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LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO NOVENO
EL ESTADO NACIONAL Y EL DESARROLLO DEL PENSAMIENTO CIENTÍFICO Y FILOSÓFICO
SUMARIO
Genio y nación.- Juicio de Goethe sobre la primitividad de nuestro pensamiento.- Predecesores y cooperadores.- El universo según Copérnico y la doctrina evolucionista a modo de ejemplo.- El sistema cósmico entre los antiguos.- El universo según Ptolomeo.- La doctrina de Copérnico.- Juan Kepler y Galileo Galilei.- Ley de la gravedad, de Newton.- Los precursores de Newton.- Laplace y Kant.- El desarrollo de la astrofísica.- Las condiciones preliminares para la teoría de la relatividad.- El pensamiento evolucionista en la antigüedad.- Forma de la idea evolucionista hasta la vispera de la Revolución francesa.- Lamarck y Goethe.- Los precursores de Darwin.- Las doctrinas de Darwin y Wallace.- El darwinismo social.- La doctrina de Kropotkin sobre la ayuda mutua.- Actual estado de la doctrina evolucionista.- Influjo del pensamiento evolucionista en todas las ramas del pensamiento humano.
Asi como la estructura de las formas económicas y políticas no está vinculada a determinados pueblos, razas o naciones, el pensar y el sentir del individuo no actúan tampoco según determinadas directrices nacionales, sino que se hallan constantemente bajo la influencia de las ideas de la época y de la esfera cultural en que se mueven. Los grandes y geniales pensamientos en el terreno de la ciencia y del pensamiento filosófico, las nuevas formas de la organización artística, no nacen nunca de todo un pueblo ni de toda una nación, sino siempre de la fuerza creadora de espiritus esclarecidos, en los que se manifiesta el genio. De qué manera aparece el genio, nadie lo ha examinado a fondo hasta ahora. Todo pueblo es capaz de producir un genio, pero es cosa ignorada por todos cómo un pueblo o una nación han contribuido a crearlo. Tampoco hay ni habrá nunca pueblo, nación o raza de genios, hacia lo que tan vanamente y con tanta insensatez tienden los esfuerzos de los modernos fatalistas raciales. Sin embargo, el genio no lo debe todo a su propia fuerza; por grande que sea, nunca cae fuera del espacio y del tiempo y está vinculado, como los demás mortales, al pasado y al presente. Y ésta es, por cierto, la característica del genio, que da expresión oral y forma a aquello que en muchos se hallaba adormecido, y compendia los resultados parciales del desarrollo espiritual de un período determinado. El espíritu genial es un espíritu universal que, con todo cuanto le ha precedido, plasma un nuevo cuadro de la vida del universo, abriendo así nuevas perspectivas de vida a la humanidad. Cuanto más ahonda en su ambiente social, tanto más exquisitos son los frutos que produce y lleva a plena madurez. Esto nadie lo sintió tan intensamente como Goethe, quien dijo:
Pero en el fondo todos nosotros somos seres colectivos, no obstante tener nuestro propio ser. ¡Cuán poca cosa es, en efecto, y cuán poco nuestro aquello que, en el sentido exacto de la palabra, podemos llamar propiedad nuestra! Hácenos falta recibir y aprender, tanto de los que nos precedieron como de nuestros contemporáneos. Incluso el genio más grande no progresaría si pretendiese confiar sólo en sus propios recursos. Sin embargo, hay muchos que no quieren comprender esta verdad y pasan la mitad de su vida palpando en las tinieblas con sus fantasías de originalidad. He conocido artistas que blasonaban de no haber tenido maestro y decían deberlo todo a su propio genio. ¡Insensatos! ¡Como si todo lloviese de arriba! ¡Como si el mundo entero no empujase y guiase todos sus pasos y no se sirviese, incluso, de ellos, a pesar de su necedad! Permítaseme hablar de mi mismo y con toda modestia decir lo que siento. Es verdad que, durante mi larga vida, he realizado mAs de una cosa de que podría jactarme; pero si quiero ser sincero, ¿qué hubo que fuese en realidad personalmente mío síno la capacidad y el deseo de ver, de oír, de discernir y escoger y animar con algo de mi espíritu lo que había visto y oído, para reproducirlo luego con cierta habilidad? No es, en absoluto, a mi propio saber a quien debo mis obras, sino a millares de cosas y personas extrañas a mi, que me han proporcionado los materiales para ellas. Sabios y necios, espíritus claros y espíritus obtusos, la juventud, la infancia y la edad madura: todos me han confesado su modo de ver y de pensar, me han manifestado cómo vivían y trabajaban y qué caudal de experiencia habían atesorado. No me cabía, pues, otra cosa que tomar y cosechar lo que otros habían sembrado para mí. En el fondo, es una especie de locura el preguntarse si tiene uno de si mismo lo que posee o si lo ha recibido de otros, y si obra uno por sí mismo o por medio de otros. Lo esencial es estar en posesión de una gran voluntad y de la habilidad y perseverancia necesarias para realizarla; lo que no sea esto, no tiene importancia (1).
Nosotros hacemos siempre pie en los predecesores, y precisamente por esto es falaz y contradictorio el concepto de cultura nacional, puesto que nunca estamos en situación de señalar una línea fronteriza entre lo que hemos adquirido por nuestras propias fuerzas y lo que hemos tomado de los demás. Toda idea, sea religiosa, ética, filosófica, científica o artística, ha tenido sus precursores, quienes le han abierto el camino y sin los cuales sería incomprensible, y en la mayoría de los casos es absolutamente imposible descubrir sus primeros principios; y es que a su desarrollo han cooperado pensadores de casi todos los paises y pueblos.
Tomemos como ejemplo dos doctrinas de gran profundidad y que, con sus principios básicos, pusieron en conmoción todas las concepciones de su tiempo: el sistema cósmico de Copérnico y el evolucionismo darwiniano. No sólo transformaron fundamentalmente ambos las opiniones de la humanidad sobre la estructura del mundo y sobre el desarrollo de la vida en él, sino que produjeron una verdadera revolución en otros terrenos del pensamiento humano y perturbaron el orden por el que se regían las ciencias físicas y fisiológicas. Pero los nuevos conocimientos tampoco hicieron aquí sino desbrozar sucesivamente el camino, hasta que, en el transcurso del tiempo, el material acumulado llegó a ser tan denso que una inteligencia genial logró sacar de él las necesarias consecuencias y fundamentar y dar cuerpo a las nuevas concepciones.
Hasta qué época remotísima se remonta en la historia la hipótesis de que la Tierra gira alrededor de su eje y con los demás planetas alrededor del Sol, es cosa que no se ha investigado nunca, y Albert Einstein, el famoso fundador de la teoria de la relatividad, observó con razón que, especialmente al tratarse de los principios fundamentales de la física, se tropieza siempre con uno más primitivo, de modo que resulta casi imposible perseguir la línea del descubrimiento hasta llegar a su primer comienzo. Y aunque, por regla general, se está conforme en considerar a Aristarco de Samos como el primer gran precursor del sistema copernicano del mundo, siempre queda en pie la suposición de que Aristarco ha podido beber en fuentes egipcias (2). Contra esta apreciación no se puede poner reparo ninguno, puesto que hasta ahora ha sido confirmada siempre por la historia de cada nuevo invento o descubrimiento. Ni siquiera del cerebro más genial nace idea alguna nueva y acabada, como Minerva de la cabeza de Júpiter; es, pues, indiscutible que la idea de un sistema cósmico heliocéntrico pudo surgir a modo de presagio, mucho antes que en Copémico, en la cabeza de algún atrevido pensador, hallando luego en algunos una razón o una serie de motivos más o menos convincentes. El erudito italiano Schiaparelli expuso esto en forma muy precisa en su escrito I precursori del Copérnico.
