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LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO SEXTO
LA CENTRALIZACIÓN ROMANA Y SU INFLUENCIA EN LA FORMACIÓN DE EUROPA
Segunda parte
SUMARIO
Prehistoria de Roma.- Los etruscos.- Fundación de Roma.- Patricios y plebeyos.- Roma como centro militar y político del mundo.- La conquista como principio del Estado.- Esencia del Estado Romano.- Dictadura y Cesarismo.- De la unidad político-nacional al Imperio del Mundo.- La religión al servicio del Estado.- Roma y la Cultura.- La lucha del romanismo genuino contra el espíritu helénico.- Catón y Sócrates.- La invasión de la cultura griega.- Un pueblo de copistas.- El arte en Roma.- Menosprecio del trabajo.- La literatura como finalidad estatal.- El teatro en Roma y en Atenas.- La Edad de Oro.- La Eneida, de Virgilio.- Los lamentos de Horacio.- La filosofia y la ciencia en Roma.- La conquista como operación financiera.- Roma, vampiro del mundo.- Sobre la decadencia de Roma.- Creciente influencia de los generales.- Los asuntos militares y la cuestión agraria.- Derecho romano.- El proletariado.- La rebelión de los esclavos.- La falta de carácter y la esclavitud como principio estatal.- Cesarismo y pretorianismo.- Corrupción y Cristianismo.- Fin del Imperio.
Este desdén hacia el arte, que en Catón y en el partido de los romanos antiguos se tradujo en franco desprecio, se encuentra por doquiera. Los escritos de Cicerón están salpicados de observaciones desdeñosas acerca del arte y de los artistas. El enorme desarrollo de la esclavitud en Roma llevó naturalmente al completo menosprecio del trabajo, en el que los prosaicos romanos incluían también el arte. Una conocida frase de Plutarco es, a este respecto, altamente significativa, sobre todo siendo este supuesto preceptor del emperador Adriano griego de nacimiento, en cuyas obras, no obstante, el modo de pensar romano encuentra con frecuencia una claridad de expresión sorprendente:
Ningún joven decente que vea el Zeus en Pisa o la Hera en Argos, deseará por eso ser un Fidias o un Apeles, porque aun cuando una obra nos parezca agradable y nos guste, no por eso su autor merece en manera alguna nuestra imitación.
Idénticos fenómenos se advierten en la literatura de los romanos. A pesar de su multitud de facetas, no pasó de ser una literatura de imitación. En vano se busca un Sófocles, un Esquilo, un Aristófanes; prescindiendo de contadas excepciones, todo respira la más sencilla mediocridad. En general, la literatura en Roma fue siempre un artículo de lujo para unas minorías privilegiadas, y no podía echar raíces en el pueblo. Incluso en la llamada edad de oro (80 a. de J. C. hasta 20 d. de J. C.), no cabe excepción alguna. En Atenas, la representación de una pieza de Sófocles o de Aristófanes era un acontecimiento que ponía en conmoción a todo el pueblo; en Roma, genetalmente se carecía de emoción para tales cosas, y Horacio se queja amargamente de que el pueblo se deleitaba más con los espectáculos de los acróbatas y de los juglares que con la representación de un drama. Como todo, la literatura servía en Roma también en primer lugar para los fines del Estado. Catón el Viejo lo declara públicamente y consagró a ello toda su acción. En la época de la República aún tiene poco valor la literatura; bajo los Césares se pone al servicio de la Corte imperial. Ninguna otra literatura encierra, tampoco, tanto contenido de repulsiva adulacion hacia los grandes de la tierra como la romana. En ninguna otra, igualmente, nos sale al paso el espíritu de bajeza y servidumbre de un modo tan descubierto y descarado. Jamás ha habido época en que poetas y artistas se hayan arrastrado tan profundamente por el fango como en la edad de oro.
En Roma se había formado una literatura singular gracias a la influencia griega, por lo que con toda razón puede considerarse la literatura romana como débil reflejo del agonizante helenismo. Lo que antes se tenía en Roma como literatura, apenas merece este nombre. Esto vale en primer lugar respecto de los versos saturninos, canciones festivas de mísero contenido y pesada rigidez. Una epopeya, como la que poseen la mayor parte de los pueblos, no la conocieron los romanos. Entre la historia mítica de Roma y la literatura romana no existe ninguna relación de dependencia. El ensayo de plasmar una epopeya no se hizo hasta la época imperial y para adular el orgullo del César. Existían los versos fesceninos, canciones epitalámicas mímicas que casi siempre se improvisaban, y después las atelanas, así llamadas por el nombre de la ciudad de Atella, en los que se advertía ya la influencia griega. Pero todos estos rudimentos de una literatura primitiva desaparecieron completamente de la escena en cuanto penetró en Roma el helenismo y la cultura griega se convirtió en el plato favorito de las castas privilegiadas.
Los primeros poetas, que generalmente son considerados como fundadores de la literatura romana, fueron Livio Andrónico, Gneo Nevio y Quinto Ennio, los tres oriundos de Grecia, y el primero de ellos esclavo liberto, que tradujo al latín las obras de Homero. Síntoma muy característico es que un pueblo que desempeñó en la historia un papel tan dominante, deba los comienzos de su literatura a los extranjeros. También los sucesores de aquellos tres, Plauto y Terencio, estuvieron completamente penetrados del espíritu helénico y produjeron en sus obras notorias realizaciones de los modelos griegos. A mayor abundamiento, Terencio era de Cartago, de donde había sido llevado como esclavo a Roma, en la cual, y en reconocimiento de sus servicios, fue después manumitido por su dueño.
Pero las posibilidades de desarrollo del arte dramático no fueron en Roma las mismas que en Grecia y especialmente en Atenas. En la Hélade pudo el drama llegar a semejante altura sólo porque su desenvolvimiento natural no fue impedido por ningún obstáculo exterior. Todo arte necesita la mayor libertad de pensamiento imaginable para poder vivir en su total grandeza, y el dramático más aún que otro alguno. Tal libertad no existió jamás en Roma. En Atenas, entre el teatro y la vida pública existían las relaciones más íntimas, y hasta un Pericles hubo de permitir que se le atacase en la escena como a cualquier otro. En Roma, semejantes atrevimientos se habrían considerado como un ataque contra la santidad del Estado. Cuando uno de los primeros dramaturgos de la literatura romana, el griego Nevio, se atrevió en sus comedias a mofarse de algunos patricios importantes, se le obligó a presentar excusas en público y se le envió al destierro, donde murió. Por tal motivo, el drama no pudo arraigar en el pueblo. ¿Qué interés podía tener el romano de la clase popular en él? Los asuntos que se le presentaban en la escena estaban tomados de la vida de un pueblo extraño, cuyas sensaciones espirituales y mentales no tenían nada de común con las suyas. Lo que habría sido capaz de encadenar su atención, la representación de los sucesos inmediatos de la vida pública, en los que se hallaba interesado, estaba, desterrado de la escena.
