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EPÍLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN NORTEAMERICANA
Este libro, cuyos trabajos previos me absorbieron muchos años, interrumpidos a menudo por otras tareas, fue terminado poco antes de la toma del poder por los nazis y, por tanto, no pudo ver la luz en Alemania, aunque estaban listos todos los preparativos técnicos para la impresión. La primera edición española apareció en 1936-37 en la editorial Tierra y Libertad de Barcelona. La primera edición inglesa vió la luz en 1937 en la casa editora Covice-Friede de New York. Una edición holandesa en tres tomos fue publicada en 1939 en Amsterdam. La segunda edición española apareció en 1942 en edición de Imán-Tupac, de Buenos Aires. Ediciones en lengua yiddisch, en portugués y en sueco se preparan actualmente en Buenos Aires, San Pablo y Stockholmo (Aparecieron, efectivamente, las ediciones en yiddish y en sueco).
Mi obra se propuso por finalidad describir a grandes rasgos las causas más importantes de la decadencia general de nuestra cultura, puestas de manifiesto cada vez más sensiblemente después de la guerra franco-prusiana de 1870-71, para desembocar unos años después de la aparición de este libro en la catástrofe monstruosa de la segunda guerra mundial. Algo de lo que aquí se predijo, se ha producido después literalmente, lo que, por lo demás, no era difícil de reconocer, pues todo el que intentase ahondar en las causas de la gran caída tenía que llegar a idénticos resultados. Pero de ahí surgen por sí mismos los medios y los caminos que pueden llevar hoy a un saneamiento gradual y a dirigir el desarrollo social general por carriles que hagan posible una colaboración provechosa y pacífica de los diversos grupos étnicos. Dependerá de los seres humanos mismos si quieren tomar a pecho las terribles enseñanzas de la más grande de todas las catástrofes y están decididos a entrar finalmente por sendas que pueden abrir un nuevo porvenir a su historia dolorosa, o si quieren continuar el viejo juego de la diplomacia secreta, de las alianzas militares y políticas y de una política ilimitada de poder, que tienen que conducir únicamente a nuevas catástrofes y finalmente a la decadencia de toda cultura. No será fácil un nuevo camino y sin duda requerirá el trabajo de varias generaciones. Nadie puede esperar que, después del caos espantoso que nos ha dejado la pasada guerra mundial, surja para la humanidad repentinamente una panacea que cure de golpe todas las heridas y haga caer en el regazo de los pueblos, sin lucha, un nuevo mundo de libertad y de justicia. Una catástrofe de proporciones tan desmedidas no se puede superar en pocos años. El desolado campo de ruinas que hemos recibido en herencia, no puede ser preparado de la noche a la mañana para la nueva siembra. Los efectos desmoralizadores que han causado la barbarie nazi y la guerra misma, no pueden ser borrados del mundo de un plumazo.
Sin embargo, el camino que tomemos será de importancia decisiva, y dependerá de nosotros mismos si ese camino ha de ser en los hechos un ascenso nuevo o si ha de ser solamente un sendero de extravío. Tal vez no hubo jamás un tiempo en la historia en que la humanidad haya sido puesta con tal apremio ante la tarea de tomar en las propias manos su destino futuro. En comparación con esta tarea general, todos los otros problemas, incluso también el problema de lo que debe hacerse con Alemania, que preocupa hoy a tantos, se vuelven totalmente intrascendentes, pues también una nueva Alemania solamente puede desarrollarse en una nueva Europa y en un mundo nuevo. Aunque Alemania fuese totalmente aplastada y su población diezmada, no se habría ganado nada con ello, mientras se dejasen intactas las condiciones previas de la vieja política del poder y no hubiese valor para llegar a las verdaderas causas que han conducido a la decadencia sangrienta de toda nuestra civilización. Por una simple transferencia de las condiciones del poder no se podrá nunca extirpar el mal. No se suprime el peligro por el hecho de trasladarlo a otro dominio. Las mismas causas engendran siempre los mismos efectos. Esos efectos, según las circunstancias, pueden adquirir formas diversas, pero con ello no se toca el núcleo del mal, que provoca siempre las mismas consecuencias.
También la creencia de que mediante la agrupación de tres o de cinco grandes potencias podría ser resuelto el problema, tiene por base un completo desconocimiento de los hechos. Esa agrupación, aun en las mejores condiciones, sólo puede cumplir tareas del todo determinadas, pero no puede suprimir el peligro que nos amenaza, y no ofrece ninguna defensa contra catástrofes nuevas para nuestra vida social. Puede obligar a los pueblos menores a someterse provisoriamente y contra su voluntad a determinadas formas de vida, mientras algunas grandes potencias encuentren en ello su ventaja; pero se descompone cuando las contradicciones económicas y políticas internas entre las potencias dirigentes vuelven a manifestarse fuertemente y llevan a un nuevo caos.
Esto se muestra ya hoy, mientras el mundo entero sangra todavía de mil heridas, y millones de seres humanos están expuestos al hambre literal y a la miseria más espantosa. En lugar de dirigir todas las fuerzas a curar esas heridas y a salvar a millones de la muerte segura o de una degeneración física y espiritual incurables, para hacer posible una recuperación en los países destruídos por la guerra y producir nuevamente por la vía más rápida condiciones más o menos soportables, favorables a un desarrollo ulterior de las cosas, la política del poder de los grandes Estados, ya convertida otra vez en maleza arrolladora, impide la principal de todas las tareas y siembra hoy los gérmenes de nuevas divergencias, que solamente pueden culminar catastróficamente.
