Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO


CAPÍTULO TERCERO

LA LUCHA ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO

SUMARIO

El principio fundamental del poder.- Cristianismo y Estado.- El papismo.- La ciudad de Dios de san Agustín.- La Iglesia sagrada.- La lucha por la dominación mundial.- Gregorio VII.- Inocencio III.- Efecto del poder sobre sus representantes.- Roma y los germanos.- Cesarismo germánico.- La lucha por Roma.- La dominación extranjera.- La decadencia de las viejas instituciones sociales. Aristocracia y realeza.- Sistema de servidumbre y de esclavitud.- El imperio de los francos.- Carlomagno y el papado.- La lucha entre emperador y Papa.




Todo poder está inspirado por el deseo de ser único, pues, según su esencia, se siente absoluto y se opone a toda barrera que le recuerde las limitaciones de su influencia. El poder es la conciencia de la autoridad en acción; no puede, como Dios, soportar ninguna otra divinidad junto a sí. Esta es la razón por la cual se entabla una lucha por la hegemonla tan pronto como aparecen juntos diversos grupos de poder o están obligados a girar unos junto a otros. Cuando un Estado ha alcanzado la fuerza que le permite hacer uso decisivo de sus medios de poder, no se da por satisfecho hasta obtener la posición de predominio sobre todos los Estados vecinos y hasta imponer a éstos su voluntad. Sólo cuando no se siente aún bastante fuerte, se muestra dispuesto a concesiones; pero en cuanto se siente bastante poderoso, no deja de recurrir a ningún medio para ensanchar los límites de su dominación. Pues la voluntad de poder sigue sus propias leyes, que incluso puede enmascarar, pero nunca podrá negar.

La aspiración a unificarlo todo, a someter todo movimiento social a una voluntad central, es el fundamento de todo poder, y es indiferente que se trate de la persona de un monarca absoluto de tiempos pasados, de la unidad nacional de una representación popular elegida constitucionalmente o de las pretensiones centralistas de un partido que ha inscrito en sus banderas la conquista del poder. El principio de la reglamentación de toda actividad social según determinada norma, inaccesible a cualquier modificación, es la condición previa inevitable de toda voluntad de poder. De ahí nace el impulso hacia los símbolos exteriores que ponen ante los ojos la unidad palpable de la expresión del poder, en cuya grandeza mística puede echar raíces la muda reverencia del bravo súbdito. Eso lo ha reconocido muy bien De Maistre cuando dijo: Sin Papa no hay soberanía; sin soberanía no hay unidad; sin unidad no hay autoridad; sin autoridad no hay creencia.

¡Sí, sin autoridad no hay creencia, no hay sentimiento de dependencia del hombre ante un poder superior, en una palabra, no hay religión! Y la fe crece con la magnitud del campo de influencia sobre el cual impera la autoridad. Los dueños del poder están siempre animados por el deseo de extenderlo y, si no están en condiciones de demostrarlo, han de aparentar al menos ante los súbditos la infinitud de esa influencia para fortificar su fe. Los títulos fantásticos de los déspotas orientales son un ejemplo.

Pero donde la posibilidad existe, los representantes del poder no se contentan únicamente con los titulos laudatorios: intentan más bien obtener con todos los medios de la astucia diplomática y de la fuerza brutal un ensanchamiento de su dominio a costa de otros grupos de poder. Aun en los más pequeños órganos de poder dormita, como una chispa oculta, la voluntad de dominio universal; y si sólo en casos especialmente favorables llega a ser llama devoradora, permanece, sin embargo, viva, aun cuando no sea más que como secreta expresión del deseo. Tiene profundo sentido la descripción que nos hace Rabelais en su Gargantúa del rey Picrocholo de Doudez, a quien la suave condescendencia de su vecino Grandgousier hace inflar hasta el punto que, deslumbrado por los insensatos consejos de su consejero, se siente ya casi un nuevo Alejandro. Mientras el dueño del poder vea ante sí cualquier territorio que no se doblegó aún a su voluntad, no se dará por satisfecho; pues la voluntad de poder es una exigencia que nunca se satisface y que con cada triunfo crece y adquiere más fuerza. La leyenda del Alejandro entristecido que estalla en lágrimas porque no le queda en el mundo nada por conquistar, tiene significación simbólica y nos muestra el germen más profundo de todas las aspiraciones de dominio.

El sueño de erigir un imperio universal no es sólo un fenómeno de la historia antigua; es el resultado lógico de toda actividad del poder y no está ligado a determinado periodo. Desde la introducción del cesarismo en Europa no ha desaparecido nunca del horizonte político el pensamiento de la dominación universal, aun cuando ha experimentado, por la aparición de nuevas condiciones sociales, algunas mutaciones. Todos los grandes ensayos para realizar instituciones universales de dominio, como el desarrollo paulatino del papado, la formación del imperio de Carlomagno, los objetivos que fundamentaron las luchas entre el poder imperial y el papal, la aparición de las grandes dinastías en Europa y la competencia de los ulteriores Estados nacionales por el predominio europeo, se han hecho de acuerdo con el modelo romano. Y en todas partes se produjo la reagrupación política y social de todos los factores de dominio de acuerdo con el mismo esquema, característico de la génesis de todo poder.

El cristianismo había comenzado como movimiento revolucionario de masas y desintegró, con su doctrina de la igualdad de todos los seres ante la faz de Dios, los fundamentos del Estado romano. De ahí la espantosa persecución contra sus adeptos. No era la novedad de la creencia lo que sublevó a los potentados romanos contra los cristianos; lo que querian suprimir eran los postulados antiéstatales de la doctrina. Aun después que Constantino había declarado al cristianismo como religión del Estado, persistieron largo tiempo las aspiraciones originarias de la doctrina cristiana en los quiliastas y en los maniqueos, aunque éstos no pudieron ejercer ya influencia decisiva en el desarrollo ulterior del cristianismo.