Los poetas, en los tiempos de la República, marcharon por la senda de la literatura helénica y la mayor parte de sus obras se limitó a traducciones más o menos libres de antiguos textos griegos. El único género literario que ya entonces, y también después, mostró cierta independencia, fue la sátira, en especial después que Lucilio le dió la forma de poema satírico, en lo que, naturalmente, partió también de modelos griegos. Durante el Imperio la literatura cayó completamente bajo el poder de la Corte. Incluso sus más sobresalientes representantes: Virgilio, Horacio, Ovidio, Tíbulo, Propercio, no pudieron libertarse de estas indignas cadenas, y a pesar de sus méritos fueron obligados a adular la persona de los emperadores y sus favoritos y a ensalzar sus virtudes divinas. Así la celebrada y ponderada Eneida de Virgilio, en la que éste -imitando a Homero- trató de crear una epopeya nacional para los romanos, es probable que no hubiese sido escrita de no habérsele encargado al poeta ensalzar al troyano Eneas como antecesor de la gente julia, de la cual procedía el emperador Augusto. Del hecho que Virgilio dispuso en una cláusula de su testamento que su poema, no publicado entonces todavía, fuese arrojado a las llamas, puede deducirse fácilmente que, en un acceso de respeto a sí mismo, el poeta se había avergonzado de su degradación. Los poetas de la edad de oro, todos y cada uno de ellos, dependían de los ricos y de los poderosos en el Estado, cuyo favor sólo podía comprarse mediante la propia humillación y la adulación indigna. Lo mismo que Mesala, Micenas y Augusto reunieron en torno suyo a poetas cortesanos, que cantaron para congraciarse con sus bienhechores; así se puso de moda poco a poco que todo advenedizo de la riqueza tuviese su poeta particular, de cuyo medro se preocupaba a cambio de que le ensalzase hasta las nubes. Horacio, que siempre procuró resistir a los halagos de Augusto, al cual, sin embargo, divinizó de manera indigna, en una de sus epístolas nos ha confiado cómo la necesidad de ganarse el pan fue para él instigación a la creación poética. Después, el poeta nos refiere cómo la instrucción recibida de su buena Atenas se le ha embotado en Roma, y llega a hacer esta confesión:
Tras la derrota de Filipo, abatido mi ánimo como pájaro a quien cortan las alas, y despojado de la casa y la hacienda paternas, la pobreza audaz me impulsó a escribir versos; mas hoy que poseo lo suficiente, ¿qué dosis de cicuta necesitaría para curar mi cabeza, si no prefiriese dormir plácidamente en lugar de la tarea de hacer versos?
Esta confesión singular de uno de los mayores poetas romanos, que no quita nada a la tragedia interior, es muy significativa para comprender las circunstancias de entonces. Atrapar una sinecura poética era el objetivo más elevado de muchas existencias atormentadas por el hambre, que habían recibido una formación griega mejor o peor y qne se esforzaban por utilizarla diciendo lindezas literarias a los poderosos contra indemnización. La profesión de los poetas en la Edad de oro fue casi solamente la de renunciar a su personalidad, y vender sus panegíricos a los ricos y poderosos. Léanse los elogios repugnantes de Marcial y de Estacio a sus amos, su comportamiento de mendigos, para obtener de ellos pequeñas ventajas, y se comprenderá en qué postración debía estar la literatura en un tiempo en que todo se vendía. Ya es muy significativo que los déspotas más crueles y execrables fuesen magnificados hasta el extremo por sus poetas. El cesarismo oprimía como una pesadilla toda la vida pública; convirtió la nación entera en una turba de lacayos en cuya sumidad estaban los poetas. Cuanto más hondo penetraba la íntima descemposición bajo el dominio vergonzoso del cesarismo, tanto más despreciable y repulsiva se volvía esa relación. Persio, Petronio y especialmetne Junio Juvenal nos han descrito toda la corrupción moral de su tiempo. Especialmente Juvenal fue retratista moral de primer rango, y muchas de sus sátiras -especialmente la sexta- tienen una inusitada energía descriptiva.
Tomando en conjunto la literatura de los romanos, se llega a la conclusión de que, en sus producciones propias e independientes, es más pobre que otra cualquiera y no soporta la menor comparación con la rica y creadora literatura de los helenos. Depende de ésta por completo, y sus representantes -con pocas excepciones- procuran imitar a los griegos con una asiduidad completamente servil. Incluso una obra tan deliciosa como El asno de oro de Apuleyo, que, sin duda, pertenece al grupo de las producciones más brillantes de la literatura romana, no se habría producido sin el estímulo y la fuerza creadora del helenismo. Esto lo demuestra especialmente con toda evidencia el fragmento más bello de la obra, el encantador episodio de Cupido y Psiquis. Solamente en la historia, en la cual los prácticos romanos emplearon un estilo florido análogo al de la poesía, se puede advertir cierta independencia de exposición, particularmente cuando se trata de algún acontecimiento vivido por el propio narrador. Pero aun aquí no debe perderse de vista que la idea de Roma forma casi siempre el substrato de todas estas descripcipnes de los historiadores romanos.
En filosofía los romanos dependieron más aún de los griegos que en todo el resto. No enriquecieron al mundo con ningún pensamiento propio y se contentaron con repetir ideas antiguas, pero exponiéndolas con menos vigor. Desde luego no hay que pensar en las escuelas filosóficas de Atenas y de otras ciudades griegas. Esos espectáculos eran desconocidos en Roma. Áquí no hablaba ningún Sócrates públicamente a sus conciudadanos; la filosofía moraba sólo en las mansiones de los ricos, que se servían de ella como de un artículo de lujo, lo mismo que del arte y de la literatura. Al principio, los patricios y el partido de los romanos antiguos combatieron a la filosofía con el mismo encono que al arte helénico. El año 173 a. de J. C. se desterró de Roma al representante de la doctrina de Epicuro; doce años después se expulsó de la capital, enviándolos al destierro, a todos los filósofos y retóricos, porque en sus doctrinas se veía un peligro para el Estado. Los avances del helenismo en Roma proporcionaron mayor ambiente a la filosofía, aunque se miró siempre con cierta desconfianza a sus representantes, y las persecuciones de filósofos, en especial de filósofos estoicos, estuvieron en vigor casi durante los reinados de todos los emperadores romanos.