Justamente entre los Estados Unidos, Inglaterra y Rusia, los tres paises a quiienes ss creia especialmente llamados a garantizar una paz duradera en el mundo, aparecieron ya en el comienzo contradicciones chocantes que cada día se vuelven más insuperables. Aun cuando esos contrastes, lo que según toda probabilidad parece que se hará, sean encubiertos provisoriamente mediante toda clase de concesiones insinceras, no por eso han de ser extirpados del mundo, sino que se extenderán en el estado actual de las cosas cada vez más, hasta que al fin sea ineludible la ruptura franca y los pueblos, en caso de que no se anticipen a tiempo a la sabiduria de sus gobiernos, se encontrarán ante los hechos cumplidos nuevamente, y finalmente la bomba atómica hará una raya bajo la cuenta y pondrá fin a todo el cuento. De los estadistas del mundo no se puede esperar una comprensión mejor, y si los pueblos no llegan finalmente por si mismos a la comprensión, con una táctica de suicidio semejante, difícilmente se puede entrever otro fin de la locura política.
Y en esto hay una ironia especial de la historia, que justamente Rusia, la patria roja del proletariado, el país de la realidad socialista, como se le ha llamado a menudo, supera con mucho en sus ilimitadas aspiraciones de expansión al imperialismo de las grandes potencias occidentales y por sus pretensiones insaciables suscita continuamente nuevos peligros, si no se le opone a tiempo una contención. Rusia, el país más grande de la tierra, que abarca una sexta parte de todo el territorio de nuestro planeta, tiene ya ahora, en parte por el convenio secreto concertado en 1939 con Hitler, en parte por las operaciones militares, un aumento de población y territorial como ningún otro país. Según un informe presentado en el New York Times del 14 de marzo de 1946, se distribuye ese engrandecimiento territorial como sigue:
Lituania ... 24.058 millas cuadradas. Poblaciòn: 3029000.
Letonia ... 20.056 millas cuasdradas. Población: 1950000.
Estonia ... 18.353 millas cuadradas. Población: 1120000.
Polonia Oriental ... 68.290 millas cuadradas. Población: 10150000.
Besarabia y Bucovina ... 19.360 millas cuadradas. Población: 3748000.
Distrito de Moldavia ... 13.124 millas cuadradas. Población: 2200000.
Cárpatos y Ukrania ... 4.922 millas cuadradas. Población: 800000.
Prusia Oriental ... 4.922 millas cuadradas. Población: 400000.
Petsamo, Finlandia ... 4.087 millas cuadradas. Población: 4000.
Carelia - Finlandia ... 16.173 millas cuadradas. Población: 476000.
Tannu-Tuva (Asia Central) ... 64.000 millas cuadradas. Población: 65000.
Sur de Sakhalin ... 14.075 millas cuadradas. Población: 415000.
Islas Curiles ... 3.949 millas cuadradas. Población: 4500.
Sumas totales: 275369 millas cuadradas. Población: 24361500.
A esto hay que agregar los países de la Europa oriental, Polonia, Rumania, Bulgaria, Yugoeslavia y en alto grado también Hungría y Checoeslovaquia, que han caído enteramente en la órbita de poder de Rusia y le sirven de instrumento para extender su influencia cada vez más hacia el sur y hacia el occidente. Sin hablar de las aspiraciones que promueve el Estado ruso sobre el Irán, ciertas partes de Turquía, la antigua colonia italiana de Libia, etc. Y no es preciso hablar de las pretensiones de expansión de Rusia en el Lejano Oriente, pues dada la confusión de la situación en aquellos lugares apenas es posible formarse hoy una noción clara. El hecho que un país con un dominio de expansión tan grande promueve todavía constantemente nuevas reivindicaciones territoriales, tendría que llevar claramente a la conciencia del que es todavía capaz de pensar por cuenta propia que semejante camino sólo puede conducir a un nuevo abismo y ciertamente no es adecuado para dar al mundo la paz a que aspira tan urgentemente.
En este libro se ha señalado reiteradamente que desde la aparición de los grandes Estados nacionales en Europa, cada una de las nuevas potencias intentó primeramente suprimir las libertades locales y los vínculos federativos que habían surgido de la vida social de los pueblos mismos, mediante intervenciones violentas y la centralización de todas las atribuciones del poder y, después de haber alcanzado ese objetivo: procedió a extender a los países vecinos la nueva influencia alcanzada y a someterlos a los intereses de su política exterior. La política del poder no conoce otros límites que aquellos que le traza un poder más fuerte, o aquellos que no puede superar de un golpe. Pero el impulso interno a la hegemonía política y económica no permite a ningún gran Estado llegar al sosiego y obra tanto más funestamente cuanto más ha conseguido la esclavización del propio pueblo. Lo cierto es que el grado de despotismo en un país hasta aquí fue siempre la medida más segura del peligro con que amenaza constantemente a los otros países. Toda la historia de los grandes Estados europeos fue desde hace siglos una lucha casi ininterrumpida por la hegemonía en el continente, acompañada para los más fuertes siempre por un éxito pasajero, hasta que tarde o temprano fue contrarrestada por nuevas combinaciones de potencias o por otras circenstancias. Pero sólo para pasar esas mismas aspiraciones a otra gran potencia y no manifestarse menos nefastamente, lo que llevó siempre a reiteradas catástrofes.