Ya en el siglo tercero se había adaptado el movimiento cristiano completamente a las condiciones existentes. El espíritu de la teología había triunfado sobre las aspiraciones vivientes de las masas. El movimiento había entrado en estrecho contacto con el Estado, al que había combatido antes como reino de Satán, y bajo su influencia adquirió ambiciones de dominio. Así surgió de las comunidades cristianas una Iglesia, que mantuvo fielmente la idea de poder de los Césares, cuando el Imperio Romano cayó en ruinas ante los embates de la gran emigración de los pueblos.

La sede del obispo de Roma, en el propio corazón del Imperio mundial, le dió desde el comienzo una posición de predominio sobre todas las otras comunidades cristianas. Pues Roma siguió siendo, aun después de la descomposición del Imperio, el corazón del mundo, su punto central, en el que vivía la herencia de diez a quince culturas, herencia que hizo gravitar su hechizo sobre el mundo. Desde allí fueron también domadas las fuerzas vírgenes de los llamados bárbaros del Norte, bajo cuyo ímpetu vigoroso se deshizo el Imperio de los Césares. La nueva doctrina del cristianismo ya falseado, aplacó su impulso salvaje, puso ligaduras a su voluntad y mostró nuevos caminos a la ambición de sus jefes, que vieron abrirse insospechadas posibilidades a sus anhelos de poder. El papado, en vías de paulatina cristalización, no dejó de aprovechar para sus propios objetivos, con hábil cálculo, las energías vírgenes de los bárbaros, echando con su ayuda los cimientos de un nuevo imperio mundial que habría de dar por muchos siglos una determinada dirección a la vida de los pueblos europeos.

Cuando Agustín se dispuso a exponer sus ideas en la Ciudad de Dios, el cristianismo había hecho ya una completa mutación interna. De movimento antiestatal que era, se había convertido en religión reafirmadora del Estado, habiendo aceptado una cantidad de elementos extraños en su seno. Pero la joven Iglesia irradiaba todavía con todos sus colores; le faltaba la aspiración sistemática hacia una gran unidad política de dominio que se orientase conscientemente, y con plena convicción, hacia el objetivo estrictamente definido de una nueva dominación mundial. Aguastín le dió ese objetivo. Comprendió la enorme disensión de la época, vió cómo millares de fuerzas pugnaban por mil diversos fines, cómo remolineaban en el caos, cómo se desperdigaban a todos los vientos o se malograban infecundamente por falta de objetivo y dirección. Después de algunas oscilaciones, llegó a la convicción de que faltaba a los hombres un poder unitario que pusiera fin a toda resistencia y fuese capaz de aprovechar todas las fuerzas dispersas en pro de un objetivo superior.

La Ciudad de Dios de Agustín no tenía ya nada de común con la doctrina original del cristianismo. Justamente por eso pudo esa obra llegar a ser la base teórica de una concepción católica del mundo y de la vida, que hizo depender la redención de la humanidad doliente de las consideraciones políticas de dominio de una Iglesia. Agustín sabía que la posición dominadora de la Iglesia debía echar hondas raíces en la fe de los hombres si quería tener solidez. Y se esforzó por dar a esa creencia una base que no pudiera conmover ninguna sutileza de la razón. Así se convirtió en el verdadero fundador de aquella interpretación teológica de la historia, que atribuye todo lo que ocurre entre los pueblos de la tierra a la voluntad de Dios, sobre la cual el hombre no puede tener ninguna influencia.

Si el cristianismo de los primeros siglos había declarado la guerra a las ideas fundamentales del Estado romano y a sus instituciones, y se hizo objeto, por eso, de todas las persecuciones de ese Estado, proclamó Agustín que el cristianismo no estaba obligado a oponerse al mal de este mundo, pues todo lo terrestre es perecedero y la verdadera paz sólo se encuentra en el cielo. De ese modo el verdadero creyente no puede condenar tampoco la guerra, sino considerarla más bien cemo un mal necesario; como un castigo que Dios impone a los hombres. Pues la guerra es, como la peste, el hambre y todas las otras plagas, sólo un castigo de Dios para corregir a los hombres, mejorarlos y prepararlos para la bienaventuranza.

Pero para que la voluntad divina sea comprensible para los hombres, se precisa un poder visible por el cual anuncie Dios su sagrada voluntad a fin de llevar a los pecadores por el verdadero camino. Ningún poder temporal está llamado a esa misión, pues el reino del mundo es el reino de Satán, que hay que superar para que llegue a los hombres la redención. Sólo a una sancta ecclesia le está reservada esa sublime tarea, prescrita por Dios mismo. La Iglesia es la única y verdadera representación de la voluntad divina sobre la tierra, la mano ordenadora de la providencia, que hace únicamente lo justo, porque está iluminada por el espíritu divino.

Según Agustín todos los acontecimientos humanos se desarrollan en seis grandes períodos, el último de los cuales ha comenzado con el nacimiento de Cristo. Por ello deben comprender los hombres que la decadencia del mundo es inminente. Y la fundación del reino de Dios en la tierra, bajo la dirección de la sagrada Iglesia apostólica, es por eso más apremiante, para salvar las almas de la condenación y preparar a los seres humanos para el Jerusalem celeste. Pero como la Iglesia es anunciadora única de la voluntad divina, tiene que ser intolerante de acuerdo con su esencia, pues el hombre no puede saber por si mismo lo que es bueno y la que es malo. No debe hacer la menor concesión a la lógica de la razón, pues toda sabiduría es vana, y la sabiduría del hombre no puede resistir ante Dios. Por eso la fe no es medio para el fin, sino fin por si misma; hay que creer por la creencia misma y no se debe uno dejar desviar del camino recto por los sofismas de la razón. Pues la frase que se atribuye a Tertuliano: Credo quia absurdum est (creo, aunque va contra la razón), es exacta y puede librar a los hombres de las garras de Satán.

La concepción agustiniana dominó durante mucho tiempo al mundo cristiano. Sólo Aristóteles disfrutó, a través de toda la Edad Media, de una autoridad parecida. Agustín había infundido a los hombres la fe en un destino inescrutable, fusionando esa fe con las aspiraciones de unidad política dominadora de la Iglesia, que se sintió llamada a restablecer la dominación mundial del cesarismo romano y a hacerla servir a una finalidad muy superior.

