Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf Rocker | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO DÉCIMO TERCERO
ROMANTICISMO Y NACIONALISMO
SUMARIO
Nacionalismo cultural.- El romanticismo alemán.- El terruño perdido.- La idea del redentor.- Las teorías del pueblo originario.- Las sombras de lo pasado.- El odio de Arndt a los franceses.- El Catecismo de los alemanes, de Kleist.- Ludwig Jahn, un precursor del hitlerismo.- Germanismo.- Espíritu germánico del bosque primitivo.- Las Burshenschaften.- La influencia de Roma en el romanticismo.- Hacia Damasco.- Friedrich von Gents.- Adam Müller y la idea romántica del Estado.- Ludwig von Haller y el neo-absolutismo.- Franz von Baader, un sucesor de la mística alemana.- La unidad alemana en el ensueño y en la realidad.
Todo nacionalismo es reaccionario por esencia, pues pretende imponer a las diversas partes de la gran familia humana un carácter determinado según una creencia preconcebida. También en este punto se manifiesta el parentesco íntimo de la ideología nacionalista con el contenido de toda religión revelada. El nacionalismo crea separaciones y escisiones artificiales dentro de la unidad orgánica que encuentra su expresión en el ser humano; al mismo tiempo aspira a una unidad ficticia, que sólo corresponde a un anhelo; y sus representantes, si pudieran, uniformarían en absoluto a los miembros de una determinada agrupación humana, para destacar tanto más agudamente lo que la distingue de los otros grupos. En ese aspecto, el llamado nacionalismo cultural no se diferencia en modo alguno del nacionalismo político, a cuyas aspiraciones de dominio ha de servir, por lo general, de hoja de parra. Ambos son espiritualmente inseparables y representan sólo dos formas distintas de las mismas pretensiones.
El nacionalismo cultural aparece más puramente allí donde hay pueblos sometidos a una dominación extranjera, y por esa razón no pueden llevar a cabo los propios planes políticos de dominio. En este caso se ocupa el pensamiento nacional con preferencia de la actividad creadora cultural del pueblo e intenta mantener viva la conciencia nacional por el recuerdo del esplendor desaparecido y de la grandeza pasada. Tales comparaciones entre un pasado que se ha convertido ya en leyenda y un presente de esclavitud hacen doblemente sensible para el pueblo la injusticia sufrida; pues nada pesa más en el espíritu del hombre que la tradición. Pero si, tarde o temprano, consiguen esos grupos étnicos oprimidos sacudir el yugo extranjero y actuar por sí mismos como potencia nacional; la parte cultural de sus aspiraciones queda excesivamente delegada para dejar el campo a la realidad escueta de las consideraciones políticas. La historia reciente de los Estados formados después de la guerra en Europa habla al respecto con elocuencia.
También en Alemania fueron fuertemente influídas por el romanticismo, antes y después de las guerras de la independencia, las aspiraciones nacionales, cuyos portavoces se esmeraban por hacer revivir en el pueblo las tradiciones de una época pretérita y por presentar el pasado envuelto en una aureola de gloria. Cuando se desvanecieron luego, como pompas de jabón, las últimas esperanzas que los patriotas alemanes habían puesto en la liberación del yugo de la dominación extranjera, se refugió el espíritu tanto más en las noches encantadas de luna y en el mundo legendario, preñado de los anhelos del romanticismo, para encontrar olvido ante la triste realidad de la vida y ante sus ultrajantes decepciones.
En el nacionalismo cultural convergen generalmente dos sentimientos distintos que, en el fondo, no tienen nada de común. Pues el apego a la tierra natal no es patriotismo, no es amor al Estado, no es amor que tiene sus fuentes en la concepción abstracta de la nación. No hacen falta vastas explicaciones para demostrar que el pedazo de tierra en que el hombre ha pasado los años de su juventud está hondamente encarnado con sus sentimientos. Pues son las impresiones de la niñez y de la temprana juventud las que se graban con más fuerza en el espíritu y las que más tiempo se conservan en el alma del hombre. El terruño es, por decirlo así, la indumentaria externa del hombre, al que todo pliegue le es familiar. De ese sentimiento del terruño proviene también, en años ulteriores, el mudo anhelo por un pasado enterrado hace mucho tiempo bajo las ruinas, y esto hizo posible a los románticos penetrar tan adentro con su mirada.
El sentimiento del terruño no tiene ningún parentesco con la llamada conciencia nacional, aunque a menudo se confunden y se expenden como valores idénticos, como hacen los falsos monederos. Es precisamente la conciencia nacional la que devora los tiernos capullos del verdadero sentimiento del terruño, pues pretende nivelar todas las impresiones que recibe el hombre a través de la inagotable multiformidad de la tierra nativa y canalizadas en un molde determinado. Tal es el resultado inevitable de aquellas aspiraciones mecánicas de unidad, que realmente sólo son las aspiraciones del Estado nacional.
El intento de querer suplantar el apego natural del ser humano al terruño por el amor obligatorio a la nación -una institución que debe su aparición a todos los azares posibles y en la que se soldarán con puño brutal elementos a quienes no agrupó ninguna necesidad interior- es uno de los fenómenos más grotescos de nuestro tiempo, pues la llamada conciencia nacional no es otra cosa que una creencia propagada por consideraciones políticas de dominio, creencia que ha sucedido al fanatismo religioso de los siglos pasados y se ha convertido hoy en el mayor obstáculo para todo desenvolvimiento cultural. Esa ciega veneración de un concepto abstracto de patria no tiene nada de común con el amor al terruño. El amor al terruño no sabe que es aquello de voluntad de poder, está libre de toda arrogancia hueca y peligrosa frente al vecino, que son los rasgos característicos de todo nacionalismo. El amor al terruño no conduce a la política práctica y menos aún persigue objetivos que tengan relación con la conservación del Estado. Es simplemente la expresión de un sentimiento interior, que se manifiesta tan espontáneamente como la alegría humana en la naturaleza, de la cual el terruño es una partícula. Considerado de ese modo el sentimiento del terruño es, si se compara con el amor estatalmente prescrito hacia la nación, como un producto genuino natural en relación a un sucedáneo elaborado en la retorica.