La centralización política que se extiende cada vez más fuertemente, que intentó de modo incesante estrangular todos los derechos y libertades locales y someter toda la vida de un pueblo a determinadas normas, porque eso era lo más conveniente a las aspiraciones internas y externas del poder de sus gobernantes, se puede atribuir casi exclusivamente a esa lucha por la hegemonía. El resultado inevitable de esos ensayos insensatos de una política mecánica de poder, fue el mismo en casi todos los casos: después de haber conseguido sus promotores, por amenazas continuadas y guerras abiertas, someter otros pueblos a su voluntad, se convirtieron al fin ellos mismos en víctimas de sus concupiscencias insaciables de mando. Si Inglaterra fue hasta aquí una excepción de esa regla general, se puede atribuir por una parte al hecho que después de la dominación del absolutismo monárquico hasta en los períodos más reaccionarios de su historia no pudieron ser anuladas nunca del todo las libertades conquistadas, y por otra parte a que sus representantes políticos han sido hasta aquí los únicos que han aprendido algo de las experiencias de la historia y han extraído provecho de ello. Esto lo reconoció también Pedro Kropotkin muy claramente, cuando, en un discurso ante la Asociación de los federalistas de Moscú, el 7 de enero de 1918, dijo:
El Imperio británico nos ofrece una enseñanza drástica. Los dos métodos fueron ensayados por él: el federalismo y el centralismo, y los resultados de ambos no dejan nada que desear en claridad palpable. Alentadas por la influencia del partido liberal sobre el pueblo inglés, las colonias británicas de Canadá, AustraIla y Africa del Sur recibieron su plena libertad; no solamente en la autoadministración de sus propios asuntos, sino una administración política completamente independiente, con sus propias corporaciones legislativas, su hacienda propia, sus propios tratados comerciales y sus propios ejércitos. El resultado fue que esas colonias no sólo se desarrollaron en lo económico brillantemente, sino que también, cuando se presentaron tiempos difíciles para Inglaterra, se colocaron con disposición solidaria al lado de la vieja metrópoli y aportaron los más graves sacrificios, como si se hubiese tratado de la hermana mayor o de la madre. El mismo espíritu se advirtió en las pequeñas islas de Jersey, Guernesey y Man, que se administran autónomamente y cuya vida interna posee tal grado de independencia que, para ellas, en asuntos de la propiedad colectiva, es decisiva todavía la ley normanda y, en lo que se refiere a las relaciones con otros gobiernos, no permiten que puedan serles impuestas las prescripciones aduaneras que subsisten en Inglaterra para los artículos extranjeros. Semejante autonomía, que equivale casi a la independencia, y los vínculos federativos resultantes, se han evidenciado como los fundamentos más seguros de una unidad interna. Y por otra parte, ¡qué contraste en Irlanda, donde la mano fuerte del Dublin Castle, es decir la administración de un gobernador general, suplanfó al parlamento y a la organización interna del país! ... El centralismo no es solamente una peste de la autocracia; arruinó también las colonias de Francia y Alemania, mientras que entretanto las colonias inglesas pudieron prosperar y florecer, porque disfrutaron de una amplia autonomía y se desarrollaron hoy poco a poco a la categoría de una federación de pueblos.
En lugar de hacer propias las lecciones valiosas de la historia y de ir al fondo de las verdaderas causas de las grandes catástrofes que alcanzaron hasta aquí a la humanidad, se recibe cada día más la impresión de que hasta los países occidentales, que pueden mirar sin embargo hacia una larga tradición de corrientes liberales de pensamiento, que jugaron un papel importante en las grandes épocas de su historia, hoy caen cada vez más hondamente en el mismo círculo hechizado de las mismas concepciones de que ha brotado la idea del Estado totalitario. De Rusia no hace falta hablar aquí siquiera, pues bajo la llamada dictadura del proletariado se ha llegado a una articulación estatal enteramente totalitaria, cuyas instituciones internas sirvieron quizás de modelo más tarde ai fascismo victorioso.
De esas representaciones, que abarcan hoy circulos cada vez más amplios, ha surgido también la creencia tan ingenua como peligrosa de que los conflictos armados del futuro se podrían eliminar sometiendo al mundo entero al control policial de algunas grandes potencias, a quienes habrían de sujetarse en las buenas y en las malas todos los países menores. El que, cediendo a la presión de Rusia, se hubiese de decidir que sólo se sancionarían aquellas decisiones que fuesen unánimemente aprobadas por los tres o los cinco grandes Estados, y que incluso la mejor propuesta puede ser malograda, mientras una de esas grandes potencias quiera hacer uso de su derecho de veto, vuelve la situación más desesperanzada todavía, pues de ese modo toda seria decisión se puede sabotear con el mejor éxito.