De los sistemas filosóficos de los griegos, solamente el epicureísmo, el estoicismo y el escepticismo encontraron cierta difusión entre los romanos cultos. No obstante, los romanos que siguieron estas doctrinas no las fecundaron con ningún pensamiento propio; cuando intentaron crear pensamientos filosóficos propios, se perdieron en un pálido eclecticismo, al que faltaba toda fuerza interior de convicción. Hubo una época en que se admiró a Cicerón como filósofo profundo; hoy se sabe, hace ya tiempo, que no creó un solo pensamiento propio y que se limitó meramente a reunir de modo muy superficial los pensamientos expuestos por los pensadores griegos, muchos de los cuales, annque en forma considerablemente debilitada, han llegado hasta nosotros por mediación suya. Con razón dice a este propósito Mauthner:
En una historia de la filosofía no merecería Cicerón ningún puesto, todo lo más ... en una historia de las expresiones filosóficas; él, cuya vanidad fue todavía más grande que su fama póstuma, confesó que dependía de los griegos, que era pobre en pensamientos y rico sólamente en palabras no acuñadas (1).
El luminoso poema didáctico de Lucrecio Caro, De rerum natura, es una brillante exposición de la doctrina de Epicuro; pero nada más; lo mismo puede decirse del pensamiento de Plinio, Luciano y otros epicúreos romanos. Cosa análoga cabe decir de los estoicos romanos; tampoco aportaron a la doctrina ninguna idea nueva, y toda su importancia estriba en el terreno de la vida política. Entre los estoicos se encuentran la mayor parte de los satíricos, y la sátira era en Roma el único sitio seguro para mirar a lo alto. Los estoicos tendían esforzadamente a una reforma de las condiciones sociales; en este terreno excitaron frecuentemente contra sí la ira de los déspotas, que se desató a menudo en violentas persecuciones. Algunos de ellos iban en sus concepciones bastante más lejos, como por ejemplo Séneca, que combatió la esclavitud, y que en muchas de sus cartas -sobre todo en la nonagésima-, llega a conclusiones completamente socialistas. De todas maneras, hay que dejar bien sentado que la vida de Séneca no estuvo a la altura de sus doctrinas; tuvo que dejarse reprochar en pleno Senado que había alcanzado sus bienes (dejó trescientos millones de sestercios, que son aproximadamente 15 millones de dólares) mediante la captación indebida de herencias y la práctica de la más vil usura.
No hubo ningún sector de la vida espiritual en que los romanos tuviesen independencia de pensamiento; pero hay que reconocerles como mérito la capacidad de apropiarse de los descubrimientos y experiencias de los otros. Su dependencia espiritual de los griegos aparece con nitidez en todos los campos de su actividad científica. En ningún punto sobrepasan los fundamentos elementales de la ciencia griega; en muchos aspectos quedan muy por debajo de ellos. Esto vale especialmente en lo que se relaciona con la astronomía y su concepción de la cosmogonía. Tomaron de los alejandrinos el sistema cosmogónico ptolomeico, merced al cual la genial concepción de Aristarco de Samos quedó relegada al olvido durante un milenio, hasta que Copérnico volvió a poner al espíritu humano en el camino recto. Naturalmente, la ciencia sirvió también en Roma a los intereses del Estado. En consecuencia, toda la educación quedó unificada de aquel modo estúpido, rígido y tedioso que se desarrolló bajo el imperio y que Schlosser describió expresivamente:
La tendencia espiritual general había desterrado todo vigor y naturaleza de la vida; la ciencia no era más que una servidora de fines vanos y vulgares; en muchas escuelas, el nivel cultural del maestro y de los discípulos era el mismo, dominados todos por orgullo altanero, pésimo gusto y sin convicción alguna. Detrás del alarde de una conversación elegante y del juego espiritual de los conceptos, ideas y conocimientos, se ocultaba dureza de corazón, vacuidad de alma, interés sensual y un saber bastante superficial.
Un pueblo, en el que las tendencias y esfuerzos para el dominio político absorbían por completo todas las manifestaciones del espíritu, no podía llegar a otro resultado. Como para los romanos la religión no fue nunca otra cosa que el compendio de la sujeción espintual, veneraron en el Estado el principio de la sujeción política y social, que se concretó en el sometimiento del hombre al engranaje de la máquina política. El que la idea estatal, que entre ellos y desde el principio se cimentó sobre la base militar, llevase gradualmente hacia el cesarismo y culminase en la divinización de los emperadores, fue sólo la consecuencia de ese rígido principio de autoridad que no permite ningún examen y es inaccesible a todas las consideraciones humanas.
Rudolf von Ihering, el conocido jurisconsulto, emitió su juicio sobre los romanos en las siguientes palabras:
El carácter romano, con sus virtudes y sus vicios, se puede definir como el sistema del egoismo disciplinado. La base central de este sistema sostiene que los subordinados se deben sacrificar a los que mandan: el individuo, al Estado; el caso particular, a la regla abstracta; el momento, a la situación permanente. Un pueblo en el que, junto al más elevado amor a la libertad, la virtud de autosumisión se convierte en segunda naturaleza, está llamado a dominar sobre los demás. Pero el precio de la grandeza romana fue ciertamente bien caro. El insaciable demonio del egoismo romano lo sacrificó todo a su óbjeto; la felicidad y la sangre de los propios ciudadanos como la nacionalidad de los pueblos extranjeros. El mundo al cual pertenece es un mundo sin alma, desprovisto de los bienes más bellos, un mundo no regido por hombres, sino más bien por máximas y reglas abstractas, una maquinaria gigantesca, digna de admiración por su solidez, por la uniformidad y seguridad con que trabaja, por la fuerza que desarrolla triturando todo lo que se le opone; pero también una máquina que esclavizó a su propio dueño (2).
Un Estado cuya historia total se basó en el principio de conquista y que se mantuvo consecuente e inflexiblemente fiel a este principio a través del desarrollo de su larga historia, tenía que llegar al sacrificio de todo lo humano. La guerra era su elemento propio; el robo brutal, la finalidad de su existencia, a lo cual se subordinaba todo lo demás. Así resultó aquella ignominiosa situación de esclavitud, de servil sumisión, que constituyó propiamente la corriente vital más profunda del verdadero romanismo. Un Estado en el que primordialmente cada ciudadano debe ser soldado, y en el que ningún ciudadano puede desempeñar un cargo público sin haber tomado parte en diez batallas cuando menos, necesariamente había de brutalizar a sus súbditos. En realidad los romanos fueron un pueblo de sentimientos brutales. Tampoco la invasión del helenismo pudo variar nada en eso puesto que su influencia sólo se hizo sentir sobre una minoría privilegiada, sin rozar siquiera a las grandes masas (3).