Que los griegos, en sus progresos astronómicos y físicos, se aprovecharon en gran manera de los conocimientos de los babilonios y egipcios, es cosa de la cual hoy no se duda, resultando de interés muy secundario la cuestión de si el filósofo jónico Tales de Mileto fue o no, en realidad, discípulo del pensador babilónico Beraso. De lo que no cabe dudar es de que entre Grecia y los paises del Oriente existieron estrechas relaciones que también en el terreno del espíritu han sido fecundas. Asi, Pitágoras refiere de sí mismo que viajó por el Oriente y Egipto y que allí adquirió gran parte de sus conocimientos de astronomia y matemáticas. En realidad, la escuela de los pitagóricos se distinguió por su audaz concepción de la estructura del universo: del pitagórico Filaos dice Plutarco que, según su doctrina, la Tierra y la Luna se mueven en un circulo oblicuo alrededor del fuego central.
Pero de Aristarco de Samos se sabe; precisamente, que desarrolló la doctrina de un sistema cósmico heliocéntrico, y aunque lo que escribió sobre esto, desgraciadamente, se ha perdido, sin embargo se pueden ver en Plutarco y en el Arenario de Arquímedes algunas someras indicaciones sobre sus teorias, de las que se desprende que sostenía el principio de que la Tierra giraba sobre su propio eje y juntamente alrededor del Sol, que era su centro, mientras que las estrellas y el mismo sol estaban inmóviles en el espacio. Ignoramos qué área de difusión alcanzaron tales doctrinas; pero se comprende fácilmente que los partidarios del sistema geocéntrico, que colocaba a la Tierra en el centro del mundo, habían de ser los más, pues la apariencia parecía favorecerles. Sin embargo, también el célebre sistema del alejandrino Ptolomeo, tal como él mismo lo expuso en su Almagesto y lo profesaron los hombres de ciencia por espacio de siglo y medio, tuvo sus precursores, y no fue sino la conclusión de la gran obra que Hiparco de Nicea comenzara trescientos años antes. Por su parte, también Hiparco habia tomado en préstamo no poco de su doctrina de los astrólogos caldeos.
Ahora bien, si el sistema cósmico de Ptolomeo logró subsistir tan largo tiempo sin hallar oposición, lo debió principalmente a la influencia de la Iglesia. La religión había elevado la Tierra a la categoria de centro de toda creación, y al hombre a la categoría de fin y coronamiento de esta creación y de imagen y semejanza de Dios; no era, pues, decoroso para la Iglesia que la Tierra perdiese su situación preponderante de centro del Universo y se viese obligada, como los demás planetas, a circular alrededor del Sol. Una tal interpretación era inconcebible para el espíritu religioso de la época y podía dar margen a consecuencias peligrosas. Así se explica también por qué la Iglesia luchó tanto tiempo y tan encarnizadamente contra la teoría de Copérnico. Tan rudo fue este empeño que en la misma Roma, hasta la resolución tomada por los cardenales de la Inquisición y sancionada por Pío VII en septiembre de 1832, estuvo prohibida la impresión o pública difusión de cualquier libro en el que se apoyase la doctrina del sistema cósmico heliocéntrico. No se puede, naturalmente, determinar cuántos fueron los secretos enemigos del sistema de Ptolomeo durante el largo tiempo de su ilimitado predominio en el terreno científico. Lo que sí consta es que, bajo la influencia de las obras de los antiguos, transmitidas las más de ellas a los pueblos europeos por conducto de los árabes, se desarrolló, sobre todo en las ciudades de Italia, un nuevo espíritu que se sublevó contra la autoridad de Aristóteles y de Ptolomeo. Audaces pensadores como Domenico María Novara (1454-1504) iniciaron a sus discípulos en las doctrinas Pitagóricas y desarrollaron las ideas de una nueva estructura del Universo. Copérnico, que precisamente por aquellos años hacía sus estudios en Bolonia y Padua, abrazó enteramente los principios de esta nueva corriente espiritual que le dió, sin duda, el primer impulso para el desarrollo de su teoría. De hecho, pese a todo, había sentado los fundamentos de la misma ya en los años 1506-1512 y completó luego su labor científica en su magistral obra Sobre la revolución de los cuerpos celestes, publicada en 1543. A esta obra le había precedido otra, hacia largo tiempo desaparecida, titulada Breve compendio sobre los supuestos movimientos celestes, que el erudito Curtze sacó del olvido y publicó en 1870. Así, pues, aunque la idea del sistema heliocéntrico no fue propiamente original de Copémico, le pertenece indiscutiblemente el mérito de haber desarrollado y fundado la nueva interpretación según principios científicos.
En sus célebres siete tesis sostenía Copérnico que existe un solo centro para los astros y sus órbitas; que el centro de la Tierra no es el centro del Universo, sino únicamente el centro para la órbita lunar y para su propia gravedad; que todos los planetas giran alrededor del Sol, el cual ocupa el centro de sus órbitas; que la distancia de la Tierra al Sol, comparada con la inmensidad del firmamento, es más pequeña que el radio terrestre en comparación con la distancia de la Tierra al Sol y, por tanto, desaparece ante la magnitud del firmamento; que lo que a nosotros nos parece movimiento en el cielo, no deriva de él, sino de un movimiento de la Tierra, pues ésta, con todo lo que la rodea, da diariamente una vuelta alrededor de sí misma, conservando sin embargo sus dos polos la misma dirección, mientras que el firmamento permanece inmóvil hasta su extremo limite; que lo que a nosotros nos parece movimiento del Sol, no deriva de este astro, sino de la Tierra y de la órbita de ésta, en la que nos movemos alrededor del Sol, así como los demás planetas, por lo cual la Tierra tiene un movimiento múltiple; que el proceso y retroceso de los planetas no son una consecuencia de su movimiento, sino del movimiento de la Tierra. La pluralidad de los fenómenos celestes se explica, pues, plenamente por el movimiento de la Tierra.
Copérnico, con su nueva teoría, llevó a cabo una obra intelectual como registra pocas la historia; pero con su labor, tan grande, no quedó terminada la soberbia construcción del sistema cósmico heliocéntrico. La doctrina copernicana tuvo desde un principio una hueste de entusiastas partidarios; pero también, y en mayor número, poderosos adversarios; de modo que no logró imponerse sino muy paulatinamente. Donde mejor y más franca aceptación obtuvo fue en Alemania, país en el que la Reforma había desquiciado el poder de la Igiesia; lo cual, sin embargo, no quiere decir que el protentantismo le tuviese especial ápego; antes bien, sucedía todo lo contrario: Lutero y Melanchton se mostraron tan incomprensivos y hostiles para la nueva doctrina como enemigos del Papa. Pero la nueva Iglesia no había tenido suficiente tiempo para recoger y aunar sus fuerzas y no fue, para los osados innovadores, un enemigo tan temible como la Iglesia católica en los países latinos. En Italia, Giordano Bruno, a quien el sistema copernicano sirvió en gran manera para planear su filosofía natural, hubo de pagar su atrevimiento en la hoguera (1600), mientras que Galileo Galilei, el heraldo más genial de la nueva concepción del universo, hubiera sufrido quizá la misma suerte de no haber decidido abjurar la supuesta herejía ante el tribunal de la Inquisición.
La teoría de Copérnico tuvo un impulso poderoso gracias al astrónomo alemán Juan Kepler, el más aventajado discipulo de Tycho Brahe, al que Copérnico debía sin duda mucho. Kepler, en su Astronomia nova y en otra obra posterior, explicó sus tres célebres leyes, con las cuales, con admirable sagacidad y tras prolongados e inútiles ensayos, aportó la prueba matemática de la verdad y precisión del sistema copernicano. El genial pensador, a quien la grandeza intelectual no pudo protegerle contra la más cruda indigencia, demostró a sus contemporáneos que las órbitas de los planetas no representan verdaderos círculos, sino elipses, las cuales, sin embargo, se diferencian poco de los círculos propiamente tales; pero, sobre todo, demostró cómo por el período de revolución de los planetas alrededor del Sol se podía calcular su distancia, y en qué relación se hallaba la velocidad de sus movimientos en los diversos puntos de su órbita con su distancia del Sol. Kepler columbró ya la gran unidad de las leyes cósmicas que desarrolló luego Newton de modo tan genial.