El impulso para el romanticismo alemán vino de Francia. La consigna de Rousseau de la vuelta a la naturaleza; su conocida rebeldía contra el espíritu de la Ilustración; su fuerte acentuación de lo puramente sentimental contra la sistemática astucia del entendimiento frente al racionalismo, encontraron también del otro lado del Rhin un eco evidente, especialmente en Herder, a quien los románticos, que habían estado casi todos en el campo de la Ilustración, tuvieron mucho que agradecer. Herder mismo no era un romántico; su visión era demasiado clara, su espíritu demasiado sereno como para que hubiera podido entusiasmarse con las extravagancias de la concepción romántica acerca de la esterilidad de todo devenir. Sin embargo, su repulsión contra todo lo sistemático, su alegría ante la originalidad de las cosas, su visión de la íntima relación del alma humana con la madre naturaleza y, ante todo, su profunda capacidad para sentir y compenetrarse de la cultura espiritual de pueblos extraños y de tiempos pasados, lo aproximaron a los portavoces del romanticismo. En realidad, los grandes méritos de los románticos, debidos a revelación y explicación de literaturas extranjeras y a su redescubrimiento del mundo legendario alemán, se pueden atribuir en gran parte a los estímulos de Herder, que les mostró el camino.
Pero Herder tenía presente, en todo lo que pensaba, a la humanidad como conjunto. Veía -como decía tan bellamente Heine- la humanidad entera como una gran arpa en manos del gran maestro. Cada pueblo era para él una cuerda, y de la sonoridad armónica de todas las cuerdas brotaba para él la melodía eterna de la vida. Inspirado por esas ideas, disfrutó de la infinita diversidad de la vida de los pueblos y siguió con mirada amorosa todas las manifestaciones de su actividad cultural. No reconoció pueblos elegidos, y la misma comprensión tenía para los negros y los mogoles que para los pertenecientes a las razas blancas. Cuando se lee lo que dijo sobre el plan de una Historia natural de la humanidad en sentido puramente humano, se recibe la impresión de que hubiera presentido los absurdos de nuestros modernos teóricos racistas y fetichistas nacionales.
Séase ante todo imparcial como el genio de la humanidad misma; no debe haber ningún origen predilecto, ningún pueblo favorito en la tierra. Semejantes preferencias extravían muy fácilmente; atribuyendo a la nación favorecida demasiado de bueno, a las otras demasiado de malo. Si el puehlo elegido fuera sólo un nombre colectivo (celtas, semitas, etc.), que tal vez no ha existido nunca, cuyo origen y continuidad no se pueden demostrar, en ese caso sería lo mismo que si se hubiera escrito en el azul del cielo.
Los portadores del romanticismo siguieron al principio esas huellas y desarrollaron una cantidad de gérmenes fecundos que tuvieron un efecto estimulante en las más diversas corrientes de ideas. Pero aquí nos interesa simplemente la influencia que tuvieron en el desenvolvimiento de la idea nacional en Alemania. Los románticos descubrieron para los alemanes el pasado alemán y les mostraron algunos aspectos que apenas se habían observado antes. Se movían enteramente en ese pasado, y en sus ensayos para hacer revivir lo pretérito, descubrieron ciertos tesoros ocultos, poniendo otra vez en vibración algunas cuerdas ya olvidadas. Y como la mayoría de sus representantes intelectuales tenían también afición a las meditaciones filosóficas, soñaban con una unidad superior de la vida en la que convergerían todos los dominios de la actividad humana -religión, Estado, iglesia, ciencia, arte, filosofía, ética y actividad cotidiana- como un haz de rayos en un espejo ustorio.
Los románticos creían en un terruño perdido, en un antiguo estado de perfección espiritual en el que había existido la unidad de la vida a que aspiraban. Desde entonces había ocurrido como una especie de caída en el pecado: la humanidad se había hundido en un caos de contradicciones antagónicas, por las cuales fue destruída la comunidad interna entre sus miembros particulares y cada cual fue transformado en una partícula arrancada de un todo, y perdió sus relaciones más profundas con el conjunto. Los intentos para unir de nuevo a los hombres en una unidad, sólo condujeron hasta aquí a ligazones mecánicas, a las que ha faltado el impulso interior del crecimiento propio y de la propia maduración. Por eso no hicieron más que acrecentar el mal y sofocaron la multicolor diversidad de las relaciones internas y externas de la vida. En este sentido Francia figuraba para los románticos como ejemplo aterrador, porque allí se aspiraba desde hacia siglos a integrar todos los fenómenos de la vida en un centralismo político estéril que falseó lo substancial de las relaciones sociales y las privó con premeditación de su verdadero carácter.