Los obispos de Roma tuvieron, pues, una finalidad que trazó amplios límites a su codicia. Pero antes de que ese objetivo pudiera ser alcanzado y antes de que la Iglesia fuera transformada en vigoroso instrumento de una finalidad política de dominio, hubo que hacer comprender a los jefes de las demás comunidades cristianas esas aspiraciones. Mientras no se logró tal cosa, la dominación universal del papado fue sólo un ensueño; la Iglesia tuvo primero que unificarse en sí misma antes de imponer su voluntad a los representantes del poder temporal.

Pero esa tarea no era sencilla, pues las comunidades cristianas fueron durante mucho tiempo agrupaciones autónomas que nombraban por sí mismas sus sacerdotes y dignatarios y podían deponerlos en todo instante si no se mostraban a la altura de su función. Para ello poseía cada comuna el mismo derecho que todas las demás; atendía a sus propios asuntos y era dueña indisputable en su radio de acción. Los problemas que trascendían de las atribuciones de los grupos locales eran ventilados en los sinodos nacionales o en las asambleas de iglesias, que eran elegidos por las comunidades. Pero en cuestiones de fe sólo podía tomar decisiones el Concilio ecuménico o la reunión general de las Iglesias.

La organización originaria de la Iglesia era, pues, bastante democrática, y demasiado libre como para poder servir al papado de base para sus aspiraciones políticas de dominio. Ciertamente los obispos de las comunidades más grandes adquirieron poco a poco una mayor influencia, condicionada por su más vasto circulo de acción. Así se les concedió ya por el concilio de Nicea, en el año 325, un cierto derecho de inspección sobre los jefes de las comunidades menores, nombrándolos metropolitanos o arzobispos. Pero los derechos del metropolitano romano no llegaban más allá de los de sus hermanos; no tenía ninguna posibilidad de mezclarse en sus asuntos, y su ascendiente fue temporariamente bastante mermado, incluso por la influencia del metropolitano de Constantinopla.

La tarea de los obispos romanos estaba, pues, ligada a grandes dificultades, para las que no todos estaban preparados, y han tenido que pasar siglos antes de que pudiera generalizarse su influencia en la mayoría del clero. Esto fue tanto más difícil cuanto que los obispos de algunos países eran a menudo completamente dependientes, en sus atribuciones y derechos feudales, de los representantes del poder temporal. Sin embargo, los obispos de Roma persiguieron su propósito con hábil cálculo y obcecada tenacidad, sin pararse mucho en la elección de los medios, siempre que prometiesen éxito.

Lo inescrupulosamente que se lanzaban los jefes de la silla romana hacia su objetivo, lo demuestra el empleo habilidoso que supieron hacer de las desacreditadas Decretales isidorianas, que el conocido historiador Ranke calificó como una bien conocida, bien realizada, pero sin embargo evidente falsificación, un juicio que apenas podría ser hoy puesto en duda. Pero antes de que se concediera la posibilidad de tal falsificación, aquellos documentos habían realizado ya su misión. En base a ellos fue confirmado el Papa como representante de Dios en la tierra, al que Pedro había dejado las llaves del reino de los cielos. Todo el clero fue sometido a su voluntad; recibió el derecho de convocar concilios, cuyas decisiones podía confirmar o repudiar según su propio criterio. Pero ante todo se proclamó, por las Decretales isidorianas falsificadas, que en todas las disputas entre el poder temporal y el clero la última palabra correspondía al Papa. De ese modo debía ser librado el clero de los fallos jurídicos del poder temporal cómpletamente, para encadenarlo así tanto más a la silla papal. Ensayos de esta especie se habían hecho ya antes. Así declaró el obispo romano Símaco (498-514) que el obispo de Roma no es responsable, fuera de Dios, ante ningún otro juez, y veinte años antes de la aparición de las Decretales isidorianas proclamó el concilio de París (829) que el rey está sometido a la Iglesia y que el poder de los sacerdotes está por encima de todo poder temporal. Las Decretales falsificadas sólo podían tener por objetivo imprimir a las pretensiones de la Iglesia el sello de la validez jurídica.

Con Gregorio VII (1075-85) comienza la verdadera supremacía del papado, la era de la Iglesia triunfante. Fue el primero que hizo valer, con toda amplitud y sin miramientos, el privilegio inalienable de la Iglesia sobre todo poder temporal después de haber trabajado en ese sentido con férrea tenacidad ya antes de su elevación a la silla papal. Introdujo ante todo en la Iglesia misma modificaciones radicales para hacer de ella una herramienta adecuada para sus propósitos. Su severidad inflexible ha conseguido que el celibato de los sacerdotes, propuesto antes de él a menudo, pero nunca practicado, fuese acatado en lo sucesivo. De ese modo se creó un ejército internacional que no estaba ligado por ningún lazo intimo al mundo, y del cual incluso el más insignificante se sentía representante de la voluntad papal. Sus conocidas palabras, según las cuales la Iglesia no se podria emancipar nunca de su servidumbre ante el poder temporal mientras los curas no se emancipasen de la mujer, muestran claramente el propósito que perseguía con su reforma.

Gregorio fue un político inteligente y extremadamente perspicaz, firmemente convencido de la exactitud de sus pretensiones. En sus cartas al obispo Hermann, de Metz, desarrolló su interpretación con toda claridad, apoyándose principalmente en la Ciudad de Dios de Agustin. Partiendo de la suposición que la Iglesia fue instituida por Dios mismo, dedujo que en cada una de sus decisiones se revela la voluntad divina; pero el Papa, como representante de Dios en la tierra, es el anunciador de esa divina voluntad. Por eso toda desobediencia ante él es desobediencia ante Dios. Todo poder temporal no es más que débil obra humana, lo que ya resulta del hecho de que el Estado suprimió la igualdad entre los hombres y su origen sólo se puede atribuir a la violencia brutal y a la injusticia. Todo rey que no se somete absolutamente a los mandamientos de la Iglesia, es un esclavo del diablo y un enemigo del cristianismo. Por eso ha puesto Dios al Papa sobre todos los reyes, pues sólo él puede saber lo que conviene a los seres humanos, ya que es iluminado por el espíritu del Señor. Es misión de la Iglesia reunir a la humanidad en una gran alianza, en la que sólo impere la ley de Dios, revelada a los hombres por boca del Papa.

