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LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO SÉPTIMO
EL ABSOLUTISMO POLÍTICO COMO OBSTÁCULO PARA EL DESARROLLO ECONÓMICO
SUMARIO
Las fábulas del Estado nacional como fomentador del desarrollo cultural.- Retroceso de la industria y decadencia de la economía. El período de la guerra y la recaída en la barbaríe.- Capital comercial y absolutismo.- Manufactura y mercantilismo.- El Estado creador de los monopolios económicos.- La reglamentación de la economía por la monarquía.- Colbert y la dictadura económica en Francia.- La monarquía inglesa y el comercio de los monopolios.- La Compañía comercial de las Indias orientales y la Hudson's Bay Company.- La revolución como iniciadora de nuevas formas económicas.- El Estado nacional en España y la decadencia de la economía y de la cultura.- La mesta y la expoliación de los campesinos españoles.- Felipe Adolfo.- La guerra de Treinta Años y la decadencia de la cultura en Alemania.- La fundación de las manufacturas como especulación del Estado.
Se ha sostenido que el desarrollo de la estructura social de Europa en el sentido del Estado nacional, ha seguido la línea del progreso. Y fueron precisamente los cultores del materialismo histórico los que han defendido esa concepción en forma más intensa, procurando demostrar que los sucesos históricos de aquel tiempo han sido suscitados por necesidades que impulsaban al ensanchamiento de las condiciones técnicas de la producción. En realidad, esa fábula no corresponde de ninguna manera a una seria apreciación de los hechos sociales, sino más bien a la vana pretensión de querer ver la transformación de Europa a la luz de una evolución ascendente. En aquella importante reforma de la sociedad europea, las aspiraciones políticas de dominio de pequeñas minorías han jugado muchas veces un papel mucho más decisivo que las supuestas necesidades económicas. Aparte del hecho de que no hay el menor motivo para que el desenvolvimiento de las condiciones técnicas productivas no haya podido llevarse a cabo igualmente sin la aparición del Estado nacional, no se puede perder de vista que la fundación de los Estados nacionales absolutistas en Europa, está ligada a una larga serie de guerras devastadoras, por las cuales fue trabado radicalmente, en la mayoría de los países, por largo tiempo, a menudo por siglos, el desarrollo cultural y económico.
En España condujo la aparición del Estado nacional a una ruina catastrófica de las industrias un día florecientes y a una completa descomposición de toda la vida económica, que hasta hoy no ha podido ser superada. En Francia, las guerras de los hugonotes, iniciadas por la monarquía para fortalecer el Estado nacional unitario, infirieron heridas sangrientas a la economía del país. Millares de los mejores artesanos emigraron y trasladaron sus industrias a otros Estados; las ciudades se despoblaron, las ramas más destacadas de la economía fueron paralizadas. En Alemania, donde las maquinaciones de los príncipes y de la nobleza no dejaron formar un Estado nacional unitario como en España, en Francia o en Inglaterra, y donde, en consecuencia, se desarrolló toda una serie de pequeños organismos estatales nacionales, la guerra de los Treinta Años devastó el país entero, diezmó su población e impidió toda nueva formación económica y cultural en los dos siglos siguientes.
Pero éstos no son los únicos obstáculos que el Estado nacional incipiente puso en el camino del desarrollo económico. En todas partes donde irrumpió, procuró dificultar el proceso natural de las condiciones de la vida económica por medio de prohibiciones de exportación y de importación, de inspección de las industrias y de disposiciones burocráticas. Se prescribió a los maestros de los gremios los métodos de elaboración de sus productos y se mantuvo a ejércitos de funcionarios para vigilar la industria. De esta manera se puso un límite a toda mejora de los métodos de trabajo; tan sólo gracias a las grandes revoluciones de los siglos XVII y XVIII fue libertada la industria de esas molestas ligaduras. Los hechos históricos presentan la cuestión de un modo muy diverso: La aparición del llamado Estado nacional, no sólo no ha beneficiado en manera alguna el desenvolvimiento económico, sino que las guerras sin fin de aquellas épocas y las intervenciones absurdas del despotismo en la vida de las industrias, produjeron una situación de barbarie cultural, por la cual muchas de las mejores conquistas de la técnica industrial se perdieron total o parcialmente y después hubo que volverlas a descubrir de nuevo (1).
