para su poder. Pues para todo dictador el opositor muerto es el menos temible.

Después de todo, tuvieron esas víctimas el mismo destino que habían deparado antes a los opositores de sus facciones cuando estaban en el poder. Eran almas gemelas, sangre de la misma sangre, inspiradas por la misma obsesión del poder que sus verdugos, capaces de pisotear toda ley humana para mantenerse en los puestos de mando. No sólo han sido privados de su vida, sino también del honor, y el anatema de la traición ha sido lanzado contra sus nombres. Pero tampoco Trotzki, cuando masacró en 1921 a los obreros y marinos de Cronstadt -catorce mil hombres, mujeres y niños- se contentó con ahogar en sangre la protesta de aquellos precursores de la revolución rusa; él y sus colaboradores no vacilaron en denunciar a sus víctimas ante el mundo como contrarrevolucionarios y aliados del zarismo. Actualmente tiene que soportar que se le presente ante la opinión por sus antiguos amigos como aliado de Hitler e instrumento del fascismo. Esta es la Némesis de la historia.

De la misma concepción fatalista que cree imposible pasarse sin la dictadura como etapa transitoria hacia mejores condiciones sociales, surge también la creencia peligrosa, que encuentra cada vez más amplia aceptación, de que al fin de cuentas el mundo no puede elegir más que entre el comunismo y el fascismo, porque no existe otra solución. Esa visión de las cosas prueba que los que tal sostienen no han comprendido la naturaleza real del fascismo y del comunismo y no han descubierto que ambos son ramas del mismo tronco. No hay que olvidar, naturalmente, que la palabra comunismo es tomada aquí para referirnos al presente sistema de gobierno en Rusia, tan lejos de la significación originaria del comunismo, sistema social de igualdad económica, como cualquier otro sistema de gobierno.

No negamos que los motivos originales de la dictadura bolchevista en Rusia eran distintos de los de la dictadura fascista en Italia y Alemania. Pero una vez establecida la dictadura en Rusia, lo mismo que en los Estados fascistas, condujo a los mismos resultados inmediatos; y la semejanza de los dos sistemas se vuelve progresivamente más palpable. Todo el desarrollo interno del bolchevismo en Rusia y la reconstrucción social en los países fascistas, ha llegado a una etapa en que, por lo que concierne a las tendencias actuales, no puede hablarse ya de conflicto entre ambos sistemas. Las diferencias son secundarias, como las que podemos advertir entre el fascismo de Alemania y el de Italia; pero se explican por las condiciones peculiares de los respectivos países.

Bajo la dictadura de Stalin, Rusia se ha convertido en un Estado totalitario en mayor medida que Italia o Alemania. La arbitrariedad y la supresión de toda otra fracción y de toda libertad de opinión, la sumisión de toda esfera de la vida pública al control férreo del Estado, la omnipotencia de un sistema policial absoluto e inescrupuloso que interviene hasta en los asuntos más íntimos del ser humano y vigila todo aliento del individuo; el desprecio sin ejemplo por la vida del hombre, que no retrocede ante nada para quitar de en medio a elementos desagradables - esto y mucho más ha adquirido en la Rusia bo1chevista el mismo carácter que en los países de Hitler y de Mussolini. Incluso la tendencia internacional originaria del movimiento bolchevista, que pudo considerarse un día como signo esencial dé distinción entre el comunismo de Estado ruso y las aspiraciones nacionalistas extremas del fascismo, ha desaparecido por completo bajo el régimen de Stalin para dejar el puesto a una educación estrictamente nacionalista de la juventud rusa. Esa juventud, es verdad, sigue cantando la Internacional en las ocasiones solemnes, pero no por eso está menos sólidamente encadenada que la juventud fascista de Alemania y de Italia a los intereses del Estado nacional.