Gregorio luchó con toda la intolerancia de su carácter violento por la realización de esos objetivos, y cuando al fin se convirtió en víctima de su propia obra, no por eso había dejado de cimentar el predominio de la Iglesia y hacer de ella, por siglos enteros, un factor poderoso de la historia europea. Sus sucesores inmediatos no poseían ni la severidad monástica ni la indomable energía de Gregorio y sufrieron algunas derrotas en la lucha contra el poder temporal. Hasta que bajo Inocencio III (1l98-1216) tuvo el cetro papal un hombre que no sólo fue inspirado por la misma claridad en los objetivos y la misma voluntad indoblegable, tan características de Gregorio, sino que incluso superaba a éste, con mucho, por sus dotes naturales.

Inocencio III ha hecho por la Iglesia lo supremo, y ha desarrollado su poder hasta un grado que nunca había alcanzado antes. Dominó sobre sus cardenales con el capricho despótico de un autócrata que no debe responsabilidad a nadie y trató a los representantes del poder temporal con una arrogancia a que ninguno de sus antecesores se había atrevido. Al patriarca de Constantinopla le escribió las altivas palabras siguientes: Dios no sólo puso el gobierno de la Iglesia en manos de Pedro, sino que lo nombró también soberano del mundo entero. Y al embájador del rey francés Felipe Augusto le dijo: A los príncipes se les ha dado el poder sólo sobre la tierra, pero el sacerdote impera también en el cielo. El príncipe sólo tiene poder sobre el cuerpo de sus súbditos, pero el sacerdote tiene poder sobre las almas de los seres humanos. Por eso está el clero mucho más alto que todo el poder temporal, como el alma está por encima del cuerpo en que habita, Inocencio sometió toda la pulítica temporal de Europa a su voluntad; no sólo se inmiscuyó en los asuntos dinásticos, sino que incluso objetó las alianzas matrimoniales de los soberanos temporales, obligándoles al divorcio cuando la unión no le era grata. Sobre Sicilia, Nápoles y Cerdeña gobernó como verdadero rey; Castilla, León, Navarra, Portugal y Aragón le eran tributarios; su voluntad se impuso en Hungría, Bosnia, Servia, Bulgaria, Polonia, Bohemia y en los países escandinavos. Intervino en la disputa entre Felipe de Suecia y Otón IV por la corona imperial alemana y la concedió a Otón, para deponer a éste luego y obsequiar con ella a Federico II. En la disputa con el rey inglés Juan sin Tierra proclamó el interdicto sobre su reino y obligó al rey, nó sólo a la completa sumisión, sino que le forzó a aceptar su propio país de manos del Papa como feudo y a pagarle por esa gracia el tributo exigido.

Inocencio se sintió Papa y César en una misma persona, y vió en los gobernantes temporales solamente vasallos de su poder, tributarios suyos. En este sentido escribió al rey de Inglaterra:

Dios ha cimentado en la Iglesia el sacerdocio y la realeza de tal manera que el sacerdocio es real y la realeza sacerdotal, como se desprende de las Eplstolas de Pedro y de las leyes de Moisés. Por eso instituyó el rey de reyes, a uno sobre todos, al que hizo su representante en la tierra.

Por la introducción de la confesión al oído y la organización de los monjes limosneros, se creó Inocencio un poder de formidable trascendencia. Simultáneamente utilizó su arma principal, la proscripción eclesiástica, que proclamó con inflexible decisión sobre países enteros para doblegar a los poderes temporales. En el país afectado por la excomunión se cerraban todas las iglesias, ninguna campana llamaba a los fieles a la oración, no había bautizos ni casamientos ni confesiones, no se administraba los santos sacramentos a los moribundos, ni los muertos eran enterrados en sagrado. Se puede imaginar la terrible impresión de tal estado de cosas sobre el espíritu de los hombres en una época en que la creencia se consideraba lo más sublime.

Lo mismo que Inocencio no toleraba ningún poder equivalente junto al suyo, tampoco soportaba ninguna otra doctrina que se apartase en lo más mínimo de las prescripciones de la Iglesia, aun cuando estuviera solamente impregnada por el espíritu del cristianismo. La espantosa Cruzada contra la herejía en el sur de Francia, que transformó en un desierto uno de los países más florecientes de Europa, ofrece sangriento testimonio de ello. El espíritu dominador de ese hombre terrible no retrocedió ante ningún medio cuando había que hacer prevalecer la autoridad ilimitada de la Iglesia. Y sin embargo él no era más que el esclavo de una idea fija, que mantenía prisionero su espíritu y le alejaba de todas las consideraciones humanas. Su obsesión de poder le hizo solitario y mísero y se convirtió en su desgracia personal, así como para la mayoría de los que persiguen los mismos fines. Así dijo una vez de sí mismo: No tengo ocio alguno para ocuparme de asuntos supraterrenales, apenas encuentro tiempo de respirar. Es terrible, tengo que vivir tanto para los otros que me he vuelto para mí mismo un extraño.

Esa es la maldición secreta de todo poder: no sólo resulta fatal para sus víctimas, sino también para sus propios representantes. El loco pensamiento de tener que vivir por algo que contradice todo sano sentimiento humano y que es insubstancial en sí, convierte poco a poco a los representantes del poder en máquinas inertes, después de obligar a todos los que dependen de su poderío al acatamiento mecánico de su voluntad. Hay algo de marionetismo en la esencia del poder; procede de su propio mecanismo y encadena en formas rígidas todo lo que entra en contacto con él. Y esas formas sobreviven en la tradición, aun cuando la última chispa viviente se apagó en ellas hace mucho tiempo, y pesan abrumadoramente sobre el ánimo de los que se someten a su influencia.