A esto se añadió la circunstancia de que los reyes se mostraban siempre desconfiados e incluso declaradamente hostiles ante los ciudadanos y artesanos de las ciudades, que eran los verdaderos sostenedores de la economía industrial, y sólo se ligaban a ellos cuando había que quebrantar la resistencia de la nobleza, que no veía con buenos ojos las aspiraciones unitarias de la monarquía. Esto se advierte claramente en la historia de Francia. Pero después, cuando el absolutismo superó victoriosamente todas las resistencias contra la unidad política nacional del país, dió a todo el desenvolvimiento social, por su apoyo al mercantilismo y a la economía monopolista, una dirección que sólo podría llevar al capitalismo, e hizo que los hombres no fueran los dirigentes de la economía, sino que los rebajó a galeotes de la industria.
En los grandes Estados ya existentes, cimentados originariamente por completo en la propiedad territorial, el naciente comercio mundial y la influencia en ascenso del capital comercial, produjeron una honda modificación, haciendo saltar las barreras feudales e iniciando poco a poco la transición del feudalismo puro. al capitalismo industrial. El Estado nacional absolutista dependía de la ayuda de las nuevas fuerzas económicas, como los representantes de éstas dependían de él. Por la introducción del oro de América, la economía monetaria de Europa fue impulsada vigorosamente. El dinero se convirtió desde entonces no sólo en un factor cada vez más importante de la economía misma, sino que se desarrolló como instrumento político de primera fila. El derroche desmesurado de las Cortes reales en el período de la monarquía absoluta, sus ejércitos y flotas y, no en último lugar, su poderoso aparato de funcionarios, devoraban sumas enormes que había que reunir de algún modo sin cesar. Además, las guerras eternas de aquella época costaban cantidades considerables. Reunir esas sumas no era ya posible a costa de la subyugada población campesina semihambrienta, a pesar de todas las artes de la coacción de los magos cortesanos de las finanzas; de modo que hubo que pensar en otras fuentes de ingresos. Las guerras eran, en gran parte, resultado de la transformación económico-política y de la lucha de los Estados absolutistas entre sí por la posición de predominio en Europa. Así se modificó a fondo el carácter originario de los viejos Estados feudales. Por una parte, dió el dinero a los reyes la posibilidad de someter por completo a la nobleza, con lo cual podría instaurarse propiamente la unidad estatal; por otra parte, el poder real dió a los comerciantes la protección necesaria para escapar a las continuas asechanzas de la nobleza ladrona. De esa comunidad de intereses nacieron los verdaderos fundamentos del llamado Estado nacional y, en general, el concepto de nación.
Sin embargo, la misma monarquía, que trataba de socorrer, por motivos bien fundados, las aspiraciones del capital comercial, y la cual, por otra parte, fue sostenida por él con firmeza en su propia evolución, se manifestó poco a poco como un obstáculo paralizador de toda ulterior reforma de la economía europea, transformando, por sus desmesurados favoritismos, ramas enteras de industria en monopolios, y privando a los más vastos círculos de su usufructo. Pero fue particularmente funesto el rutinarismo espiritual que impuso a las industrias, por el cual se obstaculizó la evolución de la capacidad técnica y fue artificialmente impedido todo progreso en el dominio de la labor industrial.
Cuanto más expansión tuvo el comercio, tanto más interés tuvieron sus representantes en el desenvolvimiento de la industria. El Estado absolutista, a quien la expansión comercial llenaba las cajas fuertes, pues traía dinero al país, acudió primeramente en ayuda del capital comercial; en parte contribuyeron también sus ejércitos y flotas, que habían adquirido una proporción considerable, al ensanchamiento de la producción industrial, pues exigieron una cantidad de cosas para cuya producción en grande no era ya apropiado el taller del pequeño artesano. Así surgieron paulatinamente las llamadas manufacturas (2), precursoras de la gran industria ulterior, la que, ciertamente, sólo pudo desenvolverse después que allanaron el camino los grandes descubrimientos científicos de un período posterior, y su aplicación práctica a la técnica y a la industria.
La manufactura se desarrolló ya a mediados del siglo XVI, después que algunas ramas de producción -en particular la construcción de embarcaciones y las instalaciones mineras y metalúrgicas- habían desbrozado el camino para una más vasta actuación de la obra industrial. En general, el sistema de manufactura llegó a una racionalización del proceso de trabajo, que trató de alcanzar por la división dé éste y por el mejoramiento de las herramientas, con lo cual la capacidad renditiva de la producción fue acrecentada, lo que era de gran importancia para el comercio creciente.
