Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf Rocker | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO OCTAVO
LAS DOCTRINAS DEL CONTRATO SOCIAL
SUMARIO
Los humanistas y las doctrinas del contrato social.- El hombre como medida de todas las cosas.- El origen de las teorías del derecho natural.- El derecho natural de los cínicos y estoicos hasta Zenón.- Derecho natural y absolutismo.- El periodo de las utopías sociales.- Tomás Moro y Francisco Rabelais.- Los monarcómacos.- La Vindiciae contra tyranos, de Languet.- La alianza ofensiva y defensiva de los holandeses.- El jesuitismo y el poder temporal.- Francisco Suárez y el derecho divino de los reyes.- Juan de Mariana y la doctrina del tiranicidio.- La Boetie sobre la servidumbre voluntaria.- George Buchanan y la teoría de la voluntad popular.- La teoría estatal de Thomas Hobbes.- El Leviathan.- Independentes y presbiterianos.- John Milton y el puritanismo. La doctrina de John Locke sobre el pueblo y el gobierno.- Influencia de la doctrina del derecho natural sobre el desenvolvimiento del derecho de gentes.
El Renacimiento, con su fuerte modalidad pagana, había despertado de nuevo el interés de los hombres por las cosas terrestres, y dirigió su atención otra vez a problemas que apenas se habían vuelto a discutir desde la decadencia del mundo antiguo. La gran significación histórica del humanismo naciente estaba justamente en el hecho de que sus representantes superaron las trabas espirituales y saltaron por sobre la maraña de las fórmulas muertas de la escolástica y volvieron a colorar al ser humano y a su ambiente social en el centro de sus consideraciones, en lugar de perderse en los extravíos de infecundos conceptos teológicos, como habían hecho los portavoces del protestantismo victorioso en los países nórdicos. El humanismo no era un movimiento popular, sino una corriente espiritual que había invadido casi todos los países de Europa y echado las bases de una nueva concepción de la vida. No quita valor a sus aspiraciones originarias el hecho de que también ese movimiento encalló después espiritualmente, cuando perdió las relaciones con la vida real, y se convirtió en árida sabiduría de gabinete.
La comprobación de los fenómenos naturales de la vida atrajo otra vez la atención de los hombres sobre las agrupaciones sociales y las instituciones de los pueblos, con lo cual fue reanimado el viejo pensamiento del derecho natural. Mientras el absolutismo, cada vez más expansivo, se empeñaba en fortalecer y afirmar su dominación por la gracia de Dios, apelaron los contradictores parciales o totales del poder estatal absoluto a los derechos naturales, cuya defensa debía garantizar el llamado pacto social. Así se llegó espontáneamente a los problemas que habían preocupado ya a los pensadores del medioevo y que recibieron entonces una nueva significación por el redescubrimiento de la civilización antigua. Se trató de aclarar la posición del individuo en la sociedad y hubo el deseo de explicar el origen y la significación del Estado. Por insuficientes que nos parezcan hoy esos ensayos, lograron, sin embargo, que se consagrase mayor atención otra vez a los problemas del derecho y que se procurase poner en claro las relaciones del ciudadano con el Estado y las del poder dominante con el pueblo.
Como la mayor parte de los pensadores influídos por las ideologías humanistas creían reconocer en el individuo la medida de todas las cosas, vieron en la sociedad, no un organismo especial que obedece a sus propias leyes, sino una asociación permanente de individuos que se habían reunido por uno u otro motivo. De ahí brotó el pensamiento de que la convivencia social de los hombres tiene que tener por base una determinada relación contractual, apoyada en derechos intangibles e inalienables, con validez ya antes de la aparición del poder estatal organizado, y que sirvieron de fundamento natural de todas las relaciones de los seres humanos entre si. Ese pensamiento constituyó el verdadero germen de la teoría del derecho natural que revivió por aquel tiempo.
Bajo la presión de la desigualdad social, cada día más expansiva dentro de las Repúblicas urbanas griegas, se desarrolló en el siglo V antes de la cronología actual la doctrina del estado natutal, nacida de la creencia en una legendaria edad de oro, en la que el hombre podría vivir libre y sin obstáculos su felicidad, hasta que poco a poco cayó bajo el yugo de las instituciones políticas y de los conceptos jurídicos positivos emanados de ellas. De esa interpretación surgió lógicamente la teoría del derecho natural, que había de tener después, en la bistoria espiritual de los pueblos europeos, un papel tan importante.
Fueron especialmente los adeptos de la escuela de los sofistas, los que se refirieron en su crítica a los males sociales, a un antiguo estado natural, en el cual el hombre no conocía aún las consecuencias nefastas de la opresión social. Así declaró Hipias de Elis que la ley se había vuelto el tirano de los hombres, induciéndoles sin cesar a acciones antinaturales. Alquidamas, Licofronte y otros se manifestaron, basados en esa afirmación, en pro de la abolición de todos los privilegios sociales y condenaron particularmente la institución de la esclavitud, pues no estaba fundada en manera alguna en la naturaleza humana, sino que ha nacido de las prescripciones de los hombres, los cuales hicieron de la injusticia una virtud. Uno de los mayores méritos de la difamada escuela de los sofistas fue que sus partidarios se sobrepusieron a todas las limitaciones nacionales y se declararon conscientemente miembros de la gran comunidad del género humano. Demostraron la insuficiencia y limitación espiritual de la idea de la patria; y reconocieron, con Aristipo, que todo lugar está igualmente alejado del Hádes.
Después los cínicos, a raíz de las mismas concepciones del derecho natural, llegaron a idénticos resultados. De lo poco que ha quedado de sus doctrinas se desprende con claridad que juzgaban muy criticamente las instituciones del Estado y las han considerado como el extremo opuesto de un orden natural de cosas. En los cínicos se manifiesta con fuerza peculiar el rasgo de la ciudadanía universal. Dado que sus ideas eran desfavorables a todas las diferencias artificiosas entre las diversas clases, castas y estamentos sociales, tuvo que parecerles absurda y necia, por esa razón, toda vanagloria nacional. Antistenes se burlaba de la arrogancia nacional del helenismo, y dijo que tanto el Estado como la nacionalidad son cosas indiferentes. Diógenes de Sínope, el sabio de Corinto, que buscaba en pleno día un hombre, con la linterna en la mano, no quiso comprender tampoco la debilidad heroica del patriotismo -como la llamó Lessing-, pues veía en el hombre mismo la fuente primera de toda aspiración.