Casi por el mismo tiempo, pero independientemente de Kepler, logró Galileo Galilei, de Pisa, penetrar en el funcionamiento de las fuerzas mecánicas y establecer las leyes de la caída de los cuerpos, de la oscilación del péndulo y de los lanzamientos, con lo cual pudo responder a todos los reparos físicos contra el sistema heliocéntrico; pero también en este terreno tuvo algunos precursores, pues ya en 1585 el ginebrino Miguel Varo había reconocido claramente la íntima dependencia de las leyes mecánicas, y Simón Stevin, de Brujas (1548-1620), había intentado, independientemente de él, fundar de modo práctico el principio de dichas leyes. Fuera de estos dos, hubo otros pensadores aislados que, con mayor o menor éxito, trabajaron en el mismo terreno. Desde que se empezó a interpretar los diarios de Leonardo de Vinci, se vió con mayor claridad que de este talento verdaderamente universal habían tomado muchas cosas Galileo y otros, por ejemplo la ley de la gravedad, la teoría ondulatoria, y algunas más.
Con ayuda del telescopio, por él construído, logró Galileo hacer gran número de importantes descubrimientos en el espacio. Así, con el descubrimiento de los satélites de Júpiter dió una clara demostración de que había cuerpos celestes que no circulaban alrededor de la Tierra. Pero la invención del telescopio condujo a toda una serie de descubrimientos análogos, realizados en varios paises y que no tenían entre sí ninguna relación de dependencia. Limitémonos a recordar las observaciones del jesuita de Ingolstadt, Cristóbal Scheiner, de Juan Fabricius, de Oestel (Frisia), y del inglés Tomás Harriot, de Isleworth (3).
Después que Kepler, por medio de sus tres leyes, hubo determinado matemáticamente los movimientos en el espacio y después de haber formulado Galileo los principios generales de la gravitación, tal como se manifiesta en la Tierra, quedó la duda de si dichas leyes obraban no sólo en nuestro planeta, sino también en el Universo todo y si determinaban los movimientos de los cuerpos celestes. Ya Francis Bacon (1561-1621), al que se ha dado el sobrenombre de padre del método inductivo, soñó con el advenimiento de una era en la que había de ser permitido al espíritu humano referir todo lo que sucediese en el espacio a las mismas leyes unitarias de la física.
Fue el genial matemático y naturalista inglés Isaac Newton (1642-1727) quien, al formular la llamada ley de la gravedad, contribuyó al triunfo definitivo de las doctrinas de Copérnico y de Kepler. Newton afirmó que la fuerza que hace caer en la tierra a una manzana desprendida del árbol, es la misma que obliga en el espacio a los astros a recorrer sus órbitas. Reconocía Newton que la fuerza de atracción, inmanente en todo cuerpo, aumenta con su masa en grado tal que un cuerpo doblemente pesado atrae a otro con doble fuerza. Descubrió además que la fuerza de atracción de un cuerpo disminuye o aumenta con su mayor o menor distancia de otro cuerpo, y que esto es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia; y que por lo mismo que ésta del Sol, es atraído por el Sol sólo con una cuarta parte de su fuerza, un cuerpo de la magnitud de la Tierra y que está a doble distancia.
Newton redujo esta proporción a una fórmula determinada. Valiéndose del cálculo infinitesimal -método matemático que hace posible el cómputo con cantidades infinitamente pequeñas y que el matemático inglés había ideado casi al mismo tiempo que el filósofo alemán Leibnitz-, logró dar, en su famosa obra Principia Mathematica, la prueba de la verdad de su descubrimiento, con lo cual tanto el sistema heliocéntrico de Copérnico como las tres leyes de Kepler tuvieron su mejor confirmación. Desde entonces la ley llamada de Newton sirvió de base a todos los cálculos astronómicos.
Ahora bien: el genial descubrimiento de Newton, que había tenido tan conocidos precursores como Edmund Halley, Robert Hooke, Cristopher Wren y otros, todos los cuales habían estudiado el problema de la fuerza de gravedad, no fue en manera alguna un proceso terminal; antes bien, como todo gran descubrimiento, dió nuevo impulso para ulteriores investigaciones y observaciones. En los resultados de la teoría newtoniana tuvieron su base las brillantes producciones del célebre matemático Leonard Euler, de Basilea, y de los dos franceses Alexis Clairvault y Juan le Rond d'Alembert. Cabe también mencionar aquí al astrónomo danés Olaf Romer, que ya en 1675, o sea antes de la publicación de la magistral obra de Newton, con ocasión de un eclipse de los satélites de Júpiter, había emprendido una medición de la luz, apoyándose en el sistema de Copérnico.
El descubrimiento newtoniano fue un poderoso impulso para otros muchos, los cuales allanaron el camino a aquella gran concepción científica que el astrónomo francés Pierre Laplace (1749-1827) expuso en sus dos obras: Exposition du systeme du monde y Traité de la mécanique céleste, dando así una explicación de la formación de nuestro planeta, en la que atribuía a la eficiencia de las fuerzas puramente físicas todos los fenómenos ocurridos en el espacio. La teoría newtoniana no fue tampoco a modo de clave o piedra angular del edificio de la nueva concepción del universo; antes bien, dejó margen a la rectificación, ampliación y complementación que realizaron hombres eamo Friedrich Gauss, J. L. Lagrange, P. A. Hansen, A. L. Caúchy, J. C. Adams, S. Newcomb, H. Dylden, F. Tisserant y gran número de sabios de todos los países.
De manera análoga se desarrolló la astrofísica, que durante el siglo precedente había tomado tan poderoso empuje. Antes que el genio de Gustav Kirchhoff lograse determinar, con el descubrimiento del análisis espectral, la constitución química del cuerpo solar, ya habían estudiado este problema gran número de pensadores e investigadores de varios países, como W. H. Wollaston, José Fraunhofer, W. A. Miller, L. Foucault, A. J.. Angstrom, Balfour Stewart, G. Stokes y otros muchos, en cuyos experimentos se basó Kirchhoff, ampliándolos de un modo genial y reuniéndolos luego sintéticamente. Por otra parte, el descubrimiento del análisis espectral abrió el camino a gran número de invenciones nuevas y a descubrimientos que a causa de su magnitud no pueden ser mencionados siquiera aquí.
Es, pues, indiscutible que en la formación y desarrollo del moderno cuadro de la vida del Universo colaboraron espíritus geniales de todos los países y de los cuales únicamente los nombres más conocidos pueden ser mencionados brevemente aquí. La misma teoría de la relatividad, de Albert Einstein, con la cual logró tan magníficamente descubrir el secreto de la órbita de Mercurio, no hubiera sido posible sin esos innumerables trabajos previos. Hagan cuanto les parezca los empedernidos e incorregibles fanáticos del fascismo por deducir de los retratos de Copérnico, Galileo y Laplace que estos hombres pertenecían a la raza nórdica; nadie les envidiará un juego tan infantil. Allí donde habla el espíritu, desaparecen la nacionalidad y la raza, como la paja ante el viento, y sería insensata osadía someter a examen, por su contenido nacional, una idea sociológica, una religión o un conocimiento científico, o bien juzgar a sus autores o fautores a tenor de las características raciales.
Hemos visto cómo contribuyeron al triunfo del sistema heliocéntrico polacos, italianos, alemanes, franceses, ingleses, daneses, suecos, holandeses, belgas, suizos, etc. De su trabajo común nació aquella creación espiritual en cuyo desarrollo colaboró todo el mundo y cuyo carácter no lo pueden determinar los credos políticos ni las cualidades específicamente nacionales. Cuando se trata de fenómenos espirituales, sobresale del modo más claro lo universal del pensamiento humano, no siendo capaz de oponérsele barrera alguna nacional, según dijo acertadamente a este propósito Goethe:
No existe el arte patriótico ni la ciencia patriótica: ambas cosas, como todo bien supremo, son patrimonio de todo el mundo y no pueden fomentane sino con la general y libre acción recíproca de todos los vivientes en constante atención a lo que nos ba quedado y conocemos del pasado.