Según la concepción romántica, la perdida unidad no podía ser restablecida por medios externos; más bien había de brotar y madurar de un estado anímico interior de los hombres. Los románticos estaban convencidos de que dormitaba silenciosamente en el alma del pueblo el recuerdo de aquel estado de antigua perfección; pero la fuente interior había sido cegada y había que librarla poco a poco de obstáculos para que pudiera revivir aquel sentimiento en la conciencia de los hombres. Y hurgaron en las fuentes ocultas y se perdieron cada vez más hondamente en la nebulosa mística de un pasado cuyo raro hechizo embriagaba su espíritu. La edad media alemana, con su abigarrada multiformidad y su inagotable energía creadora, fue para los románticos como una nueva revelación; creían haber hallado en ella la gran unidad de la vida que habían perdido después los seres humanos. Además, las viejas ciudades y las catedrales góticas hablaban un lenguaje especial y recordaban aquel terruño perdido en pos del cual ardía el anhelo romántico. El Rhin, con sus aldeas entretejidas de leyendas, con sus conventos y montañas, se convirtió en el río sagrado de Alemania; todo lo pasado adquirió un carácter distinto, un sentido iluminado.
Así se desarrolló poco a poco una especie de nacionalismo cultural, cuyo contenido se concentró en la idea de que los alemanes, a causa de su brillante pasado, que renacería en el pueblo, estaban llamados a aportar a la humanidad enferma el restablecimiento largamente anhelado. Así se convirtieron los alemanes, a los ojos de los románticos, en el pueblo elegido del presente, destinado por la providencia misma para cumplir una misión divina. Esa idea también se repitió siempre en Fichte, cuyo idealismo filosófico, junto con la filosofía natural de Schelling, tuvo la más fuerte influencia sobre los románticos. Fichte había llamado a los alemanes pueblo primigenio, el único al que estaba reservado el destino de redimir a la humanidad. Lo que al principio nació tal vez del ingenuo entusiasmo de un temperamento poético exaltado y por eso era de por sí, seguramente, muy simple e inofensivo, en Fichte adquiere ya el carácter de la contradicción que sirve de base profunda a todo nacionalismo y lleva en sí la semilla del odio entre los pueblos. De la supremacía nacional a la difamación y al rebajamiento de todo lo extranjero no hay, por lo general, más que un paso, que en tiempos agitados se da muy pronto.
Si los alemanes eran en verdad un pueblo primigenio, como sostuvo Fichte y han dicho otros después de él, un pueblo que llevaba en sí, más que todos los otros pueblos del terruño perdido, ninguna nación podía medirse con ellos ni resistir siquiera una comparación. Para fortalecer esa afirmación, había que concebir a los pueblos como categorías, tratarlos como individuos y atribuir a las reales o supuestas diferencias entre ellos la significación que se necesitaba. Así comenzó la tarea de la especulación y de la construcción vacía en que Fichte tuvo una parte tan excepcional. Para él los alemanes eran el único pueblo que poseía carácter; pues tener carácter y ser alemán, es, sin duda, equivalente. De lo que se desprendía que otros pueblos y especialmente los franceses no tenían carácter. Se descubrió que en el idioma francés no había ninguna palabra para designar Gemüt (temperamento, corazón, carácter), con lo que se probaba que Dios sólo había provisto a los alemanes de un bien tan noble.
De estas y parecidas consideraciones se llegaba poco a poco a las conclusiones más atrevidas: como los franceses no poseen carácter, su espíritu no se dirige más que a lo sensual y material, cosas que repugnaban naturalmente a la castidad íntima de los alemanes. Por el carácter se explicaba también la honradez y fidelidad natas del alemán; y allí donde falta ese carácter, pesa la picardía y la perfidia en el fondo de las almas, cualidades que el alemán cede sin envidia a otros pueblos. La verdadera religión arraiga en lo profundo del carácter. Eso explicaba por qué en los franceses tenía que desarrollarse el espíritu de la Ilustración que finalmente culminó en el más seco librepensamiento. Pero el alemán comprendió el espíritu del cristianismo en toda su hondura y le dió un sentido especial, una interpretación correspondiente a su naturaleza más íntima.
Fichte había hablado del idioma primitivo del los alemanes, refiriéndose a un idioma que, desde el primer sonido que surgió en dicho pueblo, se ha desarrollado ininterrumpidamente de la vida real común de ese pueblo. Así llegó a la conclusión que sólo en un pueblo primigenio, con un lenguaje primigenio, influye la formación del espíritu en la vida, mientras que en otros pueblos que olvidaron su idioma primario y han aceptado un idioma extraño -a ellos pertenecían, naturalmente, ante todo los franceses-, la formación espiritual y la vida van cada una por su propio camino. De ese supuesto reconocimiento deducía Fichte determinados fenómenos sociales y políticos de la vida de los pueblos, como lo propuso en su cuarto discurso a la nación alemana:
En una nación de la primera especie el gran pueblo es educable; sus educadores prueban sus descubrimientos en el pueblo y quieren derramarlos sobre él. En cambio, en una nación de la segunda especie, las capas instruidas se separan del pueblo y consideran a este último sólo como un ciego instrumento de sus planes.
Y esa afirmación arbitraria, cuyo absurdo es refutado cada hora por la vida misma, es comentada en máximo grado justamente hoy y es presentada a la juventud alemana como la más profunda sabiduría de los antepasados. Cuanto más se ha dejado elevar la propia nación al cielo, tanto más míseras e insignificantes debieron aparecer junto a ella las demás. Se rehusaba a los demás pueblos incluso aptitud creadora. Fichte afirmaba de los franceses que no podían elevarse nunca por sí mismos al pensamiento de la libertad y del imperio del derecho, porque han saltado por sobre la idea del valor personal, el puramente creador, mediante su sistema de pensamiento; tampoco pueden comprender en modo alguno que cualquier otro individuo o pueblo piense y quiera algo semejante (1). Naturalmente, sólo los alemanes eran llamados a la libertad, porque tenían carácter y eran un pueblo primigenio. Por desgracia se habla hoy mismo tan a menudo y tan insistentemente de la libertad alemana y de la fidelidad alemana, que tendría que hacerse todo ello sospechoso si el Tercer Reich no nos hubiese dado una enseñanza intuitiva tan clara de lo que significan esa supuesta libertad y esa supuesta fidelidad.