La más alta concepción entro en el derecho natural por la escuela de los estoicos, cuyo fundador, Zenón de Citio, rechazaba toda coacción externa y enseñaba a los hombres a seguir sólo la voz de la ley interior que se manifiesta en la naturaleza misma. Llegó así al completo rechazo del Estado y de todas las instituciones políticas de dominio, y luchó por un orden de cosas de perfecta libertad e igualdad para todo lo que lleva rostro humano. La época en que vivía Zenón era muy favorable a su pensamiento y a su sentimiento cosmopolitas, hasta el punto que no se reconocia diferencia alguna entre griegos y bárbaros. La vieja sociedad griega se encontraba en completa disolución; el helenismo creciente, que apoyaba las aspiraciones unitarias de dominación de Alejandro de Macedonia, había cambiado fuertemente las relaciones de los pueblos entre sí y había creado nuevas perspectivas.
Como Zenón fusionaba en una síntesis sociológica el instinto de sociabilidad del hombre, que arraiga en la convivencia con sus semejantes y encuentra su expresión ética más acabada en el sentimiento de justicia del indivíduo, con la necesidad personal de libertad y la responsabilidad de cada uno ante sus actos, se convirtió en el contradictor inmediato de Platón, que no podía imaginarse una convivencia armónica de los hombres más que sobre la base de un sometimiento, de una obligación espiritual y moral impuesta por la coacción externa, y que, en sus concepciones, se afirmaba tan hondamente en las fronteras estrechas de las ideas puramente nacionales, como Zenón en la conciencia de su humanismo puro. Zenón era el punto culminante espiritual de aquella tendencia que veía en los hombres la medida de todas las cosas; como William Godwin fue, dos mil años después, el punto culminante de aquella otra corriente espiritual que aspiraba a reducir la actuación del Estado a un mínimo.
La doctrina del derecho natural, arrancada al olvido por el humanismo naciente, desempeñó un papel decisivo en las grandes luchas contra el absolutismo, y dió un fundamento teórico a las aspiraciones contra el poder absoluto de los príncipes. Los representantes de esas aspiraciones partían de las siguientes reflexiones: si el hombre posee, desde la antigüedad, derechos innatos e inalienables, no se le pueden quitar ni siquiera por la instauración de un gobierno organizado, ni el individuo mismo puede renunciar a esos derechos. Esos derechos tienen más bien que ser establecidos contractualmente, de acuerdo con los representantes del poder del Estado, y ser públicamente confirmados. De ese acuerdo mutuo resultaba por sí mismo la relación entre Estado y pueblo, soberano y súbdito.
Esa concepción, que no podía tener pretensiones de fundamentación histórica, y sólo se apoyaba en una presunción, infirió, sin embargo, un golpe sensible a la creencia en la misión divina del monarca, que encontraba su expresión suprema en el reinado por la gracia de Dios del absolutismo victorioso, un golpe que, en el transcurso de los años, habría de ser decisivo. Si la posición del jefe del Estado tenía que sostenerse en un convenio, resultaba de ello que era responsable ante el pueblo y que la inviolabilidad del poder real era sólo una fábula que se había aceptado tácitamente como verídica. Pero siendo así, la relación entre soberano y pueblo no se cimentaba en urn simple mandamiento del poder, con el cual los hombres habían de resignarse de grado o por fuerza. El poder del soberano estaba más bien frente al derecho inalienable del individuo que oponía ciertas barreras a las decisiones arbitrarias del jefe del Estado, con lo cual era posible una nivelación de las fuerzas dentro de la sociedad. En realidad, los portavoces de las ideas del derecho natural podían apoyarse en una gran serie de hechos históricos. Recuérdese el ejemplo de la vieja fórmula de la coronación de los aragoneses:
Nos, que valemos tanto como vos, y que juntos valemos más que vos, te hacemos rey. Si respetas nuestras leyes y derechos te obedeceremos; si no, no.
Se habían reconocido las consecuencias dañosas a que tenía que llevar todo abuso del poder; por esa razón se intentó oponerle frenos, encadenándolo al derecho natural del pueblo. Esa comprobación era, sin duda alguna, exacta, aun cuando los medios con los que se creía poder resolver esa escisión interna tenían que ser insuficientes, como se puso siempre en evidencia con toda claridad. Entre el poder y el derecho hay un abismo que no se puede franquear de ninguna manera. Mientras derecho y poder habitan la misma casa, la situación antinatural tiene que conducir a roces internos, por los cuales es continuamente amenazada la convivencia pacífica de los hombres. Todo representante del poder de Estado tiene que sentir las limitaciones de su poder absoluto como incómoda ligadura para su necesidad de imponerse, y donde quiera que se le ofrezca ocasión intentará suplantar los derechos del pueblo, o extirparlos totalmente si se siente bastante fuerte para ello. La historia de los últimos cuatrocientos años, en pro y en contra de la limitación del poder absoluto del Estado, habla un lenguaje elocuente, y los más recientes acontecimientos históricos en la mayoría de los países de Europa muestran, con horrorosa claridad, que esa lucha está lejos de haber terminado todavía. Sin embargo, los ensayos ininterrumpidos para poner ciertas fronteras al poder del Estado condujeron lógicamente a pensar que la solución del problema social no debe ser buscada en la limitación, sino en la superación del principio político del poder. Tal es el resultado supremo de la doctrina del derecho natural. Esto explica también por qué el derecho natural ha sido siempre una espina en los ojos de los representantes del principio declarado del poder, aun de aquellos que, como Napoleón, tuvieron que agradecer a esa doctrina su ascensión y grandeza. No sin razón observaba este político de gran cuño, nacido de la Revolución:
Los hombres del derecho natural tienen la culpa de todo. ¿Quién, si no, ha declarado un deber el principio de la insurrección? ¿Quién ha adulado al pueblo, reconociéndole una soberanía de que no es capaz? ¿Quién ha destruído el respeto ante la ley, haciéndola depender de una asamblea a la que falta toda comprensión de la administración y del derecho, en lugar de atenerse a la naturaleza de las cosas?