Cómo se manifiesta en los hechos esa condición, se advierte ya en las primeras sesiones del Consejo de las Naciones Unidas, donde justamente por esta razón no se pudo llegar a ninguna deliberación seria y se estuvo obligados a postergar siempre para más tarde los problemas más importantes, de cuya decisión depende hoy el bienestar o la tragedia de millones de seres humanos. Tal vez es bueno que esos inconvenientes se hayan presentado desde el comienzo, pues podrían llevar a algunos a una mejor visión y mostrarles que tales instituciones no sólo escarnecen los principios más elementales de la democracia, sino que por ese camino no se alcanzará nunca un resultado provechoso. Pues de esta manera el Consejo de las Naciones Unidas, en el que se habían puesto tantas esperanzas, será la manzana de discordia de algunas grandes potencias, mientras los pueblos menores apenas tendrán nada que decir. Aun cuando se les permita presentar sus quejas al Consejo, la decisión depende siempre de unas pocas potencias, aunque no se impida por ningún veto, de modo que los pueblos pequeños están a merced de los imperativos de los tres o cinco grandes, sin poder recurrir a una objeción eficiente. Lo que les queda por hacer en el mejor de los casos es no provocar ningún roce y obtener por la complacencia el favor de aquella gran potencia cuyas pretensiones, en una situación dada, podrían serIes más peligrosas. Pero con ello quedan intactos los verdaderos cimientos de la política de la fuerza y por consiguiente también los supuestos resultados y peligros que están indisolublemente ligados a semejante estado de cosas.
La liberación del miedo fue una de las grandes exigencias de la Carta del Atlántico, de la que hace mucho no se habla siquiera; pero justamente ese punto, como todas las otras libertades, que en su tiempo fueron destacadas con tanta insistencia, suena hoy casi como un escarnio notorio. En verdad, ¿qué pequeño país tendrá valor en la situación actual para acusar al diablo ante su abuela y soportar todas las molestias que un gran Estado puede inferir a uno pequeño? En la mayoría de los casos se dejará simplemente intimidar y preferirá acomodarse a una injusticia manifiesta, lo que siempre parecerá más ventajosa a la mayoría que hacerse utilizar como conejo de ensayo en la gran disputa de los grandes. Tal como están hoy las cosas, se muestra cada vez más claramente que una paz duradera entre los pueblos no es realizable en los límites estrechos de los actuales Estados nacionales, aun cuando nadie piense por ahora seriamente en provocar una nueva guerra. Mientras los intereses de todos hayan de posponerse a los intereses singulares del Estado nacional, es inimaginable una verdadera solución de éste que es el más importante de todos los problemas. Para ganar tiempo, hay que resignarse provisoriamente a toda suerte de concesiones, hasta que una u otra gran potencia se sienta fuerte al fin como para renunciar a otras consideraciones, y se llegue a una prueba de fuerza, en caso de que la otra parte no abandone el campo sin lucha por uno u otro motivo.
Incluso el desarme general que antes era puesto tan a menudo en perspectiva y que, frente a toda la situación actual, debería ser la primera condición de una verdadera política de paz, se ha vuelto completamente inocuo desde que Stalin, en su discurso del 9 de febrero de 1946, declaró abiertamente que el fortalecimiento y la estructuración del Ejército Rojo es la tarea más importante para asegurar las fronteras de Rusia, y que quizás eran necesarios todavía otros tres o más planes quinquenales para alcanzar ese objetivo. Esto quiere decir, con otras palabras, que la industrialización ulterior de Rusia no debe estar dirigida a objetivos de paz y al bienestar del pueblo ruso, sino a las eventualidades de una nueva guerra.
Este lenguaje no es nuevo. Son exactamente los mismos motivos que expuso Bismarck después de la guerra de 1870-71 para justificar la militarización del nuevo Imperio y que repitió después Hitler para asegurar a Alemania contra los supuestos planes de fuerza de los Estados enemigos. Es el mismo lenguaje que empleó hasta aquí todo déspota para enmascarar sus propios planes de conquista. La paz armada de Bismarck, como se la llamó entonces, condujo finalmente a la militarización de toda Europa y echó los fundamentos de aquella funesta carrera armamentista de todos los pueblos, que en última instancia desencadenó el diluvio rojo de la primera guerra mundial. Ninguna persona con algo de inteligencia política se atreverá a sostener firmemente que las cosas pudieran ocurrir en Rusia de otra manera. Es la misma vieja lucha por la hegemonía en Europa y hoy también en Asia, sólo que los papeles han sido cambiados y la dictadura del Kremlin ha asumido la herencia de Alemania.
Stalin ha acaparado ya de la pasada guerra más de lo que se habría atrevido a esperar un zar ruso, y como todo político de la fuerza aumenta el apetito comiendo, y con cada bocado el apetito se le vuelve, como es sabido, mayor, por el momento no se puede alcanzar a ver de qué planes ulteriores están preñados los representantes del imperialismo ruso, a quienes les es esencialmente aliviado el juego por el hecho que en cada país disponen de una adhesión organizada y fanática que se deja emplear sin reflexión alguna como instrumento de la política exterior rusa, mientras que Hitler tuvo que crearse primeramente sus Quislings.
No obstante hay ya toda una escuela de intelectuales, de los que muchos se pretenden incluso liberales -wath is in a name?- que intentan justificar las pretensiones de la autocracia bolchevista afirmando que Stalin cumple hoy en Europa y en Asia una misión y que mediante el aplastamiento de la gran propiedad territorial de los dominios sometidos a la esfera del poder ruso, crea las posibilidades de un nuevo desarrollo social, por lo cual el status quo creado por el imperialismo occidental no podrá ser restablecido. Para dar validez a esa actitud singular también ante otros, se señala el papel de Napoleón y de sus ejércitos, por los cuales fueron difundidas las ideas de la gran revolución por todos los países y quebrados los sillares del régimen absoluto y de sus instituciories feudales.
