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LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO NOVENO
LAS IDEAS LIBERALES EN EUROPA Y EN AMÉRICA
SUMARIO
Jeremias Bentham y el utilitarismo.- Priestley y Richard Price.- Thomas Paine, sobre el Estado y la sociedad.- La Justicia política, de William Godwin.- Corrientes líbertarias en América.- Desde Jefferson a Thoreau.- Ideas liberales en la literatura alemana.- Lessing, sobre el Estado y la Iglesia.- La filosofia de la historia, de Herder.- La estética de la cultura, de Schiller.- Lichtenberg y Seume.- La personalidad de Goethe.- El Goldener Spiegel, de Wicland.- Jean Paul.- El Hyperion, de Hölderlin.- Wilhelm von Humboldt y sus Ideen über die Grensen der Wirksamkeit des Staates.- El radicalismo político en Francia.- Voltaire.- Interpretación de la libertad según Diderot.- El espíritu de las leyes, de Montesquieu.
Se ha habituado uno a calificar el liberalismo como individualismo politico, lo que no sólo hizo que se haya creado una concepción falsa, sino que se abriesen de par en par las puertas a todos los malentendidos posibles. Esa corriente tenia en su base, sin embargo, un pensamiento completamente social: el principio de la utilidad, que Jeremias Bentham -uno de los representantes más destacados de esa opinión- expresó en la fórmula: la mayor suma posible de felicidad para el mayor número posible de miembros de la sociedad. Con eso se convirtió el principio de la utilidad para él en la medida natural del derecho y la injusticia.
La comunidad -dice Bentham- es una corporación de naturaleza moral que se compone de individuos considerados como si fuesen sus miembros. El interés del conjunto, por tanto, no puede significar otra cosa que el intcrés de los individuos que se han reunido en comunidad. En consecuencia, no es más que una frase vacia eso de las exigencias de la comunidad, si no se tienen presentes los intereses del individuo. Todo hecho nuevo acrecienta el interés del hombre en la medida que aumenta la suma de su felicidad personal o disminuye la suma general de sus sufrimientos. Desde el punto de vista de la utilidad, una acción gubernativa (que no es sino una especie singular de acción llevada a cabo por una persona particular o por varias) sólo es buena y justa, cuando contribuye a aumentar la mayor dicha posible del ciudadano (1).
En estas palabras se expresa seguramente el sentimiento de la justicia social, que, en su hipótesis inmediata, se basa en el individuo, pero que, sin embargo, hay que estimarlo como resultado de un sentimiento declarado de solidaridad, y esto no puede ser definido en modo alguno por la denominación general de individualismo, que puede decirlo todo y nada.
Aunque una gran serie de famosos representantes del radicalismo político en Inglaterra, en oposición a Bentham, partieron del derecho natural, coincidieron en sus objetivos finales con él. El predicador disidente Joseph Priestley, que proclamó la capacidad ilimitada de perfeccionamiento del hombre como una ley de Dios, no quería conceder al gobierno derechos más que en la medida que sus órganos estaban dispuestos a fomentar esa ley de la voluntad divina. Atribuir al gobierno otro objetivo es un pecado mortal contra el derecho del pueblo, pues sólo la utilidad y la dicha de los miembros particulares de la comunidad es la medida según la cual ha de valorarse toda acción que tenga referencia al Estado. Bajo la influencia de esa interpretacióh defendió Priestley el derecho del pueblo a deponer en todo instante su gobierno, como una de las condiciones más elementales del pacto estatal, y llegó así, lógicamente, al derecho a la revolución, que todo pueblo tiene cuando el gobierno abandona el camino que le está trazado por esos principios imperecederos.
Richard Price, en oposición a Priestley, no atribuía a puros motivos de utilidad los conceptos de derecho y de injusticia, y tampoco estaba muy de acuerdo con esas concepciones, que sonaban demasiado a materialismo filosófico; creía en la libertad de la voluntad humana, pero concordaba por completo con la opinión de su amigo sobre la relación del hombre con el gobierno, e incluso la amplió aún al concebir más hondamente la libertad personal.
En un Estado libre -dice Price- cada cual es su propio legislador. Todos los impuestos han de ser considerados como tributos voluntarios para el pago de los servicios públicos necesarios. Toda ley ha de considerarse como medida tomada por acuerdo general para la protección y seguridad del individuo. Todas las autoridades son sólo representantes o delegados, cuya tarea consiste en ejecutar esas medidas. La declaración que afirma que la libertad es el gobierno por medio de leyes en lugar de serio por hombres, corresponde sólo en parte a la verdad. Si las leyes son establecidas por un hombre o por una asociación de hombres en el Estado, en lugar de ser los resultados de un acuerdo general, la condición de los hombres bajo tal gobierno no se diferencia en absoluto de la esclavitud (2).
La manifestación sobre las leyes es de singular importancia, cuando se recuerda el culto que se ha rendido en Francia a la ley en tiempos de la Gran Revolución. Ciertamente, también reconoció Price que un estado social en que las leyes emanan del libre convenio de todos, sólo sería posible en los cuadros de pequeñas comunidades, pero justamente por eso le pareció el moderno gran Estado uno de los peores peligros para el porvenir de Europa.
De todos los representantes del radicalismo político de aquella época, fue Thomas Paine, el combatiente entusiasta en favor de la independencia de las colonias inglesas de América, el que ha sabido dar expresión más nítida a aquellas aspiraciones. Especialmente notable es el modo como presentó a los contemporáneos la diferencia entre Estado y sociedad:
La sociedad -dice Paine- es el resultado de nuestras necesidades; el gobierno, el resultado de nuestra corrupción. La sociedad aumenta nuestra prosperidad positivamente en tanto que une nuestras inclinaciones; el gobierno, negativamente, en tanto que pone dique a nuestros vicios. La sociedad estimula el trato mutuo; el gobierno crea diferencias y delimitaciones entre los estamentos. La sociedad es un protector; el gobierno, un carcelero. La sociedad es, en toda forma, una bendición; el gobierno es, en el mejor de los casos, un mal necesario y en el peor de los casos un mal insoportable, pues cuando nos vemos expuestos a una vejación por un gobierno, que habriamos supuesto tal vez propio de un país sin gobierno, nuestra desdicha es aumentada en este caso por la conciencia de que nosotros mismos hemos creado el instrumento con el que se nos castiga. Como la vestimenta del hombre, así tambim el gobierno es sólo un signo de la inocencia perdida (3).