En Francia, Prusia, Polonia, Austria y otros países, el Estado, movido por sus exigencias financieras, había instalado, junto a las manufacturas privadas, grandes establecimientos para el aprovechamiento de industrias importantes. Los financistas de la monarquía, incluso los reyes mismos, dedicaron a esas empresas la mayor atención e intentaron, por todos los medios, fomentarlas para enriquecer el tesoro fiscal. Por las prohibiciones de importación o por las elevadas tarifas aduaneras para los artículos extranjeros, se quiso beneficiar la industria nativa y retener el dinero en el país. El Estado echó mano frecuentemente para ello a los medios más singulares. Así prescribe una ordenanza de Carlos I que en Inglaterra todos los muertos sean enterrados en paños de lana; se hizo así para elevar la industria del paño. Idéntico propósito perseguía la ordenanza del duelo prusiana, en 1716, que prescribía que no estaba permitido a los habitantes llevar largo tiempo luto porque originaba con ello daños al mercado de las telas de colores.
Para que las manufacturas fuesen en lo posible renditivas, cada Estado trató de atraerse de otros países buenos artesanos, lo que a su vez tuvo por consecuencia que se quisiera impedir la emigración por medio de leyes severas, incluso castigando con la muerte a los contraventores, como ocurrió en Venecia. Mientras tanto, los gobernantes consideraban bueno todo medio para que el trabajo en las manufacturas fuese lo más renditivo y barato posible. Así ofreció Colbert, el famoso ministro de Luis XIV, premios especiales a los padres que enviasen sus hijos a trabajar en las manufacturas. En Prusia ordenaba una disposición de Federico el Grande que fuesen llevados los niños del Orfelinato de Postdam a trabajar en la manufactura real de seda. El resultado fue una quintuplicación de la mortalidad entre los huérfanos. Idénticas leyes existieron también en Austria y en Polonia (3).
Aunque el Estado absolutista apoyó por interés propio las demandas del comercio, encadenó la industria entera con sus innumerables disposiciones legales, las que, andando el tiempo, se volvieron cada vez más opresivas. La organización de la economía no se deja comprimir impunemente en determinadas formas por los dictados burocráticos. Esto pudo observarse últimamente de nuevo en Rusia. El Estado absolutista, que intentó someter toda la acción o inacción de los súbditos a su tutela incondicional, se convirtió con el tiempo en una carga insoportable, que aplastó a los pueblos con una opresión terrible y llevó a un estado de rigidez toda la vida social y económica del país. Las viejas guildas, que han sido un tiempo las iniciadoras del artesanado y de la industria, fueron privadas violentamente por el despotismo de sus viejos derechos y de todo grado de independencia. Lo que quedó en pie de ellas fue anexado al rodaje del aparato estatal todopoderoso y tuvo que servirle para recoger sus impuestos. Así se volvieron los gremios poco a poco un elemento de retrogradación, que se opuso tenazmente a toda modificación de la economía.
Colbert, a quien se ensalza por lo general como a uno de los estadistas más geniales del período despótico, había sacrificado la agricultura de Francia a la industria y al comercio; pero la verdadera esencia de la industria no la había comprendido nunca; para él sólo era la vaca lechera que había de ser ordeñada para el absolutismo. Bajo su régimen se introdujeron por cada oficio determinadas ordenanzas, que perseguían supuestamente el objetivo de mantener la industria francesa a la altura a que había llegado. Colbert se imaginó realmente que era imposible un perfeccionamiento ulterior de la actividad industrial; de otro modo no se puede comprender su llamada política industrial.