Representantes destacados del humanismo intentaron dar forma a sus concepciones basadas en el derecho natural mediante la presentación de comunidades imaginarias; sin embargo se reflejó también en esas descripciones fantásticas el espíritu del tiempo y de las interpretaciones que lo animaban. Uno de los más importantes entre ellos fue el estadista inglés Tbomas Moro, un ardoroso defensor del derecho natural, a quien Enrique VIII hizo decapitar después. Incitado por la Politeia de Platón, y especialmente por las descripciones de Américo Vespucio de los territorios y pueblos recién descubiertos, pintó Moro en su Utopía un Estado ideal, cuyos habitantes vivían en comunidades de bienes y sabían, por una sencilla pero sabia legislación, establecer un equilibrio armónico entre la dirección estatal y los derechos inna:tos de los ciudadanos. Ese libro fue el punto de partida de toda una literatura de utopías sociales, en la que alcanzaron singular importancia la Nueva Atlantida, de Bacon, y La Ciudad del sol, del patríota italiano Campanella.
Un gran paso adelante lo dió el humanista francés Francois Rabelais, el cual en su novela Gargantúa describió una pequeña comunidad de hombres completamente libres, la famosa Abadía de Thelema, en la que se había superado toda relación de poder y se había organizado la vida entera de acuerdo con el único principio: ¡Haz lo que quieras!
Pues seres humanos honestos, bien educados, sanos y tratables tienen por naturaleza una inclinación a lo bueno y sienten una repulsión hacia lo malo: en eso consiste su dicha. Pero la servidumbre y la coacción aguijonean la resistencia y la sublevación y son madre de todo mal. Codiciamos con intensidad mayor los frutos prohibidos.
El pensamiento del derecho natural encontró también en la literatura calvinista y católica de aquel tiempo un fuerte eco, aun cuando también aquí se manifiestan con claridad los motivos políticos de esa posición. Así expuso el calvinista francés Hubert Languet, en su escrito Vindiciae contra tyrannos, que representa la profesión de fe política de los hugonotes, la idea de que, después que el Papa perdió el derecho de dominación sobre el mundo, el poder no ha pasado simplemente a los soberanos temporales, sino que ha sido devuelto a manos del pueblo. Según Languet, la relación entre príncipe y pueblo se basa en un convenio mutuo, que compromete al soberano a respetar determinados derechos inalienables del ciudadano, entre los cuales el más importante es la libertad de creencia, y a ponerlos bajo su protección, pues es el pueblo el que hace al rey y no el rey el que hace al pueblo. Ese pacto entre rey y pueblo no necesita ser fortalecido obligadamente por un juramento o ser redactado en una escritura especial; encuentra su confinnación en la existencia del pueblo y del soberano mismos y tiene validez mientras ambos existen. Por esta razón es el soberano responsable ante el pueblo de sus acciones y puede, cuando intenta obstruir la profesión de fe del ciudadano, ser juzgado por los representantes nobles del pueblo, declarado fuera de la ley y muerto impunemente por cualquiera.
Sobre la base de esas concepciones se reunieron las provincias holandesas de Brabante, Flandes, Holanda, Seeland, Gelderland y Utrecht en 1581 en La Haya, establecieron un pacto defensivo y ofensivo, y declararon nulas e inválidas todas las relaciones que habían existido hasta entonces entre ellas y Felipe II de España, pues el rey había quebrantado el pacto, había pisoteado los viejos derechos de los habitantes y se había comportado como un tirano, que gobernaba a los ciudadanos como a esclavos. En ese sentido determinaba la famosa acta de abjuración:
Todo el mundo sabe que un prlncipe es instalado por Dios para proteger a sus sóbditos, como un pastor cuida su rebaño. Cuando, por consiguiente, el prlncipe no cumple su deber de protector, cuando oprime a sus sábditos, destruye sus viejas libertades y los trata como esclavos, no debe ser considerado como un príncipe, sino como un tirano y como a tal deben los estamentos del país, de acuerdo a derecho y razón, deponerlo y elegir otro en su lugar.
Pero no sólo sostenían este punto de vista tan peligroso para el poder temporal los monarcómanos del calvinismo; también llegó a idénticas conclusiones la contrarreforma organizada en el jesuitismo naciente, aun cuando partía de otro punto de vista. El jesuitismo llegó a una completa transformación dentro de la Iglesia católica, intentando adaptar sus aspiraciones a las nuevas condiciones sociales de Europa y agrupar las fuerzas dispersas en una organización firme y combativa, capaz de estar a la altura de todas las contingencias. Por eso no importaba a sus representantes el coqueteo con ideas democráticas, siempre que de esa manera fuesen estimulados sus objetivos secretos. Según las doctrinas de la Iglesia, la monarquía era la forma de Estado instaurada por Dios; pero al soberano temporal sólo le fue dada la espada para proteger la causa de la fe, que tenía su expresión en las doctrinas de la Iglesia. Por eso había colocado la Providencia al Papa como rey de reyes, y había puesto a éstos en calidad de soberanos de los pueblos. Y así como los pueblos debian obediencia incondicional a los príncipes, así el mandato del Papa había de ser ley suprema para los soberanos temporales.
Ahora bien: el protestantismo, cada vez más vasto, había modificado el viejo cuadro, y verdaderos herejes ocupaban tronos principesros como representantes del supremo poder del Estado. En esas circunstancias hubo de modificarse también la relación de la Iglesia católica ante el poder temporal y adquirir otras formas. Fueron principalmente los jesuitas los que iniciaron la marcha por esa ruta. El jesuita español Francisco Suárez combatió la doctrina del derecho divino de los reyes radicalmente, y refirió -en el sentido del derecho natural- la relación entre príncipe y pueblo a un pacto que imponía a ambas partes determinados derechos y obligaciones. Según Suarez, el poder, ya por su misma naturaleza, no debía estar en manos de un individuo, sino que debía estar repartido entre todos, pues todos los seres humanos son iguales por naturaleza. Si el soberano no respetaba las condiciones del convenio concluido o se rebelaba incluso contra los derechos inalienables del pueblo, para los súbditos era entonces un derecho la insurrección a fin de proteger sus derechos y defenderse contra la tiranía.
Se puede comprender que Jacobo I de Inglaterra hiciera quemar públicamente por el verdugo la obra capital del jesuita español, escrita a incitación del Papa, y que escribiese a su colega en el trono real de España, Felipe II, haciéndole amargos reproches porque aseguraba en su país residencia a un enemigo tan rleclarado de la majestad de los reyes.