Como Priestley, así creía también Paine en un ascenso continuo de la cultura humana, y concluía, por tanto, que cuanto más alto se eleva una cultura, tanto más débil es la necesidad de un gobierno, pues los hombres, en este caso, aspiran a atender sus propios asuntos y los del gobierno por sí mismos.
En su obra polémica contra Edmud Burke, que había pertenecido a los representantes más entusiastas del radicalismo político, pero que después se volvió uno de los propagandistas más encarnizados de la moderna reacción estatal, desarrolló Paine, una vez más, con palabras brillantes, su interpretación de la esencia del gobierno, acentuando con particular energía que los hombres de hoy no tienen ningún derecho a prescribir el camino a los hombres de mañana. Los convenios que han pasado a la historia no pueden imponer nunca a la nueva generación el deber de considerar jurídicamente válidos y obligatorios también para ellos los obstáculos creados por los antepasados. Paine prevenía a sus contemporáneos sobre la creencia absurda en la sabiduría del gobierno, viendo en éste, simplemente, una corporación nacional de administración, que tiene la misión de llevar a la práctica los principios básicos prescritos por la sociedad (4). Pero Paine era también un adversario de aquella democracia formal que ve la última palabra de la sabiduría en la voluntad de la mayoría, y cuyos representantes pretenden legislar sobre toda acción humana. En sus ardientes artículos The Crisis (1776-1783) prevenía ya sobre una tiranía de la mayoría, cuyo poder se siente a menudo más opresivamente que el despotismo de un individuo sobre todos. Como si hubiese ya presentido el peligro que habría de sobrevenir cuando se toma un método y se lo transforma en un principio jurídico esencial que deriva sus postulados del hecho que cinco son más que cuatro.
Las ideas del radicalismo político encontraron entonces, en Inglaterra y en América, una amplia difusión y han impreso su sello, de un modo indiscutible, al desarrollo espiritual de ambos países. Las encontramos después en John Stuart Mill, Thomas Buckle, E. H. Lecky y Herbert Spencer, para no citar sino cuatro de los nombres más conocidos. Penetraron en las obras de la poesía y entusiasmaron a hombres como Byron, Southey, Coleridge, Lamb, Wordsworth y, ante todo a Shelley, uno de los más grandes poetas de todos los tiempos, para alcanzar, finalmente, su punto culminante en la Justicia política de Godwin, cuya obra alentó poderosamente a los espíritus durante un largo tiempo, pero luego cayó en el olvido, ya que sus atrevidas conclusiones parecieron, evidentemente, ir demasiado lejos para la mayoria (5).
Godwin había reconocido claramente que el mal no encuentra su explicación en la forma externa del Estado, sino que está fundado en su esencia misma. Por esta razón no quería ver sólo limitado a un mínimo el poder de Estado, sino que esperaba a excluir todo poder de la vida de la sociedad. De ese modo llegó el atrevido pensador a la noción de un sociedad sin Estado, en que el hombre no esté ya sometido a la coacción espiritual y física de una providencia terrestre, sino que encuentre suficiente espacio para el libre desarrollo de sus capacidades naturales y regule todas las relaciones con sus semejantes, conforme a sus necesidades eventuales, sobre la base del libre acuerdo.
Pero Godwin reconoció también que un desenvolvimiento social en esa dirección no es posible sin una transformación básica de las condiciones económicas existentes, pues la dominación y la explotación salen del mismo tronco y están ligadas inseparablemente. La libertad del individuo está asegurada sólo cuando encuentra su punto de apoyo en el bienestar económico y social de todos; una circunstancia que no habían considerado nunca con la atención debida los representantes del radicalismo político puro, por lo cual se vieron siempre forzados después a hacer al Estado nuevas concesiones. La personalidad del individuo se eleva tanto más cuanto más hondamente arraiga en la comunidad, la mejor fuente de su fortaleza moral. Sólo con la libertad se forma en el hombre la conciencia de la responsabilidad de sus actos y el respeto ante el derecho ajeno; sólo en la libertad se desarrolla con todo su vigor aquel precioso instinto de la convivencia social, que no puede someter ninguna autoridad: la sensibilidad del hombre ante las alegrías y los dolores del prójimo, y de ahí el impulso a la ayuda mutua, en que arraiga toda ética social, toda noción sobre justicia social. Así, la obra de Godwin fue el epílogo de aquel gran movimiento espiritual que había escrito en sus banderas la mayor limitación posible del poder del Estado, y al mismo tiempo el punto de partida de la ideología del socialismo libertario.
En América las ideas del radicalismo político dominaron largo tiempo a los mejores cerebros y con éstos a la opinión pública. Todavía hoy no han sido olvidadas por completo, aunque la dominación aplastante y aplastadora del capitalismo y de su economía monopolista socavó las viejas tradiciones hasta tal grado que aquellas ideas sólo pueden servir de rótulo de fachada para aspiraciones bien distintas. Sin embargo, no siempre fue así. Hasta un carácter de temperamento tan conservador como el de George Wáshington, a quien Paine había dedicado la primera parte de sus Derechos del hombre -lo que no le impidió después atacar violentamente al primer presidente de los Estados Unidos, cuando creyó reconocer que éste entraba por una senda que tenía que apartarle de la ruta de la libertad-, hasta Washington hizo esta declaración:
El gobierno no conoce la razón ni la convicción, y por eso no es otra cosa que la violencia. Lo mismo que el fuego, es un servidor peligroso y un amo terrible. No hay que darle nunca ocasión para cometer actos irresponsables.