De esa manera fue sofocado artificialmente el espíritu de inventiva y ahogado en germen todo impulso creador. El trabajo se convirtió, en cada oficio, en una imitación rutinaria de las mismas viejas formas, cuya continua repetición paralizó toda iniciativa. Se trabajó en Francia hasta el estallido de la gran revolución exactamente de acuerdo con los mismos métodos de fines del siglo XVII. En un período de cien años no se produjo la más mínima modificación. Así sucedió que la industria inglesa superó poco a poco a la francesa, incluso en la elaboración de aquellos productos en cuya fabricación había tenido antes Francia la dirección incondicional. De las innumerables ordenanzas sobre el vestido, la habitación y la labor social de los miembros de cada oficio, que contenían gran cantidad de las prescripciones más absurdas, no hemos de hablar aquí. Se intentó de tanto en tanto, es verdad, cuando los desbarajustes se advertían demasiado claramente, proporcionar ciertos alivios con nuevas ordenanzas, reemplazadas pronto, generalmente, por otras. A eso se añadió que la continua penuria financiera de la Corte obligó al gobierno a toda suerte de maniobras dolosas para llenar de nuevo las cajas vacías. Así se dictó toda una serie de ordenanzas simplemente para que los gremios pudieran anularlas mediante desembolsos correspondientes, lo que ocurrió siempre. De la misma manera fueron entregados a particulares o corporaciones un sinnúmero de monopolios que perjudicaron seriamente la evolución de la industria.
Tan sólo la revolución arrastró por el polvo los decretos reales y libró a la industria de las cadenas que se le habían remachado. No, no fueron motivos nacionales los que han conducido a la aparición de los modernos Estados constitucionales. Las condiciones sociales habían adquirido paulatinamente formas tan monstruosas, que no podían ser toleradas más tiempo, si Francia no quería sucumbir por completo. Y fue esa comprobación también la que puso en movimiento a la burguesía francesa y la impulsó por las vías revolucionarias.
También en Inglaterra fue tutelada largo tiempo la industria por decretos de Estado y ordenanzas reales, aunque la manía reglamentadora no tuvo allí nunca formas tan singulares como en Francia y en la mayoría de los países del continente. Las ordenanzas de Eduardo IV, de Ricardo III, de Enrique VII y de Enrique VIII recargaron la industria muy sensiblemente y obstaculizaron su desenvolvimiento natural en gran medida. Y sin embargo esos soberanos no fueron los únicos que impusieron trabas a la industria; reyes y Parlamentos decretaron siempre disposiciones por las cuales la situación de la economía se hizo cada vez más difícil. Ni siquiera las revoluciones de 1642 y de 1688 fueron capaces de barrer a fondo esa peste de las prescripciones rutinarias y de los reglamentos burocráticos, y pasó bastante tiempo antes de que pudiera abrirse cauce un nuevo espíritu. Sin embargo no se produjo nunca en Inglaterra una tutela estatal de toda la vida económica, como la que puso en vigor Colbert en Francia. En cambio trabaron extraordinariamente los incontables monopolios el desarrollo de la industria. La Corte enajenaba ramas enteras de la industria a extranjeros y a nacionales para llevar dinero a sus cajas, y distribuyó sin cesar monopolios a sus favoritos. Eso se hizo ya en tiempos de la dinastía de los Tudor, y los Estuardos y sus sucesores avanzaron por el mismo camino. Sobre todo se abusó de la distribución de monopolios bajo el gobierno de la reina Isabel, respecto a lo cual se han presentado quejas frecuentes en el Parlamento.
Industrias enteras fueron cedidas a determinadas personas o a pequeñas sociedades para la explotación, y no podían ser puestas en marcha por nadie más. De esa manera no había ninguna competencia; pero tampoco un desarrollo de las formas de producción y de los métodos de trabajo. Lo que importaba a la Corona sencillamente era el ingreso de dinero; de las consecuencias inevitables de esa política económica se preocupaba muy poco. La cosa fue tan lejos que, bajo el gobierno de Carlos I, fue vendido, a una sociedad de fabricantes de jabón en Londres, el monopolio para la fabricación de jabón, y por una disposición real se prohibió producir jabón individualmente, aunque fuera el de uso de la propia familia. Lo mismo ocurrió con la explotación de yacimientos de estaño y con las minas de carbón del norte de Inglaterra, monopolio durante mucho tiempo de algunas pocas personas. Igual puede decirse de la industria del vidrio y de las otras industrias diversas de aquella época. La consecuencia fue que la industria no pudo, en mucho tiempo, desarrollarse como factor decisivo en la economía nacional, pues estaba en gran parte en manos de unos pocos privilegiados, que no tenían ningún interés en su perfección. El Estado no sólo era el protector, sino también el creador de los monopolios, por medio de los cuales supo agenciarse importantes ventajas financieras, pero a cambio de imponer con ello a la economía nuevas ligaduras.