Lo que aquí se ha dicho sucintamente de la doctrina copernicana puede aplicarse en mayor escala, si cabe, a la moderna teoría de la evolución que, en un espacio de tiempo tan sumamente corto, transformó totalmente todos los conceptos e hipótesis tradicionales. Fuera del sistema heliocéntrico, apenas se hallará doctrina que haya ejercido tan profunda y duradera influencia en el pensamiento humano como la idea de un desarrollo evolutivo de todas las formas naturales y de todos los fenómenos vitales bajo la acción del ambiente y de las condiciones exteriores de la vida. La nueva doctrina evolucionista no sólo causó una completa revolución en todos los dominios de las ciencias naturales, sino que además abrió nuevos derroteros a la sociología, a la historiografía y a la filosofía. Más aún, los representantes de la religión, que en un principio habían impugnado ciegamente la idea evolucionista, viéronse pronto obligados a hacerle importantes concesiones y a reconciliarse con ella a su manera. En suma, el pensamiento evolucionista se ha apoderado tan absolutamente de nosotros e influyó en tal grado sobre todo nuestro modo de pensar, que hoy apenas acertamos a comprender que fuese posible una concepción distinta.
Pero esta idea, que hoy nos parece tan evidente, no se implantó en el mundo repentinamente, sino que fue madurando poco a poco, como ha sucedido con todas las grandes conquistas espirituales, hasta que por fin penetró en todos los dominios científicos. No se ha logrado averiguar a qué período de la historia se remontan los primeros postulados de la doctrina evolucionista; consta, sin embargo, que la creencia en una raíz o principio natural de todos los seres tuvo bastante difusión ya entre los antiguos pensadores griegos, y es muy probable que toda la vida intelectual de los pueblos europeos habría tomado muy diversos derroteros si, bajo el dominio de la Iglesia, no hubiesen desaparecido por tanto tiempo las obras de los antiguos sabios, hasta que en forma diluida y sólo en fragmentos pudieron ser transmitidas a los hombres de épocas posteriores, en que circulaban ya ideas totalmente distintas.
Entre los filósofos jónicos, y sobre todo en Anaximenes, se halla la idea de una materia primigenia, dotada intimamente de fuerza generativa y transformadora, que se revela en la aparición y mutación, sobre la tierra, de diversos seres vivientes. Según parece, Empédocles fue el que más hondo penetró en esta idea, pues sostuvo que los varios seres vivientes debian su existencia a mezclas especiales de esa materia primigenia. Este atrevido y original pensador explicaba ya la evolución de los seres orgánicos por la adaptación a su ambiente, y era de opinión que sólo las formas convenientemente dotadas podian subsistir, estando las otras condenadas a desaparecer. También en Heráclito y en los atomistas griegos y hasta entre los epicúreos y otros, se hallan indicaciones de una sucesiva evolución y transformación de todos los fenómenos de la vida, que Lucrecio incluyó después en su célebre poema didáctico, llegando de este modo hasta nosotros. Por lo demás, de la obra de Lucrecio se desprende que los antiguos pensadores no poseian simplemente algunas ideas indeterminadas a las que dieron un sentido que respondia a su propio modo de pensar, sino que disponian de una clara concepción, la cual, aunque a menudo fundada sobre bases insuficientes, no por esto era menos sólida en su esencia.
Con la implantación por el cristianismo de su sistema de dogmas, basado en la leyenda biblica de la Creación y que no toleraba la convivencia con ninguna otra concepción, estos geniales principios de la doctrina evolucionista quedaron relegados durante quince siglos al último término en el campo de la ciencia; pero la idea en si, lejos de desaparecer, renació en la Edad Media con los filósofos árabes Farabi y Avicena, bien que en forma muy especial, fuertemente influida por el neoplatonismo. También tuvo algún desarrollo la doctrina evolucionista en el notable libro Mekor Chaim, del cabalista judio Avicebrón, obra que se tradujo al latín y que en muchos aspectos recuerda al mistico alemán Jacob Böhme, el cual, como es sabido, se acercó bastante a la idea de una eterna evolución de los seres todos del Universo (4). El escolástico escocés Duns Scoto se aproximó también mucho a la idea de un desarrollo del Universo sobre la base de determinadas leyes físicas.
Bajo el influjo de los grandes descubrimientos de Copérnico, Kepler, Galileo y de otros espiritus superiores de esa época, cobró nueva vida la idea evolucionista. Bernardo Telesio, el gran erudito y filósofo italiano, uno de los primeros que se opusieron a las ideas de Aristóteles, dominantes en toda la Edad Media, en su obra De rerum natura atribuyó toda la vida de la naturaleza a la acción de las leyes mecánicas y explicó todos los fenómenos del cosmos por los movimientos de sus elementos componentes; con lo cual, si no propugnó la idea de una evolución general en la naturaleza, por lo menos se acercó mucho a ella. Pero el que mayor derecho tiene a ser mencionado a este propósito es, sin duda alguna, Giordano Bruno, en cuyo ideario panteísta se dibuja claramente la idea de la evolución. Bruno, que al dar forma a su doctrina se remontó a la filosofía de Demócrito y de los antiguos atomistas, incorporó sus teorías a la concepción cósmica de Copérnico y llegó así -siguiendo siempre las huellas de los epicúreos- a la convicción de que el Universo era ilimitado, idea que Copérnico no conoció, puesto que se imaginaba al mundo limitado por el firmamento de las estrellas fijas. La pluralidad de las formas bajo las cuales se manifiesta la materia, según opinión del gran naturalista italiano, brota de sí misma sin impulso alguno exterior. La materia no es informe -como declaró Bruno-, sino que más bien contiene todas las formas en germen, y puesto que despliega lo que lleva oculto en su seno es, en verdad, madre de la naturaleza y de todo ser viviente.
Otro de los que se apropiaron la doctrina de Epicuro y de los atomistas griegos fue el ffsico y empírico francés Gassendi, quien atribuyó la subsistencia del Universo al juego de los átomos, a los que suponía dotados de una fuerza motriz propia. Gassendi veía en los átomos las primitivas partículas de todas las cosas, afirmando que de ellos se forma todo y, gracias a ellos, todo tiende a su perfeccionamiento. Es interesante observar cuán eficazmente influyeron en el pensamiento de los espíritus superiores las ideas de los antiguos naturalistas griegos, que de repente cobraron nueva vida, ya mucho antes del descubrimiento de Copérnico, hasta el periodo de los enciclopedistas franceses. Así vemos que la obra de Lucrecio, en tiempo de Voltaire y Diderot, andaba en manos de todos los hombres cultos, y fue principalmente la doctrina de los antiguos atomistas la que, según se ha comprobado, hizo cristalizar en inteligencias como Descartes, Gassendi y otros la idea de un devenir gradual como base de toda la vida de la naturaleza. Cabe también mencionar aquí al genial pensador hebreo Baruch Spinoza, que explicaba todos los fenómenos de la vida del Uhiverso por necesidades intrínsecas, y que no sólo comprendió de un modo general las ideas evolucionistas, sino que anticipó algunas de sus hipótesis fundamentales; por ejemplo, el instinto de la propia conservación.