Thomas Jefferson, que calificó el derecho a la rebelión contra un gobierno que ha lesionado la libertad del pueblo, no sólo como derecho, sino como deber de todo buen ciudadano, y era de opinión que una pequeña insurrección de tanto en tanto no puede menos de ser beneficiosa para la salud de un gobierno, resumió su concepción sobre toda la esencia del gobierno en estas lacónicas palabras: El mejor gobierno es el que gobierna menos. Adversario irreductible de todas las limitaciones políticas, consideraba Jefferson toda intromisión del Estado en la esfera de la vida personal de los ciudadanos como despotismo y violencia brutal.
Benjamín Franklin replicó al argumento de que el ciudadano debe sacrificar uha parte esencial de su libertad al Estado para procurarse así la seguridad de su persona, con estas palabras tajantes:
El que está dispuesto a abandonar una parte esencial de su libertad para conseguir en cambio una seguridad temporal de su persona, pertenece a los que no merecen ni la libertad ni la seguridad.
Wendell Phillips, el vigoroso combatiente contra la esclavitud de los negros, expresó su convicción de que el gobierno es simplemente el refugio del soldado, del hipócrita y del cura. Y manifestó en uno de sus discursos:
Tengo una pobre opinión de la influencia moral de los gobiernos. Creo con Guizot que es una burda ilusión creer en el poder soberano de una máquina política. Cuando se oye con qué veneración habla cierta gente del gobierno, se podría creer que el Congreso es la encarnación de la ley de la gravitación universal, que mantiene a los planetas en su ruta.
Abraham Lincoln previno a los americanos para que no confiasen a un gobierno la garantía de sus derechos humanos:
Si hay algo en la tierra que un ciudadano no debería confiar a manos extrañas, es la conservación y la persistencia de la propia libertad y de las instituciones ligadas a ella.
De Lincoln proceden también estas significativas palabras:
Fui siempre de opinión que el hombre tiene que ser libre. Pero si hay hombres a quienes la esclavitud parece conveniente, son los que la desean para ellos mismos y los que la quieren imponer a los otros.
Ralph Waldo Emerson expresó estas conocidas palabras:
Todo Estado verdadero está corrompido. Los hombres buenos no deben obedecer demasiado a las leyes.
Emerson, el poeta filósofo de América, sentía sobre todo abierta repugnancia contra el fetichismo de las leyes y sostenía que pagamos demasiado caro nuestra desconfianza recíproca. El dinero que entregamos para la institución de tribunales y de prisiones, es un capital malamente invertido. Y decía también que la ley de la autoconservación ofrece al hombre más seguridad de lo que podría hacerlo cualquier legislación.
Este espíritu inspiraba toda la literatura política de América en aquellos tiempos, hasta que apareció el capitalismo moderno, que condujo a novísimas condiciones de vida, con sus efectos espiritual y moralmente corruptores, desplazando cada vez más las viejas tradiciones o interpretándolas en su beneficio. Y así como las mismas corrientes de ideas llegaron en Inglaterra a su cima en la Justicia política de Godwin, así también alcanzaron la más alta perfección en la acción de hombres como H. D. Thoreau, Josiah Warren, Stephen Pearl Andrews y algunos otros que se atrevieron a dar valerosamente el último paso y dijeron con Thoreau:
Reconozco de todo corazón este principio: el mejor gobierno es el que gobierna menos: sólo deseo que se pudiera avanzar más rápida y sistemáticamente de acuerdo con ese principio. Justamente empleado, ese pensamiento implica todavía otro, que apruebo igualmente: el mejor gobierno es, en general, el que no gobierna.
Pero esas ideas; no se expresaron únicamente en América y en Inglaterra, aun cuando en esos países penetraron más hondamente en la conciencia del pueblo. En toda Europa, donde en vísperas de la Revolución francesa se reanimó la vida espiritual, encontramos sus rastros. Un anhelo de libertad había embargado a los hombres, y muchos de los mejores espíritus de aquel tiempo fueron atraídos hacia esa órbita. Por los acontecimientos revolucionarios en América, y después en Francia, recibieron esas aspiraciones un poderoso impulso. También en Alemania, donde un núcleo selecto de pensadores aspiraba entonces a echar las bases de una nueva cultura espiritual, penetraron las ideas libertarias y se elevaron como horizontes luminosos de un porvenir mejor, por sobre la miseria y la humillación de una realidad dominada por el más despreciable despótismo. Piénsese en la Educación de la especie humana, de Lessing, en Ernst und Falk y en su Diálogo sobre las soldados y los monjes. Lessing siguió las mismas huellas del radicalismo político de Inglaterra y América antes y después de él. También él estimó la relativa perfección del Estado, de acuerdo con la suma de la mayor dicha posible que aseguraba a cada ciudadano. Pero reconoció que la mejor constitución del Estado sólo era obra del espíritu humano, y, por tanto, era por necesidad perecedera y defectuosa.
Imagina la mejor constitución de Estado que quieras; imagina que todos los hombres en el mundo entero han aceptado esa constitución. ¿No opinas que también entonces tienen que surgir de esa misma constitución óptima del Estado cosas altamente perjudiciales para la felicidad humana, y de las cuales el hombre, en la condición natural, ciertamente, no habría sabido nada?
Lessing mencionó, para fortificar esa opinión, diversos ejemplos, de los que se desprende claramente la nulidad entera de la aspiración a una mejor forma de Estado. Estimulado por sus luchas contra la teología, volvió el atrevido pensador después sobre estos problemas, que al parecer no abandonó más. Esto lo prueban las frases finalss de su Diálogo sobre los soldados y los monjes, tan breve como rico de contenido:
B. ¿Qué son los soldados? - A. Protectores del Estado. - B. Y los monjes son sostenes de la Iglesia. - A. ¡Con vuestro Estado! - B. ¡Con vuestra Iglesia! - A. ¿Sueñas? ¡El Estado!, ¡el Estado! ¡la felicidad que el Estado asegura a cada uno de sus miembros en este pals! - B. ¡La bienaventuranza que la Iglesia promete a cada uno después de esta vida. - A. ¡Promete! - B. ¡Simple!
