Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf Rocker | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO SEGUNDO
RELIGIÓN Y POLÍTICA
SUMARIO
Política y religión.- Las raíces de la idea del poder.- El origen del sentimiento religioso.- Creencia en los espíritus y fetichismo.- El sacrificio.- El sentimiento de dependencia.- Acción de las condiciones políticas sobre la conciencia religiosa.- Religión y esclavitud.- Los cimientos religiosos de todo dominio.- La tradición.- Moises.- Hamurabi.- El faraonismo.- El Código de Manú.- Realeza divina persa.- El lamaismo.- Alejandro y el césaro-papismo.- El cesarismo en Roma.- Los incas.- Gengis Khan.- Poder y sacerdocio.- Iglesia y Estado.- Rousseau.- Robespierre.- Napoleón.- Mussolini y el Vaticano.- Fascismo y religión.
El que se acerca al estudio de las sociedades humanas sin una teoría preconcebida o una interpretación de la historia, y sabe, sobre todo, que los propósitos del hombre y los conceptos objetivos de las leyes mecánicas de la evolución cósmica no pueden equipararse, reconocerá bien pronto que, en todas las épocas de la historia conocida por nosotros, se encuentran frente a frente dos poderes en lucha permanente, franca o simulada, debido a su diversidad esencial interna, a las formas típicas de actuación y a los efectos prácticos resultantes de esa diversidad. Se, habla aquí del elemento político y del factor económico en la historia, los que también podrían denominarse elemento estatal y factor social en la evolución histórica. Los conceptos de lo político y de lo económico se han interpretado en este caso demasiado estrechamente, pues toda política tiene su raíz, en última instancia, en la concepción religiosa de los hombres, mientras que todo lo económico es de naturaleza cultural y se halla, por eso, en el más íntimo contacto con todas las fuerzas creadoras de la vida social; generalmente se podría hablar de una oposición interna entre religión y cultura.
Entre los fenómenos políticos y económicos, o estatales y sociales o, en un sentido más amplio, entre los fenómenos religiosos y los culturales, hay más de un punto de contacto: todos emanan de la naturaleza humana y, en consecuencia, se dan en ellos diversas relaciones internas. Se trata, simplemente, pues, de examinar más a fondo la relación existente entre esos fenómenos.
Toda forma política tiene en la historia sus bases económicas determinadas, que se destacan con preferencia en las fases más modernas de los acontecimientos sociales. Pero es indiscutible también que las formas de la política dependen de las transformaciones en las condiciones económicas y culturales de vida y que, con éstas, se modifican aquéllas. Pero la esencia más intima de toda política permanece siempre la misma de igual manera que el contenido esencial de toda religión persiste invariable y no es afectado por la mutación de sus modalidades externas.
Religión y cultura arraigan ambas en el instinto de conservación del hombre, que les da vida y figura; pero una vez que han cobrado vida, cada cual sigue su propia ruta, pues no hay entre ellas ligamentos orgánicos, y marchan, como estrellas enemigas, en direcciones opuestas. El que desestima esa contradicción o la pasa por alto, no podrá comprender nunca con la debida claridad la honda significación de las concatenaciones históricas y de los acantecimientos saciales en general.
Las opiniones se encuentran aún hoy muy divididas sabre el origen del dominio de la religión propiamente dicha. Se conviene, es verdad, bastante generalmente, en que no se puede llegar al fondo de las concepciones religiosas del hombre por el camino de la filosofía especulativa. Se ha comprendido que la interpretación hegeliana, según la cual la religión no representa más que la elevación interna del espíritu hacia lo absoluto, pretendiend. encontrar así la unidad de lo divino y de lo humano, debe juzgarse coma fraseología innocua que no permite explicar de ninguna manera la evalución religiosa. Es igualmente arbitrario el filósofo de lo absoluto, que atribuyó a cada nación un destino histórico especial, cuando afirma que todo pueblo es en la historia vehículo de una forma típica de religión: las chinos, de la religión de la moderación; los caldeos, de la religión del dolor; los griegos, de la religión de la belleza, etc., hasta que, finalmente, los distintos sistemas religiosos culminaron en el cristianismo, la religión revelada, cuyos adeptos han reconocido, en la persona de Cristo, la unidad de lo divino y lo humano.
La ciencia ha vuelto a los hombres, más críticos. Se comprende hoy que toda investigación del origen y de la formación gradual de la religión debe hacerse de acuerdo a los mismos métodos de que se sirven en nuestros días la sociología y la psicología, para aprehender en sus comienzos los fenómenos de la vida social y espiritual.
La apinión difundida antes por el filólogo inglés Max Müller, que quería reconocer en la religión el impulso interior del hombre a interpretar lo infinito, y sostenía que la impresión de los poderes naturales originó en el ser humano los primeros sentimientos religiosos, y que por tanto no se yerra cuando se considera, en general, el culto a la naturaleza como la primera forma de la religión, no encuentra ya casi adeptos. La mayoría de los representantes de la investigación religioso-etnológica son de opinión que el animismo, la creencia en los espíritus o en las almas de los muertos, debe tenerse por la primera etapa de la conciencia religiosa en el hombre.
Todo el modo de vida de los primitivos nómadas, su relativa ignorancia, la influencia psíquica de sus sueños, su incomprensión ante la muerte, los ayunos forzados a que habían de acomodarse a menudo, les convirtió en videntes natos, en quienes la creencia en los espíritus, por decirlo así, estaba en la sangre. Lo que sentían ante los espíritus con que su poder imaginativo pobló el mundo, era simplemente miedo. Ese miedo les absesionó tanto más cuanto que no tenían que habérselas con un enemigo ordinario, sino con poderes invisibles, hasta los cuales no se podía llegar par los medios comunes. Por eso surgió por sí misma la necesidad de asegurarse la benevolencia de aquellos poderes, de escapar a sus perfidias y de conquistar su favor por algún medio. Es el mero instinto de conservación del hombre primitivo lo que se pane aquí de manifiesto.
De la creencia en las almas nació el fetichismo, la presunción de que el espíritu ha buscado encarnación en un objeto cualquiera o en un lugar determinado; una creencia que persiste en las supersticiones de muchos hombres civilizados, firmemente convencidos de que hay duendes y de que existen lugares donde no se está seguro. También el culto a las reliquias en el lamaísmo y en la Iglesia católica es, por su esencia, fetichismo. Hay opiniones diversas sobre si el animismo y las primeras representaciones groseras del fetichismo pueden ser considerados como religión; pero no puede existir ya ninguna duda de que es aquí donde hay que buscar el punto de partida de todas las concepciones religiosas.
La verdadera religión comienza con la alianza del hombre y del espíritu, expresada en el culto. Para los primitivos, el espíritu o el alma no es un concepto abstracto, sino una noción absolutamente corpórea. Por eso es muy natural que traten de vencer a los espíritus mediante pruebas palpables de su devoción y su sumisión. Nació así en su cerebro la idea del sacrificio, y como la experiencia les puso por delante que la vida del animal muerto o del enemigo asesinado deja el cuerpo con la sangre que mana de las heridas, supieron desde temprano ya que la sangre es verdaderamente una substancia muy singular. Esa comprobación dió también su carácter esencial a la idea del sacrificio. El sacrificio sangriento fue seguramente la primera forma de sacrificio, pues estaba condicionado además por la calidad de cazadores de los hombres primitivos. La idea del sacrificio sangriento, que corresponde sin duda a las expresiones más antiguas de la conciencia religiosa, persiste en los grandes sistemas religiosos del presente. La transformación simbólica del pan y del vino, en la misa cristiana, en la carne y la sangre de Cristo, es prueba de ello.