Esto tuvieron que experimentarlo, para su mal, las poblaciones germánicas, y después de ellas las eslavas, que habían quedado preservadas más tiempo de las influencias nefastas del cesarismo romano. Incluso cuando los romanos habían sometido ya a los países germánicos desde el Rhin al Elba, se extendió su influencia casi solamente a los territorios del Este, pues a causa de lo salvaje e inhospitalario del país, cubierto de bosques y de pantanos, no encontraron nunca la posibilidad de afirmar allí su dominio. Cuando después, por una conspiración de tribus alemanas, el ejército romano fue casi totalmente liquidado en el bosque de Teutoburg y la mayoría de los castillos del conquistador extranjero fueron destruídos, quedó, puede decirse, rota la dominación romana sobre Germania. Ni siquiera las tres campañas de Germánico contra las tribus insurrectas de Germania pudieron cambiar la situación.

Sin embargo había nacido para los germanos, por la influencia romana, en el propio campo, un enemigo mucho más peligroso, bajo cuyo efecto sucumbieron bien pronto sus jefes. Las poblaciones germánicas, cuyo territorio se exténdió largo tiempo desde el Danubio al mar del Norte y desde el Rhin al Elba, disfrutaban de una independencia bastante amplia. La mayoría de las tribus estaban ya avecindadas cuando entraron en contacto con los romanos; sólo en las partes del oeste del país permanecían seminómadas aún. De las noticias romanas y de fuentes ulteriores se desprende que la organización social de los germanos era todavía muy primitiva. Las diversas tribus se dividían en linajes, ligados entre sí por parentescos de sangre. Por lo general convivían cien familias en colonias dispersas sobre un trozo de tierra; de ahí la denominación de Hundertschaften (centurias). Diez o veinte Hundertschaften constituían una tribu, cuyo territorio era denominado Gau (distrito). La agrupación de tribus emparentadas formaba un pueblo. Las Hundertschaften se repartían entre sí el territorio de manera tal que, periódicamente, se volvían a hacer repartos. De lo que se desprende que no ha existido en ellas una propiedad privada de la tierra durante largo tiempo, y que la posesión privada se reducía a las armas, herramientas acondicionadas por uno mismo y otros objetos de uso diario. La agricultura era cultivada principalmente por mujeres y por esclavos. Una parte de los hombres partía a menudo para empresas guerreras o de rapiña, mientras que el resto quedaba alternativamente en casa o se ocupaba de las cuestiones del derecho.

Todas las cuestiones importantes se debatían en las asambleas populares generales o Things, y se tomaban en ellas los acuerdos. En esas reuniones participaban todos los hombres libres y capaces de llevar armas. Se celebraban, por lo general, en tiempo de luna nueva o de plenilunio, y fueron durante mucho tiempo la suprema institución de los pueblos germánicos. En el Thing se resolvían también todas las disputas y eran elegidos los encargados de la administración pública, así como los jefes del ejército para la guerra. En las elecciones decidía al principio sólo la habilidad personal y la experiencia de cada uno. Pero después, especialmente cuando las relaciones con los romanos fueron más frecuentes y estrechas, se eligió a los llamados delanteros o príncipes casi solamente de las filas de familias destacadas, que, en base a sus servicios reales o supuestos en favor de la comunidad, alcanzaron, gracias a mayores participaciones en el botín, tributos o regalos, poco a poco un cierto bienestar, que les permitía mantener un séquito de guerreros probados, lo cual les procuraba ciertos privilegios.

Cuanto más frecuentemente entraban los germanos en contacto con los romanos, tanto más accesibles se volvían a las influencias extrañas, lo que no podía ser de otro modo, pues la cultura y la técnica romanas eran muy superiores a las germánicas en todos los aspectos. Algunas tribus se habían puesto ya en movimiento antes de la conquista de Germania por los romanos y recibieron de los potentados romanos territorios, comprometiéndose, en cambio, a prestar servicios en el ejército romano. En realidad soldados germánicos jugaron ya un papel importante en la conquista de las Galias por los romanos. Julio César aceptó a muchos en su ejército y estaba rodeado siempre de una guardia penonal a caballo de cuatrocientos guerreros germánicos.

Algunos descendientes germánicos que habían estado al servicio de los romanos, regresaron después a la patria y utilizaron el botín que habían hecho y las experiencias que habían recogido con los romanos para someter a los propios compatriotas a su servicio. Así llegó uno de ellos, Marbod, a extender su dominio durante cierto tiempo sobre toda una serie de tribus alemanas y a someter, desde Bohemia, todo el territorio entre el Oder y el Elba, hasta el mar Báltico. Pero también Arminio, el liberador, sucumbió a las mismas funestas influencias de la voluntad romana de poder, que intentó hacer probar después de su regreso a los propios compatriotas. Marbod y Arminio no habían vivido y conocido en vano en Roma la enorme fuerza de atracción que posee el poder para la codicia de los hombres.

Las aspiraciones políticas de dominación de Arminio, que se pusieron de relieve cada vez más claramente después del aniquilamiento del ejército romano, hacen aparecer la liberación de Germania del dominio romano con una luz algo singular. Se mostró muy pronto que el noble querusco no había aprendido en Roma solamente el arte de una beligerancia superior, sino que también el arte del gobierno de los Césares romanos dió un poderoso impulso a su codicia, elevándola a la categoría de la más peligrosa voluntad de poder. Inspirado por sus planes, trabajó con todos los medios para que la alianza de los queruscos, chatos, marsos, brukteros, etc., persistiese, aun después de la destrucción de las legiones romanas en el bosque de Teutoburg. Después del alejamiento definitivo de los romanos entabló una guerra sangrienta contra Marbod, en la que solamente estaba en juego el predominio sobre Germania. Como se evidenció cada vez más claramente que el objetivo de las aspiraciones de Arminio era imponerse, no ya como jefe elegido del ejército de los queruscos, sino como rey de éstos y de otras tribus germanas, fue asesinado arteramente por sus propios parientes.