En dos sectores, no obstante, mostraron los romanos una originalidad de pensamiento y de aplicación práctica que no se les puede negar razonablemente; en todo caso, se trata de direcciones sociales que no pueden considerarse como consecuencias de la cultura. Los romanos fueron los verdaderos creadores del militarismo y los inventores de esa concepción brutal y sin alma que llamamos derecho romano y que todavía hoy constituye el fundamem teórico de la armazón jurídica de todos los llamados Estados civilizados. El derecho romano, cuyo fundamento es el frío cálculo de las consecuencias materiales más descarnadas, y en cuya redacción no se tuvo en cuenta ninguna consideración ética, fue sólo el resultado natural de la idea romana de Estado. El Estado romano fue un Estado guerrero, un Estado autoritario en el sentido más tremendo de la palabra; solamente conocía un derecho: el derecho del más fuerte. Consiguientemente el derecho romano no podía ser otra cosa que la violación más brutal de toda idea natural del derecho. Constituyó la base de la ciencia jurídica de nuestros códigos modernos, en los cuales el ser viviente queda estrangulado por las máximas abstractas. Nada modifica en esto la llamada igualdad ante la ley, que en la práctica siempre fue una mentira y que en la teoría sólo tenía una aparente igualdad, la de los esclavos, ya que todos se hallaban en el mismo estado de opresión. Heine, que odiaba de corazón la brutal inhumanidad encerrada en los conceptos jurídicos romanos, expresó su indignación en las siguientes frases:
¡Qué libro tan espantoso es el Corpus juris, la Biblia del egoísmo! Tanto como los romanos, me es odioso su Código. Estos ladrones querían asegurar sus robos, y lo que ganaron con la espada quisieron protegerlo con las leyes, por lo cual el romano era al mismo tiempo soldado y abogado, de lo que resultó la mezcla más repugnante. Ciertamente a ellos debemos la teoria de la propiedad, que antes sólo existía como un hecho real, y la formación de esa doctrina en sus consecuencias más crueles y despreciables es ese tan alabado derecho romano que sirve de base a todas nuestras legislaciones actuales, a todas las instituciones estatales modernas, aunque está en la más manifiesta contradicción con la religión, la moral, los sentimientos humanos y la razón (4).
Ninguna legislación había hasta entonces vertido el concepto de propiedad de un modo tan inhumano, cruel y egoísta. La propiedad es el derecho de usar y de abusar de las cosas, definía la ley romana. Este punto de vista, que ha venido siendo hasta hoy el fundamento de toda explotación y de todo monopolio, sólo encontró limitaciones donde se daban motivos de razón de Estado. Todos los intentos de los jurisconsultos posteriores para encubrir o atenuar esta cínica brutalidad, fueron ridículos y superficiales. Así lo puso de manifiesto Proudhon cuando dijo:
Se ha intentado justificar la palabra abusar diciendo que significa, no el abuso insensato e inmoral, sino solamente el dominio absoluto. Distinción vana, imaginada para la santificación de la propiedad y sin eficacia contra los excesos de su disfrute, que no previene ni reprime. El propietario es dueño de dejar que se pudran los frutos de su propiedad, de sembrar sal en su campo, de ordeñar sus vacas en la arena, de convertir una viña en un erial y de hacer un parque en una huerta: todo esto, ¿es o no es abuso? En materia de propiedad, el uso y el abuso se confunden necesariamente (5).
Quien dió tal amplitud y poderío a la propiedad, forzosamente había de estimar en muy poco el valor del hombre. Esto se evidencia especialmente en las leyes acerca de las deudas y en la posición legal que ocupaba el jefe de familia. Según la Ley de las Doce Tablas, el acreedor tenía el derecho de llevar al deudor a rastras ante el tribunal y de venderlo como esclavo en caso de que no pudiera ofrecer garantías o pagar sus deudas. Si eran varios acreedores los que ejercían acción sobre el mismo deudor, la ley dejaba en libertad de matarlo y despedazarlo. La decisión correspondía meramente a la positiva realidad de la deuda, sin ninguna consideración humanitaria. El derecho de propiedad era superior a la vida y a la libertad del hombre.
Los mismos rasgos despiadados se encuentran en el derecho familiar romano. El jefe de familia tenía sobre sus miembros el derecho de vida y muerte. Podía abandonar a sus hijos después del nacimiento o venderlos luego como esclavos; les estaba también permitido condenar a muerte a sus allegados inmediatos. Por el contrario, el hijo no podía levantar queja alguna contra su padre, puesto que era considerado meramente como siervo de éste. Tan sólo la fundación de un hogar propio, que por otra parte no se podía constituir sin permiso del padre, podía poner fin a esta dependencia. Muy justamente hace observar Hegel, el cual fue, por cierto, defensor incondicional del principio de autoridad:
Al rigor que sufría del Estado, el romano respondia en igual forma sobre los individuos de la propia familia. Siervo en un lado, déspota en el otro. Esto constituyó la grandeza romana, cuyas características eran la pétrea dureza en la unidad de los individuos con el Estado, con las leyes estatales, con las órdenes del Estado (6).
El conjunto del derecho penal de los romanos era de una refinada crueldad y de una brutalidad tremenda. Podría objetarse que la crueldad de los castigos en aquellos tiempos era general; pero lo que dió su nota especial al derecho penal romano fue la circunstancia de que cada designio estaba supeditado a la razón de Estado, y los aspectos humanos eran menospreciados con frialdad insensible. Así los hijos podían ser castigados severamente por los errores de los padres, lo que hace observar tranquilamente al sabio Cicerón:
La dureza del castigo de los hijos por crímenes que cometieron sus padres me apena mucho; pero, sin embargo, ésta es una prescripción sabia de nuestras leyes, que atan así a los padres, sometiéndolos al interés del Estado mediante el más fuerte de todos los lazos: el amor que tienen a sus hijos.
Estas disposiciones y otras se atenuaron con el tiempo, pero su esencia permanece invariable. En semejante sistema legal es fácil adivinar cual era la situación de los esclavos. El esclavo era considerado como un ente por completo desprovisto de derechos, casi como si no fuera humano, y en el mejor de los casos como algo que había sido hombre. La menor desobediencia, la más pequeña insubordinación o, también, cosas de las que él no era responsable, se castigaban de la manera más brutal. Los dueños tenían ilimitadas facultades para castigar a tales desgraciados arrancándoles la lengua, cortándoles ambas manos, sacándoles los ojos, vertiéndoles plomo derretido por la garganta y, después de indecibles martirios, hacerlos crucificar o darlos como pasto a las fieras.