El sacrificio se convirtió en el centro de todas las prácticas y solemnidades religiosas; éstas se expresaron en conjuros, danzas y cánticos y se erigieron poco a poco en un ritual determinado. Es muy probable que el culto al sacrificio tuviese primero un carácter puramente personal; todo individuo impulsado por su necesidad, podía hacer la ofrenda; pero esa condición no ha debido prolongarse mucho tiempo, siendo luego practicado el sacrificio por un sacerdote profesional al modo de los chamanes, curanderos, adivinos, gangas, etc. La evolución del fetichismo al totemismo, como denomina una palabra india a la creencia en una divinidad tribal, que se encarna de ordinario en un animal del que la tribu deriva su origen, ha favorecido mucho el desarrollo de una clase sacerdotal de agoreros. Pero así recibió la religión un carácter social que no había tenido hasta entonces.
Considerada la evolución de la religión a la luz de su propio desarrollo, se llega a la convicción de que son dos los fenómenos que determinan su esencia: La religión es primeramente el sentimiento de la dependencia del hombre ante poderes superiores desconocidos. Para congraciarse con esos poderes y preservarse contra sus influencias funestas, el instinto de conservación del hombre impulsa a la búsqueda de medios y caminos que ofrezcan la posibilidad de conseguir ese propósito. Así surge el rito, que da a la religión su carácter externo.
Se ha supuesto, lo que tiene a su favor algunas probabilidades, que la idea del sacrificio se puede atribuir realmente al hecho que, en las agrupaciones humanas de la prehistoria, existía ya la costumbre de ofrecer a los jefes de la tribu o caudillos regalos voluntarios o forzosos. Pero, sin embargo, nos parece demasiado atrevida la afirmación de que el hombre primitivo no habría caído nunca en la idea del sacrificio sin esa costumbre. De cualquier modo las concepciones religiosas tan sólo pudieron aparecer cuando en el cerebro humano nació el interrogante sobre el por qué de las cosas. Esto último presupone ya un desarrollo espiritual considerable. Por eso hay que presumir que pasó un largo periodo antes de que ese problema pudiera preocupar al espíritu humano. La representación que el hombre primitivo se formó del ambiente circundante, fue primero de naturaleza puramente sensible, lo mismo que el niño percibe los objetos de su ambiente primero de un modo sensible y se sirve de ellos mucho antes de que se le presente el problema de la causa de su existencia. Además, todavía existe en muchas poblaciones salvajes la costumbre de hacer participar a los espíritus de los muertos en la comida, y casi todas las festividades de las tribus primitivas están ligadas al rito de la ofrenda. De ahí que sea muy posible que la idea del sacrificio como ofrenda haya podido nacer también sin una costumbre social previa de naturaleza afín.
Como quiera que sea, la verdad es que en todos los sistemas religiosos que surgieron en el curso de los milenios, se reflejó la condición de dependencia del hombre ante un poder superior al que dió vida su propia fuerza imaginativa y del cual se convirtió luego en un esclavo. Todas las divinidades tuvieron su época, pero la religión misma ha persistido inmutable en su esencia, a pesar de las transmutaciones de sus formas externas. Fue siempre a la ilusión a la que se sacrificó el verdadero ser del hombre como víctima; el creador se convirtió en el siervo de su propia creación, sin que hubiese llegado a su conciencia siquiera la tragedia interior de ese hecho. Sólo porque en el más profundo núcleo esencial de toda religión no se ha operado nunca un cambio, pudo el conocido pedagogo religioso alemán Konig escribir todavía hoy en su manual para la enseñanza religiosa católica estas palabras: La religión, en general, es el reconocimiento y la veneración de Dios, y sobre todo la relación del hombre con Dios como su amó supremo.
Así la religión estuvo confundida ya desde sus primeros comienzos precarios, del modo más intimo, con la noción del poder, de la superioridad sobrenatural, de la coacción sobre los creyentes, en una palabra, con la dominación. La moderna investigación filológica ha podido comprobar precisamente en numerosos casos que hasta los nombres de las diversas divinidades coinciden originariamente con aquellos conceptos en que se encarna la representación del poder. No en vano sostienen su origen divino todos los representantes del principio de autoridad, pues la divinidad se les presenta como la encarnación de todo poder y de toda fortaleza. Ya en los mitos más primitivos aparecen héroes, conquistadores, legisladores, antepasados de tribus como divinidades o semidioses, pues su grandeza o superioridad no podría ser más que de origen divino. Pero así llegamos a la causa más profunda de todo sistema de dominio y comprobamos que toda política, en última instancia, es religiosa y como tal pretende mantener al espíritu del hombre remachado en las cadenas de la dependencia.
Si el sentimiento religioso há sido ya en sus primeros comienzos solamente un reflejo abstracto de las condiciones terrestres del poder, como han sostenido Nordau Y otros, éste es un problema sobre el que se puede discutir. El que se imagina el estado primitivo de la humanidad únicamente como la guerra de todos contra todos, según hicieron Hobbes y sus numerosos sucesores, estará muy inclinado a ver, en el carácter maligno y violento de las divinidades originarias, un fiel retrato de los caudillos despóticos y de los jefes hábiles en la guerra, que llevaban el temor y el terror a sus propios compañeros de tribu y a los grupos humanos extraños. Hasta no ha mucho hemos considerado a los actuales salvajes de una manera muy parecida, como individuos pérfidamente crueles, que sólo pensaban en el asesinato y en el robo. Hasta que los hallazgos repetidos de la moderna etnología, en todo el globo, nos demostraron lo falsa que es esa interpretación.
El hecho de que el hombre primitivo se imagine sus espíritus y sus dioses por lo general tan violentos y terroríficos, no debe atribuirse absolutamente a los modelos terrenales. Todo lo desconocido, inaccesible para la simple razón, obra de manera siniestra y amedrentadora sobre el espíritu. De lo siniestro a lo horripilante y amedrentador no hay mil que un paso. Tal ha debido ser el caso en aquellos lejanos tiempos, cuando la fuerza de imaginación del hombre no había sido influída todavía por milenios de experiencias para incitarle a lógicas conclusiones opuestas. Pero aun cuando no toda noción religiosa haya de atribuirse al ejercicio del poder terrenal, es indudable que, en épocas posteriores del desenvolvimiento humano, las formas externas de la religión han sido determinadas muchas veces por las necesidades de poder de los individuos o de pequeñas minorías en la sociedad.
Toda dominación de determinados grupos humanos sobre otros partió del deseo de apropiarse de los productos del trabajo, de las herramientas o de las armas de éstos, o de expulsarles de un cierto territorio que pareció a los atacantes más ventajoso para la obtención del sustento vital. Es muy probable que los vencedores se contentasen largo tiempo con esa simple forma de robo y que aniquilasen a los adversarios en caso de encontrar resistencia. Hasta que, poco a poco, se comprendió que era más conveniente hacer a los vencidos tributarios o someterles a un nuevo orden de cosas, gobernando sobre ellos, y echando así el fundamento de la esclavitud. Esto era tanto más fácil cuanto que la solidaridad mutua no se extendía más allá de los miembros de la misma tribu y encontraba sus límites en ella. Todos los sistemas de dominio han sido originariamente dominaciones por extraños; los vencedores formaban una casta privilegiada especial que subyugaba a los vencidos. Regularmente eran tribus nómadas de cazadores las que imponían su dominio a aglomeraciones ya sedentarias y agrícolas. La caza, que exigía energía y resistencia continuas, hizo al hombre naturalmente guerrero y amigo del botín, lo que, en el fondo, es la misma cosa. Pero el agricultor, ligado al hogar y a la tierra, y cuya vida transcurre, por término medio, sin peligros y pacíficamente, no es en general amigo de las contiendas violentas. Por eso no resiste sino en raras ocasiones los ataques de las tribus guerreras y se somete bastante fácilmente cuando la dominación extranjera no es demasiado opresiva.