La mayoría de los hombres que jugaron un papel dirigente en el movimiento nacional de Alemania, antes y después de 1813, arraigaban hondamente en el espíritu del romanticismo, de cuyas descripciones del Santo Imperio romano de la nación alemana, de la Edad media alemana, del mundo legendario de la prehistoria alemana y del encanto de la tierra natal, absorbió su patriotismo ricos elementos nutritivos. Arndt, Jahn, Garres, Schenkendorf, Schleiermacher, Kleist, Eichendorff, Gentz, Karner estaban profundamente impregnados de ideas románticas, y hasta Stein, cuanto más envejeció, más cayó en el hechizo del romanticismo. Se soñaba con la vuelta del viejo Imperio bajo el estandarte imperial de Austria; sólo muy pocos veían con Fichte en el rey de Prusia el señor forzoso del germanismo, y muy pocos creían que Prusia era la llamada a establecer la unidad del Imperio.
En la mayoría de los hombres la idea nacionalista llegó a su conclusión lógica: había comenzado como anhelo seductor de una patria perdida y con el esclarecimiento poético del pasado alemán; después y se les ocurrió a sus portavoces la idea del gran destino histórico de los alemanes; se hicieron comparaciones entre el propio y los otros pueblos y se empleó en la pintura de las propias excelencias tanto color que apenas quedó nada pata los demás. El fin fue un salvaje odio antifrancés y un ridículo ensalzamiento de los alemanes, que a menudo tocó los límites de la irresponsabilidad mental.
El mismo desarrollo se puede comprobar, por lo demás, en toda especie de nacionalismo, cualquiera sea su carácter, si sus representantes son alemanes, polacos o italianos; sólo que el enemigo hereditario lleva distinto nombre en cada nación. Y no se diga que las duras experiencias de la dominación extranjera y de la guerra, que desencadena todas las malas pasiones de los hombres, han conducido a los patriotas alemanes a esas ideologías unilaterales, llenas de odio. Lo que durante y después de las guerras de la independencia se difundió como patriotismo alemán, era más que la rebelión justificada contra el yugo extranjero: era la declaración abierta de guerra contra la esencia, el idioma y la cultura espiritual de un pueblo vecino que -como dijo Goethe- pertenecía a los más cultivados de la tierra, al cual él mismo debía una gran parte de su propia formación.
Arndt, que fue uno de los hombres más influyentes en el levantamiento patriótico contra el dominio de Napoleón en Alemania, en su odio morboso a los franceses no reconocía límite alguno:
Odio a los extranjeros, odio a los franceses, a su arrogancia, a su vanidad, a su ridiculez, a su idioma, a sus costumbres; si, odio ardiente a todo lo que venga de ellos; eso es lo que debe unir fraternal y firmemente todo lo alemán y la valentia alemana, la libertad alemana, la cultura alemana, el honor y la justicia alemanes, deben flotar sobre todo y adquirir de nuevo la vieja dignidad y gloria con que nuestros padres irradiaron ante la mayoría de los pueblos de la tierra ... Lo que os ha llevado a la vergüenza, debe volveros al honor. Sólo un sangriento odio a los franceses puede reagrupar la energía alemana, restablecer la gloria alemana, sacar a la luz los instintos más nobles del pueblo y aniquilar los más bajos; ese odio, transmitido como baluarte de la libertad alemana a los hijos y a los nietos, debe ser en el futuro el guardián de fronteras más seguro de Germania junto al Scheldt, a los Vosgos y a las Ardennes (2).
En Kleist llegó el odio contra todo lo francés a un ciego frenesí. Se burlaba de los discursos de Fichte a la nación alemana y no veía en él más que a un maestro de escuela débil de voluntad, cuyas palabras impotentes deben suplantar el valor para la acción. Lo que él pedía era la guerra popular, como la que hacían los españoles bajo la dirección de sacerdotes y monjes fanáticos contra los franceses. En una guerra así le parecía permitido todo medio: veneno y puñal, perjurio y traición. Su Catecismo de los alemanes concebido a la española para niños y adultos, escrito en la forma de una conversación entre un padre y su hijo, pertenece a las manifestaciones más salvajes de un nacionalismo inescrupuloso que pisotea todo sentimiento humano en su terrible intolerancia. Tal vez se puede atribuir ese horroroso fanatismo, en parte, al enfermizo estado espiritual del desgraciado poeta; por otra parte, el presente nos da la mejor demostración práctica de cómo puede ser artificialmente alimentado tal estado de ánimo y cómo se extiende con violencia devastadora cuando es favorecido por condiciones sociales especiales.
Ludwig Jahn, que se convirtió después de la muerte de Fichte en el guía espiritual de la juventud alemana, a quien ésta veneraba como a un ídolo, llevó tan lejos la francofobia y la barbarie nacionalista que irritó incluso a muchos de sus patrióticos compañeros. Por eso le llamaba Stein gesticulante y tonto, y Arndt un Eulenspiegel acicalado. Jahn denostaba contra todo y espiaba en todas partes extranjerismo y bribonadas francesas. Si se lee la biografía de este santo singular, se recibe la impresión de tener ante sí en el viejo barbudo un temprano precursor del moderno hitlerismo. Su presuntuoso martilleo brutal, su nebulosidad increíble y su huera oratoria, su gusto por las falacias espirituales, su temperamento violento, su insolente obcecación y ante todo su intolerancia sin límites, incapaz de respetar cualquier otra opinión y que anatematiza como antialemán todo pensamiento que no le es grato, todo eso le presenta como precursor del nacionalsocialismo.