Los admiradores de la idea estatal romana se esfuerzan en vano por encubrir esta falta de todo sentimiento cultural entre los romanos, que ellos mismos deben también reconocer, y no pueden encontrar palabras bastante laudatorias sobre el espíritu de la legislación romana, que admiran como una obra de arte. Pero también contra esto se puede objetar mucho. Nada menos que Theodor Mommsen, en su Historia de Roma, emite sobre el derecho romano el siguiente juicio:
Se procura ensalzar a los romanos como un pueblo privilegiado en jurisprudencia y admirar con pasmados ojos su excelente derecho como un don del cielo, verosímilmente para ahorrarse la vergüenza de considerar la vileza del derecho propio. Una ojeada sobre ese derecho de guerra romano, oscilante y sin desarrollar, podría convencer de la inconsistencia de estas obscuras nociones, aun a aquellos cuya tesis podría resumirse sencillamente diciendo que un pueblo sano tiene un derecho sano; un pueblo enfermo, un derecho enfermo.
Sólo semejante Estado pudo llegar a un sistema militar tan completamente desarrollado. El militarismo y la milicia no son lo mismo, aunque para el militarismo la primera condición es la existencia de un ejército permanente. El militarismo se debe juzgar ante todo como una disposición psíquica. Es la renuncia al propio pensamiento y a la propia voluntad, la transformación de hombres en autómatas, articulados y movidos desde fuera, para que cumplan a ciegas todas las órdenes, sin conciencia alguna de la responsabilidad personal. En una palabra: el militarismo es la forma peor y más recusable del espíritu servil elevado a virtud nacional, que desprecia todas las leyes de la razón y que está desprovisto de toda dignidad humana. Ahora bien: un Estado como el romano, en el cual el hombre se sentía parte de una máquina y en el que la fuerza bruta se había elevado a la categoría de principio supremo de la política, pudo producir tan cruel dislocación del espíritu humano y echar así los cimientos de un ignominioso sistema que ha gravitado siempre como una pesadilla sobre los pueblos y que hasta hoy ha sido el enemigo mortal de todo desarrollo cultural superior. El militarismo y el derecho romano son los resultados inevitables de esa concepción que se ha llamado idea de Roma y que todavía conmueve y confunde los espíritus y parece más fuerte que nunca. Ninguna revolución fue capaz hasta hoy de encadenar la idea de Roma y de cortar el cordón umbilical que nos une aún con aquellas épocas pasadas. Entre los griegos, las organizaciones de sus comunidades. fueron un medio para su finalidad. En Roma, empero, el Estado fue su propia finalidad; el hombre existía solamente por causa de sus instituciones, de las que era esclavo y siervo.
Acerca de la decadencia del Imperio romano se ha escrito mucho y se han aducido todos los ensayos de explicación imaginables. Las causas de esta decadencia las ven unos en la cultura superrefinada y otros en la completa relajación de las costumbres. Modernamente se habla mucho de una desintegración del alma racial -o lo que tal palabra huera pueda significar- y se pretende presentar la decadencia de Roma como una catdstrofe racial, en lo que de intento se olvida el hecho de que Roma había llegado antes a un denominado caos racial que no impidió a los romanos representar hasta lo último su papel histórico mundial. Y sin embargo, en la ruina del Imperio romano hay causas tan claras como en la mayoría de los acontecimientos históricos. Examinando todos los pormenores de este gigantesco decrumbamiento, sin dejarse arrastrar por suposiciones artificialmente constituidas, se llega, con el historiador inglés Gibbon, al siguiente resultado: Nada asombra en el hecho de que Roma se hundiese, a no ser el hecho que este hundimiento se hiciese esperar tanto. Pero también cabe en esto una explicación: la máquina estatal romana estaba tan bien montada y los hombres estaban tan persuadidos de la inquebrantabilidad de aquella máquina, que ésta funcionó, digámoslo así, por sí misma, y durante largo tiempo pudo vencer todos los obstáculos, a pesar de que sus fundamentos hacía ya largo tiempo que estaban podridos.
Roma fue víctima de su ciego frenesí de poderío y de sus inevitables y consiguientes fenómenos concomitantes. Los dirigentes del Estado romano, con obstinación frenética, se esforzaron continuamente por ampliar y robustecer los resortes del poder y ningún medio fue para ellos demasiado brutal y demasiado reprobable como para que no pudieran hacerlo servir de instrumento de su codicia de mando. La fabulosa disipación de las clases privilegiadas en tiempo de la decadencia, la explotación sin escrúpulos de todos los pueblos, la completa desmoralización de la vida pública y privada, no fueron resultado de una degeneración racial física, sino consecuencia inevitable de esa tremenda insaciabilidad que había encadenado al mundo entero y que forzosamente habría de llevar a un derrumbamiento completo de todas las condiciones sociales de la vida. El poder de Roma era el Moloch que destrozaba todo cuanto entraba en contacto con él, sin distinción de pueblos o razas. También los pueblos nórdicos se mostraron a este respecto incapaces de resistir y la sangre germánica no les ofreció protección alguna contra la depravación general de un sistema opresivo llevado hasta sus últimas consecuencias. En el mejor de los casos pudieron tomar en sus manos la horrible máquina, pero quedaron al propio tiempo esclavos absolutos de ella, y, como todos los demás antes que ellos, fueron triturados por su cruel engranaje.