Pero el vencedor que ha probado una vez la dulzura del poder y ha comprendido las ventajas de sus resultados económicos, se embriaga fácilmente con el ejercicio del mando. Todo triunfo le incita a nuevas empresas; pues. está en la esencia de todo poder que sus usufructuarios aspiren continuamente a ensanchar la esfera de su influencia y a imponer su yugo a los pueblos más débiles. Así surgió, poco a poco, una casta especial para la cual la guerra y la dominación sobre los demás se convirtió en oficio. Pero ninguna dominación pudo, a la larga, apoyarse sólo en la violencia bruta. Esta puede ser, a lo sumo, el instrumento inmediato de la subyugación de los hombres, pero por sí sola, sin embargo, no puede nunca eternizar el poder de individuos o de toda una casta sobre grandes agrupaciones humanas. Por eso hace falta más, hace falta la creencia del hombre en la inevitabilidad del poder, la creencia en la misión divina de éste. Y tal creencia arraiga, en lo profundo de los sentimientos religiosos del hombre y gana en fuerza con la tradición. Pues sobre todo lo tradicional flota el brillo transfigurador de las nociones religiosas y de la sumisión mística.
Por esta causa los vencedores impusieron frecuentemente a los vencidos sus propios dioses, reconociendo que una unificación de los ritos religiosos no podía menos de ser provechosa para su poder. Por lo general, nada les importaba que los dioses de los subyugados continuasen una existencia ostensible, mientras no fuesen peligrosos para su dominio y se situasen ante la nueva divinidad en calidad de subordinados. Pero esto sólo podía ocurrir si los sacerdotes favorecían la dominación de los vencedores o si compartían ellos mismos sus aspiraciones politicas, como aconteció frecuentemente en la historia. Se puede evidenciar perfectamente la influencia politica en la formación religiosa ulterior de los babilonios, de los caldeos, de los egipcios, de los persas, de los hindúes y de muchos otros. El famoso monoteísmo de los judíos se puede referir también a las aspiraciones politicas unitarias de la monarquía naciente.
Todos los sistemas de dominio y las dinastías de la antigüedad derivaron su origen de una divinidad, pues sus representantes comprendieron a tiempo que la creencia de los súbditos en el origen divino del amo es el fundamento más consistente de toda especie de poder. El temor de Dios fue siempre la condición espiritual de toda sumisión voluntaria; sólo eso es lo que importa, pues esta sumisión constituyó en todo instante el fundamento eterno de la tiranía, cualquiera que haya sido la máscara con que se manifestase. Pero la sumisión voluntaria no se puede imponer con los solos medios físicos; sólo puede ser producida por la creencia en la identidad divina del soberano. Por eso el propósito principal de toda politica, hasta aquí, fue despertar esa creencia en el pueblo y afianzarla psicológicamente. La religión es el principio más vigoroso en la historia; ata el espíritu del hombre y constriñe su pensamiento a determinadas formas, de tal manera que se inclina habitualmente por la conservación de lo tradicional y mira con desconfianza toda innovación. Pues el temor interior a sumirse en lo infinito encadena a los hombres a las viejas formas de lo existente. Louis de Bonald, el implacable defensor del principio del absolutismo, ha comprendido bien las relaciones entre la religión y la política cuando esaibió estas palabras:
Dios es el poder soberano sobre todos los seres, el hombre-dios es el poder sobre la humanidad entera, el jefe del Estado es el poder sobre todos los súbditos, el jefe de familia es el poder en su hogar. Pero como todo poder ha sido creado a imagen de Dios y procede de Dios, todo poder es absoluto.
Todo poder procede de Dios; toda dominación, de acuerdo con su más íntima esencia, es divina. Moisés recibe directamente de las manos de Dios las tablas de la ley, que comienzan así: Yo soy el Séñor. tu Dios; no debes tener otros dioses junto a mí, palabras que sellaron la alianza del Señor con su pueblo.
La famosa piedra en que han sido eternizadas las leyes de Hamurabi, que transmitieron el nombre del rey babilonio a través de los milenios, nos muestra a ese rey ante la faz del dios del Sol. Pero la introducción que precede a la redacción de las leyes comienza así:
Cuando Anu, el sublime, rey de Anunaki, y Bel, rey del cielo y de la tierra, que lleva en sus manos el destino del mundo, concedieron al divino señor de la ley las ofrendas de la especie humana a Marduk, primogénito de Ea, lo engrandecieron entre los Igigi. Proclamaron su magnifico nombre en Babilonia, que es respetado en todos los paises que le destinaron como reino imperecedero como el cielo y la tierra. Después Anu y Bel fecundaron el cuerpo de la humanidad, pues me han elegido a mi, Hamurabi, soberano glorioso y sumiso a Dios, para que haga justicia en la tierra, extirpe a los malos y a los perversos, impida a los fuertes oprimir a los débi1es y, como el dios Sol, irradie luz sobre los hombres de cabeza negra e ilumine la tierra.
En Egipto, donde el culto religioso, bajo la influencia de una poderosa casta sacerdotal, se hizo notar en todas las instituciones sociales, la divinización del soberano adquirió formas extravagantes en extremo. El faraón o rey de sacerdotes no sólo era el representante de Dios en la tierra, sino que él mismo era una divinidad y disfrutaba de honores divinos. Ya en la época de las seis primeras dinastías fueron considerados los reyes hijos de Ra, dios del Sol. Chufu. bajo cuyo reinado se construyó la gran pirámide, se denominaba Hor encarnado. En una gruta de Ibrim es representado el rey Amenhotep III como Dios en el círculo de otros dioses. El mismo soberano hizo construir el templo de Soleh, donde se rendía veneración religiosa a su propia persona. Cuando su sucesor Amenhotep IV prohibió luego en Egipto la adoración a otras divinidades y elevó a la categoría de religión de Estado el culto al dios solar Aton, viviente en la persona del rey, hubo sin duda motivos políticos que le movieron a ello. La unidad de la creencia tenía que coadyuvar a la unidad del poder terrenal en manos del faraón.
En el viejo Código de Maná está escrito:
Dios ha creado al rey para que proteja la creación. Con ese fin tomó partes de Indra, del viento, de Jama, del sol, del fuego, del cielo, de la luna y del amo de la creación. Como el rey fue creado con partes de esos amos y dioses, ilumina con su esplendor a todos los seres creados, y, lo mismo que el sol, deslumbra los ojos y los corazones, y nadie puede mirarle a la cara. Es fuego y es aire, sol y luna. Es el Dios del derecho, el genio de la riqueza, el dominador de las olas y el que impera en el firmamento.