Jahn no tenía ningún pensamiento político propio. Lo que más le interesaba no era la edad media alemana sino la prehistoria alemana; allí estaba en su ambiente y se regocijaba en plena originalidad germánica. Propuso que se estableciera entre Alemania y Francia una Hamme, una especie de bosque primitivo en que habitasen bisontes y animales salvajes. Una defensa fronteriza especial había de cuidar de que no tuviese lugar entre ambos países ningún tráfico, para que la virtud germánica no fuese atacada por la corrupción gala. En su exagerado odio a los franceses fue Jahn tan lejos que llegó a decir que cometía la misma acción el que enseñaba a sus hijas el idioma francés o a dedicarse a la prostitución. En el cerebro de ese singular profeta se convertía todo en caricatura, y más que nada el idioma alemán, al que maltrató terriblemente en su bestial fanatismo purificador.
Sin embargo, no sólo disfrutó Jahn de la admiración ilimitada de la juventud alemana. La Universidad de Jena lo nombró doctor honorario y comparó su vacío charlatanismo con la elocuencia de Lutero. Un lingüista meritorio como Thiersch le dedicó su edición alemana de Píndaro, y Franz Passow, profesor de literatura griega en Weimar, declaró incluso que desde Lutero no se había escrito nada tan extraordinario como el Teusche Turnkunst de Jahn. Si la actual Alemania no nos diera un ejemplo tan aterrador de como, bajo la presión de condiciones especiales, una fraseología sin sentido puede abarcar amplios círculos de un país y empujarlos en determinada dirección, la influencia de una cabeza tan confusa como la de Jahn sería difícilmente concebible. Incluso un historiador tan nacional como Treitschke, observó en su Deutschen Geschichte: Fue un estado morboso, cuando los hijos de un pueblo inteligente honraron a un bárbaro estrepitoso como a su jefe.
Así ocurrió porque la alharaca mezquina con el germanismo que se convirtió en moda en Alemania, después de las guerras de la independencia, tenía que conducir a la barbarie espiritual. El enfermizo deseo de la selectividad conduce lógicamente al distanciamiento espiritual de la cultura general de la época, y a un completo desconocimiento de todas las relaciones humanas. Fue la época en que el espíritu de Lessing y de Herder no podía excitar más a la joven generación; en que Goethe vivió junto, pero no en la nación. Resultó de todo ello aquel patriotismo especificamente alemán que, según Heine, consiste en que a sus portavoces se les estrecha el corazón, se les encoge como cuero en las heladas, odian lo extranjero, no quieren ser ya ciudadanos del mundo, ni europeos, sino sólo estrictamente alemanes.
Es un absurdo querer ver en los hombres de 1813 los guardianes de la libertad; ninguno de ellos fue inspirado por ideas verdaderamente liberales. Casi todos estaban espiritualmene arraigados en un pasado muy remoto, que no podía abrir en el presente ninguna perspectiva nueva. Esto se aplica también a la Birchenschaft (liga estudiantil), cuya supresión ignominiosa por la reacción vencedora es causa de que se le atribuyan aún hoy mismo aspiraciones liberadoras. Que ha existido en sus miembros un rasgo idealista, nadie lo negará; pero ésa no es ninguna prueba de su sentimiento libertario. Su misticismo germano-cristiano; su salida grotesca contra todo lo que llamaban esencia extranjera" y espíritu extranjero; sus pretensiones antijudías, que en Alemania pertenecen desde hace mucho, como bien hereditario, a las ideologías reaccionarias, y la vaguedad general de sus puntos de vista, todo eso les hizo representantes de una creencia mística en que se reunían, en mescolanza abigarrada, elementos de las concepciones más diferentes, pero de ninguna manera abanderados de un nuevo porvenir. Cuando después del asesinato de Kotzebue por el estudiante Karl Sand la reacción procedió a un golpe aniquilador y, por medio de las infames decisiones de Karlsbad, fueron reprimidas todas las asociaciones de la juventud, la Burchenschaft no opuso a las criaturas de Metternich otra cosa que aquellas estrofa; inofensivas y rendidas de Binzer, que terminaban con estas palabras:
Está cortada la ligadura, era negra, roja y oro -y Dios lo ha tolerado, ¡quién sabe lo que quiso!-. La casa puede derrumbarse -¿qué importancia tiene? ¡El espíritu vive en todos nosotros, y nuestro refugio es Dios!
Los verdaderos revolucionarios habrían encontrado otras palabras contra aquella brutal violación de su más profunda dignidad humana. Compárense los atrevidos comienzos de la Ilustración alemana, con su gran idea, que todo lo dominaba, del amor humano y de la libertad del pensamiento, con los tristes frutos de una conciencia nacional desorbitada, y se comprenderá el enorme retroceso espiritual que había sufrido Alemania, y se apreciará en todo su valor la ira ardiente que anida en las siguientes palabras de Heine:
Vemos aquí la patochada idealista que el señor Jahn ha ordenado en un sistema; comenzó como oposición mezquina, vacía, tonta contra una manera de pensar que es justamente lo más hermoso y sagrado que ha producido Alemania; es decir, contra aquella humanidad, contra aquella fraternización general de los hombres, contra aquel cosmopolitismo que han reverenciado siempre nuestros grandes espíritus: Lessing, Herder, Schiller, Goethe, Jean Panl, todos los instruídos de Alemania.