En vísperas de la Gran Revolución, Francia era el centro de una nueva evolución del pensamiento humano, a la que se ha señalado con razón como prolegómeno espiritual de la economía social que después había de ocurrir: las antiguas teorías sobre el mundo y el hombre, el Estado y la sociedad, la religión y la moral, sufrieron una transformación fundamental. La publicación de la célebre Encyclopedie fue a manera de un grandioso ensayo para someter a un detenido examen toda la ciencia humana y reconstruida sobre fundamentos nuevos. Una época como aquélla había de ser sumamente propicia al desarrollo de la doctrina evolucionista, y de hecho se hallan en toda una serie de pensadores de aquella época de fermentación gérmenes más o menos claros de la idea evolucionista, con los cuales fueron fecundadas las ulteriores exploraciones. Maupertius intentó explicar la formación de la vida orgánica por medio de átomos dotados de sentimiento; Diderot, el genio más universal de la época, acometió la empresa de exponer, como una evolución gradual, la formación y ulterior estructuración de las religiones, de los conceptos morales y de las instituciones sociales, terreno en el cual le habían ya precedido pensadores como Bodin, Bacon, Pascal y Vico. Condorcet, Lessing y Herder siguieron derroteros análogos y vieron en toda la historia de la humanidad un constante proceso de transformación, desde las formas inferiores de la cultura a las más complicadas y elevadas.
La Mettrie admitía que nada sabemos de cierto sobre la naturaleza del movimiento y de la materia, pero sostenía que, a pesar de esto, el hombre puede afirmar, en base a las observaciones, que la única diferencia entre la materia inorgánica y la materia orgánica consiste en que la segunda se regula a sí misma, pero que, precisamente por esta causa, necesita de sus fuerzas vitales, y después de muerto el ser viviente se disuelve nuevamente en sus elementos inorgánicos. Como de lo inorgánico sale lo orgánico, así también de éste sale lo espiritual. Según la doctrina de La Mettrie, todas las formas superiores de la conciencia están sometidas a las mismas leyes que rigen la naturaleza orgánica e inorgánica; por eso no señala límite alguno artificial entre el hombre y el animal, viendo en ambos meros resultados de la misma fuerza natural. Robinet llegó a consecuencias análogas y sostuvo que todas las funciones del espíritu son dependientes de las del cuerpo. D'Holbach, sin embargo, en su Systeme de la nature, agrupó estas distintas teorías, y, partiendo de líneas puramente materialistas, desarrolló la idea de una sucesiva aparición de las diversas formas de la vida en base a las mismas leyes naturales unitarias.
En Alemania intentó Leibnitz resistir el materialismo de los pensadores franceses y se expuso varias veces a los ataques de La Mettrie y sus correligionarios; pero su teoría de las mónadas, que tiene evidentes puntos de contacto con los dictados de la moderna biología, le llevó también a la idea de una formación gradual del Universo, según han subrayado a menudo los modernos representantes de la doctrina evolucionista. Más claro que Leibnitz comprendió Kant la idea evolucionista: en su Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels apoyó la teoría de que todo el sistema cósmico se había desarrollado de nebulosas primitivas rotatorias, y que los movimientos caóticos de la materia primigenia fueron tomando sucesivamente trayectorias fijas y permanentes. Kant vió en el Universo el resultado de fuerzas que obran física y mecánicamente, y estaba convencido de que el cosmos se había formado lentamente del caos para, tras de enormes períodos de tiempo, volver a caer en el mismo y empezar de nuevo el proceso, de suerte que el mundo aparece a los ojos del hombre como un constante juego de formación y disolución. También Hegel vió en el gobierno de la naturaleza un ininterrumpido proceso evolutivo, y de una manera metafísica propia, aplicó esta teoría a la historia de la humanidad, y a eso debió principalmente la gran influencia que ejerció en sus contemporáneos. La doctrina evolucionista estaba ya en el ambiente. Rebasaríamos los límites de este trabajo si refiriésemos aquí de qué modo pensadores como Malpighi, Malebranche, Bonnet y otros -cada uno a su manera- favorecieron esta tendencia. Ya en la primera mitad del siglo XVIII la palabra evolución andaba usualmente en boca de los hombres de ciencia, lo cual prueba una vez más que la idea del evolucionismo iba tomando carta de naturaleza en los círculos científicos.
Entre los precursores de la moderna teoría evolucionista, tal como la expusieron Darwin y sus numerosos discípulos, merece especial mención el naturalista francés Buffon: sus concepciones tienen extraordinario valor, no tanto como producto de consideraciones filosóficas; cuanto como resultado de ensayos prácticos y de una seria labor de investigación. Buffon fue uno de los hombres de más talento en su época y muchas de sus sugerencias no fueron debidamente reconocidas hasta mucho después. Su Historia Natural no fue solamente un ensayo de gran envergadura para una explicación racional de la vida del Universo, sino que a la vez desarrolló en otros muchos dominios una multitud de ideas fecundas para la ciencia. Así, con ejemplos prácticos, demostró que, concurriendo múltiples causas, pueden producirse transformaciones en las especies animales y vegetales, y esto lo expuso en el mismo sentido que ulteriormente Darwin. Reconoció también Buffon que el progreso evolutivo no tiene nunca un término definido, y de ello dedujo que la ciencia, valiéndose de ensayos y observaciones, puede afirmar con toda seguridad la exactitud de ciertos fenómenos de la naturaleza. Se comprenderá fácilmente, de lo dicho, por qué un hombre de tan brillantes dotes de inteligencia y comprensión como las que adornaban a Buffon ejerció tan fuerte influencia en pensadores como Goethe, Lamarck y Saint-Hilaire.
Al alborear el siglo XIX, la idea evolucionista se había abierto universalmente camino en todos los espíritus exentos de prejuicios. Su más preclaro representante en dicha época fue Goethe, en cuya genial personalidad se hermanaban a maravilla la visión profética del poeta y el agudo y sereno talento propio del investigador. Goethe, a quien Buffon había inspirado la afición al estudio de las ciencias naturales, ya en su obra Über die Metamorphose der Pflanzen, publicada en 1790, desarrolló ciertas ideas que encuadraban del todo en la concepción científica de la teoría de la descendencia. Así, al atribuir la formación de todos los órganos de una planta a la metamorfosis, o sea, a la modificación de un solo órgano, la hoja -idea que vuelve luego a figurar en Lamarck- hizo Goethe extensivo el mismo pensamiento al mundo animal, y en su Wisbeltheorie (Teoría de las vértebras) nos dió una brillante prueba de su gran capacidad de observación. Su teoría de las transformaciones geológicas de la superficie del globo contiene también muchas ideas que luego aplicaron y desarrollaron Lyell y Hoff en sus trabajos ciendficos.
Precursor especial de la doctrina evolucionista fue Erasmo Darwin, el abuelo de Carlos Darwin. Inspirado sin duda por Lucrecio, en su vasto poema didáctico Zoonomia intentó explicar, según las ideas evolucionistas, la formación del Universo y el origen de la vida y emitió varios pensamientos que se acercan maravillosamente a nuestra concepción evolucionista moderna.
El naturalista alemán Treviranus, en su obra Biologie: oder die Philosophie der lebenden Natur (publicada en 1802-1805), sostuvo que todos los seres vivientes de categoría superior eran resultado de la evolución de un reducido número de arquetipos o formas primitivas, y que toda forma viviente debe su existencia a influencias físicas que únicamente se distinguen entre sí por el grado y la dirección de su eficacia. Lorenz Oken, contemporáneo de Goethe, si bien con absoluta independencia de éste, desarrolló la teoría según la cual la cubierta craneana es un conjunto de vértebras y una simple continuación de la columna vertebral, y afirmó que todo ser viviente es un compuesto de células y que toda la vida orgánica terrestre es producto de un protoplasma. Oken intentó, ya en su tiempo, establecer una nueva división de la fauna y la flora mundiales sobre la base de su descendencia.
Esta larga serie de pensadores de todos los países, a los que con razón se puede llamar precursores del moderno evolucionismo, tuvo en el zoólogo francés Lamarck el más elevado y eficaz coronamiento. En su Philosophie zoologique, publicada en 1808, recopiló, junto con las suyas, las ideas más o menos elaboradas de sus predecesores y les dió determinada base científica; impugnó la doctrina de la invariabilidad de las especies y explicó que, si nos parecen inmutables, es únicamente porque el proceso de su transformación abarca largos períodos de tiempo que nosotros, dada la breve duración de la vida humana, no podemos alcanzar con nuestra inteligencia. A pesar de esto, tales transformaciones, dice, son indiscutibles y su desarrollo está condicionado por los cambios de clima, de nutrición y otras circunstancias del ambiente.