En ningún otro país, fuera de Egipto y del Tibet, consiguió una casta sacerdotal, como en la India, semejante poder. Ha impreso su sello a todo el desarrollo social del gigantesco país y por medio de su habilidosa división de la población total en castas, comprimió toda la vida en moldes férreos, tanto más duraderos cuanto que se apoyaban en las tradiciones de la creencia. Ya desde muy temprano los brahmanes concertaron una alianza con la casta de los guerreros, para dividirse con ellos el poder sobre los pueblos de la India, procurando siempre la casta sacerdotal que el verdadero poder quedase en sus manos y el rey sirviese sólo de instrumento a sus designios. Ambos, sacerdotes y guerreros, eran de origen divino. El brahmán nació de la cabeza de Brahma, el guerrero de su pecho. Ambos, pues, tenían las mismas aspiraciones y la ley ordenaba que las dos castas deben estar unidas, pues la una no podía privarse de la otra. De esa manera apareció el sistema del césaro-papismo, en el que llega a su expresión más completa la unidad de las aspiraciones del dominio religiosas y políticas.
También en la antigua Persia aparecía el soberano como encarnación viviente de la divinidad. Cuando llegaba a una ciudad, lo recibían los magos en sus túnicas blancas y a los sones de cánticos religiosos. El camino por el cual era conducido se cubría de ramas de mirto y de rosas, y a los lados se colocaban incensarios de plata en que ardían perfumes. Su poder era ilimitado, su voluntad ley suprema, su orden irrevocable, como se dice en el Zendavesta, el libro sagrado de los viejos persas. Sólo en raras ocasiones se mostraba al pueblo, y allí donde aparecía, tenían todos que arrojarse al suelo y ocultar el rostro.
En Persia había también castas y una clase sacerdotal organizada, que, si no poseía el mismo poder ilimitado que en la India, era, sin embargo, la primera del país; sus representantes, como consejeros más próximos del rey, tenían siempre la posibilidad de hacer valer su influencia y de intervenir decisivamente en el destino del reino. Sobre el papel del sacerdote en la sociedad informa un pasaje del Zendavesta, en el que se lee:
Aunque vuestras obras buenas fuesen más numerosas que las hojas de los árboles, que las gotas de la lluvia y las estrellas del cielo o la arena del mar, no os valdrían nada si no fuesen gratas al destur (el sacerdote). Para obtener la benevolencia de ese guía en el camino de la salvación, tenéis que darle fielmente el diezmo de todo lo que poseéis: de vuestros bienes, de vuestras tierras y de vuestros dineros. Si habéis satisfecho al destur lo que le es debido, vuestra alma escapará a los tormentos del infierno; cosecharéis sosiego en este mundo y bienaventuranza en el otro; pues los destures son los maestros de la religión; saben todas las cosas y absuelven a todos los seres humanos.
Fu-hi, llamado por los chinos el primer soberano del Imperio Celeste, que ha debido vivir, según las crónicas, 2800 años antes de nuestra era, es celebrado en el mito chino como ser sobrenatural y es representado. por lo general, como hombre con cola de pescado, con la apariencia de un Tritón. La leyenda lo ha ensalzado como al verdadero animador del pueblo chino, el cual, antes de su llegada, vivía en grupos dispersos, igual que animales en la selva, y tan sólo gracias a él fue llevado hacia el camino del orden social, que tiene su base en la familia y en la veneración de los antepasados. Todas las generaciones dé emperadores que se sucedieron desde entonces en el Imperio del centro, hicieron derivar su procedencia de los dioses. El emperador se llamaba a sí mismo hijo del cielo, y como en China no hubo una casta sacerdotal organizada, el ejercicio del culto, en tanto que se trataba de la religión del Estado, cuya influencia no se extendía propiamente más que a las capas superiores de la sociedad china, estaba también en manos de los altos funcionarios imperiales.
En el Japón, el Mi-kado, la Alta Puerta, fue conceptuado como descendiente de la diosa solar Amaterasu, que se venera en el país como la suprema divinidad. Manifiesta su voluntad por intermedio de la persona del emperador y éste gobierna al pueblo en su nombre. El Mi-kado es la encarnación viviente de la divinidad; por eso su palacio es llamado también miya, es decir, armario de almas. Hasta en la época del shogunado, cuando los jefes de las castas militares ejercieron durante siglos enteros el dominio en el país, y el Mi-kado sólo desempeñaba una función decorativa, quedó intacta la santidad de la persona del emperador a los ojos del pueblo.
De igual modo la fundación del poderoso pueblo incaico, cuya obscura historia ofrece a la investigación moderna tantos enigmas raros, es atribuída por la leyenda a los dioses. La leyenda, dice que Manco Capac, con su mujer Ocllo Huaco, apareció un día entre los nativos de la alta meseta de Cuzco, presentándose como Intipchuri, es decir, como hijo del Sol, e incitándoles a reconocerle por rey. Y les enseñó la agricultura y les procuró muchos conocimientos útiles que les capacitaron para crear una gran cultura.
En el Tibet apareció, bajo la influencia poderosa de una casta sacerdotal sedienta de poder, aquel raro Estado eclesiástico cuya organización interna tiene una semejanza tan singular con el papismo romano, utilizando, como éste, la confesión al oído, el rosario, los incensarios, la veneración de las reliquias y la tonsura de los sacerdotes. Al frente del aparato estatal está el Dalai-Lama y el Bodo-Lama o Pen-tchen-rhin-po-tsche. El primero pasa por encarnación de Gotama, el sagrado fundador de la religión budhista; el último por encarnación viviente del Tsong-kapa, el gran reformador del lamaísmo, a quien se rinden, lo mismo que al Dalai-Lama, honores divinos que se extienden hasta las necesidades físicas más íntimas.
Gengis-Khan, el poderoso soberano mogol, cuyas enérgicas campañas y conquistas llenaron en su tiempo de espanto a medio mundo, utilizó muy prodigiosamente la religión como el medio más adecuado para su política de dominio, aunque él mismo, según todas las apariencias, pertenecía a la clase de los déspotas ilustrados. Para su propia tribu era un descendiente del sol; pero como en su enorme imperio, que se extendía desde los bancos del Dnieper hasta el mar de China, vivían hombres de las más diversas confesiones religiosas, comprendió con fino instinto que su poder sobre los pueblos subyugados, lo mismo que sobre el pueblo central del imperio, sólo podía ser fortalecido por su poder sacerdotal. Su papado solar no bastaba ya. Cristianos nestorianos, mahometanos, budhistas, confucistas y judíos poblaban por millones sus territorios. Debía ser gran sacerdote de toda forma religiosa. Con sus Chamanes nord-asiáticos hizo magia e interrogó al oráculo sobre las hendiduras de paletillas de oveja arrojada al fuego. Los domingos iba a misa, comulgaba con vino y discutía con sacerdotes cristianos. El sábado iba a la sinagoga judía y se presentaba como un erudito, como un cohen. El viernes pronunciaba una especie de selamik y era tan buen califa como después el turco en Constantinopla. Con preferencia era budhista; tenía conversaciones religiosas con lamas, llamó a su lado al gran lama de Satya y quiso, dado que se proponía trasladar el centro de su imperio sobre territorio budhista, al norte de China, llevar a la práctica el grandioso plan político de elevar el budhismo a religión de Estado (1).
¿Y no obró Alejandro de Macedonia, a quien la historia llama el Grande, con igual cálculo y guiado al parecer por los mismos motivos, como mucho después de él Gengis-Khan? Una vez aglutinado el mundo, y tras de haber consolidado su conquista gracias a torrentes de sangre, ha debido sentir que su obra no podía tener consistencia sólo en virtud de la fuerza bruta. Por eso intentó afirmar su dominio en las creencias religiosas de los pueblos vencidos. Así el heleno hizo sacrificios a los dioses egipcios en el templo de Menfis y atravesó con su ejército los desiertos ardientes de Libia para intenogar al oráculo de Júpiter-Ammón en el oasis de Siva. Los sacerdotes complacientes le saludaron como al hijo del gran Dios y le rindieron honores divinos. Así fue convertido Alejandro en una divinidad y se presentó a los persas en su segunda campaña contra Darío como descendiente del poderoso Zeus-Ammón. Únicamente así se explica la sumisión completa del enorme imperio por los macedonios, en un grado que no habían logrado nunca ni los propios reyes persas.