Es un fenómeno característico que los representantes más conocidos de la escuela romántica, que habían contribuido tanto a la formación de aquella conciencia nacional mística en Alemania, hayan pasado casi sin excepción al campo de la franca reacción política y clerical. Es tanto más llamativo cuanto que la mayoría de ellos había comenzado su carrera literaria como portavoces de la Aufklärung (Ilustración) y de la libertad de pensamiento y saludó con entusiasmo la Gran Revolución en el país vecino. Era ya sorprendente que un ex jacobino como Gorres, que había aplaudido con alegría salvaje el desmembramiento del lmperio alemán, se transformase con tanta rapidez en uno de los adversarios más acérrimos de lo francés; fue más incomprensible aún que el mismo Gärres, que mostró con decisión viril los dientes a la reacción rabiosa en su escrito Deutschland und die Revolution (1820), se arrojase poco después en brazos del papismo y llegase tan lejos en su fanatismo clerical que mereció el reconocimiento de Joseph de Maistre.
Wilhelm y Friedrich Schlegel, Steffens, Tieck, Adam Müller, Brentano, Fouqué, Zacharias Werner y muchos otros fueron devorados por la ola reaccionaria. Centenares de jóvenes artistas hicieron peregrinaciones a Roma y volvieron al seno de la Iglesia católica, que tuvo entonces una buena cosecha. Fue un verdadero sábado de brujas de ardientes conversiones y de rabiosa exaltación, que por cierto carecía de la fuerza interior de convicción del hombre medieval. Tal fue el fin de aquel nacionalismo cultural, que había comenzado como anhelo ferviente en pos del terruño perdido para desembocar en el pantano de la más profunda reacción. Georg Brandes no había exagerado nada al decir:
Por lo que se refiere a su condición religiosa, todos los románticos, tan revolucionarios en poesía, meten humildemente el cuello en el yugo en cuanto lo perciben. Y en política son prccisamente ellos los que dirigen el Congreso de Viena y los que redactaron sus manifiestos en favor de la supresión de la libertad de pensamiento de los pueblos entre una fiesta solemne en la iglesia de Stephan y una cena de ostras en casa de Fanny Elssler (3).
Y, sin embargo, no habría que poner a la mayoría de esos hombres al nivel de un Gentz, a quien alude Brandes. Gentz, junto a Metternich, a cuyo sueldo estaba, fue el mayor responsable de los infames acuerdos de Karlsbad; era un carácter corrompido, como lo había llamado Stein, un mercenario de la pluma, habilidoso, que se vendía al que le pagaba. Explicó al socialista inglés Robert Owen, en un momento de cínica franqueza, todo el leit motiv de su vida miserable, en pocas palabras, cuando Owen, que no conocía su verdadero carácter, procuró ganarle para sus planes de reforma social, Gentz expresó: No deseamos que la gran masa pueda gozar de bienestar y volverse independiente, ¡cómo podremos entonces dominarla! Con un Gentz se podría comparar a lo sumo un Friedrich Schlegel, que se rebajó igualmente a la categoría de mercenario de Metternich. Las demás cabezas de la escuela romántica llegaron por propio impulso al cauce de la reacción, porque en la propia raíz de toda su concepción del mundo había un germen reaccionario que les movía en ese sentido. El hecho de que casi todos siguieran ese camino, puede servir sin duda como prueba de que en esa corriente había algo insano que no pudieron superar y que determinó el curso de su desenvolvimiento.
El germen reaccionario del romanticismo alemán se desprende ya de su concepción del Estado, que conducía directamente al absolutismo teórico. Ya Novalis había comenzado por atribuir al Estado una vida especial propia, considerándolo como un individuo místico y deduciendo en consecuencia: El ciudadano perfecto vive enteramente en el Estado. Pero enteramente en el Estado no puede vivir más que el ser humano a quien el Estado colma por entero. Semejante interpretación no coincide naturalmente con las ideologías liberales del período de la Ilustración; es su contradicción más notoria.
Adam Müller, el verdadero teórico del Estado del romanticismo, se levantó también con toda energía contra las quimeras del derecho natural, en las que se apoyaba la mayoría de las corrientes ideales del liberalismo. En sus Elementen der Staatskunst se manifiesta con el más fuerte acento contra la concepción liberal, cuyo representante más prominente en Alemania ha sido Wilhelm von Humboldt, y llega a la conclusión de que el Estado no es una mera manufactura, una alquería; un establecimiento de seguros o una sociedad mercantilista, sino la asociación íntima de toda riqueza física y espiritual, de toda la vida interna y externa de una nación, en un grande y vigoroso conjunto, infinitamente activo y viviente. En consecuencia, el Estado no podía ser nunca un medio para algún objetivo particular o en general para determinado fin, como lo interpretaba el liberalismo; era más bien objetivo de sí mismo en su forma suprema, finalidad que puede mantenerse por sí misma, que se basta a sí misma y arraiga en la unidad del derecho, la nacionalidad y la religión. Aun cuando a menudo parezca como si el Estado sirviese a una tarea especial, según la manera de pensar de Müller, se trata sólo de una ilusión óptica de los teóricos; en realidad, el Estado se sirve a sí mismo y no es un medio para nadie.