Esta es una sacudida consciente de los cimientos del viejo orden social. Lessing presentía las conexiones internas entre Dios y el Estado, entre religión y política. Presentía al menos que el problema de la mejor forma de Estado era tan absurdo como el problema de la mejor religión, pues encierra en sí una contradicción. Leissing rozó aquí un pensamiento que Proudhon llevó después, lógicamente, a su conclusión. Tal vez lo había pensado ya así también Lessing. La forma cristalina de su Diálogo es testimonio de ello. Pero tuvo la desdicha de malograr sus días bajo el yugo de un miserable déspota de campanario y apenas pudo atreverse a dar a la publicidad sus últimos pensamientos. Que Lessing se había percatado perfectamente del alcance de aquellas ideas, nos lo dice el informe de su amigo Jacobi, del año 1781:
Lessing comprendió del modo más vivo lo ridículo y funesto de toda la maquinaria polltica. En una conversación se apasionó tanto una vez que sostuvo que la sociedad burguesa debe ser suprimida enteramente, y por extraño que esto suene, se aproxima, sin embargo, a la verdad: los hombres serán bien gobernados tan sólo cuando no necesiten ningón gobierno.
Por idénticos caminos avanzó también Herder, el cual, especialmente en sus Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad, trató de interpretar históricamente la aparición del Estado. Consideraba a éste como una institución de tiempos posteriores, cuyo origen hay que atribuir a hipótesis muy distintas que las de las relaciones sociales en la condición primitiva de la humanidad. En esta condición conoció el hombre sólo un gobierno natural, no basado en la dominación ni en la separación de la sociedad en castas y estamentos diversos, y que, por consiguiente, perseguía otros objetivos que el organismo artificial del Estado.
Mientras un padre dominaba a su famlia, era padre y dejaba a sus hijos también ser padres, sobre los que él trataba de primar por el consejo. En tanto que diversas tribus, por libre decisión, se elegían para un determinado asunto jueces y jefes, esos funcionarios no eran más que servidores del propósito común, administradores de la congregación; el nombre del señor, rey, déspota caprichoso, arbitrario y hereditario, era algo inaudito para los pueblos de esa constitución.
Eso cambió, como sostenía Herder, cuando las hordas bárbaras invadieron otros pueblos, cuyos lugares conquistaron convirtiendo a los habitantes en esclavos. Así surgió, según su concepción, la primera condición coactiva y se desarrollaron los primeros rudimentos de los actuales gobiernos en Europa: principados, clase noble, feudalismo y servidumbre son los resultados de esa nueva situación, y desplazan el derecho natural de los tiempos pasados. Pues la guerra es el primer paso de toda esclavización y tiranía ulterior entre los hombres.
Por ese camino real avanza la historia, y los hechos de la historia no pueden negarse. ¿Qué produjo el mundo bajo la dominación romana? ¿Grecia y el Oriente, en tiempos de Alejandro? ¿Qué ha instaurado las grandes monarquías hasta Sesostris y la fabulosa Semíramis, y qué fue lo que las derribó? La guerra. Las conquistas violentas ocuparon, pues, el lugar del derecho; después, por la costumbre o, como dicen nuestros protectores de Estado, por contrato tácito, le convirtieron en ley. Pero el contrato tácito en este caso no es otra cosa que el hecho de que el fuerte toma lo que quiere y el más débil da y sufre porque no puede obrar de otro modo.
Así surgió, según Herder, una nueva estructura social, y con ella una nueva interpretación del derecho. El gobierno político de los conquistadores desplaza al gobierno natural de las asociaciones libremente concertadas; el derecho natural cede ante el derecho positivo del legislador. Comienza la era del Estado, la era de las naciones o de los pueblos estatales. Según la concepción de Herder, el Estado es una institución coactiva, cuyo origen se puede explicar históricamente, pero moralmente no se puede justificar; y menos que nada allí donde una extraña casta gobernante de conquistadores mantiene bajo su yugo a pueblos oprimidos.
Toda la concepción de Herder muestra claramente la influencia de Hume, de Shaftesbury, de Leibnitz y especialmente de Diderot, a quien Herder admiraba profundamente y cuyo conocimiento personal había hecho en París. Herder reconoció en el Estado algo históricamente dado; pero sintió también que la uniformización de la personalidad humana por el Estado tenía que culminar en un cáncer para el desarrollo cultural de la humanidad. Por eso le pareció la simple felicidad del individuo algo más deseable que los costosos mecanismos del Estado, que aparecieron con las grandes agrupaciones sociales soldadas por la conquista y la violencia brutal.
También Schiller, a pesar de que estaba fuertemente influído por Kant, siguió en su concepción del Estado los postulados de la escuela del derecho natural, que sólo quería reconocer una actuación del Estado en tanto que podía acrecentar la felicidad del individuo. En sus Cartas sobre la educación estética de la especie humana, resumió su interpretación sobre la posición del hombre ante el Estado con estas palabras:
Y luego creo que toda alma humana que desarrolla su energía es más que la gran sociedad humana, cuando considero a ésta como un todo. El Estado es una ley del acaso; pero el hombre es un ser necesario. ¿Por qué es un Estado grande y honorable si no es por las fuerzas de sus individuos? El Estado es sólo un efecto de la energía humana; pero el hombre es la fuente de la energía misma y el creador del pensamiento.
Característico de la concepción de Schiller es también el aforismo El mejor Estado, en las tablas votivas:
¿En qué reconozco el mejor Estado? En lo mismo que conoces a la mujer: en que, amigo mío, no se habla del uno ni de la otra.