Las señales de la decadencia se advertían claramente ya en tiempo de la República. El Imperio fue solamente el heredero de la política guerrera republicana, y, en realidad, la llevó a su plena expansión. Mientras se trataba exclusivamente de la sumisión de los pequeños pueblos de la península itálica, no hubo grandes beneficios para el vencedor, puesto que Italia era un país relativamente pobre. Pero después de la segunda guerra púnica, se modificó fundamentalmente la situación antigua. Las prodigiosas riquezas que afluían a Roma contribuyeron al desarrollo gigantesco de un latrocinio capitalista qne resquebrajó todos los fundamentos de la antigua estructura social. Salvioli, que estudió todas las ramificaciones de este sistema hasta en los detalles nimios, describió sus consecuencias de manera persuasiva diciendo:
Tras las brillantes guerras que abrieron a los romanos las puertas de Africa y de Asia, llegó el Imperio al punto más elevado de su desarrollo. Especialmente de Asia, paso fabuloso del arte y de la industria, escuela superior de lujo y ornamentación, fuente inextinguible de seducción para los monopolizadores del Estado y procónsules, el poder brutal y extorsivo creó una verdadera corriente de oro y plata, sin cesar de inundar con ella a Italia, hasta que las fuentes se agotaron. Los tesoros que se recogían en Oriente, en las Galias, en el mundo entero, y los que la minería extraía del subsuelo, todos confluían en Roma, como botín de guerra y tributo, como fruto de los saqueos y de los impuestos; incluso llegaban a los otros puntos de Italia, aunque en discreta proporción, por la parte que tenían en el conjunto del poder. Roma fue, y siguió siéndolo durante algunos siglos, el gran mercado de la riqueza metálica. Un vértigo furioso de tiranía y de avidez hacia que el simple guerrero y el simple campesino pensasen que la gloria propia se medía como la gloria de su caudillo, solamente por la cantidad de oro y de plata que trajesen al volver triunfantes a la patria; por lo que todos se acostumbraron a exprimir el jugo a los vecinos sin compasión alguna y a vender a los pueblos amigos al precio más alto el favor de Roma. Nada había sagrado para esta codicia; el derecho y la razón eran vergonzosamente pisoteados. El rey Ptolomeo de Chipre era célebre como poseedor de un tesoro abundante y riquísimo y por desplegar una munificentísima pompa; pues bien, sin tardanza se promulgó una ley, por la que el Senado romano se atribuía el derecho de heredar a un posible aliado rico aun en vida del mismo. El Senado consideraba los tesoros de todo el mundo simplemente como propiedad particular romana; a los vencidos no les era permitido poseer nada. De que esta corriente colosal no se interrumpiese, cuidaban los generales vencedores, los procónsules y los arrendadores de impuestos, que codiciaban las riquezas de los reyes y de los pueblos vencidos. Millares de mercaderes y caballeros de fortuna seguían a las legiones, convertían en dinero el botín que se repartía entre los soldados y se apoderaban de las tierras conquistadas que los generales les habían dejado (7).
Así se produjo aquel desdichado régimen de especuladores y chalanes para quienes la única finalidad de la vida era el lucro, y que se esforzaban por aprovecharse de todas las cosas sin preocuparse en lo más mínimo de las consecuencias. La usura más impúdica se desarrolló como un sistema criminal que lenta pero seguramente debía echar los fundamentos de toda la vida económica. Se organizaron así los grandes capitalistas y las sociedades capitalistas por acciones, que arrendaban al Estado todos los impuestos de los países y provincias. Al Estado se le ahorraba así trabajo y preocupaciones; pero a los países que caían en las garras de aquellos vampiros, les sacaban hasta la última gota de sangre, de modo que no les quedase nada susceptible de provocar la codicia. De la misma manera se arrendaban las tierras del Estado y los trabajos de las minas; surtían a las legiones del armamento necesario y amontonaban cada vez mayores capitales; organizaron el comercio de esclavos según las normas mercantiles, y procuraban a todas las haciendas el material humano necesario; en una palabra, estaban dondequiera que había algo que ganar.
Los hombres virtuosos de la República participaban en estas depredaciones con la mayor naturalidad y adquirían grandes riquezas como usureros, mercaderes de esclavos y especuladores de tierras. Catón, al que en nuestras escuelas se presenta aún como la encarnación de la virtud del antiguo romanismo glorificado, fue en realidad un hipócrita abominable y un usurero sin escrúpulos, para quien ningún medio era reprobable con tal de lograr su objetivo. El dió a su época la nota característica al decir que el primero y más sagrado deber del hombre es ¡ganar dinero!. Plutarco le atribuyó como última expresión estas palabras: Las cosas de los vencedores agradan a los dioses; las de los vencidos, a Catón. Sin embargo, Catón no formó excepción ninguna entre los romanos virtuosos de su época. Incluso el célebre tiranicida Bruto, al cual la leyenda ha revestido con todos los tributos de la más estricta rectitud, fue también un usurero despiadado como Catón y otros mil, y sus costumbres sociales fueron frecuentemente de tan dudosa naturaleza que el mismo Cicerón, firme defensor de usureros y especuladores, se excusó de defenderle ante los tribunales.
La causa más importante, y con mucho, de la caída de Roma, fue la ruina de los pequeños propietarios de la tierra, que anteriormente fueron el más sólido baluarte de la superioridad romana. Las continuas y afortunadas guerras, los impulsaron hacia esa peligrosa senda que hasta hoy ha sido fatal para todos los conquistadores. Ya la rendición de las ciudades etruscas en el norte y la conquista de las colonias griegas en el sur de la península habían excitado poderosamente la codicia de los romanos. No obstante, cuando llevaron con éxito la guerra al exterior y emprendieron con tesón el desarrollo de su política mundial, lo demás se produjo por sí mismo. La política de dominación mundial y el cuidado de los campos son cosas que no pueden conciliarse durante largo tiempo. Los campesinos progresaban al calor de la tierra que cultivaban; pero las continuas guerras que sacaban sin cesar de los campos a millares de trabajadores, inevitablemente, con el transcurso del tiempo, arruinaron la agricultura. Un sistema, bajo el cual de cada 1.000 hombres 125, comprendidos entre los 17 y los 45 años, estaban sujetos al servicio de las armas, debía en rigor conducir a la decadencia del campesino. El Estado elevó frecuentemente la obra de los salteadores a la categoría de sistema político, y estas ganancias fácilmente obtenidas tenían que parecer con el tiempo a los individuos más productivas que el fatigoso trabajo de la tierra. De esta manera, poco a poco, el campesino se fue alejando del agro. Durante las largas guerras, el campesino romano se desangró mortalmente; los mismos escritores contemporáneos escriben que Roma, después de la segunda guerra púnica, había perdido la mitad de su población antigua. Además, el pequeño propietario de la tierra fue desapareciendo rápidamente y en su lugar se desarrollaron los llamados latifundios, de los que Plinio afirmaba, con razón, que habían arruinado a Italia y a las provincias.
La cuestión de la tierra representó ya en la antigua Roma un papel muy significativo, sobre todo en las prolongadas contiendas entre patricios y plebeyos. En estas duras luchas, los plebeyos adquirieron fínalmente la igualdad legal con sus antiguos adversarios, y la célebre legislación licinio-sextina, cuya redacción sólo ha llegado hasta nosotros fragmentariamente, determina que desde entonces, al repartir las tierras de Estado, ambas partes obtendrían porciones idénticas. También determinó dicha ley que los grandes terratenientes debían emplear un número de trabajadores libres proporcionado al número de esclavos que ocupasen. A la terminación de la segunda guerra púnica, esta disposición quedó completamente fuera de curso. Centenares de pequeñas propiedades se hallaban enteramente en barbecho porque sus dueños habían perecido. Además, por haberse apropiado el Estado de los bienes de todos los partidarios de Aníbal en Italia, adquirió enormes propiedades, de las que, empero, la mayor parte fueron a parar a manos de especuladores. La especulación de tierras asumió ingentes proporciones. Todos los escritores contemporáneos están conscientes acerca de la manera ignominiosa como los pequeños propietarios eran despojados de sus tierras.