El que expone tales consideraciones, carece en general de toda proporción de los hechos históricos. La revolución francesa fue en realidad el llamado de una nueva era. Ha enterrado el absolutismo monárquico y ha hecho caer en ruinas sus instituciones económicas y sociales. Ha fijado en la Declaración de los derechos humanos los fundamentos de un nuevo sentido humano y de un nuevo desarrollo histórico en Europa, como Jefferson en la Declaration of lndependence en América. Aun cuando las ideas y deseos de esos dos grandes documentos históricos no se han realizado todavía por completo, han alentado sin embargo las mejores esperanzas de todos los pueblos y han ejercido una influencia persistente en toda la historia ulterior, que no ha desaparecido hasta ahora y que ha dirigido la vida de los hombres por nuevos derroteros. No puede ponerse tampoco en litigio que los soldados de los ejércitos franceses que crecieron en las tempestades de la gran revolución, llevaron su espíritu por todos los países y causaron al absolutismo monárquico heridas de que no pudo volver a reponerse. Incluso Napoleón, que había surgido de la revolución, para ocasionarle luego tantos daños, no pudo poner límite a esa difusión de las ideas revolucionarias en Europa, que llegaron a manifestarse hasta en Rusia y condujeron allí a la insurrección de los decabristas, que querían librar al país de la autocracia y de sus vínculos feudales y suplantarlos por una federación libre de los pueblos rusos.
La Revolución francesa y sus repercusiones en Europa fueron en verdad el comienzo de un nuevo período en la historia de los pueblos europeos, que puso fin al sistema del absolutismo y abrió nuevos caminos hacia el porvenir. Incluso todos los movimientos sociales ulteriores del pueblo, que iban más allá de los objetivos económicos del liberalismo y de la democracia política, y querían expulsar al absolutismo de su último baluarte, la economía, fueron el resultado directo de aquellas grandes corrientes espirituales que provocó la gran revolución en todos los países y que todavía hoy no han llegado a su conclusión.
Pero el que intente equiparar los grandes e inolvidables resultados de ese poderosísimo acontecimiento de la historia moderna y sus repercusiones espirituales en el desarrollo social de Europa con las aspiraciones del imperialismo rojo y su política exterior, carece de la menor capacidad para la valoración de los acontecimientos históricos, pues arroja en una olla cosas que sólo son comparables en el sentido negativo, pero que en lo demás se apartan como el agua y el fuego. Tales analogías no sólo son mistificadoras, sino que constituyen un peligro directo para todo progreso social y espiritual, en tanto que hace que los individuos se acomoden a cosas que encubren el camino de todo sano desarrollo y, por un malabarismo de falsos hechos, hacen receptivos a los pueblos para una reacción sbcial cuyas aspiraciones arraigan hondamente en las nociones absolutistas de los siglos pasados.
Lo que se ha producido en Rusia desde hace más de un cuarto de siglo y se manifiesta cada día con mayor vigor, es un nuevo absolutismo, cuya configuración interna y externa deja con mucho en las sombras las conquistas políticas de la fuerza del absolutismo monárquico. Todos los derechos y libertades políticos y sociales, que fueron obtenidos por efecto de la revolución francesa y de su influencia en el resto de Europa mediante graves luchas, entre ellos el derecho a la libre emisión de opiniones y a la seguridad de la persona, no tienen ya ninguna validez en la Rusia actual y en los países sujetos a su influencia directa. Toda la prensa y toda literatura en general, la radio, en una palabra todos los órganos de expresión de la opinión pública, están sometidos a una triple censura, de modo que prácticamente no puede llegar a expresarse otra interpretación que la del gobierno y por esta razón no está sujeta a ninguna crítica. De lo que ocurre en otros países, no llega al pueblo ruso más que aquello que el gobierno juzga aconsejable. Incluso bajo el régimen zarista, el país no estuvo nunca tan herméticamente como hoy encerrado con respecto al extranjero. En un país que puede reivindicar para sí la triste gloria de poseer la dictadura policial más inescrupulosa y más despótica, está excluida incluso la más modesta seguridad de la persona. Seguro allí sólo está el que se somete incondicionalmente a los mandatarios dominantes y no atrae sobre sí, por ningún accidente desdichado, la sospecha del espionaje omnipotente. La extirpación sangrienta y despiadada de todas las otras tendencias políticas y la matanza brutal de la mayor parte de los viejos jefes del partido bolchevista, con los fenómenos concomitantes más odiosos, es la mejor prueba de que esta afirmación no es de ningún modo exagerada.
Ahora bien, hay bastantes gentes que se adaptan pacientemente a esos fenómenos indiscutibles de un limitado absolutismo político, porque creen real o supuestamente que ha sido compensado abundantemente por el nuevo orden económico del Estado ruso, que, según su opinión, no puede menos de ser beneficioso para el desarrollo de un orden socialista también en los otros países. También esta fe del carbonero surge de un completo desconocimiento de todos los hechos reales. Lo que se anuncia hoy en Rusia como un orden económico socialista tiene tan poco que ver con las ideas reales del socialismo como la autocracia del Kremlin con las aspiraciones de la revolución francesa contra el absolutismo monárquico. Lo que hoy se denomina en Rusia con ese nombre y lo que personas sin cerebro repiten mecánicamente sin reflexión en el extranjero, en realidad no es más que la última palabra del moderno capitalismo monopolista, que por la dictadura de la economía de los trusts y kartells suprime toda competencia molesta y somete toda la economía a determinadas normas. El último miembro de semejante desarrollo no es el socialismo, sino el capitalismo de Estado, con todos sus fenómenos accesorios ineludibles de un nuevo feudalismo económico y de un nuevo sistema de servidumbre -y esto es lo que hoy domina realmente en Rusia.