Esto es, por el sentido, sólo un circunloquio del pensamiento jeffersoniano: El mejor gobierno es el que gobierna menos. Idéntica idea sirve también de base a La mejor constitución estatal:
Sólo puedo estar reoonocido a aquella que facilita a cada cual el pensar bien, pero que nunca impone que piense así.
Esa repulsión intima contra la noción de un Estado que pueda prescribir a los hombres el modo de pensar, aun cuando ese pensamiento pudiera calificarse de bueno, es característica de la posición espiritual de los mejores cerebros de aquel tiempo. No se tenía entonces comprensión alguna para el ciudadano modelo estatalmente patentado, que figura hoy como un ideal patriótico para los representantes del pensamiento nacional, ciudadano que se cree poder crear de una manera artificiosa por medio de una legislación nacional verdadera, pero especialmente mediante una educación estrictamente nacional.
Goethe permanecía aparentemente indiferente ante los problemas políticos de la época, quizá porque habia reconocido que las libertades no componen la esencia de la libertad, ya que ésta no se puede encerrar en ninguna fórmula política. El señor consejero secreto, el cortesano y ministro Goethe, es a menudo terriblemente estrecho y de humillante indigencia, a lo cual ha contribuido no poco la desconsoladora opresión de la vida social alemana de aquellos días. Nadie sentía tan hondamente como Goethe mismo la distancia entre él y su pueblo; no se acercó nunca a ese pueblo y, en lo esencial, sigue siendo hasta hoy para éste un extraño. Justamente porque su concepción del mundo era tan múltiple y abarcativa, tenía que conmover tanto más dolorosamente su ánimo toda la falsedad de la vida social en que estaba comprimido. Goethe no arraigaba en su pueblo. Impera en el pueblo alemán una especie de exaltación espiritual que me suena extrañamente, dijo al conde ruso Stroganoff: Arte y filosofía están divorciados de la vida en el carácter abstracto, lejos de las fuentes naturales que deberían alimentarles.
En esas palabras se refleja el abismo que separaba a Goethe de los contemporáneos alemanes; en cambio arraigaba tanto más hondamente en la razón básica de todo humanismo. La insulsa fraseología sobre la armonía anímica interior del gran olimpico, ha sido reconocida hace mucho como una mentira convencional. A través de todo el ser de Goethe había una profunda escisión y el ensayo vano para dominar ese abismo interno fue tal vez el aspecto más heroico de esa vida maravillosa.
Pero el poeta y visionario Goethe, cuya vasta visión abarcaba la cultura de siglos; el hombre que lanzó al mundo su tempestuoso Prometeo, que -según dijo con razón Brandes- es la más grande poesía de la revolución que se ha escrito jamás, era un admirador demasiado grande de la personalidad humana como para querer entregarla al inerte mecanismo de una máquina niveladora.
Pueblo siervo y dominador,
confiesan en todo momento
que la suprema dicha de los seres humanos
es sólo la personalidad.
Goethe ha permanecido fiel a esa concepción en lo más profundo de su ser. El, que en la primera parte del Fausto grabó las palabras afortunadas: Se heredan ley y derechos como una eterna enfermedad; se arrastran de generación en generación, y avanzan lentos de un lugar a otro. La razón se convierte en absurdo, la buena acción en plaga. ¡Ay de ti, que eres un nieto! Del derecho que ha nacido con nosotros, de ése, por desgracia, no se trata nunca
Proclamó todavía siendo anciano:
Sí, apruebo totalmente ese sentido, ésa es la última conclusión de la sabiduría: Sólo merece la libertad y la vida el que sabe conquistarla diariamente.
Y así, rodeados de peligros, pasan la infancia, el adulto y el anciano sus años. Quisiera ver tal conmoción, estar en tierra libre con un pueblo libre.
En ese sentido y no en otro hay que entender también el aforismo de las Máximas:
¿Cuál es el mejor gobierno? Aquel que nos enseña a gobernarnos a nosotros mismos.
Una fuerte influencia tuvieron también el radicalismo político de los ingleses y la literatura francesa de la Aufklärung en Wieland, cuya interpretación de las relaciones del hombre con el Estado vuelve enteramente al derecho natural. Esto se ve particularmente en sus dos obras: Der goldene Spiegel y Nachlass des Diogenes von Sinope. El hecho que Wieland haya elegido al viejo sabio de Corinto como predicador de sus ideas es, en si y por sí, característico de la tendencia espiritual que poseia.
También G. Ch. Lichtenberg, que se formó espiritualmente junto a Swift, Fielding y Sterne, y que por ello debia sentir tanto más angustiosamente toda la miseria de las condiciones alemanas, debe ser nombrado aqui, lo mismo que J. G. Seume y, ante todo, Jean Paul, ese decidido defensor de la libertad que, como Herder, atribuia el origen del Estado a la conquista y a la esclavitud, y cuyas ohras tuvieron un enorme influjo sobre sus contemporáneos. Las palabras viriles que gritó al oido de los alemanes en su Kriegserklärung gegen den Krieg, se han olvidado ya por desgracia en Alemania; pero no por ello son menos verídicas.
A los conquistadores no les conquistará ni persuadirá ningún libro: sin embargo hay que hablar contra la admiración envenenadora que se les tributa. Schelling habla de un derecho casi divino del soberano; pero tiene en su contra a los bandoleros, que, en esta cuestión, igual que un Alejandro y un César, sostienen lo mismo para sí; y que precisamente tienen en su favor al emperador Marco Aurelio, que en Dalmacia convertía en soldados a los bandidos apresados.