El artilugio, tan superficial como descarado, de Karl Ludwig von Haller, que lleva el título de largo aliento Restauración de la ciencia del Estado o Teoría del Estado social-natural, opuesta a las quimeras del civil-artificial, era sólo una repetición vulgar y sin ingenio de la misma ideología; sólo que en Haller se manifestaba la tendencia reaccionaria más abierta y ostensiblemente. Haller rechazó principalmente la idea de que la sociedad civil podría haber surgido de un pacto, escrito o no, entre los ciudadanos y el Estado. La condición natural, de que han nacido poco a poco todas las instituciones de la sociedad política, es equivalente al orden divino, origen de todas las cosas. El primer resultado de esa situación fue que el fuerte imperó sobre todos los demás; de ahí se desprende que todo poder emana de una ley natural fundada en el orden divino. El poderoso gobierna, funda el Estado, determina el derecho y todo ello en base únicamente a su fortaleza y superioridad. El poder que posee es un don divino, intangible, precisamente porque viene de Dios. De ahí se sigue que el rey no es el servidor del Estado, sino que debe ser su amo. Estado y pueblo son su propiedad, herencia legítima recibida de Dios, con la cual puede hacer y deshacer a capricho. Si el rey es injusto y cruel, es, se comprende, una desgracia para los súbditos; pero éstos no tienen, sin embargo, el derecho de modificar las cosas por propia iniciativa. Todo lo que en este caso les cabe es clamar a Dios para que ilumine al soberano y lo dirija por el buen camino.
Resulta fácil comprender cuán grata tenía que ser semejante doctrina a las cabezas coronadas. Particularmente encantó Haller al kronprinz prusiano, el futuro Federico Guillermo IV, a quien se llamó el romántico en el trono real. La divinización hegeliana del Estado fue sólo un paso más en la misma dirección, y encontró una aprobación tan fácil en Alemania porque la concepción estatal de los románticos había allanado el camino a sus ideas.
La única cabeza sobresaliente entre los románticos, que también siguió aquí un camino propio, fue el filósofo católico Franz von Baader, cuyos Tagebücher contienen una cantidad de hondas reflexiones sobre el Estado y la sociedad. Baader, que partía en su doctrina de la pureza originaria del hombre, combatió del modo más violento la concepción kantiana sobre la maldad innata y muy especialmente se manifestó contra la manía de gobernar, que sofoca en los seres humanos las mejores cualidades y les hace incapaces de toda actividad independiente. Por esa razón ensalzó la anarquía como una fuerza sagrada de la naturaleza contra el despotismo, pues obliga a los hombres a mantenerse sobre sus propios pies. Baader comparó al hombre convertido en menor de edad por el gobierno permanente con aquel tonto que se imaginaba que no podía andar solo, y no quiso moverse del sitio hasta que una llamarada le hizo ponerse en marcha.
El error y el pecado reciben su gran fortaleza a través de la materialización, de la autorización por instituciones, por ejemplo, como la ley, y esto último es el gran perjuicio, el gran obstáculo a nuestra capacidad de perfeccionamiento, obstáculo que sólo el gobierno puede producir. Es decir, no es capaz de hacer algo bueno; pero es muy capaz de hacer lo malo, al hacer, por decirlo así, inmortales la locura y el pecado y darles una consistencia que no pueden tener nunca por si solos.
La concepción crítica del Estado de Baader no procede del liberalismo, sino de la mística alemana. Ha pertenecido a la escuela de Meister Eckhart y de Jacob Böhme, y llegó a una especie de teosofía que se manifestaba escépticamente contra todo medio de coacción temporal. Lo que más le atraía en el catolicismo era la universalidad de la Iglesia y la idea de la cristiandad como comunidad mundial, que se mantiene unida sólo por el ligamento interno de la religión y por tanto no tiene necesidad de ninguna defensa externa. Baader era un espíritu solitario, personal, que cavaba hondamente, que inspiró a alguien, pero que no tuvo influencia alguna en la marcha general del desenvolvimiento alemán.
Así, pues, ni el romanticismo ni su resultado práctico inmediato, el movimiento nacional recién aparecido entonces y que llevó a las guerras de la Independencia, pudieron abrir en Alemania nuevas perspectivas espirituales para el desenvolvimiento libre de sus razas y pueblos. Al contrario, la concepción filosófico-estatal del romanticismo no podía menos de servir de excelente justificación moral a la reacción creciente, mientras que la insípida cantilena de la juventud alemana sobre el germanismo, tenía que distanciar de ella a los demás pueblos. En esto ocurrió el hecho notable que muchos de los portavoces de la idea nacional alemana ni siquiera se percataron de que debían la supuesta liberación, no a su exclusividad alemana, sino precisamente a aquellas influencias de pueblos extranjeros contra las cuales se encabritaba arrogantemente su germanismo. Ni el germanismo devorador de bellotas de Jahn, con su entusiasmo por los bosques primitivos, ni los sueños románticos de Arndt sobre una nueva orden alemana de caballería en la frontera occidental del país, ni el grito vehemente del heraldo del emperador, Schenkendorf, en favor de la vuelta gloriosa del viejo Imperio, habrían podido producir la caída de Napoleón. Fue el efecto de ideas extranjeras y de instituciones tomadas del extranjero el que operó ese milagro. Para sacudir la dominación extraña, tuvo Alemania que hacer suyas algunas de aquellas ideas a que había dado vida la Revolución francesa. El hecho de que haya habido una guerra popular, ante la que debió desangrarse el poder de Napoleón, muestra cuán hondamente habían penetrado en Alemania las ideas democráticas; pues en el fondo de todo levantamiento nacional hay, consciente o inconsciente, un pensamiento democrático. Fue esa forma de la beligerancia la que puso a Francia en situación de sostenerse contra toda Europa. Por eso los príncipes alemanes y especialmente Austria, fueron casi hasta el último instante adversarios rabiosos de un levantamiento nacional, tras del cual veían acechar la hidra de la revolución; temían con Gentz que una guerra nacional por la independencia pudiera trocarse fácilmente en una guerra por la libertad. La fundación de la Landwehr, sobre todo la reforma del ejército que llevó a cabo Scharnhorst en Prusia, se hizo según el modelo francés. Sin eso los franceses, aun después de la espantosa catástrofe de Rusia, habrían estado todavía a la altura de sus adversarios.