Por otro lado, el fascismo en Alemania, y más concretamente en Italia, se transforma cada vez más en un capitalismo de Estado. La nacionalización de todas las instituciones financieras en Italia, el sometimiento paulatino de todo el comercio exterior al control del Estado, la nacionalización de la industria pesada, que ya anunció Mussolini, v otros muchos aspectos, muestran más y más la tendencia hacia un desarrollo del capitalismo de Estado de acuerdo con el modelo ruso, fenómeno que causa no pocos quebraderos de cabeza a los capitalistas cómplices del fascismo. Idénticos fenómenos se manifiestan cada día con mayor frecuencia en Alemania. En realidad esas tendencias no son más que el resultado lógico de la idea del Estado totalitario, que no puede considerarse tranquilo hasta que ha puesto a su servicio toda función de la vida social.

Por consiguiente fascismo y comunismo no deben conceptuarse como la oposición de dos interpretaciones distintas de la esencia de la sociedad; son simplemente dos formas del mismo esfuerzo y tienden al mismo objetivo. Y esto no ha cambiado en lo más mínimo por la declaración de guerra contra el comunismo, que Hitler ha proclamado con tanta pasión; pues todo el que piensa reconoce claramente que se trata de un motivo de propaganda para atraer al mundo burgués. Incluso la despiadada brutalidad que caracteriza a los nuevos autócratas en la Rusia bolchevista tanto como a los de los Estados fascistas, encuentra su explicación en el hecho de que son todos advenedizos: los advenedizos del poder no son mejores que los advenedizos de la riqueza.

El que fascismo y comunismo hayan podido ser considerados como opuestos, se explica principalmente por la conducta desdichada de los llamados Estados democráticos, que en su lucha defensiva contra la ola del fascismo se apropiaron cada vez más de sus métodos y son arrastrados inevitablemente por la corriente de las tendencias fascistas. Se repite aquí, en más amplia escala, la situación que hizo posible la victoria de Hitler en Alemania. En sus esfuerzos para oponerse al mal mayor por uno menor, los partidos republicanos de Alemania restringieron los derechos y privilegios constitucionales y al final dejaron muy poco en pie del llamado Estado constitucional. En realidad, el gobierno de Brüning, que tuvo todo el apoyo del partido socialdemócrata, gobernó enteramente por decreto y eliminó las corporaciones legislativas. Así se desvaneció gradualmente el antagonismo entre democracia y fascismo, hasta que luego apareció Hitler como el alegre heredero de la República alemana.

Pero los países democráticos no han aprendido nada de ese ejemplo y avanzan ahora con sumisión fatalista por el mismo sendero. Esto se evidencia especialmente en su conducta miserable con respecto a los terribles acontecimientos de España. Una conspiración de militares ansiosos de poder, se levantó contra un gobierno democrático, elegido por el pueblo, y con ayuda de mercenarios extranjeros, y bajo la dirección de Hitler y de Mussolini, condujeron una guerra criminal contra su propio pueblo, guerra que ha sembrado de ruinas el país entero y que ha costado ya centenares de millares de vidas humanas. Y mientras un pueblo se prepara con heroica resolución a defenderse comra esa violación sangrienta de sus derechos y libertades y opone a ese puñado de aventureros sin conciencia una lucha como jamás había presenciado el mundo, las democracias de Europa no han sabido hacer nada mejor para oponerse a esa violación de todo derecho humano que atrincherarse tras un ridículo pacto de no intervención, que todo el mundo sabe que ni Hitler ni Mussolini han respetado. Por esta obra maestra de la diplomacia, un pueblo amante de la libertad, que arriesga la vida de sus hijos en defensa de sus derechos, y los cobardes instrumentos que amenazan ahogar esos derechos en un baño de sangre, han sido tratados como combatientes iguales y reconocidos moralmente con idénticos derechos. ¿Puede uno asombrarse de que esa democracia no tenga ningún atractivo que oponer al fascismo?