Alejandro se ha servido de ese medio para llevar a cabo sus planes políticos; pero a poco se embriagó con el pensamiento de su identidad divina hasta el punto que no sólo exigía honores divinos de los pueblos subyugados, sino también de los propios conciudadanos, a quienes semejante culto les era extraño, pues no le conocían más que como el hijo de Filipo. La menor contradicción le excitaba hasta la locura y le indujo en más de una ocasión a los crímenes más repugnantes. Su codicia insaciable de un poder cada vez mayor, tonificada por sus triunfos militares, le privó de toda medida para la estimación de la propia persona y le cegó ante toda realidad. Introdujo en su corte el ceremonial de los reyes persas, que simbolizaba la subyugación absoluta de todo lo humano a la voluntad de mando del déspota. En él, el heleno, la megalomanía de la tiranía bárbara llegó a la más alta expresión.
Alejandro fue el primero que trasplantó a Europa el reinado divino, el cesarismo, que hasta allí sólo había prosperado en tierra asiática, donde el Estado se había desarrollado sin el menor control y donde las relaciones internas entre religión y política maduraron más tempranamente. Sin embargo, no hay que deducir de ello que se trata aquí de una cualidad especial de la raza. La difusión que ha encontrado desde entonces el cesarismo en Europa es una demostración notoria de que tenemos que habérnoslas con una especie particular de instinto religioso de veneración, que puede manifestarse, en idénticas condiciones, en hombres de todas las razas y de todas las naciones, aun cuando tampoco se debe negar que sus formas externas están ligadas a las condiciones del ambiente social.
De Oriente han tomado también los romanos el cesarismo y lo han perfecciona\lo de modo tal, que apenas se había conocido antes en ningún otro país. Cuando Julio César se elevó a la categoría de dictador de Roma, intentó afianzar muy pronto su dominio en las representaciones religiosas del pueblo. Derivó su origen de los dioses y declaró a Venus antepasada suya. Toda su aspiración se concentró en su afán de convertirse en el dominador ilimitado del Imperio y al mismo tiempo también en un dios, a quien no unía ninguna relación con los mortales ordinarios. Se colocó su busto entre las estatuas de los siete reyes de Roma, y sus adeptos difundieron intencionalmente el rumor de que el oráculo lo destinó a ser soberano exclusivo del reino para vencer a los partos, que hasta entonces habían resistido a las armas romanas. Su imagen fue colocada entre los dioses inmortales de la pompa circencis. Se le erigió una estatua en el templo del Quirinal, en cuyo zócalo se hizo esta inscripción: Al dios invencible. En Luperci se formó, en su honor, un Collegium y se nombraron sacerdotes especiales al servicio de su divinidad.
El asesinato de César puso un fin repentino a sus planes ambiciosos, pero sus sucesores continuaron su obra y pronto brilló el emperador con la aureola sagrada de la divinidad. Se le erigieron altares y se le rindió veneración religiosa. Calígula, que estaba dominado por ambición de elevarse a la altura del Júpiter capitolino, el supremo dios protector del Estado romano, fundamentó la divinidad de los Césares con estas palabras:
Lo mismo que los hombres cuidan las ovejas y los bueyes sin ser ellos ni ovejas ni bueyes, sino que están, por su naturaleza, por encima de ellos, así también aquellos que han sido erigidos como soberanos sobre los hombres, no son seres humanos como los otros, sino dioses.
Los romanos, que nada encontraron que objetar cuando sus jefes militares, en Oriente y en Grecia, se hacían rendir honores divinos, se rebelaron al comienzo contra el hecho de que se pudiera exigir lo mismo de los ciudadanos romanos; pero se habituaron con prontitud al nuevo orden de cosas, como los helenos en el tiempo de su decadencia social, y sucumbieron formalmente en cobarde humillación. No sólo legiones de poetas y de artistas cantaron himnos de alabanza al divino César continuamente en el país; sino que también el pueblo y el Senado lo soportaron humildemente y con indigna sumisión. Virgilio magnificó al César Augusto en su Eneida de un modo servil, y legiones de otros adeptos siguieron su ejemplo. El astrólogo romano Firmicus Maternus, que vivió bajo el gobierno de Constantino, declaró en su obra De erroribus profanarum religiosum:
Sólo el César no depende de las estrellas. Es el amo del mundo entero, al que dirige por mandato del Dios supremo. Él mismo pertenece al circulo do los dioses, destinado por la divinidad primitiva a la conservación y a la ejecución de todo acontecimiento.
Los honores divinos que se rendían a los emperadores bizantinos se expresan aún hoy en la significación de la palabra bizantino. En Bizancio culminó la adoración religiosa del emperador en el kotau, aquella vieja costumbre oriental que obliga a los simples mortales a arrojarse al suelo y a tocar la tierra con la frente al paso del soberano.
El Imperio romano cayó en ruinas. La locura de poder de sw dominadores, que condujo, en el curso de los siglos, a la extinción de toda dignidad humana en millones de sus súbditos, la espantosa explotación de todos los pueblos oprimidos, y la corrupción creciente en el Imperio entero, habían aplastado moralmente a los hombres, habían matado su sentimiento social y les habían privado de toda fuerza de resistencia. Por eso no pudieron resistir a la larga el asalto de los llamados bárbaros, que amenazaban al poderoso Imperio por todas partes. Pero el espíritu de Roma, como le llamó Schlegel, continuó viviendo, lo mismo que el espíritu del césaro-papismo persistió después de la decadencia de los grandes imperios orientales y envenenó gradualmente la fresca energía indomada de las tribus germánicas, cuyos jefes militares habían adquirido la funesta herencia de los Césares, y Roma continuó viviendo en la Iglesia, que elevó el cesarismo, en la figura del papado, a su perfección más grande, y persiguió con tenaz energía la transformación de la humanidad entera en un rebaño gigantesco y su sometimiento al cetro del supremo sacerdote romano.
Inspiradas en el espíritu romano estuvieron todas las aspiraciones políticas unitarias que adquirieron forma después en la idea alemana del Kaiser, en los imperios poderosos de los Habsburgos, Carlos V y Felipe II, de los Borbones, de los Estuardos y de las dinastías zaristas. La persona del soberano no es venerada ya directamente como Dios, pero es rey por la gracia de Dios, y disfruta de la reverencia muda de sus súbditos, ante quienes aparece como un ser de naturaleza superior. El concepto de Dios se transformó en el curso de los tiempos, lo mismo que el concepto del Estado ha experimentado más de una mutación; pero la esencia íntima de toda religión permaneció intacta, y el núcleo esencial de toda política no ha sufrido tampoco modificaciones. Es siempre el principio del poder, que hicieron valer ante los hombres los representantes de la autoridad celeste y terrenal, y es siempre el sentimiento religioso de la dependencia lo que obliga a las masas a la obediencia. El soberano del Estado no se venera ya en los templos públicos como divinidad, pero dice con Luis XIV: ¡El Estado soy yo! El Estado es la providencia terrestre que vigila a los hombres y conduce sus pasos para que no se aparten del camino recto. Por eso el representante de la soberanía estatal es el supremo sacerdote del poder, que encuentra su expresión en la política, como la encuentra la veneración divina en la religión.