La Revolución francesa había suprimido los viejos vínculos impuestos por la fuerza, en que el absolutismo monárquico y su hermano gemelo el feudalismo, habían anudado durante siglos a los hombres. Justamente en ello consiste el mérito inolvidable y la gran significación histórica de sus resultados directos. Pero la dictadura del bolchevismo ha restablecido los viejos vínculos, que hasta en la Rusia de los zares no tenían ya consistencia, y los ha desarrollado hasta el extremo. Si el socialismo en realidad sólo hubiese de ser comprado con la extirpación de toda libertad personal, de toda iniciativa propia, de todo pensamiento independiente, entonces habría que preferir en todas las circunstancias el sistema del capitalismo privado con todos sus defectos ineludibles y sus insuficiencias. Esta verdad debe ser expresada al fin abiertamente; el negarla sólo contribuirá a auspiciar y apoyar una nueva y mayor esclavización de la humanidad.
Si el ejemplo ruso nos ha enseñado algo, es solamente esto: que un socialismo sin libertad política, social y espiritual es inimaginable y tiene que conducir indefectiblemente a un despotismo ilimitado, que no se siente trabado en su burda insensibilidad por ninguna clase de frenos éticos. Esto lo había reconocido ya Proudhon cerca de cien años atrás y lo expresó claramente cuando dijo que una alianza del socialismo y del absolutismo tenía que engendrar la peor tiranía de todos los tiempos.
La vieja creencia según la cual la dictadura era sólo un período de transición necesario y que la supresión del capital privado en la industria y en la agricultura tenía que llevar automáticamente a una liberación completa de la humanidad de todos los lazos retrógrados de un pasado de esclavitud, ha fallado desde entonces tan fundamentalmente que ha perdido todo derecho de validez para la mera realidad. Ningún poder está inclinado a suprimirse a sí mismo, y cuanto más poderosos son los medios de fuerza de que dispone, tanto menos existe en él la necesidad de abdicar voluntariamente. También en este concepto dió Proudhon en el clavo cuando sostuvo que todo gobierno provisorio está movido por la aspiración a volverse permanente. Esta es una tendencia que ha sido hasta aquí siempre el núcleo esencial de toda organización del poder y de la que no se sale con frases huecas. Una burocracia omnipotente con sus ansias insaciables de tutelaje y su red intrincada de reglamentaciones mecánicas para todas las fases de la vida pública y privada, es un peligro mucho mayor para el desarrollo cultural y social que cualquier otra forma de tiranía, aun cuando la propiedad privada de los medios sociales de producción no exista ya y toda la economía esté sometida al control férreo de un Estado totalitario.
Al expresar francamente esta verdad confirmada por las experiencias más amargas, estoy totalmente lejos de hacer la concesión más insignificante a las aspiraciones imperialistas de las potencias occidentales, como se desprende claramente para cualquiera del contenido entero de este libro. Toda la política de fuerza de los Estados nacionales y especialmente de las grandes potencias dirigentes con su diplomacia secreta, sus alianzas militares y políticas, su polìtica colonial y sus medios económicos de presión, por los cuales es contenida tan frecuentemente la evolución social de los pueblos más pequeños, si no es absolutamente reprimida, fortalecidos por las eternas intrigas de las altas finanzas y del capital armamentista internacional, ha expuesto la vida económica y política de los pueblos continuamente a conmociones periódicas que se han vuelto cada vez más insoportables e hicieron del peligro de guerra un estado permanente. Que es aquí donde hay que aplicar primeramente la palanca para abrir a los pueblos una nueva relación entre ellos, en que sea posible un arreglo pacifico de los intereses de todos, es indiscutible para todo el que ha aprendido algo de las dos catástrofes mundiales. Todo el que no esté atacado de ceguera incurable, tiene que reconocer hoy que una continuación de la política imperialista del poder y del viejo juego por la hegemonía en la época de las bombas atómicas y del desarrollo monstruoso de la moderna técnica bélica, tiene que llevar ineludiblemente a la ruina de toda nuestra civilización.
Pero incluso cuando se toman en consideración todos esos peligros y se les valora debidamente, es sin embargo innegable que una desviación de los viejos caminos sólo es posible allí donde están dadas las condiciones sociales y espirituales previas para una nueva transformación de la vida de los pueblos. Solamente en los países en que existe una libre expresión de las opiniones y en que el pensamiento y la acción del individuo no están todavía enteramente sometidos a la tutela del Estado totalitario, es pensable una influencia de la opinión pública para el desarrollo de un mejor conocimiento. Pero en la Rusia actual falta por entero esta importante condición previa como en cualquier otra Estado totalitario. Pero donde es artificialmente trabado el libre intercambio de opiniones entre los pueblos, faltan también los medios para un entendimiento mutuo y las primeras condiciones para una cooperación fecunda.