Durante meses y meses el mundo ha contemplado en calma cómo la capital de un país se vió expuesta a los horrores de la guerra, y cómo eran aniquilados mujeres y niños indefensos por la barbarie fascista. En parte alguna se levantó una palabra de protesta para poner fin a esos horrores. La democracia burguesa se ha vuelto senil y ha perdido toda simpatía por los derechos que ha defendido una vez. Esta quiebra de su moral, esta ausencia de ideales éticos, esta anulación de sus impulsos y de sus fuerzas han sido tomadas de los métodos del mismo enemigo que trata de devorarla. La centralización gubernativa ha quebrantado su espíritu y ha cortado las alas a su iniciativa. Tal es la razón por la que muchos piensan hoy que es preciso elegir entre fascismo y comunismo.

Si hubiese que hacer una elección hoy, no es entre fascismo y comunismo, sino entre despotismo y libertad, entre coerción brutal y libre acuerdo, entre la explotación de los seres humanos y la economía corporativa en beneficio de todos.

Fourier, Proudhon, Pi y Margall y otros creían que el siglo XIX traería la disolución de las grandes formaciones estatales para preparar el camino a una época de federaciones de gremios y municipios libres que, según sus puntos de vista, deberían abrir un nuevo capítulo en la historia de los pueblos de Europa. Se engañaron en cuanto al tiempo, pero acertaron en sus concepciones; pues la centralización estatal ha alcanzado hoy tal amplitud que aun a los más despreocupados les llena de secretos temores por lo que respecta al porvenir de Europa y del mundo. Solamente una constitución social federalista, apoyada en el interés común de todos y fundamentada en el acuerdo mutuo de todas las agrupaciones humanas, nos puede salvar de la maldición de la máquina política que se nutre con la carne y con la sangre de los pueblos.

El federalismo es la colaboración orgánica de todas las fuerzas sociales, de abajo arriba, para la obtención de una finalidad común cimentada en el libre acuerdo. El federalismo no es la disgregación de la actividad productora, ni el desbarajuste caótico, sino el trabajo y la actuación común de todos los miembros para la libertad y la prosperidad generales. Es la unidad de la acción que nace de la convicción íntima y encuentra su expresión en la solidaridad vital de todos. Es el espíritu de la voluntad libre, que opera de dentro afuera y no se agota en una estúpida imitación de formas pasadas, que no pueden dar origen a ninguna iniciativa personal. Paralelamente con el monopolio de la propiedad debe desaparecer el monopolio del poder para que se aparte de la humanidad esa pesadilla que gravita sobre nuestras almas como una montaña y corta el vuelo de nuestro espíritu.

¡Hay que liberar del capitalismo a la economía! ¡Hay que liberar del Estado a la sociedad! Bajo estos símbolos se librarán, en un futuro próximo, las luchas sociales que abrirán el camino a una nueva era de libertad, justicia y solidaridad. Cada movimiento que sacuda al capitalismo en su núcleo esencial y tienda a libertar la economía de la tiranía de los monopolios; cada iniciativa que dispute al Estado su actividad y, quitándole eficacia, tienda a que el poder pase a depender directamente de la vida social, es un paso más hacia la libertad y hacia el advenimiento de una era nueva. Todo lo que tiende a una meta contraria, llámese como se llame, afirma consciente o inconscientemente los baluartes de la reacción política, económica y social, más amenazadora hoy que nunca.

Lo que nos hace falta es un nuevo socialismo humanitario, que se haya liberado de todos los conceptos colectivos y de todos los dogmas preconcebidos y haga del hombre nuevamente el centro de todo el proceso social. Un socialismo que suplante la dominación de los hombres por la administración de las cosas. y que arraigue en la conciencia ética del individuo. Un socialismo que permanezca consciente de su gran misión en lo minúsculo y en lo mayúsculo y que anude otra vez el vínculo de la humanidad que ha roto la vesania nacional.