Por lo demás, los germanos no estaban unidos en modo alguno en su lucha contra los romanos. Había entre las familias nobles un manifiesto partido romano. Una crecida cantidad de ellas había recibido dignidades y distintivos romanos; hasta había aceptado la ciudadanía romana y se mantuvo en favor de Roma aun después de la llamada batalla de Hermann. El hermano mismo de Hermann, Flavos, pertenecía a ese numero, y también su suegro Segest, el cual entregó a los romanos su propia hija Thusnelda, esposa de Hermann. Por ese sector habla sido informado también el representante romano Varos de la conspiración contra él, pero su confianza en Arminio, a quien por su fidelidad se había nombrado caballero romano, era tan ilimitada, que no hizo caso de las advertencias y cayó ciegamente en la emboscada preparada por Arminio. Sin esa traición de Arminio, perpetrada con sutil hipocresía, no habría tenido nunca lugar la famosa batalla de la liberación del bosque de Teutoburg, que incluso un historiador muy afecto a los germanos, Félix Dahn, ha calificado como una de las más desleales violaciones del derecho de gentes. Las tribus germánicas que participaron en esa conspiración para libertarse del yugo de una odiada dominación extranjera, no pueden ser objeto de ningún reproche. Pero sobre Arminio, personalmente, aquella indigna ruptura de la confianza puesta en él pesa doblemente, pues la aniquilación del ejército romano sólo debía servirle de medio para continuar tejiendo sus propios planes políticos de dominio, que culminaron en la imposición a los libertados de un nuevo yugo.

Sin embargo está en la esencia de todas las aspiraciones políticas dominadoras que sus representantes no retrocedan ante ningún medio que prometa éxito, aun cuando el éxito haya de ser comprado con la traición, la mentira, la ruin maldad y las intrigas. El principio según el cual el fin santifica los medios, fue siempre el primer artículo de fe de toda política de dominio y no necesitaba que lo inventasen los jesuitas. Todo conquistador ambicioso y todo político hambriento de poder, semitas y germanos, romanos y mogoles, fueron sus fieles adoradores; pues la bajeza de los medios está ligada tan estrechamente al poder como la podredumbre a la muerte.

Cuando después penetraron los hunos en Europa y tuvo lugar una nueva emigración de los pueblos, avanzaron núcleos cada vez más densos de tribus germánicas hacia el Sur y el Sudeste del continente, donde tropezaron con los romanos y entraron en masa en sus legiones. Los ejércitos romanos fueron completamente penetrados por los germanos, y no pudo menos de ocurrir que, al fin, uno de ellos, el jefe del ejército germánico, Odoacro, en el año 476 después de Cristo, arrojase del trono al último emperador romano y se hiciese proclamar soberano por sus mismos soldados. Hasta que tras largos años de luchas sangrientas también él fue derribado por Teodorico, rey de los ostrogodos, y por él personalmente, que lo apuñaló durante un banquete, después de un pacto concertado entre ellos con toda solemnidad.

Todos los organismos de Estado creados en aquellos tiempos por el poder de la espada -el reino de los vándalos, de los godos del Este y del Oeste, de los longobardos, de los hunos-, fueron inspirados por la idea del cesarismo, y sus creadores se sintieron herederos de Roma. Sin embargo se derrumbaron también en aquella lucha por Roma y por la propiedad romana, las viejas instituciones y costumbres tríbales de los germanos, ya sin valor alguno en la nueva situación. Ciertas tribus llevaron algunos de sus viejos hábitos al mundo romano, pero allí se anquilosaron y sucumbieron, pues les faltaba el cuerpo social en el que podían prosperar.

Esta transformación se realizó tanto más rápidamente cuanto que ya un tiempo antes del comienzo de la migración de pueblos propiamente dicha se habían operado alteraciones bastante profundas en la vida social de las tribus germánicas.

Así habla Tácito ya de una nueva especie de distribución de la tierra según la categoria de las diversas familias, un fenómeno del que César no supo informar todavía nada. También la administración de los asuntos públicos adquirió ya otro aspecto. La influencia de los llamados nobles y jefes militares había crecido en todas partes. Todo problema de importancia social era deliberado primero en reuniones especiales de los nobles y luego presentado al Thíng, a quien competía verdaderamente la última decisión. Pero los séquitos que agrupaban a su alrededor los nobles y que convivían muy a menudo con ellos y comían a su mesa, tenían que proporcionarles, naturalmente, una mayor influencia en la asamblea popular. Cómo se manifestaba esa influencia, es lo que se desprende claramente de las siguientes palabras de Tácito:

Carga por toda su vida escarnio y vergüenza todo aquel que no sigue a su señor en la batalla hasta la muerte. Defenderle, protegerle, atribuir también las propias heroicidades a su fama, es considerado el supremo deber del guerrero. El príncipe lucha por la victoria; el séquito, en cambio, por su señor.

El continuo contacto con el mundo romano debió influir, naturalmente, en las formas sociales de los pueblos germánicos y, especialmente entre los llamados nobles, tenía que suscitar y alimentar aspiraciones de dominio, con lo cual se llegó poco a poco a una transformación de las condiciones de la vida social. Cuando tuvo lugar, después, la emigración de los pueblos, una parte considerable de la población germánica estaba ya compenetrada de las concepciones y ya tenía instituciones romanas. Las nuevas organizaciones estatales que resultaron de las grandes migraciones de tribus y de pueblos aceleraron la descomposición interna de las viejas instituciones.