Más allá aún que Suárez fue su hermano en la Compañía de Jesús, Juan de Mariana, el cual, en el capítulo sexto de su conceptuosa obra Historia de rebus Hispaniae, no sólo justificaba moralmente el asesinato de un rey que hubiese roto el pacto, sino también mencionaba la naturaleza de las armas con que había de llevarse a cabo. Se puede suponer que sólo tenía presente, al decir eso, a los adeptos declarados o simulados del protestantismo, y como él, lo mismo que su antecesor Suárez, era de opinión que todo príncipe debe estar sometido, al menos en cosas de fe, al Papa; de este modo, la herejía de un rey era tiranía contra el pueblo, y libraba a los súbditos de todos los compromisos ante el soberano que había incurrido, como hereje, en pecado mortal. Que esas ideas no tenían sólo una significación puramente teórica, lo evidenció el asesinato de Enrique III y de su sucesor Enrique IV de Francia, ambos exterminados por partidarios fanáticos del papismo. Así se propició tanto por protestantes como por católicos una restricción del poder real, aun cuando no se hizo en manera alguna por impulso libertario, sino por intereses políticos bien meditados. Sin embargo, la afirmación de las ideas del derecho natural por esos sectores ha tenido que contribuir al aumento de los adeptos de la reducción del poder de los reyes, lo que tuvo singular importancia en el período de las grandes luchas en Francia, en los Países Bajos y en Inglaterra.
La necesidad palpable de poner ciertas barreras al poder del Estado, y el reconocimiento del derecho a la insurrección contra un soberano que abusaba de su poder para lo peor y se había convertido en tirano de su pueblo, eran entonces ideas muy difundidas, puestas fuera de curso por la victoria definitiva del absolutismo, pero no olvidadas nunca del todo. Bajo la influencia de tales y parecidas ideologías llegaron pensadores aislados de aquella época a profundizar más las cosas y a descubrir las raíces de toda tiranía. El más importante de ellos fue el joven Etienne de la Boétie, cuyo ingenioso escrito De la servidumbre voluntaria fue publicado, después de su temprana muerte, por su famoso amigo Montaigne. No se podrá esclarecer nunca si Montaigne, como se ha dicho a menudo, ha introducido en la obra algunas modificaciones. El hecho de que el trabajo de La Boétie, que tuvo un papel no insignificante en las luchas contra el absolutismo en Francia, fuese después casi olvidado, y que demostrase de nuevo su eficacia en el período de la gran revolución, es la mejor prueba de su significación espiritual.
La Boétie reconoció con indiscutible claridad que la tiranía se apoya menos en la fuerza brutal que en el arraigado sentimiento de dependencia de los hombres, que han creado primeramente un espantajo con todas las fuerzas inherentes a ellos mismos, para luego -deslumbrados por tanta supuesta fortaleza- someterse a él ciegamente. Ese espíritu de la servidumbre voluntaria es el baluarte más firme y más difícilmente superable de toda tiranía, que se desmoronaría infaliblemente como un montoncito de ceniza si el hombre reconociera lo que se oculta detrás de ella y rehusase obediencia al dolo que él mismo se ha creado.
¡Pero qué vergüenza y qué ignominia es -dice La Boétie- que un sinnúmero obedezca voluntariamente, si incluso servilmente, a un tirano! A un tirano que no les deja ningún derecho sobre propiedad, padres, mujer e hijos, ni siquiera sobre la propia vida ... ¿Qué clase de hombre es, pues, un tirano? ¡No es un Hércules, no es un Sansón! A menudo es un hombrecito, el cobarde más afeminado del pueblo entero ... No es su fuerza lo que le hace poderoso a él, que no es raro sea esclavo de la peor prostituta. ¡Qué mlseras criaturas son sus súbditos! Si no se rebelan dos, tres, o cuatro contra uno, es quizás por falta comprensible de valor. Pero cuando cien, mil no arrojan a un lado las cadenas de uno solo, ¿dónde queda un resto de voluntad propia o de dignidad humana? ... Para libertarse no hace falta emplear la violencia contra el tirano. Este cae cuando el país se ha cansado de él. El pueblo, que se deja expoliar y vejar, sólo debe negarle todo derecho. Para ser libre, sólo le hace falta la firme voluntad de sacudir el yugo ... ¡Decidíos a no ser más tiempo esclavos, y seréis libres! Rehusad al tirano vuestra ayuda y, como un coloso a quien se ha privado del pedestal, se derrumbará y se hará pedazos.
Pensadores aislados que llegasen, como La Boétie, a las raíces más ocultas del poder, hubo ciertamente pocos. En general el camino hacia concepciones más libres de la vida avanzaba por las más diversas fases de las interpretaciones del derecho natural, cuyos representantes se habían esforzado siempre por oponer ciertos derechos inalienables y originarios del individuo y del pueblo al poder ilimitado del jefe estatal, para alcanzar de esa manera un equilibrio que asegurase un desarrollo sin trabas de las condiciones de la vida en sociedad. Esa aspiración condujo después a las conocidas exigencias del liberalismo, que no quiso conformarse ya con una simple limitación del poder personal, sino que quería ver reducido a un mínimo el poder de Estado como tal, en la justa suposición de que una tutela continua del Estado tenía que ser tan funesta para el desenvolvimiento fecundo de todas las fuerzas creadoras en la sociedad como la tutela de la Iglesia en los siglos pasados. Ese reconocimiento no era en modo alguno el resultado de una ociosa especulación; constituía más bien la condición previa expresa de todo desenvolvimiento cultural en la Historia, así como la credulidad en la dependencia predeterminada del hombre ante una providencia supraterrestre ha sido, hasta aquí, la condición consciente o inconsciente de todo poder temporal.
Un precursor distinguido en ese largo trayecto, que llega a la restricción del poder principesco y a la formulación de los derechos del pueblo, fue el humanista escocés Georges Buchanan, uno de los primeros que atribuyeron al problema una importancia básica, independientemente del beneficio o del daño que podía implicar una ampliación o una limitación del poder principesco para una u otra confesión. Buchanan sostenía el pensamiento fundamental de que todo el poder emana del pueblo y está basado en el pueblo. Desde este punto de vista, el jefe del Estado debe estar sometido siempre, en todas las circunstancias, a la voluntad del pueblo y toda su significación debe concentrarse en su obligación de ser el primer servidor del pueblo. Si el dueño del poder estatal quebranta ese acuerdo tácito, se declara por sí mismo fuera de la ley y puede ser ajusticiado por cualquiera.