¿Y qué? aun no saciado
del cliente arrancas los mojones próximos,
saltando sobre limites;
y a la mujer expulsas y al marido, que llevan en sus brazos
lares paternos y desnudos hijos (8).
A pesar de que en numerosas partes del Imperio no había sido despojada por completo la pequeña propiedad, el sistema de explotación agrícola de los grandes latifundios arruinó a muchos millares de pequeños propietarios. Los latifundios que no quedaron en barbecho o fueron convertidos en praderas, eran cultivados por esclavos del agro, los más despreciados de los esclavos. De este modo el rendimiento del campo fue disminuyendo continuamente, como sucede en todo trabajo producido por esclavos. Grandes masas de obreros agrícolas libres perdieron su medio de existencia a causa del trabajo de los eslclavos; y la importación de trigo de Sicilia y Africa arruinó por completo a incontables pequeños agricultores.
En las ciudades aparecía el mismo cuadro. Allí las industrias que los esclavos montaron para los menesteres domésticos en las casas de los ricos, arruinaron en absoluto a innumerables pequeños artesanos, en la misma forma que se había arruinado a los pequeños agricultores y a los obreros libres del campo. Estos emigraron a las ciudades y engrosaron las filas de los proletarios menesterosos, a los cuales se les privó de todo medio de ocupación productiva, desacostumbrándolos así del trabajo y haciéndolos útiles al Estado solamente como productores de hijos. Esta masa haragana, inactiva, sin convicciones, acostumbrada a vivir de las migajas de los ricos, constituyó para los aventureros y arribistas políticos la claque, cuyo apoyo subvencionado era tan útil en sus planes ambiciosos. Ya en tiempos de la República, la venta de votos fue una fuente de ingresos para el proletariado de la ciudad. Los ricos compraban los votos de los ciudadanos pobres y así podían alcanzar los puestos más importantes y transmitidos en herencia a sus hijos, tanto que algunos cargos de Estado estuvieron casi siempre en poder de la misma familia. Un candidato a un cargo público carecía de toda probabilidad de alcanzarlo si no estaba en condiciones de distribuir regalos y pagar juegos públicos -por lo general luchas de gladiadores- para influir sobre sus electores.
En tales circunstancias sólo era de esperar que la influencia de los generales victoriosos fuese cada día mayor en los asuntos políticos, lo cual abrió el camino al cesarismo. En realidad el tránsito de la República a la monarquía se efectuó en Roma sin grandes dificultades. Hombres como César, Creso y Pompeyo emplearon sumas fabulosas para preparar la opinión pública. Los Césares posteriores utilizaron este medio, transformándolo en la piedra angular de su política interior, condensada en las palabras panem et circenses. Para mantener el buen humor de las masas proletarias de la ciudad, se recurría especialmente a las crueles luchas de gladiadores. Miles y miles de los esclavos más fuertes eran educados en escuelas especiales para degollarse mutuamente en la arena ante los ojos de una muchedumbre embrutecida o para medir sus fuerzas en combates con fieras hambrientas. Toda monstruosidad -dice Friedländer- tuvo su expresión en la arena; pues ni en la historia ni en la literatura hay torturas o modos de matar que no se hayan expuesto prácticamente a la muchedumbre del anfiteatro. Estos juegos criminales duraban a veces semanas enteras; así se refiere de Trajano que una vez permitió que fuesen conducidos a la arena 10.000 gladiadores, horrible representación que duró 123 días. Innecesario es describir las consecuencias desoladoras que había de tener el permanente espectáculo de estos espantosos horrores sobre el carácter del pueblo.
Las continuas guerras tenían que conducir necesariamente a la consecuencia que, con el transcurso del tiempo, Roma no pudiese sacar de las filas de la población libre hombres para su defensa. Ya Julio César había empezado a incorporar a su ejército soldados mercenarios de los pueblos extranjeros. Los dominadores posteriores desarrollaron la milicia a la condición de sistema permanente y crearon así la monarquía milítar, cuya semilla había plantado antes la República. Pero la soldadesca extranjera, que después se compuso principalmente de celtas, germanos y sirios, carecía de las bases ideológicas en que se habían nutrido y educado los antiguos romanos. Para los mercenarios el saqueo era un mero oficio remunerativo; la idea de Roma les importaba un ardite, y su contenido les era completamente desconocido. Por consiguiente los Césares tuvieron que procurar siempre tener contentas a sus hordas pretorianas, con objeto de no poner en peligro su imperio. Las últimas palabras del emperador Severo a sus dos hijos: ¡Mantened contentos a vuestros soldados y no os preocupéis de otra cosa! fueron la consigna perpetua y principal del cesarismo.
Pero como ninguno de los Césares estaba seguro de su dominio y debía vivir en guardia ante sus rivales, que salían de entre los propios generales y favoritos, el ejército era un instrumento cada vez más costoso, cuyo mantenimiento resultaba más difícil cada día. Así poco a poco llegaron los pretorianos a ser el elemento decisivo en el Estado, y muchas veces el César no era más que su prisionero. Derrocaban a un emperador y elevaban otro al trono, siempre que por uno u otro lado hubiese perspectivas de botín mayor. Cada nueva elección de emperador implicaba un saqueo total del tesoro del Estado, tesoro que debía reponerse después acudiendo a todos los procedimientos posibles. Las provincias, a intervalos cada vez más cortos, eran oprimidas y estrujadas como una esponja, lo cual llevó lentamente al agotamiento absoluto de todas las fuerzas económicas. A esto se añadía que el capitalismo romano no desarrollaba ninguna actividad productiva, sino que vivía meramente del robo, lo cual no podía menos que acelerar la catástrofe.
Cuanto más avanzaba el cesarismo por esta peligrosa senda, más aumentaba el número de parásitos que se habían fijado en el cuerpo del pueblo y que se nutrían de su jugo. Hízose tan grande el mal que los Césares hubieron de empeñar sus bienes particulares al fisco o a los usureros para encontrar dinero con que pagar a los soldados. Marco Aurelio tuvo una vez que sacar a pública subasta sus muebles, incluso los tesoros artísticos de su palacio y los lujosos vestidos de la emperatriz, porque se encontraba en absoluta necesidad de dinero. Otros encontraron más ventajoso quitar de en medio a sus contemporáneos ricos e incorporar los bienes de éstos al Estado. Así Nerón, al saber que la mitad de los territorios de la provincia de Africa estaban en manos de seis latifundistas, los hizo asesinar en seguida para heredarlos.