Y con las instituciones coactivas del Estado desaparecerá también la nación, la cual es sólo pueblo del Estado; la idea de humanidad recibirá un nuevo sentido, que se manifestará en cada una de sus partes y extraerá su conjunto de la rica y polifona variedad de la vida.

El sentimiento de la dependencia de un poder externo, ese manantial de toda sumisión religiosa y política, que encadenó siempre al hombre al pasado, obstruyéndole el paso hacia un nuevo futuro, cederá ante un nuevo conocimiento que hará al hombre al fin digno de su propio destino, al que no se le pondrán más cadenas, porque él mismo no querrá llevar más tiempo cadenas.

También para el socialismo importa hoy redescubrir al hombre que ha perdido tras un desierto de conceptos muertos, de vacuas generalizaciones y de conceptos colectivos esquematizados. Justamente para él tienen más validez que para todos los demás las viejas palabras de Goethe:

Pueblo y siervo y dominador
confiesan a coro:
La suprema dicha de los seres humanos
es solamente la personalidad.
Hay que vivir toda vida
siempre que no se pierda uno mismo;
todo se puede perder,
cuando se permanece lo que se es.


Notas

(1) En la historia moderna y en la contemporánea tenemos bastantes ejemplos de esto. Cuando el gobierno conservador de Inglaterra, en 1899, llevó la guerra a las dos Repúblicas boers del Sur de Africa, para anexarlas finalmente después de sangrienta lucha, todo el mundo sabía que sólo se trataba de la tranquila posesión de los yacimientos auriferos del Transvaal. No obstante, Wilhelm Liebknecht, entonces, junto con August Bebel, celebrado jefe del partido socialista alemán y director del Vorwärts, procuró acomodarse a los acontecimientos y explicó a sus lectores que se trataba de una necesidad política que no podía tener otra salida; porque así como en el desarrollo económico existe la tendencia del capital a irse concentrando cada vez en menor número de manos, de modo que el capitalista pequeño se ve absorbido por los grandes capitalistas, así también era inevitable en la evolución política que los Estados pequeños fuesen absorbidos por los grandes. Con tales explicaciones que, en el mejor de los casos, sólo podían apoyarse en una hipótesis, se trataba de lograr que los hombres apartasen su mirada de la monstruosidad del hecho y se volvieran insensibles a todos los imperativos de la humanidad.

(2) Poco antes de la ascensión de Hitler al poder estaba tan difundido esto entre los miembros del Partido Comunista de Alemania que los redactores de la Rote Fahne tuvieron que tomar posición contra esta actitud peligrosa, aunque no era más que la consecuencia lógica de las tácticas adoptadas por los comunistas alemanes hasta allí. El hecho de que Hitler pudiese tomar el poder sin encontrar resistencia alguna en los obreros socialistas y comunistas es la mejor ilustración del fatalismo que había quebrantado la voluntad de las masas y hundido a Alemania en el abismo. Habían jugado mucho tiempo con la idea de la inevitabilidad de la dictadura y la dictadura vino, sólo que vino de una dirección distinta a la que habían esperado.

(3) En América, por consejo de las autoridades, se aniquilaron cuatro millones de balas de algodón mientras en las plantaciones se dejaba sin recoger cada tercera hilera de plantas. En Canadá se quemaron enormes existencias de trigo, para las que no se encontraban compradores. El Brasil, en octubre de 1952, destruyó más de 10,2 millones de sacos de café y en la Argentina se inutilizaron cantidades enormes de carne. En Alaska se destruyeron 400.000 cajas de salmón y en el Estado de Nueva York las autoridades tuvieron que dictar disposiciones para evitar la muerte de los peces del río a causa de las grandes cantidades de leche que se vertía en su cauce. En Australia se mata y se entierra sin utilidad alguna un millón de corderos para impedir la llamada superproducción, que en realidad debe denominarse falta de consumo. Gigantescas redadas de arenques son lanzadas nuevamente al mar, sólo porque los compradores no hacen ofertas. En México se pudren en las plantas las bananas y en la Colombia Británica se dejan pudrir millones de manzanas. Holanda destruye inmensas cantidades de coliflores y de otras hortalizas, y hasta en un país tan azotado por la miseria como Alemania se dejan pudrir considerables cantidades de pepinos y otras verduras o bien se las convierte en abonos, por la única razón de que no encuentran compradores. Esto es solamente una parte pequeña de una larga lista, que se alarga continuamente, cuya muda acusación es de gran elocuencia.