No son los órganos, esto es, la naturaleza y estructura de las partes corporales de un animal -dice Lamarck-, lo que ha dado origen a los hábitos y capacidades especiales de éste; por el contrario, sus hábitos, su modo de vida y las condiciones en que hubieron de vivir los individuos de que procede, son los que, andando el tiempo, determinaron su estructura física y el número y disposición de sus órganos.
La gran reacción que se sintió en toda Europa a raíz de las guerras napoleónicas, y que en tiempo de la Santa Alianza, de siniestra memoria, no sólo ejerció nn sofocante influjo en todos los órdenes de la vida política y social, sino que además dividió en banderías y partidos a los pensadores y hombres de ciencia, puso al desarrollo posterior de la doctrina evolucionista un valladar que fue menester romper antes de que se pudiese soñar siquiera en nuevos progresos en este sentido. El arte, la ciencia y la filosofía cayeron bajo el anatema de los espíritus reaccionarios, y era necesario que surgiese en Europa un nuevo espíritu para que cobrasen nuevo vigor y vida las ideas evolucionistas. Escasos fueron los chispazos de luz en aquel largo período de estancamiento de las corrientes espirituales, y aun los pocos que hubo apenas fueron advertidos. Así, ya en 1813, el erudito inglés W. C. Wells expuso con bastante claridad la idea de la selección natural, diciendo que la tez de color obscuro hace que el hombre pueda evitar más fácilmente los peligros del clima tropical, y deducía, en consecuencia, que primitivamente los únicos individuos que pudieron habitar en las regiones tropicales fueron aquellos a quienes la naturaleza, sea por la causa que fuere, había favorecido con tez de color obscuro. Por lo demás, en sus investigaciones se limitó Wells a determinar tipos y no hizo ensayo alguno para comprobar el valor general de estas ideas.
El acontecimiento más trascendental en este tenebroso periodo fue la obra de Charles Lyell, Principies of Geology, que vió la luz pública en 1830 y tuvo una importancia fundamental para la posterior estructuración del evolucionismo. En ella impugnaba el geólogo británico la teoría de las catástrofes de Cuvier, cuya autoridad en ciencias naturales había sido hasta entonces indiscutible; y declaraba que todos los cambios de la superficie del globo no habían obedecido a repentinas catástrofes, sino que eran debidos a la incesante acción de las mismas fuerzas que aun hoy actúan sin interrupción en el Universo. Esta teoría, que ya Goethe había sostenido, fue el indispensable avance de todo el ideario histórico-evolucionista, ya que sólo así era lógica y científicamente concebible la idea de una sucesiva transformación de las especies, de modo que se adaptasen a las lentas variaciones experimentadas por la corteza terrestre.
El mismo año en que la obra de Lyell vió la luz pública, tuvo lugar en la Academia de Ciencias de París la memorable discusión entre Cuvier y Geoffroy-Saint-Hilaire, que Goethe, no obstante su avanzada edad, siguió con vivísimo interés. Cuvier sostenía la doctrina de la constancia de las especies, mientras que Saint-Hilaire pretendía demostrar su variabilidad por la adaptación a las condiciones del ambiente. Pero el espíritu de la época le era adverso, y Cuvier, a los ojos del mundo científico, salió vencedor en la docta contienda, en la que no dejó de expresar algunas vulgaridades. De su parte estaba toda la pléyade de especialistas científicos, que no sentían sino desprecio y escarnio para sus adversarios. Pareció como si el evolucionismo hubiese sufrido el golpe de gracia, pues la doctrina de Cuvier apenas tuvo quien la combatiese durante los tres decenios subsiguientes. Incluso después de publicada la sensacional obra de Darwin, las autoridades científicas en Francia, Alemania y otros países. se negaron a dar beligerancia de ninguna especie a las ideas allí expuestas, y transcurrió largo tiempo antes de que se decidiesen a un estudio serio de la nueva doctrina. Tampoco mereció atención alguna la idea de una selección natural entre los seres orgánicos, que el explorador inglés Patrick Matthew explayó en un apéndice a un libro sobre arquitectura naval y cultura indígena. La idea evolucionista pareció en realidad haber muerto. En efecto, el pensamiento científico no recobró el libre uso de su derecho sino cuando fueron un hecho el ocaso de la reacción política y social en Europa y la bancarrota de la doctrina de Hegel. Entonces fue cuando la doctrina evolucionista surgió a nueva vida, hallando animosos defensores, aun antes de la aparición de la obra de Darwin, en hombres como Spencer, Huxley, Vogt, Büchner y otros.
Sin embargo, la doctrina evolucionista no obtuvo el triunfo definitivo hasta el año 1859, con la gran obra de Darwin sobre The origin of the species by means of natural selection, a propósito de la cual hay que tener en cuenta que Darwin no era un sabio especializado, en el verdadero sentido de esta frase, sino que cultivaba las ciencias naturales como si dijéramos por puro dilettantismo. Nos encontramos, pues, ante el mismo fenómeno que tantas veces se ha podido observar en los grandes descubrimientos y en las conquistas del espíritu, que han producido verdaderas revoluciones en la humanidad; es decir, ante una prueba de que la autoridad en todos los terrenos conduce a la fosilización y a la esterilidad, mientras que el libre desarrollo del pensamiento es siempre un rico manantial de energías creadoras.
Al mismo tiempo que Darwin, el zoólogo inglés Alfred Russell Wallace, con sus exploraciones en Borneo, obtuvo análogos resultados. Russell Wallace expuso la doctrina de la selección natural, en sus rasgos generales, del mismo modo que Darwin; pero éste, en su prolongada labor de exploración, había recogido tal cantidad de material y lo había clasificado y elaborado de manera tan genial, que Wallace desistió humildemente de su empeño y cedió a su amigo, sin envidia, la primacía.
Darwin, con los resultados de sus grandes experiencias y con el abundante material que recogió, sobre todo en su memorable viaje alrededor del mundo a bordo del Beagle (1831-1836), puso cuidadosamente manos a la obra y, ante todo, procuró huir de todas las generalizaciones que no pudiesen formularse sin reparo alguno. Así transcurrió casi un cuarto de siglo antes de dar a la publicidad su trabajo. Entretanto, no había ahorrado ningún esfuerzo; entró en comunicación con los especialistas en zootecnia y con los campesinos y granjeros, para conocer sus experiencias. Los ensayos en animales domésticos y en plantas de cultivo por medio de la cría artificial, le confirmaron cada vez más en el convencimiento que había adquirido de que en la naturaleza tienen lugar procesos análogos que conducen a la formación de nuevas especies. De este modo pudo, con toda seguridad, dar a conocer al mundo los resultados de sus largos estudios y documentar sus deducciones con inagotable material de hechos positivos.
Darwin llegó al convencimiento de que la variación de las especies en la naturaleza no constituye ninguna excepción, sino que es regla general. Sus observaciones le habían demostrado que todas las especies afines proceden de un arquetipo común y que las diferencias existentes entre ellas han sido obra de la variación de las condiciones de vida ocurridas en el transcurso del tiempo, por ejemplo, en el cambio de ambiente, alimentación y clima. Esta teoría la apoyó principalmente con investigaciones embriológicas, demostrando que las diferencias entre los embriones de diversas especies animales son mucho menores que las que se observan entre los individuos desarrollados. En este terreno fue de gran importancia el descubrimiento de que los órganos que sirven para iguales funciones, aunque en las especies adquieren luego una forma del todo distinta, en el embrión tienen formas completamente iguales, con lo cual se ve bien que las varias especies son originarias de un arquetipo común. Los cambios que aparecen después son transmitidos gradualmente a la descendencia, de manera que toda la serie de cualidades adquiridas se vuelve a encontrar en el embrión.