La economía monopolista se desarrolló de peor modo en Inglaterra después de haber iniciado ésta su dominación colonial. Territorios inmensos pasaron entonces a posesión de minorías insignificantes, las cuales, por los monopolios de Estado, obtenidos mediante un pago irrisorio, fueron puestas en condiciones de amontonar en pocos años riquezas enormes. Así se constituyó, en tiempos de la reina Isabel, la conocida Compañía de las Indias Orientales, que originariamente se componía de ciento veinticinco accionistas, a quienes el gobierno reconoció el derecho exclusivo a entrar en relaciones comerciales con las Indias orientales y con todos los países al este del Cabo de Buena Esperanza y al occiaente del estrecho de Magallanes. Todo intento para romper ese monopolio era castigado con severas penas y con la confiscación de los barcos que se exponían al peligro de comerciar por propia cuenta con aquellos territorios. Esas disposiciones no estaban sólo en el papel, y la historia de aquellos años nos da elocuentes testimonios de ello (4).
Carlos I regaló a su suegro toda Virginia para su aprovechamiento. En tiempos del mismo rey se constituyó también la famosa Hudson's Bay Company, provista por el gobierno de increíbles atribuciones. Por una ordenanza real se dió a esa sociedad el monopolio exclusivo y permanente del comercio en todas las costas, ríos naturales, bahías marítimas, corrientes y mares del Canadá, y en todas las latitudes, desde el estrecho de Hudson. Además se le dió a esa sociedad también todo el territorio que limitan esas aguas, en tanto que no está ya en posesión de uno de nuestros súbditos o de los de algún príncipe cristiano o Estado (5).
Hasta en tiempos de Jacobo II, el sucesor de Carlos II, floreció la negociación con monopolios exteriores como antes. El rey vendía a una sola persona, o a compañías, colonias enteras. Los usufructuarios de esos monopolios oprimían a los colonos libres del modo más infame, sin que la Corona se inmiscuyera para nada, mientras percibiera de los favorecidos el veinte por ciento de sus ganancias. De esa manera se vendieron privilegios especiales para la navegación, para la explotación de territorios coloniales y para la extracción de piedras preciosas y metales, y muchos más. Se llegó así al punto de que la producción no pudo guardar largo tiempo proporción con el vigoroso desarrollo político exterior de Inglaterra, que se inició después de la guerra civil de 1642. Todavía en 1688 se calculaba el valor de los productos importados en 7.120.000 libras esterlinas, mientras que la suma de los productos exportados sólo llegaba a 4.310.000 libras, proporción muy significativa hasta para las condiciones de aquella época.
Tan sólo después que el nuevo parlamento, surgido de la revolución del año anterior, puso trabas al poder real en 1689 y adoptó medidas decisivas para poner fin a la economía monopolista de la Corte y a la limitación arbitraria de la industria y de la economía de una vez por todas, pudo operarse aquel poderoso desarrollo de la vida económica y social de Inglaterra, estimulado además de un modo vigoroso por una gran serie de invenciones extraordinarias como el acero, el telar mecánico, la máquina de vapor, etc. Pero todo eso fue posible después de haber liquidado definitivamente los últimos restos del absolutismo y de haber roto las ligaduras que éste había puesto a la economía. Como después en Francia, también en Inglaterra se produjo ese desenvolvimiento a través de la revolución.
Un cambio semejante sólo era posible donde la dominación del Estado absolutista no había paralizado todavía por completo en el pueblo las fuerzas latentes ni había destruído, por medio de una política absurda, toda perspectiva para ulteriores posibilidades de desarrollo de la economía, como ocurrió, por ejemplo, en España. En uno de los capítulos anteriores se ha mencionado ya cómo el despotismo victorioso había privado a España, por la expulsión de los moros y los judíos, de sus mejores artesanos y agricultores. Por la represión brutal de la libertad comunal fue más acelerada aún la decadencia económica del país. Deslumbrada por la ola de oro que llegaba del Perú y de México, la monarquía no atribuyó ningún valor al desarrollo y a la conservación de la industria. Es verdad que Carlos V había tratado de estimular la industria de la seda y de la lana por medio de prohibiciones de importación y por prescripciones productivas, pero sus sucesores no comprendieron absolutamente nada de eso. La posición de predominio mundial que se había conquistado España, le proporcionó también el primer puesto en el comercio mundial; pero no desempeñaba más que el papel de intemediario, que aseguraba las relaciones comerciales necesarias entre los países industriales y los compradores de sus productos. Ni a las propias colonias les estaba permitido, sin intervención de la Metrópoli, mantener relaciones comerciales entre sí.