Buchanan dió una interpretación más profunda a la relación entre el poder y el derecho. Si se hubiese contentado con exponer simplemente la libertad de conciencia en cuestiones religiosas contra el poder ilimitado de los príncipes, un representante del absolutismo, en última instancia, se habría podido acomodar a esa restricción. Pero como se atrevió a hacer emanar del pueblo el poder mismo y quiso dejar a los príncipes sólo el papel de ejecutores de la voluntad popular, se concitó la hostilidad irreconciliable de todoo los propulsores de la realeza legitima. Fueron precisamente influencias legitimistas las que movieron al Parlamento en dos ocasiones distintas -en 1584 y 1664- a perseguir el escrito de Buchanan De Jure Regnis apud Scotos; obedeciendo a las mismas influencias, la Universidad de Oxford hizo quemar públicamente la obra cien años después de su aparición.
Pero había surgido también en favor del absolutismo, en territorio inglés, una fuerza de primer orden en la persona de Thomas Hobbes. Hobbes era seguramente una de las figuras más singulares en el reino del pensamiento filosófico-social, un espíritu extraordinariamente fecundo y original, y, junto a Bacon, tal vez la cabeza más dotada que produjo Inglaterra. Su nombre perdura en la Historia como defensor decidido del materialismo filosófico y como defensor declaradó del poder absoluto de los príncipes. En realidad era Hobbes un adversario severo de toda religión en el sentido usual; incluso allí donde se dirige preferentemente contra el catolicismo, se advierte bien que le repugna todo credo revelado. Menor justificación tiene la afirmación de que Hobbes ha sido un representante inflexible del absolutismo real. Ya el hecho de que atribuyese la creación del Estado a un contrato, demuestra que no era un legitimista. Hobbes era un propulsor incondicional del pensamiento del poder, pero tenia menos presente el absolutismo principesco que el poder absoluto del Estado como tal. En general dió preferencia a la monarquía, pero su posición ulterior frente a Cromwell muestra con claridad que le interesaba más la intangibilidad del poder estatal que lo relativo a sus representantes.
Hobbes combatió con gran energía la concepción de que el hombre es por naturaleza un ser sociable. Según su convicción, no habia en el hombre primitivo rastro alguno de instinto social, sino simplemente el instinto brutal del animal de presa. a quien es extraña toda consideración por el bien de los demás. La diferencia misma entre lo bueno y lo malo era totalmente desconocida para el hombre en el estado natural. Ese concepto le fue inspirado tan sólo por el Estado. el cual, por eso, es el fundador de toda cultura. Según su esencia originaria, el hombre no era accesible a un sentimiento social, sino al miedo, el único poder que tenía una influencia sobre su razón. Pues es del miedo de donde surgió la fundación del Estado que puso fin a la guerra de todos contra todos y encadenó a la bestia humana con las cadenas de la ley. Aunque también Hobbes hace proceder el Estado de un pacto, sostiene, sin embargo, que al primer soberano le fue dado el poder ilimitado de gobernar sobre todos los demás. Una vez convenido, el pacto es jurídicamente valedero para todos los tiempos: levantarse contra él es el peor de los crímenes, pues todo intento en ese sentido pone en tela de juicio la existencia de toda clase de cultura, incluso pone en tela de juicio la sociedad misma.
El materialista Hobbes, a quien se ha anatematizado en la Historia como un ateo radical, en realidad era un hombre esttictamente rengioso; sólo que su religión tenia un carácter puramente político, y el dios a quien servia era el poder ilimitado del Estado. Como en toda religión revelada el hombre es tanto más pequeño cuanto más crece sobre él la divinidad, hasta que finalmente Dios es todo y el hombre nada, así en el caso de Hobbes el poder del Estado crece desmesuradamente cuanto más profundamente cae la esencia originaria del hombre al más bajo nivel de la bestialidad. El resultado es el mismo: el Estado lo es todo; el ciudadano, nada. El nombre de Leviathan -el titulo que Hobbes había elegido para su obra capital-, como observó justamente F. A. Lange, caracteriza a ese monstruo, el Estado, que no se guía por consideración alguna superior, que ordena como un dios terrestre ley y justicia, derecho y propiedad, según su capricho, que marca incluso arbitrariamente los conceptos de lo bueno y de lo malo, y garantiza en cambio la vida y la propiedad a todos los que caen ante él de rodillas y le ofrendan sacrificios (1).
Ley y derecho son conceptos que aparecen, según Hobbes, tan sólo con la creación de la sociedad política, es decir, con el Estado. Por eso el Estado no puede chocar nunca contra un derecho natural, pues todo derecho nace de él mismo. El derecho consuetudinario, que se designa a veces como derecho natural o ley no escrita, puede anatematizar cuaato quiera, el crimen, el robo, el asesinato, la violación; pero en cuanto la ley del Estado ordena al hombre esas acciones, cesan de ser crímenes. Contra la ley del Estado ni siquiera se sostiene el derecho divino, pues sólo al Estado compete decidir sobre derecho e injusticia. El Estado es la conciencia publica; frente a él no puede existir ni una conciencia privada ni una convicción particular. La voluntad del jefe del Estado es la suprema y unica ley.
Como Hobbes sólo ve en el Estado el Leviatán, el animal que no se parece a ningirn otro, según está escrito en el libro de Job, rechaza lógicamente todas las pretensiones de dominación universal de la Iglesia y rehusa a los sacerdotes en general y sobre todo al Papa derechos al dominio temporal. Pues también la religión está para él justificada únicamente en tanto que es reconocida y es enseñada por el Estado. Leemos, por ejemplo, en un pasaje especialmente ilustrativo del Leviathan:
El miedo a los poderes invisibles, sea que los haya imaginado, sea, que hayan sido transmitidos por la tradición, es religión cuando ha sido establecida por el Estado; y es superstición cuando no ha sido establecida por el Estado.
Según Hobbes, el Estado no sólo tiene el derecho a prescribir a sus súbditos lo que deben creer, sino qee decide también si una creencia debe ser considerada religión o sólo superstición. El materialista Hobbes, que no tenía ningún respeto por la religión en general, consideraba como la cosa más corriente que el gobierno se decidiera, por motivos de razón de Estado, por una determinada profesión de fe e impusiera ésta a sus súbditos como única religión verdadera. Choca por eso de modo extraño cuando Fritz Mauthner opina que Hobbes va más allá de la incredulidad de los primeros deístas, por más que exige a menudo también la sumisión del ciudadano a la religión del Estado; lo que quiere es, propiamente, sólo obediencia al Estado, incluso en problemas de religión, no a Dios (2).