Los ensayos que se habían hecho anteriormente para remediar el mal, no dieron resultados satisfactorios, y los propietarios los combatieron con sangrienta crueldad. Así ambos Gracos hubieron de pagar con la vida su atrevimiento; y no escaparon mejor Catilina y sus conjurados, cuyos verdaderos designios, por otra parte, jamás han sido puestos en claro. Las numerosas rebeliones que conmovían periódicamente el Imperio, y de las cuales la de Espartaco en particular puso en gran peligro a Roma, no alcanzaron triunfos duraderos, por la sencilla razón de que la mayor parte de los esclavos estaban animados del mismo espíritu que sus amos. La frase de Emerson de que la plaga de la esclavitud consistía en que un extremo de la cadena estaba sujeto al pie de los esclavos y el otro al pie de los esclavizadores, encontró también aquí su confirmación. Las sublevaciones de esclavos en Roma fueron rebeliones de hombres maltratados y desesperados, a los que faltaba, sin embargo, una finalidad elevada. Dondequiera que los esclavos sublevados obtuvieron un breve éxito, no se preocuparon de otra cosa que de imitar a los que habían sido sus amos. ¡Tal corrupción emanaba el espíritu de Roma, que aniquiló en los hombres todos los anhelos de libertad! De una inteligencia entre los oprimidos no podía hablarse siquiera puesto que el mismo misérrimo proletario de la ciudad miraba a los esclavos por encima del hombro. Así aconteció que los esclavos ayudaron a los propietarios a sofocar el movimiento de los Gracos, y los proletarios ayudaron a yugular el movimiento de Espartaco.
¿Cuál podía ser el final de una situación en la que todas las fuerzas espirituales estaban paralizadas y en la que era pisoteado todo principio ético? En realidad toda la historia del cesarismo romano fue una larga cadena de horrores espantosos. Traiciones, asesinatos, felina crueldad, enorme confusión de ideas y morbosa codicia, imperaban en la moribunda Roma. Los ricos se daban a los placeres más disolutos y extravagantes, y los desposeídos de la fortuna no tenían otro anhelo que participar, aunque sólo fuera de un modo más modesto, en aquellos placeres. Un pequeño grupo de monopolistas dominaba el Imperio y organizaba la explotación del mundo según normas férreas. En el palacio de los Césares una revolución palatina sucedía a otra y un delito de sangre se pagaba con otro. Por todas partes vigilaban los ojos de los espías, y nadie estaba seguro de ocultar sus más íntimos manejos. Un ejército de espías poblaba el país y sembraba la desconfianza y las sospechas secretas en el ánimo de todos.
Nunca había celebrado triunfo semejante el espíritu de la autoridad. Roma creó ante todo la condición previa para esa situación despreciable que se podía llamar esclavitud por principio. Y mientras que el más envilecido espíritu de esclavitud había castrado completamente a las masas del pueblo, creció sin medida la locura de grandezas de los déspotas, de manera que nada ni nadie podía oponerse a sus caprichos. Los más altos dignatarios del Senado romano se postraron muertos de miedo ante los Césares divinizados y aprobaron y decretaron para ellos honores divinos. Un Calígula hizo nombrar a su caballo miembro del Colegio de sacerdotes; un Heligábalo hizo cónsul romano al suyo. La bajeza humana toleró semejante degradación.
En esta senda no había resistencia ni firmeza alguna. Roma, en alocado arrebato, había absorbido los tesoros de todo el mundo, y cuando estuvieron agotados, se quebró todo su poder como un frágil edificio cuya armazón estaba ya corroída por la carcoma. Pueblo semejante no podía esperar la salvación de sí mismo, puesto que había perdido toda voluntad firme y todo impulso independiente. Durante el largo dominio de un sistema de poder llevado al colmo de la locura el servilismo se había convertido en hábito y la humillación en dogma. La rebelión contra la idea de Roma se presentó en la forma del cristianismo. Pero la Roma agonizante se vengó todavía en su lecho de muerte, puesto que con su hálito emponzoñado contaminó aquel movimiento, en el cual el mundo esclavizado veía una nueva esperanza, y lo transformó en Iglesia. Así, sobre el dominio mundial del Estado romano, se desarrolló la Iglesia romana; el cesarismo celebró en el papado su resurrección.
Notas
(1) F. Mauthner: Der Atheismus usw, vol. I, pág. 161.
(2) Rudolf von Ihering: Geist des römischen Rechts, vol. I. pág. 298. Leipzig. 1885.
(3) Ricardo Wagner, que en sus días revolucionarios conoció perfectamente la importancia de la libertad para la cultura en general y en particular para el arte, se expresó como sigue en su obra Kunst und Revolution, hablando de la brutalidad de los romanos: Los romanos, cuyo arte nacional, antes de la inOuencia del ya formado arte heleno, estaba atrasadlsimo, se hicieron servir por arquitectos, escultores y pintores griegos, y sus estetas se formaron en la retórica y versificación griegas; pero el gran escenario popular no se abrió para los dioses y héroes míticos, ni para las danzas y canciones de los coros sagrados; antes bien, las fieras salvajes, los leones, panteras y elefantes debían despedazarse en el anfiteatro para deleitar los ojos de los romanos; y los gladiadores -esclavos entrenados forzadamente en las ejercicios de faena y destreza- debían recrear con el estertor de su agonía los oídos de los romanos. Estos brutales vencedores del mundo sólo se complacían en la realidad positiva; su imaginación no podía satisfacerse sino solamente con la realización más material. Los filósofos que, apartándose angustiados de la vida pílblica, se consagraban valientemente a los pensamientos abstractos, no por ello dejaban de abandonarse gustosamente, como el resto de la población, a la general sed de sangre que los sufrimientos humanos les ponían ante la vista con la más absoluta realidad física.
(4) Heine: Memoiren, 1854.
(5) J. P. Proudhon: Qu'est-ce que la propieté, ou recherches sur le principe du droit du gouvernemient, París, 1940.
(6) Hegel: Philosophie der Geschichte.
(7) J. Salvioli: Der Kapitalismus im Altertum, pág. 26. Stuttgart, 1922.
(8) Horacio: Odas. Libro segundo, 18, según traducción de Bartolomé Mitre.
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