Darwin reconoció que la adaptación de los diversos seres vivientes a sus respectivos ambientes era una de las más importantes leyes de la vida, y que las especies y los individuos, en la llamada lucha por la existencia, se defienden tanto más fácilmente cuanto mayor es su capacidad de adaptarse a las condiciones del ambiente que les rodea. De este modo la teoría de la descendencia y la doctrina de la selección natural vinieron a ser las piedras angulares del moderno evolucionismo, al que abrieron vastísimas perspectivas en todos los terrenos de la investigación humana. Sin ellas no hubieran sido posibles las brillantes conquistas de la moderna antropología, de la fisiología, de la psicología, de la sociología, etc. La impresión que produjo la obra de Darwin fue avasalladora. El pensamiento evolucionista había sido tan extraño a la humanidad culta en los largos años de la reacción política y espiritual, que la mayor parte de los hombres de ciencia lo reputaban como una fábula. El que quiera darse cuenta de la poderosa eficacia de la doctrina darwiniana en aquella época, vea cómo hablaban de ella notables investigadores que a la sazón brillaban en el campo científico. Weismann, en sus Vorträge über die Deszendenztheorie, dice:
De la eficacia del libro de Carlos Darwin, sobre el origen de las especies, sólo puede formar exacto concepto el que sepa cuán totalmente alejados estaban de los problemas generales los biólogos de aquella época. Lo único que puedo decir es que los jóvenes de entonces, los estudiantes de quince años de edad, ni siquiera adivinábamos que hubiese una doctrina evolucionista, ya que nadie nos hablaba de ella, y en las lecciones no era mencionada. Era como si todos los profesores de nuestras universidades hubiesen bebido en las aguas del Leteo y olvidado completamente que en otro tiempo se había discutido algo parecido, o también como si se avergonzasen de tales extralimitaciones filosóficas de las ciencias naturales y quisiesen proteger a la juventud de cosas tan peligrosas.
Darwin, en su primera obra, dejó intacta con toda intención la cuestión relativa al origen del hombre; pero era postulado esencial de su doctrina que el hombre no podía formar una excepción en la naturaleza. Así, pues, simplemente por lógica deducción, investigadores tan eminentes como Thomas Huxley y Ernst Haeckel sacaron de los conocimientos recién adquiridos las inevitables consecuencias, clasificando al hombre como eslabón de la larga cadena de la vida orgánica. Con esto los adversarios del darwinismo se irritaron aún más contra la nueva doctrina, sobre todo al publicar Huxley su libro Evidence as to Man's Place in Nature; pero no hubo ya obstáculo capaz de cerrar el paso al pensamiento en su victoriosa carrera. El propio Darwin, ya en 1871, en su gran obra The Descent of man and Natural Selection in Relatíon to Sex había tomado posición ante el discutido problema y contestó en el sentido de su primera gran obra.
De este modo la doctrina del gran pensador inglés no tuvo limitación ni término alguno, como tampoco lo había tenido la de Copérnico en su tiempo; más bien tendía a expandirse y, en efecto, dió pie a un sinnúmero de nuevas sugestiones y consideraciones, gracias a las cuales se corrigieron algunas ideas de Darwin, mientras que otras fueron objeto de mayores desarrollos. Por lo demás, Darwin comprendió bien que su doctrina necesitaba todavía bastante elaboración; sabía perfectamente que también las ideas están vinculadas a ciertos procesos de desarrollo. Según esto, la noción de la selección natural, tal como la habían expuesto Darwin y Wallace, andando el tiempo sufrió gran número de modificaciones, en virtud de las cuales su importancia, en comparación con otros factores que colaboran en la variación de las especies, obtuvo el lugar que le correspondía. Gracias a la doctrina darwiniana de la evolución, pudo Spencer demostrar que las innumerables especies animales y vegetales que pueblan la tierra son producto del desarrollo de unos pocos organismos simples, y Haeckel logró ir más allá estableciendo un árbol genealógico para todo el reino animal, incluso el hombre. En su Natürliche Schöpfungsgeschichte, dió especial importancia el sabio alemán a la ley biogenética fundamental, según la cual el desarrollo individual de un ser viviente es, en gran escala, una breve recapitulación, rápidamente realizada, de todas las metamorfosis por las que ha pasado en el decurso de su evolución natural toda la línea de ascendientes de la especie de que se trata, metamorfosis condicionadas por las funciones fisiológicas de la herencia (reproducción) y de la adaptación (nutrición). Estas nuevas ojeadas a los procesos evolutivos sirvieron de base a toda una serie de nuevos conocimientos en los diversos dominios de la observación científica, que ensancharon notablemente las fronteras del saber humano.
Darwin y Wallace creyeron haber hallado en la selección mecánica de los mejores una explicación suficiente de las variaciones de las formas vitales, y eran de opinión que esa selección se realizaba en base a una constante lucha entre las diversas especies y hasta dentro de una misma especie, y que en este proceso perecían las especies e individuos débiles y únicamente podían sostenerse los fuertes. Sabemos que Darwin, en el desarrollo de esta teoría, se vió fuertemente influido por la lectura del libro de Malthus sobre el problema de la población. Después estudió de cerca esta opinión y, especialmente en su obra acerca del origen del hombre, llegó a resultados totalmente distintos; pero la teoría de la lucha por la existencia en su primera y parcial exposición ejerció poderosa influencia en gran número de preclaros investigadores, especialmente en los fundadores del llamado darwinismo social. Cundió la costumbre de concebir la naturaleza como un inmenso campo de batalla en donde los débiles son hollados sin compasión por los fuertes, y, de hecho, se creía que, dentro de cada especie, tenía lugar una especie de guerra civil condicionada por las necesidades de la ley natural o física. Hubo un número bastante importante de hombres de ciencia, entre ellos Huxley y Spencer, que al principio consideraban la sociedad humana a la luz de esta hipótesis y estaban íntimamente convencidos de haber encontrado las huellas de una ley natural de vigencia general. Así, la teoría de Hobbes, guerra de todos contra todos, pasó a ser un fenómeno inalterable de la naturaleza, que no podía modificarse por consideración ética alguna; y los partidarios del darwinismo social no se cansaron de repetir las palabras de Malthus de que en el festín de la vida no hay lugar para todos los comensales.
Este modo de pensar, indudablemente, se apoyaba, en gran parte, en la orientación civil de los hombres de ciencia, pero sin penetrar de hecho en su conciencia. La sociedad capitalista había hecho del principio de la libre competencia el punto de apoyo de su economía; lo cual, por lo demás, era más simple que ver en él únicamente una extensión de la misma lucha que, en opinión de muchos preclaros darwinianos, se veía por dondequiera en la naturaleza y de la que tampoco el hombre podía zafarse. Así llegó a justificarse toda suerte de explotación y opresión del ser humano, cohonestándolas con el sofisma de la inexorable y soberana ley de la naturaleza. Huxley, en su conocido escrito Struggle for Existence and Its Bearing upon Man, mantuvo sin vacilación, y arrostrando todas sus consecuencias, este punto de vista, y al hacerlo no se percató de que, involuntariamente, forjaba para la reacción social un arma que, llegada la ocasión, le serviría de recurso intelectual en su defensa. Los pensadores de ese periodo tomaron estas cosas muy en serio, tanto más cuanto que la mayor parte de ellos estaban tan firmemente convencidos de esa inexorable lucha en la naturaleza que la daban por supuesta sin tomarse el ttabajo de comprobar seriamente el fundamento de tal hipótesis.