Toda la diferencia está, sin embargo, sólo en la forma de la creencia. Hobbes adornó al Estado con todas las cualidades sagradas de una divinidad a la que el hombre está sometido en todas las circunstancias. Dió a la necesidad de veneración de los creyentes otro objeto de culto, y condenó y combatió la incredulidad en el dominio político con la misma intolerancia férrea y consecuente con que la Iglesia se cuidaba de combatir toda resistencia a sus mandamientos. La credulidad en el Estado del ateo Hobbes era, en el fondo, una religión: creencia del hombre en su dependencia de un poder superior que decide sobre su destino personal y contra el cual no puede haber ninguna rebelión, puesto que es inaccesible a todas las finalidades humanas.
Hobbes vivía en una época en que la aparición del Estado nacional puso fin, tanto a las pretensiones de dominación universal de la Iglesia, como a los ensayos de imponer en Europa el dominio de una monarquía universal temporal. Y como reconoció que no se puede hacer retroceder el curso de la Historia ni se podían reanimar artificialmente las cosas que pertenecían ya al reino de sombras del pasado, se adhirió a la nueva realidad. Pero como él, lo mismo que todos los defensores de la autoridad, partió en sus razonamientos de la bestialidad nata del hombre, y, a pesar de su ateísmo, no pudo librarse del dogma antihumano del pecado original, tuvo que llégar lógicamente a los mismos resultados que sus precursores del campo de la teología eclesiástica. Le valió poco haberse emancipado personalmente de las ligaduras de la creencia religiosa en los milagros; pues se dejó envolver en la red de una creencia política milagrosa, que, en sus consecuencias, era igualmente antilibertaria y no esclavizaba menos el espíritu del hombre. Esta es, por lo demás, una prueba de que el ateísmo, en el sentido usual, no está inspirado forzosamente por ideas de liberación. Obra libertariamente tan sólo cuando ha comprendido hasta lo más profundo las conexiones íntimas entre religión y política, y no concede a los dueños del poder terrenal mayor justificación que a la autoridad divina. El pagano Maquiavelo y el ateo Hobbes son testimonios clásicos de ello.
Todos los defensores de la idea del poder, aun cuando, como a Maquiavelo y Hobbes, no les importase gran cosa la religión tradicional, estaban forzados a transferir al Estado el papel de providencia terrena, a rodearle del mismo nimbo místico que irradia de toda divinidad, y a atribuirle todas aquellas cualidades superhumanas sin las cuales un poder no puede existir, sea de naturaleza celeste o terrena. Pues ningún poder se sostiene sobre la base de los rasgos característicos específicos que le son inherentes; su grandeza se apoya siempre en supuestas cualidades que le atribuyó la fe de los hombres. Como Dios, todo poder terreno es también sólo un tablero vacío que no refleja más que lo que el hombre ha escrito en él.
La doctrina del pacto social, y particularmente la idea de Buchanan, según la cual todo poder emana del pueblo, despertó después a nueva vida en los independientes de Inglaterra, que se levantaron no sólo contra el catolicismo, sino también contra la Iglesia de Estado fundada por los presbiterianos calvinistas, y exigieron la completa autonomía de las comunas en todas las cosas de la fe. Como la administración de la Iglesia de Estado se evidenció un instrumento obediente del poder real, surgió de una y misma fuente la oposición política y religiosa del puritanislno, cada vez más expansivo. El conocido historiador inglés Macaulay observó con razón, refiriéndose a los puritanos: A su odio contra la Iglesia se había agregado el odio a la Corona; ambos sentimientos se mezclaron y se volvieron cada vez más agrios por efecto de la mezcla.
Animado por ese espíritu, se manifestó, en primera línea, por la libertad de prensa el poeta del Paraíso perdido, John Milton, para asegurar la libertad de conciencia politica y religiosa del ciudadano, y sostuvo en su escrito Defensio pro populo anglicano, el derecho incondicional de toda nación a llevar ante la justicia a un tirano traidor y perjuro y a condenarle a muerte. Su libro fue leído por los mejores espíritus de Europa con verdadera ansia, especialmente después que fue quemado públicamente en Francia por el verdugo, por orden del rey.
Entre los levellers, los partidarios de John Lilburnes se expresaron del modo más enérgico esas concepciones, y encontraron su manifestación más atrevida en el pensamiento del pacto popular, que era llevado a las masas por ese sector, el más radical desenvolvimientó revolucionario de aquel tiempo. Casi todos los pensadores filosófico-sociales de ese periodo, desde Gerard Winstanley a P. C. Plockboy y John Beller, y desde R. Hooker y A. Sidney a John Yocke, fueron defensores convencidos de la doctrina del pacto social.
Mientras el absolutismo en el continente llegó, en casi todas partes, a la dominación ilimitada, sólo bajo los Estuardos adquirió en Inglaterra un éxito pasajero, y fue otra vez arrojado por la borda por la segunda revolución de 1688. Por la Declaration of Rights, en la que fueron confinados de nuevo, en forma más amplia, todos los postulados expuestos ya en la Magna Charta, se restableció la relación contractual entre Corona y pueblo. Ese desarrollo de los acontecimientos históricos trajo aparejado que, precisamente en Inglaterra, no quedasen nunca fuera de curso la idea del pacto social y las concepciones del derecho natural, y que, en consecuencia, tuviesen allí una influencia más honda que en cualquier otro país en la actitud espiritual del pueblo.