Y Holderlin, el desdichado poeta, que arrojó en su Hyperion verdades tan terribles a la cara de los alemanes, escribió estas frases ricas de contenido:
Concede al Estado, por cierto, demasiado poder. El no puede exigir lo que no puede obtener por la fuena. Pero lo que da el amor y el espíritu, eso no se puede imponer por la violencia. Eso se deja intacto o se toma su ley y se clava en la picota. ¡Cielos! No sabe lo que peca el que quiere hacer del Estado escuela de costumbres. Siempre ha hecho del Estado un infierno el hombre que ha querido hacer de él su cielo. Áspero envoltorio en torno al núcleo de la vida, y no más, es el Estado. Es el muro en el jardín de los frutos y las flores humanos. Pero ¿de qué vale el muro en torno al jardín donde la tierra está reseca? Lo que importa es sólo la lluvia del cielo.
Tales ideas eran casi generales entre los hombres a quienes Alemania tuvo que agradecer el renacimiento de su vida espiritual; aunque, a consecuencia de la triste confusión de las condiciones alemanas y de la ilimitada arbitrariedad del despotismo de campanario típicamente alemán, no pudieron, en todas partes ni siempre, expresarse con la misma agudeza y lógica que en Inglaterra y en Francia. Pero en cambio encontramos en todos esos hombres aquel gran rasgo de la ciudadanía mundial, que no se siente ligada por la limitación de los conceptos nacionales y concibe la humanidad como un todo. Las Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit de Herder y sus valiosas Briefen zur Beförderung der Humanität son testimonios brillantes de ese espíritu, que ahondaba en la cabeza de los mejores, hasta que le puso un fin provisional la influencia de las llamadas guerras de la independencia, la cristalización espiritual de las ideas de Kant, de Fichte y de Hegel y el concepto de Estado de los románticos.
Lessing manifestó abiertamente en sus cartas a Gleim su deficiencia con respecto a la convicción patriótica oficialmente prescrita:
Tal vez tampoco el patriota ha sido sofocado totalmente en mi, aunque el elogio como patriota celoso, según mi modo de pensar, es el último que codiciaría; es decir, del patriota que me enseñase a olvidar que debo ser un ciudadano del mundo.
Y en otro pasaje se lee:
Del amor a la patria, en general (me duele que haya de confesarle tal vez mi pecado), no tengo concepto alguno, y a mí me parece, a lo sumo, una debilidad heroica, de que yo me privo con gusto.
También Schiller, a quien el filisteo alemán festeja hoy ruidosamente como el gran profeta de los intereses nacionales, apelando por lo general a una cita de Guillermo Tell -obra injuriada por Federico IV diciendo que era una pieza para judíos y revolucionarios- y a la frase famosa: Es indigna la nación que no lo expone todo alegremente por su honor, de la Doncella de Orleáns, la cual, destacada del conjunto, da un sentido muy distinto al real; también Schiller declaró con superioridad universalista:
Nosotros, los modernos, tenemos un interés en nuestro poderío, que nlngún griego y ningún romano ha conocido y que no corresponde ni con mueho al interés patriótico. Lo último es, en general, importante sólo para naciones inmaduras, para la juventud del mundo. Un interés muy diverso hay en exponer a los hombres la importancia de todo acontecimiento notable ocurrido con seres humanos. Es un ideal extraordinariamente empequeñecedor escribir para una nación; para un espíritu filosofico es del todo insoportable ese limite. Este espíritu no se puede aprisionar en una forma tan voluble, accidental y arbitraria de la humanidad, en un fraudulento (¿y qué es si no la nación más importante?). No puede entusiasmarse por ello más que en tanto considere que esa nación o acontecimiento nacional es importante para el progreso de la especie.
De Goethe, que había afirmado de sí mismo: El sentido y la significación de mis escritos y de mi vida es el triunfo de lo puramente humano, y al cual no se le ha perdonado hoy mismo del todo su falta de sentido patriótico en la época de las guerras de la independencia, no hay que hablar siquiera.
Cuando los activos proc1amadores del Tercer Reich anatematizan estentóreamente el liberalismo como un producto no alemán y repiten con el señor Moeller van der Brock, con tenacidad gramofónica: El liberalismo es la libertad de no tener una convicción, y al mismo tiempo de afirmar que ésa es justamente una convicción, se les puede replicar que ese producto no alemán ha sido, en otro tiempo, patrimonio intelectual común de todos aquellos que han hecho de Alemania nuevamente una comunidad cultural, después que la barbarie politica y social había sofocado la vida espiritual del país durante siglos. De aquella falta de convicción renació recién Alemania.
Lo que más hondamente agitaba a los nuevos reformadores de la literatura y la poesía alemanas, lo ha resumido social-filosóficamente Wilhelm von Humboldt en su Ideen zu einem Versuch die Grenzen und Wirksamkeit des Staates zu bestimmen. Esa obrita fue escrita en 1792 bajo la impresión directa de los acontecimientos revolucionarios de Francia; pero entonces sólo vieron la luz algunos fragmentos en diversas publicaciones alemanas; completo, sólo fue impreso ese trabajo en 1851, después que el autor había mueno ya. Sobre el propósito de su ensayo escribió Humboldt en junio de 1792 a Georg Forster, su amigo espiritual: He tratado de contrarrestar la manía de gobernar y he cerrado en todas partes estrechamente los límites de la actividad del Estado.
Humboldt se opuso sobre todo a la concepción infundada de que el Estado podría dar por si mismo a los hombres algo que no ha recibido antes de ellos. Especialmente se opuso a la idea de que el poder de Estado esté llamado a elevar las cualidades morales del hombre, una superstición que obscureció después las mejores cabezas de Alemania bajo la influencia de Hegel. Como adversario jurado de toda uniformidad del pensar, rechazó Humboldt radicalmente toda uniformización de los conceptos morales y declaró atrevidamente: El supremo y último objetivo de cada ser humano es la expansión de sus fuerzas en su idiosincracia personal. Por eso le pareció la libertad la única garantía para la elevación cultural y espiritual del hombre y para el desenvolvimiento de sus mejores capacidades morales y sociales. Quería preservar al ser humano del muerto engranaje del mecanismo político, en cuyos brazos insensibles hemos caído; de ahí su repugnancia contra todo lo mecánico y lo artificioso, que no es accesible a fecundación espiritual alguna, y bajo cuya lógica automática ha de sucumbir todo aliento de vida.