(4) La espeluznante naturalidad con que hoy se está siempre dispuesto a sacrificar a millones de hombres en provecho de reducidas minorías, la demuestra el cablegrama que el entonces embajador norteamericano en Londres, Mr. Walter Mines Page, envió el 5 de marzo de 1917 al presidente Wilson y que un mes después fue seguido por la declaración de guerra de Norteamérica a Alemania:

Inglaterra no puede seguir haciendo compras en los Estados Unidos sin efectuar remesas de oro, y no puede hacer grandes envíos de oro ... Existe el peligro inmediato de que cierren las Bolsas francoamericanas y las angloamericanas, de que los pedidos de todos los gobiernos aliados se reduzcan al mínimo y de que el comercio transatlántico disminuya. Esto, naturalmente, desencadenará un pánico en los Estados Unidos ... Si nos decidiéramos a entrar en la guerra contra Alemania, todo el oro quedaría en nuestro país, el comercio continuarla y se cimentaría más hasta el fin de la guerra, y después Europa seguiria comprándonos subsistencias y haciéndonos enormes pedidos de materiales para restaurar sus industrias de paz. Recogeríamos también el beneficio de un comercio ininterrumpido durante una serie de años, y nos procuraríamos garantías sólidas de pago ... Creo que la presión de la crisis que se avecina sobrepasa la capacidad de la agencia financiera de Morgan para satisfacer a los gobiernos inglés y francés. La situación será tan angustiosa y apremiante que ningún Banco particular podrá hacer frente a ella y todas las agencias entrarán en conflicto por celos y rivalidades. Tal vez nuestra entrada en la guerra es el único medio de evitar un pánico y de sostener nuestra privilegiada posición comercial. (Burton J. Hendrick, The Life and Letters of Waller H. Page, New York).

(5) Otto Lehmann-Russbüldt, Der Krieg als Geschäft, Berlín, 1933. Estos datos se han modificado desde entonces, pues la carrera de los armamentos ha seguido en aumento y ha entregado al militarismo sumas mayores aún de los ingresos del Estado. La U.R.S.S. gasta ahora anualmente para fines militares 12.ooo.ooo de dólares. (The Nation, New York, 27 de febrero de 1937).

(6) Esta tarea la emprendió hace años Victor L. Berger, miembro del Parlamento norteamericano, y le fue tanto más fácil realizarla, cuanto que para sus cálculos tenía a su disposición en Wáshington las mejores fuentes de material informativo. Berger demostró que, con las fabulosas sumas gastadas en la guerra, se podía haber regalado a cada familia de los Estados Unidos, Canadá, Australia, Gran Bretaña, Francia, Alemania y Rusia una casa por valor de 2.500 dólares, con un equipo doméstico por valor de 1.000 dólares, y, además, cinco acres de tierra para cada casa, al precio de cien dólares el acre. Con eso no se habría acabado la suma, sino que todas las ciudades de más de 20.000 habitantes de los mencionados países podrían ser dotadas de una biblioteca pública y un hospital por valor de cinco millones de dólares, y además, con una universidad que costase diez millones. No obstante, ni aun con todo ello se habría agotado tan enorme capital. El resto de la suma, colocado al interés anual del 5 por ciento, podría sostener un ejército de 125.000 profesores y 125.000 enfermeras, y aún quedaría un sobrante para comprar todas la propiedad física de Francia y Bélgica.

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