En el continente se habían habituado imperios y pueblos a rendirse a la violencia ilimitada de los príncipes, y la frase de Luis XIV: ¡El Estado soy yo!; adquirió una significación simbólica para todo el periodo del absolutismo. Sin embargo, en Inglaterra, donde, frente a las aspiraciones de poder de la Corona, había siempre una oposición decidida de la ciudadanía;, que sólo pasajeramente, y nunca por largo tiempo, pudo ser amordazada, se desarrolló en consecuencia otra concepción de las cosas sociales, procurando celosamente conservar los derechos adquiridos y oponer al despotismo un dique eficaz por el derecho de codeterminación del Parlamento. John Jym, el inteligente jefe de la oposición en la Camara de los Comunes contra las pretensiones absolutistas de la Corona, dió elocuente expresión a ese sentimiento íntimo diciendo a la minoría, que era fiel al rey, las siguientes palabras:
Aquel falso principio que inspira a los príncipes y les hace creer que los países sobre los cuales gobiernan son su propiedad particular -como si el reino existiera para el rey y no el rey para el reino- es la raíz de toda la miseria de los súbditos, la causa de todos los ataques a sus derechos y libertades. Segdn las leyes reconocidas de este país, ni siquiera las joyas de la Corona son propiedad del rey; le han sido solamente confiadas por el pueblo para su ornato y uso. Y también se le han confiado las ciudades y las fortificaciones, los tesoros y depósitos, los cargos públicos para velar por la seguridad, el bienestar y el provecho del pueblo y del reino. Por eso no puede emplear su poder más que mediante la deliberación de ambos Parlamentos.
En estas palabras suena el eco de toda la historia inglesa, se manifiesta la eterna lucha entre el poder y el derecho, que tendrá fin tan sólo cuando se haya soslayado o superado todo principio de poder. Pues el principio de la representación popular tenía entonces otra significación que hoy; lo que hoy sólo contribuye a cerrar el camino de las nuevas formas de la vida social, era entonces un intento serio para señalar al poder determinados limites, un comienzo promisorio en la marcha hacia la completa extirpación de todas las aspiraciones políticas de poder en la vida social.
Por lo demás, muy pronto condujo la doctrina de una relación contractual, como base de toda institución política de la sociedad, también en Inglaterra, a bastas conclusiones. Así, el teólogo Richard Hooker sostuvo ya en su obra Laws of Eclesiastical Polity, aparecida en 1593, que es indigno de un hombre someterse ciegamente, como un animal, a la coacción de una autoridad de cualquier clase que sea; si su propia razón no se lo aconseja. Hooker fundamentó la doctrina del pacto social diciendo que ningún hombre hubiera sido capaz de mandar sobre una gran cantidad de semejantes si éstos no le hubiesen dado su asentimiento para ello. Pero ese asentimiento, según Hooker, sólo pudo ser alcanzado por un entendimiento recíproco: de ahí el convenio. En sus consideraciones sobre la esencia del gobierno, declaró Hooker abiertamente que no es imposible en manera alguna, según la naturaleza de las cosas, que los hombres puedan vivir juntos sin un gobierno público. Su obra sirvió después a John Locke como base para sus dos famosos tratados On Civil government, de los que tomó su principal alimento el liberalismo naciente.
También Locke partió, en sus consideraciones filosófico-sociales, del derecho natural. En oposición a Hobbes, creía, sin embargo, que la libertad del hombre primitivo no ha sido, en manera alguna, un estado de arbitrariedad, en que el derecho del individuo estaba determinado simplemente por la violencia bruta a su disposición; presumía, más bien, que ya en aquellos tiempos han existido relaciones generales y obligatorias entre los hombres, resultantes de sus inclinaciones sociables y de las apreciaciones de la razón. Locke era también de opinión que ya en la condición natural existió una cierta forma de propiedad. Ciertamente Dios ha puesto la naturaleza entera a la libre disposición del hombre, de modo que la tierra misma no pertenecía a nadie, pero posiblemente si perteneció a alguien el fruto que obtuvo el individuo con su trabajo personal. Justamente por eso se desarrollaron paulatinamente ciertos compromisos entre los hombres; en particular después que los diversos grupos familiares se reunieron en grandes asociaciones. De ese modo trató Locke de explicarse la aparición del Estado, que a sus ojos sólo tenia la significación de una sociedad de seguros, cuya misión consistla en velar por la seguridad personal y la propiedad de los ciudadanos.
Pero si el Estado no tiene otra misión que ésa, es perfectamente lógico que el supremo poder no ha de estar en el soberano del Estado, sino en el pueblo mismo y debe hallar su expresión en la asamblea legislativa elegida por él mismo. En consecuencia, el representante del poder de Estado no está sobre, sino como cualquier otro miembro de la sociedad, bajo la ley, y es responsable de sus actos ante el pueblo. Si abusa del poder que se le ha confiado para la protección de los ciudadanos, puede ser depuesto por el pueblo en todo momento, lo mismo que cualquier otro funcionario que contraviene a su deber.
Estas manifestaciones de Locke se dirigían contra Hobbes y, ante todo, contra sir Robert Filmer, el autor del Patriarch, y uno de los defensores más decididos del poder absoluto del rey. Según Filmer, sobre el rey no puede haber ninguna base de control humano, ni está ligado, en sus decisiones, a las de sus predecesores. El rey ha sido elegido por Dios mismo para hacer de legislador de su pueblo, y sólo él está por encima de la ley. Todas las leyes, bajo cuya protección han vivido los hombres hasta aquí, les han sido transmitidas por los elegidos de Dios, pues es absurdo que un hombre haga leyes sobre si mismo. Pero, según Filmer, era criminal atribuir a un pueblo el derecho a juzgar a su rey o a quitarle la Corona; pues en este caso los representantes del pueblo son acusadores y jueces en una sola persona, lo que contradice todos los postulados de la justicia. Por eso, según su interpretación, toda limitación del poder legítimo es una desgracia y debe llevar, invariablemente, a una disolución completa de todas las ligaduras sociales.
Locke, que quería hacer figurar al rey sólo como un órgano ejecutivo de la voluntad del pueblo, le rehusaba, en consecuencia, el derecho de hacer las leyes. Pretendía una triple estructura del poder público; pues sólo de esa manera se puede eludir un abuso del poder, que será siempre un peligro para el bien público si se encuentran todos los medios de poder reunidos en una sola persona. Por eso el poder legislativo debe basarse exclusivamente en la representación del pueblo. El poder ejecutivo o realizador, cuyos representantes pueden ser depuestos o suplantados por otros, en todo instante, por la asamblea legislativa, está subordinado y es responsable en todos los asuntos ante el primero. Quedaba aún el poder federativo, que, según Locke, tenía la misión de representar a la nación ante el exterior, concertar alianzas con otros Estados y resolver sobre guerra y paz. También esta rama del poder público debe ser responsable ante la representación del pueblo y cumplir simplemente sus decisiones.