Entre los representantes de la doctrina darwiniana había a la sazón muy pocos que dudasen del fundamento y exactitud de esta teoría, distinguiéndose sobre todo el zoólogo ruso Kessler, quien ya en 1880, en un Congreso de naturalistas, celebrado en la capital de Rusia, expuso que en la naturaleza, junto con la brutal lucha a muerte, imperaba otra ley, la del mutuo apoyo de las especies que vivían en sociedad, ley que contribuye substancialmente a la conservación de la raza. A este postulado, que Kessler no hizo sino aludir, dió luego forma Pedro Kropotkin en su conocida obra El apoyo mutuo, un factor de la evolución. Kropotkin, apoyándose en los abundantes hechos que había recogido, demostró que la noción de la naturaleza como campo ilimitado de batalla era simplemente un cruel y desgarrador cuadro de la vida que no coincidía con la realidad (5). También él, como Kessler, subrayó la importancia de la vida social y del instinto de la ayuda mutua y de la solidaridad para la conservación de la especie que nace de ella. Esta segunda forma de lucha por la existencia le parecía infinitamente más importante, para la conservación del individuo y la afirmación de la especie, que la guerra brutal del fuerte contra el débil, lo cual se ve confirmado por el sorprendente retroceso de aquellas especies que no hacen vida de sociedad y cifran su sostenimiento en la superioridad puramente física. Una diferencia de criterio mantenían en este terreno Kessler y Kropotkin, pues mientras el primero opinaba que el instinto de la simpatía era resultado del afecto de los progenitores y de su preocupación por la descendencia, el segundo creía que se trataba simplemente de un resultado de la vida social, heredado por el hombre de sus predecesores animales, que también habían vivido en sociedad. Según esto, no era el hombre el creador de la sociedad, sino la sociedad la creadora del hombre. Esta concepción, que luego hicieron suya numerosos investigadores, fue de mucho alcance, sobre todo para la sociología, porque arrojaba una nueva luz sobre toda la historia de la evolución de la humanidad y ha dado margen a fecundisimas reflexiones.
Nos apartaríamos de nuestro propósito si nos pusiésemos a examinar en detalle las numerosas fases del desarrollo de la doctrina darwiniana. La teoría de la selección y sobre todo el problema de la herencia han dado pie a toda una serie de investigaciones científicas que, en general, han fomentado el evolucionismo, aunque no siempre hayan sido fecundas en resultados. Muchas de las teorías a que aludimos aparecen quizá excesivamente atrevidas y poco fundamentadas; sin embargo, no hay que olvidar que no son únicamente los resultados positivos los que hacen triunfar una idea; también las hipótesis pueden sugerir nuevas consideraciones y dar alas a la investigación para seguir adelante. Esto se aplica en especial a las teorías de Weismann sobre la herencia y a todos los ensayos de aclaración que en este terreno han hecho meritísimos investigadores como Mendel, Naegeli, De Vries, Roux y sus numerosos discipulos, como también los representantes del neolamarckismo y los defensores e impugnadores de la llamada teoría de las mutaciones. La mayor parte de estos ensayos de aclaración han contribuido indudablemente a un ulterior desarrollo de la doctrina evolucionista; pero son en sí demasiado complicados para que se pueda estimar hoy con seguridad la verdadera importancia que puedan tener en lo futuro.
Sería trabajo perdido el de querer ver, en un fenómeno espiritual de tanta envergadura como la moderna doctrina evolucionista, el sello nacional de sus representantes. Toda una pléyade de pensadores e investigadores de todos los países, de los cuales sólo se podrían citar aqui los más conocidos, ha contribuido a dar forma universal a esta doctrina y a fecundarla espiritualmente. No hay un solo pais que se haya substraido a su influencia. Ella ha encaminado por determinados derroteros la mentalidad de los hombres de nuestro circulo cultural, ha hecho revalorizar todas las hipótesis hasta ahora formuladas acerca del Universo y del hombre y ha suscitado una concepción completamente nueva de todos los problemas de la vida. ¿Qué importancia tienen las pequeñas peculiaridades que cabe comprobar entre los miembros de diversos grupos humanos -y que, en fin de cuentas, no son sino resultado de conceptos inculcados por la educación, apreciaciones y hábitos-, comparadas con la avasalladora eficacia de una idea o concepción del Universo que arrastra con igual fuerza a todos los hombres y rebasa todas las fronteras artificiales? No; el espíritu humano no se deja encadenar a prejuicios artificialmente creados y no soporta la violencia de la limitación nacional. El hombre aislado podrá, transitoria o permanentemente, dejarse llevar por una ideologia nacional; podrá suceder también que un hombre de ciencia se deje influir por prejuicios educativos de su clase o de su posición; pero no hay poder capaz de dar a la ciencia como tal un sello nacional o de ajustar el pensamiento de un pueblo a las normas artificiales de una llamada idea nacional. Adónde conducen tales ensayos, lo vemos con meridiana claridad en el estado actual de cosas de Alemania e Italia. El mero hecho de que los nacionalistas de un país se concierten para obligar a todos los demás, si es necesario, contra su voluntad, a aceptar sus especiales ideologías, es una declaración de la quiebra espiritual de todo nacionalismo. Si el sentimiento nacional fuese en realidad un fenómeno espiritual claramente comprobable, que se mostrase en el hombre como una especie de instinto, sería un elemento viviente en cada uno de nosotros y se realizaría por necesidad impulsiva, sin que fuese menester cultivarlo e imponerlo artificialmente en la conciencia de los hombres.
En apoyo de nuestras conclusiones hemos aducido el sistema copernicano del Universo y la doctrina evolucionista, porque a nuestro modo de ver es donde más claramente se revela el carácter universal del pensamiento humano; pero igual resultado hubiéramos obtenido recurriendo a cualquier otra manifestación del saber, a una doctrina filosófica, a un movimiento social o a una gran invención o descubrimiento; pues no hay conocimiento científico, ni noción filosófica alguna sobre el Universo y el hombre, ni movimiento social producido por las circunstancias, ni aplicación práctica alguna de los conocimientos en el terreno técnico e industrial, que no haya merecido apoyo y colaboración de parte de miembros de todas las naciones. Según esto, tan impropio sería hablar de una ciencia nacional como de un sistema cósmico nacional o de una teoría sísmica nacional. La ciencia en cuanto ciencia no tiene nada de común con las ambiciones nacionales; antes bien, está en oposición manifiesta a ellas, puesto que mientras la ciencia es uno de los más importante factores de la unión y solidarización de los hombres, el nacionalismo es un elemento disociador que los aleja a unos de otros y tiende constantemente a dificultar sus relaciones naturales y a crear entre ellos hostilidades. No es la nación la que informa nuestro intelecto y le capacita y excita para nuevos ensayos; es el círculo cultural en el que nos movemos el que lleva a sazón cuanto germina en nosotros de espiritual y lo estimula constantemente. No hay aislamiento nacional que pueda substraernos a semejante influencia; lo más que conseguirá será empobrecernos culturalmente y cercenar nuestras disposiciones y capacidades, como vemos que, en virtud de una lógica aterradora, sucede hoy en Alemania.
Notas
(1) J. P. Eckermann. Gespräche mit Goethe in den letzten Jahren seines Lebens 1823-1832.
(2) A. Mozkowski, Einstein, Einblick in seine Gedankenwelt, Berlín, 1921.
(3) El desarrollo y perfeccionamiento del telescopio fue obra de miembros de todas las naciones. Galileo, contra lo que muchos afirman, no fue en absoluto el inventor del telescopio astronómico; él mismo refería que el invento de un belga le habla guiado, para la construcción de su aparato. Lo que hay de cierto es que el telescopio le inventó en el primer decenio del siglo XVII y fueron sus inventores los dos ópticos Hans Lippenhey y Zacarfas Jansen; pero ya anteriormente se habían construido instrumentos aislados. El invento quedó, como si dijéramos, en el aire y debió su ulterior desarrollo a hombres de todos los paises.
(4) Salmon Munk en su libro Mélanges de philosophie juive et arabe, ha querido demostrar que Avicebron no fue otro que el gran poeta-filósofo judío Ibn Gabirol.
(5) Kropotkin publicó su trabajo primeramente en forma de artículos en la revista inglesa Nineteenth Century (sep. 1890 a junio 1896). Su última obra Etica, que por desgracia quedó sin terminar, es un valioso complemento de esta doctrina.
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