Surgieron en toda Europa nuevas dominaciones extranjeras, dentro de las cuales los vencedores constituían una casta privilegiada que imponía a la población nativa su voluntad y vivía a su costa una vida parasitaria. Los invasores victoriosos se distribuyeron grandes territorios de los países conquistados y obligaron a los habitantes a pagarles tributos, y no se pudo evitar que los jefes militares tuviesen preferencias por el propio séquito. Como la cifra proporcionalmente pequeña de los conquistadores no permitía convivir en linajes al modo tradicional, y más bien se vieron forzados a extenderse por todo el país para afirmar su dominación, se aflojó cada vez más el viejo lazo del parentesco, que arraigaba en la estrecha convivencia de los linajes. Las viejas costumbres quedaron poco a poco fuera de uso para dejar el puesto a nuevas formas de vida social.

La asamblea popular, la más importante institución de las tribus germánicas, donde se deliberaban y resolvían todos los asuntos públicos, perdió cada vez más su viejo carácter, lo que ya estaba condicionado también por la gran extensión de los territorios ocupados. Pero con ello recibieron los príncipes y jefes militares cada vez mayores derechos, que crecieron lógicamente hasta llegar al poder real. Los reyes, a su vez, embriagados por la influencia de Roma, no se olvidaron de liquidar los últimos restos de las viejas instituciones democráticas, pues éstas sólo podían obrar como obstáculos contra la expansión de su poder.

Pero también la aristocracia, cuyos primeros rudimentos se hicieron notorios tempranamente en los germanos, alcanzó, gracias a la rica propiedad territorial que le había correspondido en el botín de los paises conquistados, una significación social novísima. Junto con los nobles de las poblaciones subyugadas que el dominador extranjero, por motivos bien comprensibles, tomó a su servicio, pues podían ser de provecho a causa de su superioridad cultural, los representantes de esa nueva aristocracia fueron primero simples vasallos del rey, al que sirvieron en sus campañas de séquito guerrero, por lo que fueron recompensados con bienes feudales a costa de los pueblos vencidos.

Sin embargo, el sistema feudal, que al comienzo encadenó la nobleza al poder real, entrañaba ya los gérmenes que habían de ser peligrosos para éste con el tiempo. El poder económico que recibió la nobleza poco a poco con el feudalismo, despertó en ella nuevos deseos y codicias que la impulsaron a una posición especial, que no era favorable de ningún modo a las aspiraciones centralistas del regio poder. Repugnaba a la altivez de la nobleza ser siempre séquito del rey. El papel del grand seigneur, que podía desempeñar imperturbablemente en sus dominios, sin obedecer a indicaciones superiores, le agradaba más y le abría ante todo mejores perspectivas para una paulatina formación de su propia soberanía. Pues también en ella vivía la voluntad de poder y la impulsaba a echar en la balanza su capacidad económica para contrarrestar el poder naciente de la realeza.

En realidad, consiguieron los señores feudales, que se elevaron a la categoría de pequeños y grandes príncipes, someter al rey por largo tiempo a su voluntad. Así apareció en Europa una nueva categoría de parásitos, que no tenía con el pueblo ninguna vinculación interna, tanto menos cuanto que los invasores extranjeros no estaban ligados con las poblaciones subyugadas por el lazo de la sangre. De la guerra y la conquista surgió un nuevo sistema de esclavitud humana, que dió por siglos enteros su sello a las condiciones sociales en los campos. Pero la codicia insaciable de los nobles, amos de la tierra, hizo caer cada vez más hondamente a los campesinos en la miseria. El campesino apenas fue considerado como ser humano, y se vió privado de las últimas libertades que le habían quedado de otros tiempos.

Pero la dominación sobre pueblos extraños no sólo obró de una manera devastadora sobre la parte subyugada de la población, sino que descompuso también las relaciones internas entre los conquistadores mismos y destruyó sus viejas tradiciones. El poder, que al comienzo sólo se había impuesto a los pueblos sometidos, se dirigió poco a poco también contra las capas más pobres de los propios compañeros de tribu, hasta que éstos también cayeron en la servidumbre. Así sofocó la voluntad de poder, con lógica inflexible, la voluntad de libertad y de independencia, que había echado un tiempo tan hondas raíces en las tribus germánicas. Por la difusión del cristianismo y las estrechas relaciones de los conquistadores con la Iglesia, se aceleró aún más ese nefasto desarrollo, pues la nueva religión ahogó las últimas chispas rebeldes y acostumbró a los hombres a adaptarse a las condiciones dadas. Así como la voluntad del poder bajo los Césares romanos había desprovisto a un mundo entero de su humanidad y lo había arrojado al infierno de la esclavitud, así destruyó después las instituciones libres de la sociedad de los bárbaros y hundió a éstos en la miseria dé la servidumbre.

De los nuevos imperios que surgieron en las más diversas partes de Europa, el de los francos alcanzó la mayor importancia. Después que el merovingio Clodovico, rey de los francos sálicos, infligió en el año 486 al representante romano Sigarío una derrota decisiva en la batalla de Soissons, pudo posesionarse de todas las Galias sin encontrar resistencia seria. Como en todo obsesionado por el deseo de poder, en Clodovico se despertó también el apetito con las victorias obtenidas. No sólo se esforzó por fortificar su país por dentro, sino que aprovechó toda ocasión para ensanchar sus fronteras. Diez años después de su victoria sobre los romanos batió al ejército de los alemanes en Zülpich y anexó su país al propio imperio. Entonces tuvo lugar también su conversión al cristianismo, que no había nacido de una convicción interior, sino exclusivamente de consideraciones políticas de dominio.

De este modo, apareció en Europa un poder temporal de nuevo estilo. La Iglesia, que no sin razón creía que el rey franco podía prestarle buenos servicios contra sus numerosos enemigos, se mostró pronto dispuesta a aliarse con Clodovico, tanto más cuanto que su posición fue debilitada por la separación de los arrianos, y en Roma misma era amenazada por peligrosos adversarios. Clodovico, uno de los individuos más crueles y desleales que se hayan sentado en un trono, comprendió en seguida que semejante alianza no podía menos de ser provechosa para el fomento de sus planes ambiciosos, alentados con toda la astucia de su carácter traidor. Así se hizo bautizar en Reims y nombrar por el obispo de aquella ciudad rey cristianísimo, lo que no le impidió perseguir sus objetivos con los medios más anticristianos. Pero la Iglesia aceptó incluso también sus sangrientos desmanes, que debía pasar por alto si quería utilizar a Clodovico para sus objetivos de poder.