Pero ciertamente -dice Humboldt- la libertad es la condición necesaria, sin la cual hasta la empresa más apasionante no puede producir ningún efecto saludable de esta especie. Lo que no es elegido por el hombre mismo, aquello en que es trabado o hacia lo cual es dirigido, no se identifica nunca con su ser y le es siempre extraño; para realizarlo emplea, no sus fuerzas humanas, sino un adiestramiento mecánico.
Por eso quería Humboldt ver limitada la actividad del Estado a lo más ineludible y confiarle sólo aquellos dominios que se refieren a la seguridad personal del individuo y de la sociedad como conjunto. Lo que sobrepasaba esos limites le parecía malo y como una intromisión violenta en el derecho de la personalidad, que sólo puede manifestarse nocivamente. Prusia, en este aspecto, le dió el mejor ejemplo ilustrativo, pues en ningún país había adquirido la tutela estatal formas tan espantosas como allí, donde bajo la dominación arbitraria de déspotas brutales, el bastón de mando fue también el cetro en los asuntos civiles. Eso llegó tan lejos que, en tiempos de Federico Guillermo, hasta los artistas del Teatro Real de Berlín estaban sometidos a la disciplina militar, y estaba en vigor una ordenanza especial, según la cual los artistas, a cualquier rango o sexo que perteneciesen, eran enviados a la fortaleza por contravenirla, como si fuesen soldados o rebeldes (6).
El mismo espíritu que vió en la desesperada degradación del hombre a la categoría de máquina inerte la suprema sabiduría de todo arte estatal y que ensalza la siniestra obediencia de cadáver como la más alta virtud, festeja hoy su vergonzosa resurrección en Alemania y envenena los corazones de la juventud, matando su conciencia, menospreciando enteramente su humanidad.
También en Francia fueron fuertemente influídos por las ideas del radicalismo político los renovadores de la vida espiritual, antes del estallido de la Gran Revolución. Montesquieu, Voltaire, d'Holbach, Diderot, Condorcet, Helvetius y algunos otros han tenido por escuela a los ingleses. Ciertamente, los pensamientos aceptados por los franceses recibieron una coloración particular; lo que, en gran parte, puede atribuirse a las condiciones sociales singulares del país, que eran esencialmente distintas a las condiciones de Inglaterra. Con excepción de Diderot y Condorcet, la mayoría de los innovadores políticos en Francia estaba más cerca de las ideologías de la democracia que del liberalismo propiamente dicho, y, a pesar de sus agudos ataques contra el absolutismo, han contribuído en buena parte a fortalecer el poder del Estado, al sostener aquella fe ciega en la omnipotencia de las corporaciones legislativas y de las leyes escritas; que en lo sucesivo había de tener resultados tan funestos.
En Voltaire, a quien principalmente importaba una libertad del espíritu lo más amplia posible, el problema de la forma de gobierno jugaba un papel bastante subordinado. Un monarca ilustrado, rodeado de la élite intelectual del país, habría satisfecho plenamente sus aspiraciones. Voltaire era, por naturaleza, un espíritu de lucha siempre alerta, en casos particulares, contra los prejuicios transmitidos y pronto a saltar a la arena contra una injusticia; pero no era un revolucionario en el verdadero sentido. Nada le era más extraño que una transformación social, aunque figura entre los cerebros más destacados que prepararon espiritualmente la Gran Revolución francesa. Menos aún podía ser vocero de un determinado sistema político; por eso no tuvo nunca, en la formación político-social de la revolución inminente, la influencia que tuvieron un Rousseau o siquiera un Montesquieu.
Lo mismo puede decirse de un Diderot, que ha sido el espíritu más ampliamente abarcativo de su época, pero que, precisamente por eso, era el menos adecuado como autoridad para un programa político de partido. Y sin embargo Diderot, en sus conclusiones de crítica social, fue mucho más lejos que ninguno de sus contemporáneos. Encarnó más puramente que nadie el espíritu liberal de Francia. Partidario entusiasta de las ciencias naturales que se iniciaban, repugnaba a su pensamiento toda creación artificial opuesta a la formación natural de la estructura social de vida. A causa de esa interpretación, la libertad le pareció el comienzo y el fin de todas las cosas; pero la libertad era para Diderot la posibilidad de poder comenzar de sí mismo una acción, independientemente de todo pasado, como lo expuso tan ingeniosamente en su Conversación con d' Alembert. La naturaleza entera estaba allí, según él, con el objeto de mostrar la formación de los fenómenos por sí mismos. Sin libertad, la historia de la humanidad no tendría absolutamente ningún valor, pues fue la libertad la que ocasionó toda reforma de la sociedad y la que abrió el camino a todo pensamiento original.
Con semejante concepción no podía menos de ocurrir que el pensador francés llegase a idénticas conclusiones que, después de él, William Godwin mismo. Ciertamente no ha resumido sus ideas, como éste, en una obra especial; pero se encuentran dispersas en sus escritos, y muestran claramente que en Diderot no se trataba de algunas observaciones accidentales, cuyo hondo sentido no llegaba en él mismo a la conciencia; no, era el contenido más profundo de su propio ser el que le hacía hablar así. Cualquier obra suya que se examine, nos hará palpar un verdadero espíritu libre, no aferrado a ningún dogma, y que, por tanto, no había malogrado su capacidad ilimitada de desarrollo. Léanse sus Pensées sur l'interpretation de la nature, y se sentirá en seguida que ese himno magnífico a la naturaleza y a todo lo viviente sólo podía ser escrito por un hombre que se había emancipado de toda ligadura interior. Fue esa esencia profunda de la personalidad de Diderot la que sugirió a Goethe, de quien era en alto grado espiritualmente afín, las palabras de su conocida carta a Zelter:
Diderot es Diderot, un solo individuo; el que le censura a él y a sus cosas, es un filisteo, y éstos son legión. Los hombres no saben recibir de Dios, ni de la naturaleza, ni de sus semejantes, con gratitud, lo que es inapreciable.