A eso se añadió la nefasta política agraria del Estado absolutista, que había librado a la nobleza y al clero de los impuestos, de manera que todas las cargas eran sufragadas por los pequeños campesinos. Los grandes terratenientes se agruparon en la llamada Mesta, una asociación que procedía regularmente al despojo de los pequeños campesinos y que obtuvo del gobierno increíbles privilegios. Bajo la dominación de los árabes había en Andalucía una clase de pequeños campesinos, y el país era de los más fecundos de Europa. Pero se llegó hasta el punto de que la tierra de provincias enteras cayó en manos de cinco grandes terratenientes, fue cultivada primitivamente por jornaleros sin tierra y sirvió en gran parte de pastizales para las ovejas. De ese modo retrocedió cada vez más el cultivo de cereales, y no obstante la rica introducción de metales preciosos de América, cayo la población del país en la más profunda miseria.
Las guerras ininterrumpidas devoraron sumas gigantescas, y cuando, después de la independencia de Holanda y de la destrucción de la armada (1588) por los ingleses y los holandeses, fue quebrantado el poder marítimo de España, y su monopolio del comercio mundial pasó a sus vencedores, el país estaba tan terriblemente agotado que ya no fue capaz de resurgir. Su industria estaba casi totalmente aniquilada, sus tierras yermas y la gran mayoría de sus habitantes vivía en una espantosa miseria y estaba totalmente bajo la tutela de la Iglesia, cuyos representantes eran tan numerosos que componían en 1700 casi la trigésima parte de la población total, y consumían la savia del pueblo. Desde 1500 a 1700 el país había perdido casi la mitad de su población. Cuando Felipe II se hizo cargo de la herencia de su padre, pasaba España por el país más rico de Europa, aunque ya llevaba en su seno el germen de la decadencia; al final del largo y negro período de gobierno de ese déspota cruel y fanático, apenas era una sombra de su antigua grandeza. Cuando Felipe, para cubrir el enorme déficit del presupuesto, introdujo la malhadada alcabala, un impuesto que comprometía a todo habitante a entregar en cada transacción el 10 por ciento al Estado, el país ya estaba en la más completa descomposición. Todos los esfuerzos de posteriores soberanos para poner dique al mal fueron estériles, aun cuando pudieron ofrecer aquí y allá algunos triunfos pasajeros. Las consecuencias de esa decadencia catastrófica se pueden comprobar todavía hoy en España.
En Alemania no fue dable la creación de un gran Estado nacional con administración unitaria, con monedas y regulación central de las finanzas, por los motivos más diversos. Es verdad que la dinastía de los Habsburgo tuvo la idea de fundar semejante Estado, pero no fue nunca capaz de someter a la nobleza y a los pequeños príncipes del país, como lo había conseguido la monarquía en Francia después de largas luchas. En Alemania consiguieron los príncipes afianzar cada vez más fuertemente su poder territorial y contrarrestar con éxito todos los planes de instauración de un fuerte poder central, no vacilando nunca en traicionar al emperador y al país en toda ocasión favorable, y en aliarse a los enemigos más peligrosos del extranjero, cuando esa unión beneficiaba sus intereses particulares. Los impedimentos nacionales les eran del todo extraños y la escisión interna de la economía alemana muy provechosa para sus aspiraciones.
Sin duda supieron los Habsburgo mantener sus pretensiones dinásticas propias; pero les faltó a la mayoría la concepción y la visión de futuro, lo que hizo que sacrificasen a menudo sus planes de unidad a sus triunfos del momento, sin percatarse siquiera de lo que eso significaba. Se puso de relieve eso cuando Wallenstein comprometió a los daneses por el tratado de paz de Lübeck, después de una guerra de cuatro años, a no inmiscuirse más en los asuntos alemanes. Entonces se ofreció una ocasión en extremo favorable, pero también la última, para osar un golpe decisivo tendiente a la instauración de un poder central con el emperador a la cabeza. Wallenstein tenía ante sus ojos ese objetivo, como Richelieu lo tuvo entonces respecto de Francia y lo llevó a un fin victorioso.