Pero el sacerdote es el intermediario entre los hombres y aquel poder superior de quien el súbdito se siente dependiente y que se convierte para él en una fatalidad. Verdaderamente, la afirmación de Volney, de que la religión es una invención de los curas, apunta más allá del objetivo, pues hubo concepciones religiosas mucho antes que existiera una casta sacerdotal. Además se puede aceptar con seguridad que el sacerdote estaba originariamente convencido él mismo de la exactitud de sus conocimientos. Hasta que surgió en él la idea del poder ilimitado que ponía en sus manos la fe ciega y el temor de sus semejantes, y de las ventajas que podía extraer de todo ello. Así despertó en el sacerdote la conciencia del poder y con ella el afán de dominio, que fue tanto mayor cuanto más se constituyó el sacerdocio como casta especial en la sociedad. Pero de la pasión por el poder se formó la voluntad de poder. Se desarrolló así en el clero una necesidad muy particular. Gracias a ella los sacerdotes intentaron dirigir el sentimiento religioso de los creyentes por determinados carriles y dar a su fe formas que resultaran ventajosas para sus propias aspiraciones de dominio.
Todo poder era primeramente poder sacerdotal, y tal ha perdurado hasta hoy en su más íntima esencia. La historia antigua conoce una cantidad de ejemplos en que el papel del sacedote se unió al del dominador y legislador, fundiéndose en una sola persona. Ya innumerables títulos de soberanos, procedentes de nombres en los que se destaca con toda claridad la función sacerdotal de sus antiguos portadores, indica seguramente el origen común del poder religioso y del temporal. Alexander Ular, en su interesante escrito Die Politik, afirma que el papado no ha hecho nunca política temporal; pero que todo soberano temporal aspiró siempre a hacer política papal, y da en el clavo de la cuestión. Ese es también el motivo por el cual todo sistema de gobierno, sin diferencia de forma, tiene en su esencia un cierto carácter teocrático.
Toda iglesia pretende ensanchar continuamente los límites de sus atribuciones y arraigar en el corazón humano, cada vez más hondamente, el sentimiento de la dependencia. Todo poder temporal está animado por el mismo afán, pues en ambos casos se trata de aspiraciones dirigidas en idéntico sentido. Así como en la religión Dios lo es todo y el hombre nada, en la política el Estado lo es todo y el súbdito nada. Las dos máximas de la autoridad celeste y terrestre, el Yo soy el señor, tu Dios y el Sed sumisos al gobierno, emanan de la misma fuente y están ligadas entre sí como hermanos siameses.
Cuanto más aprendió el hombre a venerar en Dios la suma de toda perfección, tanto más profundamente cayó, siendo el verdadero creador de Dios, en la categoría de mísero gusano, de encarnación viviente de toda insignificancia y de toda debilidad terrenal. Pero los teólogos y los sabios no se cansaron de repetir que es un pecador de nacimiento, que sólo puede salvarse de la condenación eterna por la revelación y la práctica estricta de los mandamientos divinos. Y cuando el antiguo Súbdito, hoy ciudadano, atribuyó al Estado todas las cualidades de la perfección terrena, se degradó a sí mismo a la condición de caricatura de la impotencia y de la minoridad, en cuya cabeza los jurisconsultos y teólogos del Estado amartillaron sin cesar la convicción ignominiosa de que, en el fondo de su ser, está marcado con los obscuros instintos del malhechor nato, que sólo puede ser dirigido por la ley del Estado hacia el sendero de la virtud oficialmente estatuída. La idea del pecado original no sólo se encuentra en la base de todos los grandes sistemas religiosos, sino también en la esencia de toda teoría de Estado. La completa humillación del hombre, la creencia deprimente en la nulidad y en el pecado de la propia existencia, fueron siempre el más fuerte fundamento de toda autoridad divina y temporal. El divino: ¡Tú debes!, y el estatal: ¡Estás obligado!, se complementan del modo más perfecto; mandamiento y ley son sólo expresiones distintas de una misma noción.
Esta es la causa por la que ningún soberano temporal pudo hasta aquí eludir la religión, pues en ella está la condición fundamental del poder en sí. Allí donde los representantes del Estado, por diversos motivos políticos, se han levantado contra un determinado sistema religioso, lo hicieron siempre para introducir otro sistema de creencias que correspondía mejor a sus aspiraciones políticas. Tampoco los llamados gobernantes ilustrados, que no creían en nada, constituyen excepciones. Federico II de Prusia podía sostener siempre que en su Imperio cada cual podía ser venturoso a su propia manera, presumiendo, naturalmente, que esa ventura no restringía absolutamente su poder. La celebrada tolerancia de Federico el Grande habría tenido otro aspecto si sus súbditos, o sólo una parte de ellos, hubiesen tenido lo ocurrencia de obtener su ventura por la reducción de los atributos reales o por la inobservancia de sus leyes, como habían intentado en Rusia los dujoborzes.
Napoleón I, cuando era un joven oficial de artillería, había llamado a la teología, la cloaca de toda superstición y de toda confusión, y sostenía que se debía dar al pueblo, en lugar de catecismo, un manual de geometría; pero se olvidó de todo eso cuando se impuso como emperador de los franceses. No sólo porque, según su propia confesión, tuvo largo tiempo el pensamiento de llegar a la soberanía universal con ayuda del Papa, sino porque se preguntó también si el orden estatal podía tener consistencia sin la religión. A lo que se dió él mismo la respuesta:
La sociedad no puede existir sin la desigualdad de las fortunas, ni la desigualdad de las fortunas sin la religión. Cuando un ser humano muere de hambre junto al que está harto, no podría de ningún modo resignarse si no hubiese un poder que le dijese: Dios lo quiere; aquí en la tierra es preciso que haya pobres y ricos; pero allá en la eternidad, será de otro modo.
La descarada franqueza de esa expresión impresionó tanto más cuanto que procede de un hombre que no creía en nada; pero que tuvo bastante valor para reconocer que ningún poder puede perdurar a la larga si no es capaz de echar raíces en la conciencia religiosa de los hombres.
La estrecha relación entre religión y política no se limita sólo al período fetichista del Estado, cuando el poder público encontraba todavía su expresión suprema en la persona del monarca absoluto. Sería un autoengaño amargo suponer que el moderno Estado jurídico o constitucional habría modificado esencialmente esa condición. Así como en los sistemas religiosos ulteriores el concepto de la divinidad se ha vuelto más abstracto e impersonal, así también la concepción sobre el Estado ha perdido mucho de su antiguo carácter físico en relación con la persona del soberano. Pero aun en los países donde la separación de la Iglesia y el Estado se ha operado públicamente, las relaciones íntimas entre el poder temporal y la religión como tal no han experimentado modificación de ninguna especie. La única diferencia consiste en que los actuales representantes del poder procuran concentrar el instinto religioso de veneración de sus ciudadanos exclusivamente en el Estado para no tener que compartir ese poder con la Iglesia.
Lo cierto es que los grandes precursores del moderno Estado constitucional han acentuado la necesidad de la religión, para la prosperidad del poder estatal, tan enérgicamente como lo habían hecho antes los defensores del absolutismo principesco. Por ejemplo Rousseau, que había inferido heridas incurables a la monarquía absoluta con su Contrato Social, declaró abiertamente:
Para que un pueblo que se forma pueda apreciar las sagradas normas básicas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de Estado, sería menester que el efecto se convirtiera en causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiera a la institución misma, y que los hombres fuesen antes de las leyes lo que han de lleg:u a ser por medio de ellas. Pero como el legislador no puede emplear la fuerza ni la razón, es indispensable que recurra a una autoridad de un orden diferente, que pueda arrastrar sin violencia y sin tener que persuadir.