La gran misión que tenemos hoy por delante, no es ningún problema de algunos grandes Estados, sino una cooperación metódica de todos los grupos étnicos bajo las mismas condiciones y los mismos derechos. Pero semejante alianza sólo es posible cuando no se está bajo el influjo de los intereses nacionales particulares, sino que se tiene en primer plano como objetivo el fomento de los intereses generales y se asegura a todo aliado las mismas aspiraciones a su desarrollo político, económico y social. Solamente una verdadera federación de los pueblos europeos es hoy capaz de nivelar las oposiciones hostiles entre los grupos étnicos europeos, que hasta aquí han sido engendradas y mantenidas por un nacionalismo tan estrecho como anticultural. Pero una federación de Europa es al mismo tiempo la primera condición previa y la única base para una futura federación mundial, que no puede ser alcanzada sin la agrupación orgánica de los pueblos europeos. Por eso es en extremo significativo que justamente Rusia se haya resistido hasta aquí más decididamente que nadie a tal solución y favorezca, por la instalación de una nueva esfera de poder militar y político en los países del oriente de Europa, que ya alcanza partes centrales del continente, el desmenuzamiento europeo, que desde hace siglos ha sido la causa eterna de todas las contradicciones hostiles.
Europa no es, según su situación geográfica, un continente especial como Africa, América y Australia, sino sólo una península de un gran continente asiático y no está separada de éste por una frontera natural. Por eso se trata hoy cada vez más de considerar la enorme masa territorial, que se extiende ininterrumpida en oriente desde el Océano Pacifico hasta el Océano Atlántico, como una unidad geográfica, que se denominaría Eurasia. Lo que ha hecho de Europa un continente especial en nuestra representación, no fueron las causas geográficas, sino las causas políticosociales. Las tribus y pueblos que han inmigrado ya en tiempos prehistóricos de Asia y Africa a Europa, se establecieron allí y se han desarrollado después de incontables mezclas raciales poco a poco a la condición de pueblos especiales y luego naciones, y estuvieron tan estrechamente ligadas en el curso de los tiempos por una civilización común que la historia de un grupo étnico europeo cualquiera no se puede ya comprender sin la historia de los otros. De este modo surgió una cultura europea general, que se trasplantó en tiempos ulteriores también a América del Norte y del Sur, a Australia y a grandes sectores de Africa. En el oriente de Europa el desarrollo de esta cultura ha sido influido durante siglos por las interferencias magólicas, mientras que en el Sur se hicieron sentir largo tiempo influencias arábigas y otras. Pero en general recibió esta cultura un sello singular y unitario con ricos matices y graduaciones locales que se distingue esencialmente de las diversas formaciones de la civilización en los pueblos asiáticos, pero que en los distintos grupos étnicos de Europa produjo un hondo parentesco interno que luego no pudo ser borrado ya por ninguna clase de contrastes nacionales.
El fenómeno se puede atribuir a diversas causas históricas, que se manifestaron todas en la misma dirección. Ante todo la poderosa expansión del Imperio romano sobre todas las partes entonces conocidas de Europa tuvo una influencia decisiva en la configuración cultural entera del continente europeo y de sus diversos grupos insulares, que se ha conservado hasta hoy en la legislación de la mayor parte de los pueblos europeos y en algunos otros dominios. En Roma se había condensado la herencia espiritual de Grecia, Asia Menor y Africa del Norte en una civilización de diversos elementos integrantes, y las conquistas de los romanos hicieron que sus conquistas materiales y espirituales hallasen en todas partes su cristalización. Esto les fue tanto más fácil cuanto que la escasa población de Europa en aquel tiempo se componía en gran parte de grupos étnicos cuyas primitivas formas de vida no podían oponer una gran resistencia a la civilización romana y poco a poco fueron absorbidos por ella. Las incontables invasiones ulteriores de los llamados bárbaros, en la época de las grandes migraciones de los pueblos, han expuesto la cultura superior de los romanos a menudo a más de un peligro, pero en última instancia no impidieron que aquellos pueblos fuesen penetrados cada vez más por su espíritu gracias al continuo contacto con el mundo romano.
Pero una influencia mayor aún sobre el desarrollo espiritual y cultural de Europa la tuvo la difusión del cristianismo en la forma que le dió la iglesia católica y que poco a poco penetró también en aquellos dominios que nunca habíán sido pisados por las legiones romanas. La iglesia no sólo había hecho suyas las ideas del cesarismo romano y las había reformado a su modo, sino que tomó también la herencia de una ramificada civilización que se había concentrado en Roma desde hacia muchos siglos y que en lo sucesivo prestó un vigoroso apoyo a las aspiraciones eclesiásticas de poder. Lo que había llevado a cabo el Estado romano en el dominio de la centralización política y de las concepciones jurídicas surgidas de ella, lo continuó la iglesia a su manera, dirigiendo el pensamiento de los europeos por nuevos caminos y tratando de entretejerlo en la fina red de sus dogmas teológicos. Sus agentes no eran ya los procónsules y gobernadores del Imperio romano, sino los sacerdotes y los monjes que estaban al servicio de la misma causa y penetraron hondamente hasta en los dominios más lejanos. Este nuevo poder se evidenció más fuerte que el dominio de los Césares, que se apoyaba únicamente en la superioridad militar de sus legiones, mientras que el poder de la iglesia se sostenía en las influencias psíquicas que reconciliaban a los hombres con su existencia terrestre y les daban la conciencia de que su destino está sometido a la voluntad de un poder superior, cuya benevolencia sólo podía ser transmitida por medio de la iglesia. Así se desarrolló en el curso de los siglos la civilización cristiana de Europa, que produjo entre los pueblos del continente una semejanza innegable de la aspiración y los aproximó interiormente en su acción y en su pensamiento.