Pero a Fernando II, bajo la influencia de consejeros de cortos alcances, no se le ocurrió otra cosa que hacer seguir el convenio de paz -por el cual cayó en sus manos, en cierto modo, el Norte de Alemania- del edicto de restitución de 1629, que dispuso la reintegración a la Iglesia católica de todos los bienes eclesiásticos y conventuales confiscados por el tratado de Passau. Ese decreto obró naturalmente como una explosión de pólvora. Levantó a toda la población protestante del país contra el emperador y sus consejeros, pero ante todo a los príncipes protestantes, a quienes nada interesaba menos que una devolución de los bienes eclesiásticos de que se habían apropiado. Y esto ocurrió justamente cuando el rey sueco Gustavo Adolfo, ambicioso de conquistas, había hecho los preparativos para su invasión de Pomerania.
Para los príncipes protestantes se trataba, pues, de cosas bien terrestres, y la doctrina de Lutero les resultó aquí muy útil para encubrir esos intereses con postulados ideológicos. Después del aplastamiento sangriento de los campesinos alemanes en 1525, la Reforma no podía serles peligrosa ya. Pero tampoco era más pura la convicción religiosa de los poderosos adversarios del protestantismo. También para ellos entraban en primera línea las consideraciones políticas y económicas de dominio; todo el resto les importaba muy poco. No proporcionó a Richelieu, que tenía en sus manos el timón del Estado de la monarquía francesa, ningún remordimiento de conciencia el socorro a Gustavo Adolfo en su lucha contra el emperador y la Liga católica, aun cuando era cardenal y dignatario de la Iglesia católica. Lo que le importaba era simplemente obstaculizar la formación de un Estado nacional alemán, para preservar a la monarquía francesa de un rival incómodo. Tampoco se tomaba muy a pecho Gustavo Adolfo los intereses de los protestantes alemanes; él tenía sus propios intereses dinásticos en vista, los intereses del Estado sueco, y sólo ellos le importaban. Pero para el alto dignatario como para el Papa de entonces, Urbano VIII, el protestantismo del rey sueco no daba motivo como para privarle de su declarada benevolencia, mientras combatiera contra la casa de los Habsburgo, que era para ambos, por motivos políticos, una espina en los ojos.
Después de la guerra de Treinta Años, de cuyas consecuencias desoladoras apenas pudo Alemania reponerse en dos siglos, toda perspectiva de fundación de un Estado nacional unitario alemán había desaparecido por completo. Sin embargo, el desenvolvimiento político siguió allí idénticas directivas que en la mayoría de los Estados europeos. Los diversos Estados territoriales, principalmente los más grandes, tales como Austria, Brandenburgo, Prusia, Sajonia, Baviera, se esforzaban por copiar su estructura interna de las monarquías de Occidente y por dar validez, dentro de sus propias fronteras, a sus aspiraciones político-económicas. Naturalmente, sus representantes no podían pensar en jugar el mismo papel que sus grandes vecinos occidentales. El atraso económico de sus países y las horrorosas heridas que la larga guerra había causado, no lo permitían, de modo que, a menudo, estaban forzados a ponerse bajo la protección de los grandes Estados existentes.
Como la desdichada guerra había privado a Alemania de casi las dos terceras partes de su población y había dejado enormes extensiones de terreno convertidas en desiertos, los diversos Estados tuvieron que dedicar su atención preferente al problema de la repoblación, pues el crecimiento de la cifra de habitantes fortificaba también el poder del Estado. Se crearon impuestos a las mujeres sin hijos y se pensó a veces en la poligamia, para fortalecer al país lo antes posible. Pero ante todo estaban interesados en reanimar la agricultura, con lo cual la política interior de la mayoría de los Estados alemanes recibió aquel rasgo feudal que desaparecía cada vez más en los Estados absolutistas de Occidente a causa del creciente mercantilismo.
Simultáneamente perseguían los mayores Estados alemanes el propósito de hacer de sus países dominios económicos unitarios. Con ese fin suprimieron los privilegios del comercio de las ciudades y se sometió toda industria a una disposición especial. Pero ante todo se preocuparon, mediante tratados comerciales, prohibiciones de importación y exportación, tarifas proteccionistas, premios a la exportación y demás, de estimular el desarrollo del comercio y de las manufacturas para llevar de esa manera nuevos ingresos al Tesoro del Estado. Así recomendaba principalmente Guillermo I de Prusia a su sucesor, en su testamento político, que se preocupase de la prosperidad de las manufacturas, y le aseguraba que así aumentaría sus ingresos y llevaría al país a una situación floreciente.