También la idea de la educación nacional, que Fichte puso tanto en primer plano, el servicio militar obligatorio, la coacción jurídica que comprometía a cada ciudadano a asumir determinada función o a cumplir ciertos deberes cuando el Estado se lo ordenaba, y muchos otros aspectos, habían sido tomados de la ideología democrática de la Gran Revolución francesa. El patriotismo aleman se hizo cargo de ese bien espiritual extraño y creyó que era producción alemana pura. Así le ocurrió a Jahn, que quería purificar el idioma alemán de todos los elementos extraños y no advirtió que en la formación de la palabra esencialmente alemana turnen había utilizado una raíz romana.
El movimiento de unidad alemana de 1813 y de 1848-49 fracasó en ambas ocasiones por la traición de los príncipes alemanes; pero cuando la unidad del Imperio fue realizada en 1871 por un junker prusiano, la prosaica realidad apareció muy distinta a lo que fuera el radiante sueño de hacía tiempo. No fue la vuelta del viejo Imperio, que había estimulado tan vigorosamente la nostalgia del romanticismo. La creación de Bismarck tenía tanta identidad con aquel Imperio como un cuartel berlinés con una catedral gótica, según se expresó tan drásticamente el federalista del sur de Alemania, Frantz. Tampoco correspondía a lo imaginado por los liberales sobre una Alemania libre, que fuera ejemplo para la familia de los pueblos europeos con su cultura espiritual, como habían profetizado alguna vez Hoffmann von Fallerleben y los precursores de la unidad alemana de 1848. No, ese engendro político, creado por un junker prusiano, no era más que una Gran Prusia en el poder, que transformó a Alemania en un cuartel gigantesco, y con su militarismo extremo y sus marcadas aspiraciones imperialistas hizo entonces el mismo papel funesto que había jugado hasta allí en Europa el bonapartismo. Ya la circunstancia de que precisamente Prusia -el país más reaccionario, el más atrasado en su cultura y en su historia- se apropiase de la dirección espiritual de todos los pueblos alemanes, excluía toda duda sobre lo que tenía que salir de esa creación. Eso lo comprendió mejor que nadie el adversario más importante de Bismarck, Constantin Frantz, cuyos escritos medulosos son hoy, de paso, tan desconocidos para los alemanes como el idioma chino, cuando expresó la siguiente opinión:
Pues cada uno debe admitir que es una situación antinatural el que la vieja Alemania del oeste, con una historia muchos siglos anterior al nombre mismo de Prusia, en comparación con la cual la historia del Estado prusiano aparece bien menguada; que existía cuando el Mark Brandenburg era equivalente a país semidesierto de los wendos; que esa vieja Alemania, con sus tribus originarias de los bávaros, de los sajones, de los francos y de los suavos, de los thuringianos y de los hessenses, sea ahora dominada por aquel Mark (4).
La mayoría de los patriotas alemanes de 1813 no quería saber nada de una Alemania ünificada bajo la dirección de Prusia, y Gorres escribió en su Rheinischen Merkur, en tiempos del Congreso de Viena, que no quería poner en evidencia que los sajones y renanos no pueden comprender cómo cuatro quintas partes de alemanes deben llamarse según una quinta parte, que además es semieslava. En realidad, el elemento eslavo de la población prusiana se había acrecido considerablemente por la conquista de Silesia y el reparto de Polonia en tiempos de Federico II y alcanzaba a más de las dos quintas partes de la población total del país. Por eso resulta tanto más cómico que justamente Prusia apareciese después, más ruidosamente que nadie, como el guardián elegido de los intereses ultragermanos.
William Pierson, firmemente convencido de la miaión histórica de Prusia en el restablecimiento de la unidad alemana, describió en su Historia prusiana los méritos de la realeza de Prusia en la producción de la nacionalidad prusiana, y testimonia, contra su voluntad, la vieja verdad de que el Estado crea la nación y no la nación al Estado.
El Estado recibió una nacionalidad propia -dijo Pierson-, las tribus separadas que le pertenecían fueron fusionadas fácil y rápidamente en un cuerpo entero, desde que todas llevaron el mismo nombre de prusianas, los mismos colores, la bandera negra y blanca. En verdad el prusianismo se desarrolló en lo sucesivo de modo distinto al del resto de Alemania, definidamente como una entidad propia: el Estado prusiano apareció resueltamente como algo propio, particular.
Era de prever que en esas circunstancias la unidad nacional de los alemanes, creada por Bismarck, no podía llevar nunca a una germanización de Prusia, sino más bien a una inevitable prusianización de Alemania, lo que fue confirmado precisamente desde 1871 por el curso de la historia alemana en todos sus aspectos.
Notas
(1) Fichte, Ober den Begriff des wahrhaften Krieges in Bezug auf den Krieg, 1813. Dritte Vorlesung.
(2) E. M. Arndt: An die Preussen, enero 1815.
(3) Georg Brandes: Die romanistische Schule in Deutschland; pág. 6. Berlín, 1900.
(4) Constantin Frantz: Der Föderalismus als das leitende Prinzip für die soziale, staatliche und intenationale Organisation, Unter besonderer Bezugnahme auf Deutschland; pág. 253. Mainz, 1879.
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