Pero cuando los sucesores de Clodovico tuvieron después sólo úna existencia aparente y el poder del Estado se concentró completamente en manos del llamado mayorazgo, que bajo Pepino de Heristal se hizo hereditario, se conjuró el Papa con su nieto Pepino el Breve y le aconsejó que se hiciera él mismo rey. Entonces encerró Pepino al último merovingio en un convento y se convirtió en fundador de una nueva dinastía del reino de los francos. Con su hijo Carlomagno alcanzó la alianza entre el Papa y la casa real de los francos su mayor perfección, asegurando al dominador franco su posición de predominio en Europa. Así volvió a tomar formas palpables también el pensamiento de una monarquía universal europea, a cuya realizacíón dedicó Carlomagno toda su vida. Pero la Iglesia, que pretendía idéntico objetivo, no podía sino considerar bienvenido a semejante aliado. Ambos se necesitaban mutuamente para llevar a la madurez sus planes políticos de dominio.

La Iglesia necesitaba la espada del soberano temporal para defenderse contra sus enemigos; así se convirtió en su más alta meta dirigir la espada según su voluntad y extender, con ayuda de ella, su reino. A su vez, Carlomagno no podía pasar sin la Iglesia, que daba a su dominio la unidad religiosa interna y era el único poder que había conservado la herencia espiritual y cultural del mundo romano. En la Iglesia se materializó toda la cultura de la época; tenía en sus filas jurisconsultos, filósofos, historiadores, políticos, y sus conventos fueron, por mucho tiempo, los únicos lugares donde podían prosperar el arte y el artesanado y donde encontró un refugio el saber humano. La Iglesia era, por eso, para Carlomagno, un precioso aliado, pues creó para él las condiciones espirituales ineludibles de la persistencia de su gigantesco imperio. Por esta razón trató de ligar también económicamente al clero, obligando a los pueblos sometidos a entregar lós diezmos a la Iglesia y asegurando así a sus representantes un copioso ingreso. Un aliado como el Papa tenía que ser para Carlomagno tanto más deseable cuanto que el predominio descansaba todavía firmemente en sus manos y el Papa era bastante hábil para adaptarse por el momento a su papel de vasallo del emperador franco.

Cuando el Papa fue gravemente amenazado por el rey de los longobardos, Desiderio, acudió Carlomagno con un ejército en su ayuda y puso fin a la dominación de los longobardos en la Alta Italia. Por lo cual la Iglesia se mostró reconocida, poniendo León III en Navidad del año 800 a Carlomagno, que oraba en la iglesia de San Pedro, la corona imperial en la cabeza y nombrándole emperador romano de la nación de los francos. Ese acto debía significar a los hombres que el mundo cristiano de Occidente estaba sometido a las indicaciones de un soberano temporal y de otro espiritual, ambos proclamados por Dios para velar por la salvación corporal y espiritual de los pueblos cristianos. Así el Papa y él Emperador fueron los símbolos de un nuevo pensamiento sobre poder mundial con papeles divididos, idea que, debido a sus manifestaciones prácticas, no dejó en paz a Europa durante centurias.

Así como era comprensible que la misma voluntad, alentada por las tradiciones romanas, reuniese a la Iglesia y a la monarquía, también era inevitable que una división honesta de las funciones, a la larga no pudiera tener ninguna consistencia. Está en la esencia de toda voluntad de poder que sólo soporta un poder igual mientras cree posible aprovecharlo para los propios fines o mientras no se siente bastante fuerte para aceptar la lucha por el predominio. Mientras Iglesia e Imperio tuvieron que afianzar ante todo su poder interior y, en consecuencia, dependían fuertemente uno del otro, la unidad entre ellos, con vistas al exterior, se mantuvo. Pero no podía evitarse que, en cuanto uno u otro de esos poderes se sintiese bastante fuerte para sostenerse sobre los propios pies, ardiese entre ellos la lucha por el predominio y se ventilase con inflexible lógica hasta el fin. Que la Iglesia había de quedar victoriosa en esa lucha, era de esperar, dada la situación de las cosas. Su superioridad espiritual, que asentaba en una cultura más antigua y, sobre todo, muy superior, de la que los llamados bárbaros debían recién compenetrarse laboriosamente, le proporcionó una vigorosa ventaja. Además, la Iglesia era el único poder que podía fusionar a la Europa cristiana contra una irrupción de pueblos mogólicos o islamitas para la defensa común. El Imperio no estaba en esas condiciones, pues se hallaba ligado por una cantidad de intereses políticos particulares y no podía asegurar esa protección a Europa por la propia fuerza.

Mientras vivió Carlomagno, quedó el papado hábilmente en segundo plano, pues estaba enteramente a merced de la protección del soberano franco. Pero su sucesor, Luis el Piadoso, un hombre limitado y supersticioso, cayó completamente en manos de los sacerdotes y no tuvo ni la capacidad intelectual ni la energía despiadada de su antecesor para mantener el Imperio de Carlomagno, aglutinado por ríos de sangre y violencias inescrupulosas, Imperio que poco después de su muerte se derrumbó para dejar el puesto a una nueva estructuración de Europa.

El papado triunfó en toda la línea sobre el poder temporal y siguió siendo por siglos enteros la suprema institución del mundo cristiano. Pero cuando este mundo, al fin, escapó a sus designios y en toda Europa apareció cada vez más en primer plano el Estado nacional, se esfumó también el sueño de una dominación universal bajo el cetro del Papa, según la había imaginado Tomás de Aquino. La Iglesia se opuso al nuevo desarrollo de los acontecimientos con todas sus fuerzas, pero sin embargo no logró impedir, a la larga, la transformación política de Europa y hubo de adaptarse y hacer las paces, a su modo, con las nuevas aspiraciones políticas de dominio de los Estados nacionales nacientes.

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