Pero si la especulación de los soberanos más pequeños contribuyó hasta un cierto grado a estimular en el país las pocas manufacturas, y eso sólo para aumentar los ingresos fiscales, una gran oleada de absurdas disposiciones hacia, por otra parte, que la industria no pudiera desarrollarse, y durante siglos permaneció ligada a sus viejas formas precarias. Supone, por tanto, un desconocimiento completo de los hechos históricos el afirmar que, gracias a la aparición del Estado nacional en Europa, se han fomentado las condiciones de producción y especialmente que recién se crearon las condiciones previas necesarias para el desarrollo de la industria. Precisamente lo contrario es la verdad. El Estado nacional absolutista ha impedido, por siglos enteros, en cada país, el desenvolvimiento de las condiciones económicas, y las ha obstaculizado artificialmente. Sus guerras bárbaras, que llenaron grandes partes de Europa de sangre y de ruinas, fueron la causa de que muchas de las mejores conquistas de la técnica industrial cayesen en olvido y hubieran de ser suplantadas afanosamente por métodos anticuados de trabajo. Sus absurdas disposiciones, además, mataron el espíritu de la economía y sofocaron todo impulso libre, toda actividad creadora, sin los cuales es inimaginable cualquier desarrollo de la industria y de las formas económicas en general.
Por lo demás, el período en que vivimos nos da la mejor demostración práctica; precisamente hoy, cuando una crisis de magnitud inaudita ha abarcado al mundo capitalista entero, empujando al abismo igualmente a todas las naciones, se pone en evidencia la institución del Estado nacional como uno de los obstáculos más insuperables para suprimir esa situación espantosa o para lograr siquiera una limitación temporal del desastre. El egoísmo nacional hizo frustrar hasta aquí todos los ensayos serios de acuerdo recíproco, aspirando continuamente a aprovecharse de la penuria del vecino. Hasta los más decididos defensores de la economía capitalista reconocen más y más la fatalidad de esta situación; pero son siempre consideraciones nacionales las que atan las manos y condenan por anticipado a la esterilidad a todas las proposiciones y ensayos de solución, de cualquier parte que vengan.
Notas
(1) Kropotkin ha expuesto de una manera persuasiva cómo, por la decadencia de la cultura de las ciudades medioevales y por la opresión violenta de todas las instituciones sociales federalistas, recibió el desarrollo económico de Europa un golpe que paralizó sus mejores fuerzas técnicas y las puso fuera de acción. La magnitud de ese retroceso se puede calcular por el hecho que James Watt, el inventor de la máquina de vapor, no encontró, durante veinte años, aplicación para su descubrimiento; pues en toda Inglaterra no consiguió un mecánico capaz de tornear un verdadero cilindro, cosa que en cualquier ciudad de la Edad Media habría encontrado fácilmente. (P. Kropotkin, Mutual aid - a factor of evolution; trad. alemana por Gustav Landauer: Gegenseitige Hilfe, Leipzig; en español: El apoyo mutuo).
(2) La palabra manufactura, de manu facere, significa elaborar con la mano.
(3) Un rico material sobre aquella época contiene la gran obra de M. Kovalewski, Die ökonomische Entwicklung Europas bis zum Beginn des kapitalistischen Zeitalters, Berlín, 1901-1904.
(4) Sobre la historia de esta Compañia, que habla de jugar un papel tan importante en la politica exterior inglesa, informan detalladamente Bekles Wilson, Ledger and Sword; Londres. 1905. y W. W. Hunter: History of British India; Londres, 1899.
Libros recomendables sobre el desenvolvimiento de la industria inglesa, monopolismo y ordenanzas del viejo régimen. son: J. E. Rogers: Six Centuries of Work and Wages; además, The Economic Interpretation of History y A History of Agriculture and Prices in England, del mismo autor. Mucho material instructivo aporta Adam Smith, An Enquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, y el primer volumen del Capital, de Marx.
(5) Abundante material sobre la historia de la Hudson's Bay Company nos lo ofrece la excelente obra History of Canadian Wealth, de Gustavus Myers, Chicago, 1914.
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