Esto es lo que obligó en todos los tiempos a los padres de las naciones a recurrir a la intervención del cielo y a honrar a los dioses con su profunda sabiduría, a fin de que los pueblos sometidos a las leyes del Estado como a las de la naturaleza, reconociendo la misma poderosa mano en la formación del hombre que en la del Estado, se sometiesen voluntariamente y aceptasen dócilmente el yugo de la felicidad estatal.
Esta providencia superior, que se eleva por encima del alcance del hombre vulgar, es aquella cuyas decisiones pone el legislador en boca de la divinidad para arrastrar por medio del poder superior a los que no podría alcanzar la sabiduría humana (2).
Robespierre siguió literalmente las indicaciones del maestro y envió a los hebertistas y a los llamados enragés al cadalso, ya que con su propaganda antirreligiosa, que no era propiamente más que antieclesiástica, perjudicaban la dignidad del Estado y socavaban sus fundamentos morales. ¡Pobres hebertistas! Eran tan buenos creyentes como el incorruptible y sus clubs jacobinos, sólo que su instinto de adoración iba en otra dirección y no querían reconocer ningún poder superior al Estado, que para ellos era lo más sagrado. Eran buenos patriotas, y cuando hablaban de la nación estaban animados por el mismo fervor que el católico cuando habla de su Dios. Pero no eran los legisladores del país, y por tanto les faltaba aquella famosa comprensión superior que, según Rousseau, va más allá del alcance del hombre ordinario, y cuyas decisiones hace confirmar el legislador previsoramente por boca de la divinidad.
Robespierre, por supuesto, poseía esa comprensión superior; se sentía 1egislador de la República una e indivisible; por consiguiente reconocía que el ateísmo era un asunto aristocrático y que sus adeptos estaban a sueldo de Pitt. Exactamente lo mismo que los actuales partidarios del bolchevismo, cuando califican de contrarrevolucionario todo pensamiento que no les es grato, para suscitar así el repudio de los creyentes. Pero en tiempos agitados, semejante anatema es peligrosísimo para la vida y equivale a: ¡mátalo, que ha blasfemado!. Así tuvieron que experimentarlo los hebertistas, como muchos otros antes y después de ellos. Eran creyentes, pero no ortodoxos, y la guillotina debía ayudarles a rectificar sus desviaciones, como habían hecho antes las hogueras con los herejes.
En su gran discurso a la Convención en defensa de la creencia en un ser supremo, apenas desarrolló Robespierre un pensamiento propio. Se refirió al Contrato Social de Rousseau, que comentó del modo minucioso que le era habitual. Sentía la necesidad de una religión de Estado para la Francia republicana, y el culto al Ser Supremo debía servirle para poner en boca de la nueva divinidad la sabiduría de su política y darle así el nimbo de la voluntad divina.
La Convención resolvió exponer aquel discurso en todos los rincones de Francia y hacerlo traducir a todos los idiomas para dar a la horrorosa doctrina del ateísmo un golpe de gracia y anunciar al mundo la verdadera profesión de fe del pueblo francés. El Club jacobino parisiense se apresuró a testimoniar su reverencia ante el Ser Supremo en una memoria especial, cuyo contenido, lo mismo que el discurso de Robespierre, tenía su raíz en la ideología rousseauniana, refiriéndose con particular ternura a un cierto pasaje del cuarto libro del Contrato Social, donde se lee:
Hay, por consiguiente, una profesión de fe puramente civil, y la determinación de sus articulos corresponde al jefe del Estado. No se trata aqui, precisamente, de dogmas religiosos, sino de normas generales, sin cuya observancia no se puede ser buen ciudadano ni fiel súbdito. Sin poder forzar a nadie a creerla, puede desterrar del Estado a todo el que no crea en ella, no como un ateo, sino como alguien que quebranta el contrato social, que es incapaz de amar sinceramente las leyes y la justicia y de inmolar, en caso necesario, la vida al deber. Y si alguno, después de reconocer públicamente esos capitulos de la fe ciudadana, se mostrase como incrédulo, merece la pena de muerte, porque ha perpetrado el más grande de todos los crímenes, pues ha jurado en falso premeditadamente ante la ley.
La joven República francesa era un poder apenas nacido, sin tradiciones todavía, y además surgió del derrumbamiento de un viejo sistema de dominación, cuyas hondas raigambres todavía estaban vivas en vastas masas del pueblo. Estaba llamada, por eso, más que cualquier otro Estado, a ahondar su poder en la conciencia religiosa del pueblo. Realmente, los representantes del flamante poder habían adornado el nuevo Estado con atributos divinos y habían hecho del culto a la nación una religión nueva, que llenó a Francia de ardoroso entusiasmo. Se hizo eso en el torbellino de la gran transformación, en cuyas rudas tempestades había de estrellarse un viejo mundo. Pero el torbellino no podía eternizarse, y era de prever la hora en que el enfriamiento de las pasiones dejaría el puesto a las consideraciones críticas. A esa nueva religión le faltaba algo: la tradición, que es uno de los elementos más importantes en la formación de la conciencia religiosa. Se trataba, pues, de un acto de razón de Estado cuando Robespierre expulsó del templo a la diosa Razón para suplantarla por el culto al Ser Supremo, a fin de proporcionar a la República una e indivisible la necesaria aureola sagrada.
También la Historia más reciente nos muestra ejemplos típicos de esta especie. Piénsese en la alianza de Mussolini con la Iglesia católica. Robespierre no ha puesto nunca en tela de juicio la existencia de Dios, lo mismo que Rousseau. Pero Mussolini era un ateo declarado y un rabioso enemigo de toda creencia eclesiástica, y también el fascismo, siguiendo las tradiciones anticlericales de la burguesía italiana, se presentó al principio como adversario declarado de la Iglesia. Pero, como hábil teólogo de Estado, reconoció bien pronto Mussolini que su poder sólo tendría consistencia si conseguía afirmarse en el sentimiento de dependencia de sus súbditos y darle, exteriormente, un carácter religioso. Por esta razón hizo del más extremo nacionalismo una religión nueva que, en su exclusividad egoísta y en su separación violenta de las demás agrupaciones humanas, no reconocía ningún ideal superior al del Estado fascista y su profeta, el Duce.
Como Robespierre, también sintió Mussolini que su doctrina carecía de tradición y su reciente poder todavía no proyectaba sombras; esto le hizo precavido. La tradición nacional de Italia no era favorable a la Iglesia. No se había olvidado aún que el papado había sido alguna vez el enemigo ma peligroso del movimiento de unidad nacional, que sólo pudo realizarse después de una lucha abierta con el Vaticano. Pero los hombres del Risorgimento y los creadores de la unidad nacional de 1talia no eran propiamente antírreligiosos. Su politica era anticlerical, porque la actitud del Vaticano les había impulsado a eUo, pero no eran en manera alguna ateos. El furioso anticlerical Garibáldi, que escribió en el prefacio de sus Memorias estas palabras: El sacerdote es la encarnación de la mentira; pero el mentiroso es un ladrón, el ladrón un asesino, y podría señalar al pero otras bajas cualidades todavía, incluso Garibaldi era un hombre profundamente religioso, no sólo por sus aspiraciones nacionales: toda su interpretación de la vida arraigaba en la creencia en Dios. Así decía el séptimo articulo de aquellos doce que presentó en 1867 al Congreso de la Liga de la Paz y de la Libertad en Ginebra: El Congreso hace suya la religión de Dios, y cada uno de sus miembros se compromete a contribuir a difundirla sobre toda la tierra.