Para Locke la representación popular era el órgano especial que tenía que defender los derechos del pueblo contra el gobierno; por esa razón le concedía una posición tan destacada. Si el gobierno lesiona, de modo irresponsable, la misión encomendada a esa representación, se produce una ruptura de las condiciones jurídicas existentes, y el pueblo está en libertad de oponer a la revolución de arriba la revolución de abajo para defender sus derechos inalienables.
Por mucho que Locke se haya esforzado en encontrar de antemano una solución para todos los casos dables en el dominio de la posibilidad, no se puede perder de vista que sus previsiones políticas sufren a causa de fallas que no se pueden suprimir por la mera división de las funciones del poder, pues están ligadas al poder como tal, y son además estimuladas por la desigualdad económica en la sociedad. De esas fallas padecieron también el liberalismo y todos los planes constitucionales ulteriores, con los cuales se quiso restringir el poder en los diversos países y se intentó preservar los derechos de los ciudadanos. Lo reconoció ya el girondista Louvet, cuando pronunció estas palabras, en medio de la marea alta del entusiasmo por la nueva Constitución: La igualdad política y la Constitución no tienen un enemigo más peligroso que la creciente desigualdad de la propiedad. Cuanto más grande se hizo esa desigualdad en el curso del tiempo, y cuanto más insuperables se volvieron las contradicciones sociales en el régimen del capitalismo victorioso y se socavó toda especie de comunidad en las exigencias económicas, tanto más debió palidecer la significación originaria de aquellas medidas que antes jugaron un papel tan grande en la lucha contra el excesivo desarrollo de las aspiraciones políticas de dominio en la sociedad.
Sin embargo, las ideas del derecho natural tuvieron, durante siglos, la más fuerte influencia en todas las corrientes sociales de Europa que proyectaban oponer ciertas barreras al poder legítimo y querían ensanchar la esfera de la independencia personal del individuo. Esa influencia se conservó incluso después que una gran serie de pensadores distinguidos, en Francia e Inglaterra, como lord Shaftesbury, Bernhard de Mandeville, William Temple, Montesquieu, John Bolingbroke, Voltaire, Buffon, David Hume, Mably, Henry Linguet, A. Ferguson, Adam Smith y algunos otros, estimulados por conocimientos científico-naturales, abandonaron la doctrina de un pacto social originario y buscaron otras posibilidades para la convivencia social, reconociendo ya algunos de ellos al Estado como instrumento político de poder de minorías privilegiadas de la sociedad para la dominación de las grandes masas.
También los grandes fundadores del derecho internacional de gentes -Hugo Grotius, Samuel Pufendorf, Christian Thomasius, para no nombrar sino a los más conocidos-, cuyo mayor mérito consiste en haber hecho, en una época en que el aislamiento nacional de los pueblos hacia cada día nuevas conquistas, los primeros ensayos para reunir lo común a todos los hombres por encima de las fronteras de los Estados y elaborarlo como fundamento de un derecho general, partían del derecho natural en sus consideraciones. Grotius consideraba al hombre como ser social, y reconoció en el instinto social la raíz de todos los vínculos sociales. La convivencia comunal desarrolló determinadas costumbres, que constituyeron los primeros cimientos del derecho natural. En su obra Sobre el derecho de la guerra y de la paz, aparecida en 1625, atribuyó la creación del Estado a un convenio tácito para la protección del derecho y en beneficio de todos. Como el Estado ha surgido por la voluntad de todos los individuos, no puede suprimir nunca el derecho que tiene cada uno de sus miembros; ese derecho natural e inalienable no puede ser modificado ni siquiera por Dios mismo. La misma condición jurídica constituye también el cimiento de las relaciones con otros pueblos y no puede ser impunemente lesionada.
Pufendorf, lo mismo que Thomasius, se apoyaba en Grotius, y en los filósofos sociales ingleses, y declaró valientemente que el derecho natural no sólo existe para cristianos, sino también para judíos y turcos; un punto de vista que, en aquella época, era en verdad extraordinario. Thomasius, en cambio, basó todo el derecho en la necesidad del individuo de ser lo más feliz posible y de prolongar su vida lo más que pudiese. Pero como el hombre sólo encuentra en la comunidad su mayor dicha, debe por ello aspirar a que el bienestar de todos sea el leit motiv de sus actos. En ese postulado vió Thomasius todo el contenido del derecho natural.
Todas las aspiraciones que se nutrieron en la doctrina del derecho natural tenían por base el propósito de liberar al hombre de la opresión de las instituciones sociales coercitivas, a fin de que llegue a la conciencia de su humanidad y no caiga de rodillas ante ninguna autoridad que le prive el derecho al propio pensamiento y a la propia acción. Es verdad que en la mayoría de esas corrientes existía toda una cantidad de elementos autoritarios, que culminaban incluso, no raras veces, en nuevas formas de dominación, una vez que habían alcanzado sus objetivos parcial o totalmente. Pero eso no cambia nada el hecho de que los grandes movimientos del pueblo, fecundados por aquellas ideas, han abierto el camino para la posibilidad de superar los conceptos de poder y han preparado el campo en que un día germinará vigorosa la semilla de la libertad.
Millares de experiencias han tenido y tendrán aún que ser recogidas para hacer comprender a los hombres la idea de que la fuente de todo el mal no está en las formas del poder, sino en el poder mismo como tal, al que hay que dejar a un lado si se ha de abrir a la humanidad nuevas perspectivas para el futuro. Hasta la más ínfima conquista en ese camino penoso fue un paso adelante en el sentido de la superación de aquellas ligaduras políticas que paralizaron siempre el libre desenvolvimiento de las fuerzas creadoras de la vida cultural, e impidieron su natural desarrollo. Tan sólo cuando la creencia del hombre en su dependencia de un poder superior haya sido superada, caerán también las cadenas que han mantenido hasta aquí a los pueblos en el yugo de la esclavitud espiritual y social. Tutela y autoridad son la muerte de toda aspiración espiritual, y por eso son el mayor obstáculo a la solidaridad social interna, que no surge más que de la libre consideración de las cosas y únicamente puede prosperar en una comunidad que no sea detenida en su marcha natural por la coacción externa, por la credulidad extraterrena en dogmas absurdos o por la opresión económica.
Notas
(1) F. A. Lange, Geschichte des Materialismus und Kritik seiner Bedeutung in der Gogenwart; Band I (10 aufl), S. 242.
(2) Fritz Mauthner: Der Ateismus und seine Geschicllte im Abendlande; Vol. II, pág. 535; Stuttgart und Leipzig, 1921.
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