Particularmente en sus pequeños escritos se expresa el carácter libertario del pensamiento de Diderot del modo más acabado; por ejemplo, en Entretien d'un pére avec ses enfants, que contiene mucho de la propia juventud de Diderot y muy especialmente en el Supplément au voyage de Bougainville y en el poema Les Eleuthéromanes ou abdication d'un roide la féve (7).
También en numerosos capitulos de la Encyclopedie monumental, cuya terminación se debe a la energía tenaz de Diderot, y para la cual sólo él dió más de mil colaboraciones, se manifiestan con frecuencia muy claramente sus ideas basicas, aunque los editores tuvieron que emplear toda la astucia para engañar al ojo vigilante de la censura real. Declaró, por ejemplo, en el capítulo procedente de su pluma sobre Autoridad, que a ningún hombre le ha sido dado por la naturaleza el derecho a mandar sobre otros, y atribuyó toda relación de poder a la opresión violenta, cuya duración persiste mientras los amos se sienten más fuertes que los esclavos, pero se deshace en polvo cuando se produce una situación contraria, cuando los esclavos se sienten más fuertes que los amos. En este caso los anteriormente oprimidos tienen el mismo derecho que sirvió antes a sus antiguos amos para someterlos a la arbitrariedad de su tiranía.
Como Voltaire, así estaba también Montesquieu bajo la influencia de la Constitución inglesa y de las ideas que habían conducido a su gradual elaboración. Sin embargo, en contraste con Locke y sus sucesores, no partió del derecho natural, cuyas partes débiles no se le habían ocultado, sino que intentó explicar históricamente el origen del Estado; defendía el punto de vista de que la búsqueda de una forma ideal de Estado que posea la misma validez para todos los pueblos, es una ilusión, pues toda institución política se forma con determinadas condiciones naturales previas y, en cada país, tiene que adoptar las formas que le determina el ambiente natural. Así infirió, por ejemplo, en su obra capital L'esprit des lois, con gran agudeza, que los habitantes de un territorio fértil, expuesto fácilmente al peligro de la devastación por invasiones guerreras del exterior, estiman menos su libertad, por lo general, y se someten más fácilmente a un déspota que les promete protección contra ataques externos, que los habitantes de los distritos montañosos poco fructíferos. Y justifica sus opiniones con diversos ejemplos interesantes de la historia.
El verdadero ideal político de Montesquieu era la monarquía constitucional, según el modelo inglés, basada en el sistema representativo y con división de poderes, para no exponer a continuos peligros, por la acumulación de todos los medios de poder en una mano, los derechos del ciudadano y la existencia del Estado. El pensador francés hace distinción entre los despotismos, en los que toda actuación estatal es condicionada por la decisión arbitraria del soberano, y las verdaderas monarquías o hasta Repúblicas, donde todos los problemas de la vida pública son decididos por leyes. Las leyes, para Montesquieu, no son el resultado de la arbitrariedad, sino relaciones de las cosas entre sí, y su relación con los hombres. Aunque él mismo señaló que la significación de la ley no hay que buscarla en su coacción externa, sino en la creencia del hombre en su utilidad, no se puede, sin embargo, desconocer que sus ideas, que tuvieron gran influencia en el modo de pensar de su tiempo, han contribuído mucho a desarrollar aquella ciega creencia en la ley que caracteriza el periodo de la gran Revolución y de las aspiraciones democráticas del siglo XIX. Montesquieu es, por decirlo así, la transición del liberalismo a la democracia, que había de encontrar en la persona de Rousseau su representante más influyente.
Notas
(1) J. Bentham: Introduction to the principies of Morals and Legislation, año 1789.
(2) Richard Price: Observations on the Nature of Civil Liberty and the Justice and Policy of the War with America, 1776.
(3) Thomas Paine: Common Sense; Filadelfia, 1776.
(4) Thomas Paine: The Rights of Man; being an answer to Mr. Burke's Attack on the French Revolution; London, 1791. La segunda parte de la obra apareció en 1792 y trajo a Paine una acusación por alta traición, de cuyas consecuencias pudo escapar a tiempo por su fuga a Francia.
La obra anterior de Burke, A Vindication of Natural Society, que había aparecido ya en 1760, figura, con razón, como uno de los primeros escritos del anarquismo moderno, y su autor fue el precursor de algunas conclusiones de Godwin.
(5) William Godwin: An Enquiry concerning Political Justice and Its influence upon general Virtue and Happiness, Londres, 1793.
(6) Eduard Vrehese: Geschichte des preussischen Hofes; Hamburg, 1851.
(7) Este poema debe su origen a un acontecimiento alegre. En una pequeña sociedad de hombres y mujeres fue elegido Diderot rey de las habas, y quiso la casualidad que, durante tres años, en la misma ocasión, encontrase en un trono de torta el haba amasada en la pasta, La primera vez, siguiendo el esplritu de Rabelais, dió a sus súbditos una ley: ¡Sed felices a vuestro modo!. Pero el tercer año describió en la poesla Lu Eleuthéromanes cómo estaba cansado de su reinado y abdicaba la Corona, manifestándose del modo más hermoso su amor a la libertad. El pasaje siguiente lo demuestra mejor que nada:
Jamais au public avantage
l'homme n'a franchement sacrifié ses droits!
La nature n'a fait ni serviteur ni mattre.
Je ne veux pas ni donner ni recevoir des lois!
E: ses maills cuadraient les entrailles du prêtre.
Au défaut d'un cordon, pour étrangler les rois.
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