Pero Mazzini, el jefe de la Joven Italia, y, junto a Garibaldi, la figura más saliente en la lucha por la unidad italiana, estaba en todas las raíces de su alma penetrado de la más honda fe religiosa: Su concepción entera del mundo era una rara mezcolanza de ética religiosa y de aspiraciones políticonacionales, que, a pesar de su exterior democrático, eran de naturaleza completamente autoritaria. Su lema: Dios y pueblo, era justamente simbólico de los objetivos que perseguía, pues la nación era para él un concepto religioso que intentó adaptar a los cuadros de una Iglesia política.
Mussolini, y con él numerosos jefes del fascismo italiano, no se encontraban en esa deplorable situación. No sólo habían combatido rabiosamente a la Iglesia, sino también a la religión como tal. Semejante pasado molesta, especialmente en un país cuya capital, desde hace muchos siglos, es centro de una poderosa Iglesia que tiene a su disposición millares de órganos, dispuestos siempre, ante una orden de arriba, a mantener despierto en el pueblo el desacreditado pasado del amo del Estado fascista. Era por tanto más aconsejable reconciliarse con ese poder. Pero la cosa no era tan sencilla, pues entre el Vaticano y el Estado italiano estaba el 20 de septiembre de 1870, cuando las tropas de Víctor Manuel entraron en Roma y pusieron fin al poder temporal del Estado eclesiástico. Sin embargo, Mussolini estaba dispuesto a todo sacrificio. Para comprar la paz con el Vaticano, restableció, aun cuando sólo en formato mínimo, el Estado pontificio, indemnizó al Papa financieramente por la injusticia que se había cometido con uno de sus antecesores, reconoció el catolicismo como religión de Estado y entregó al clero una parte considerable de los establecimientos públicos de educación.
No fueron seguramente motivos religiosos o morales los que habían incitado a Mussolini a dar ese paso, sino meras consideraciones políticas de dominio. Necesitaba un apoyo moral para sus planes imperialistas y hubo de preocuparse especialmente de despejar la desconfianza que le oponía el extranjero. Por eso buscó el contacto con aquel poder que había resistido todos los embates del tiempo y cuya poderosa organización, que abarca el mundo entero, podía en ciertas circunstancias serle muy peligrosa. Si el resultado salió tal como lo había calculado, es un problema que no nos interesa aquí. Pero el hecho que haya tenido que ser el Duce omnipotente el que abriese las puertas del Vaticano y pusiera fin a la prisión del Papa, es uno de aquellos grotescos acontecimientos de la Historia que mantendrá vivo el nombre de Mussolini más tiempo que todo lo que a ese nombre pueda referirse. También el fascismo tuvo, al fin, que llegar a la persuasión de que con el aceite de recino, el asesinato y los pogroms -por necesarios que hayan podido parecer esos medios al Estado fascista en su política interior- no se cimenta un poder durable. Por eso olvidó Mussolini por un tiempo el milagro fascista, del que ha renacido supuestamente el pueblo italiano, para que Roma vuelva a ser por tercera vez el corazón del mundo, y buscó una alianza con un poder cuya fuerza misteriosa arraiga en su tradición milenaria, y que, justamente por eso, es tan difícilmente conmovible.
En Alemania, donde los representantes del fascismo victorioso no poseían ni la capacidad de adaptación ni la visión habilidosa de Mussolini, y creían, en su torpe negación de los hechos reales, poder transformar toda la vida de un pueblo de acuerdo con la arbitrariedad de anémicas teorías, tuvieron que pagar caramente ese error. Es verdad que también reconocieron Hitler y sus consejeros espirituales que el llamado Estado totalitario debía afianzarse en las tradiciones de las masas para tener consistencia; pero lo que ellos llamaban tradiciones eran, en parte, fantasmas cerebrales de su imaginación enferma, y en parte conceptos que habían muerto desde hada muchos siglos para el pueblo. También los dioses envejecen y han de morir para que ocupen su puesto otros que correspondan mejor a las necesidades de la creencia del tiempo. El Wotan ciclópeo y la amorosa Freia, con las manzanas de oro de la vida, no son más que sombras de épocas desaparecidas y no pueden ser resucitados a nueva vida por ningún mito del siglo XX. Por eso era infinitamente vana y vergonzosamente estéril la ilusión de un nuevo cristianismo alemán sobre base germánica.
No fue en manera alguna el carácter violento y reaccionario de la política de Hitler lo que movió a centenares de sacerdotes protestantes y católicos a resistir contra la Gleichschaltung de la Iglesia; era la firme convicción de que esa empresa descabellada tenía que naufragar inevitablemente, y había bastante inteligencia para no asumir una responsabilidad cuyas consecuencias podían ser funestas para la Iglesia misma. De nada valió a los representantes del Tercer Reich el internamiento en campos de concentración de los sacerdotes refractarios y el exterminio, en las jornadas sangrientas de junio, de algunos de los representantes más distinguidos del catolicismo alemán, al modo gangsteriano; no pudieron conjurar la tempestad, y, finalmente, hubieron de ceder. Hitler, que logró exterminar en algunas semanas al movimiento obrero alemán, que sumaba millones de miembros, encontró aquí la primera resistencia, contra la cual Wotan en nada pudo ayudarlo. Fue la primera derrota de su política interior, y sus consecuencias no pueden calcularse todavía, pues los dictadores superan un fracaso más difícilmente que los otros gobiernos.
Más grotescamente que en la Italia fascista se desarrollaron las cosas en Rusia bajo la famosa dictadura del proletariado. Cuando apareció en 1936 la primera edición de esta obra, todavía estaba en vigor en la patria roja del proletariado la frase de Marx que califica a la religión como opio para el pueblo, y la Asociación de los ateos se esforzaba por todos los medios por llevar esa convicción al pueblo. Desde entonces el gobierno ruso ha reintegrado a la iglesia en sus derechos y reconoció al patriarca Sergio como cabeza de la iglesia. La Asociación de los ateos fue liquidada y no perturba ya la paz entre el Estado y la iglesia. No solamente eso: la Internacional no es ya el himno nacional del pueblo ruso. El internacionalismo de los viejos bolchevistas tuvo que ceder el campo a las consideraciones nacionales y en los nuevos libros de texto para la juventud son ensalzados como defensores de las aspiraciones nacionales los déspotas como Iván el Terrible y Pedro el Grande.
Pero la Iglesia ortodoxa con sus cien millones de creyentes, que posee muchos adeptos también en Rumania, Bulgaria, Servía y Grecia, es una aliada en las aspiraciones políticas de dominio de Rusia, cuyo poder sabe estimar muy bien un político realista tan frío como Stalin. Lo mismo que Mussolini, también reconoció Stalin con Voltaire que, si Dios no existiese, habría necesidad de inventarlo. Si no ya por el triunfo de la iglesia, como fundamento psicológico para la providencia terrenal del Estado, aun cuando ese Estado se califique como dictadura proletaria.
Notas
(1) Alexander Ular: Die Politik; Frankfurt a/M., 1906, pág. 44.
(2) Jean Jacques Rousseau: Le contrat social; segundo libro, cap. 7.
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