Esta gran comunidad de la fe, no ligada a ninguna frontera política, hizo que también en épocas ulteriores, cuando se manifestaron las contracorrientes hostiles al poderío de la iglesia y los gobernantes temporales, también esas nuevas aspiraciones fueran inspiradas por un espíritu afín. Las mismas condiciones espirituales previas suscitaron en todas partes los mismos gérmenes de un nuevo pensamiento y condujeron con sorprendente simultaneidad a resultados afines. Las diferencias que se advirtieron en eso eran simplemente diferencias de grado, cimentadas por las condiciones locales, pero que no pudieron negar el parentesco interno de la esencia. Aunque la cultura europea pertenece a las formaciones más complicadas que han creado los hombres, no se puede desconocer en ningún período de su historia la unidad espiritual de su esencia. Todo gran acontecimiento que se haya manifestado en cualquier país de Europa, halló en todo momento una repercusión más fuerte o más débil en todos los otros países y se nos vuelve comprensible justamente por eso en sus conexiones internas.
Todas las grandes corrientes de pensamiento que tuvieron una influencia pasajera o duradera en el pensamiento y el sentimiento de los pueblos del continente, fueron fenómenos europeos, no nacionales. Induso el nacionalismo mismo no constituye una excepción, pues se desarrolló en todas partes en un período determinado de la historia europea y de los mismos motivos y presunciones. Toda manifestación en las dominios del pensamiento religioso y filosófico, toda nueva concepción sobre la significación de las formas políticas y sociales de vida, toda gran alteración en el ancho campo de las posibilidades económicas de existencia, toda nueva valoración estética en el dominio del arte y la literatura, todo progreso en la cíencia, toda nueva fase en el conocimiento del devenir natural, todos los grandes movimientos populares, el flujo y reflujo de las tendencias revolucionarias y reaccionarias del pensamiento - todo esto halla y halló una clara cristalización en el círculo entero de cultura a que pertenecemos y del que no podemos salir arbitrariamente. Los procesos externos de estos fenómenos no son en todas partes los mismos, es verdad, y reciben una coloración especial a menudo por la diversidad de las condiciones locales, pero el núcleo interno permanece siempre el mismo y para el observador atento es fácilmente reconocible.
Ningún individuo con visión interna pondrá en tela de juicio las conexiones vivientes en la vida de los pueblos de nuestro círculo de cultura. Las condiciones espirituales previas para una Europa federativa no hace falta que sean creadas primeramente, pues están dadas para cada pueblo desde hace largo tiempo y han sido acentuadas sin cesar por los espíritus mejores y más liberales de todas las naciones. Lo que hoy nos separa son principalmente contradicciones políticas y económicas, avivadas y alimentadas artificialmente por influencias tan absurdas como nefastas de las aspiraciones nacionalistas y de la política de fuerza, hasta que hoy se han vuelto finalmente una fatalidad.
Todo Estado nacional, en el momento en que dispone de la necesaria población para desarrollarse a la condición de gran Estado, ha intentado hasta aquí siempre subyugar el desarrollo económico de otros pueblos por la institución de esferas singulares de intereses y de fuerza, en lo cual los más débiles tuvieron que caer naturalmente bajo los rodajes. Esta tendencia es una de las características esenciales más importantes de toda política de la fuerza, y si los Estados menores, a consecuencia de la debilidad numérica de su población, no pueden hacer ningún uso de ella, su virtud supuesta, como lo advirtió una vez Bakunin justamente, hay que atribuirla principalmente a su impotencia. Pero allí donde consiguen una influencia mayor por el engrandecimiento territorial, siguen siempre las huellas de los grandes Estados, como lo ha mostrado bastante claramente el ejemplo de Polonia, de Rumania y de Servia.
Como el sistema del absolutismo monárquico había paralizado artificialmente durante siglos el desenvolvimiento de toda la economía europea por su reglamentación absurda de todas las ramas de producción y de todas las relaciones comerciales, así hizo el Estado nacional también en la época del capitalismo por sus constantes intromisiones en la vida económica de los pueblos: fue una fuente eterna de conmociones periódicas del equilibrio político y económico en Europa, que en la mayoría de los casos culminaron en guerras abiertas, pero sólo para comenzar de nuevo el eterno círculo de la ceguera, que debía entrañar siempre las mismas consecuencias. Por los tributos de importación y exportación, las altas tarifas y el estímulo y apoyo estatales a determinadas ramas de la industria y de la agricultura a costa de la población total, por la lucha ininterrumpida por el dominio de las materias primas y de los mercados y la explotación despiadada de los llamados pueblos coloniales, por la práctica del sistema del dumping y el desarrollo de grandes trusts y kartells favorecidos por los gobiernos, y por otros incontables medios de presión polítíca y económica, fue desmenuzado cada vez más el dominio económico general y echados los fundamentos de una ilimitada política de piratería que en su limitación egoísta no se sintió ligada a ninguna clase de principios éticos e hizo del poder brutal el punto de partida de todas sus aspiraciones. Pero como ningún poder puede ser mantenido a la larga con puros medios de violencia, está siempre obligado a justificar sus pretensiones con una determinada ideología, para enmascarar su verdadero carácter. Así se convirtió el nacionalismo en una religión política que suplantó el sentimiento personal del derecho por las concepciones jurídicas del Estado nacional y terminó en la fórmula: Wrong or right, my country! El azar del nacimiento se convirtió en punto de partida de la educación nacional, el hombre en recipiente de la nación, que le suplantó la conciencia ética del derecho y de la injusticia por fórmulas huecas, para las cuales no poseían ninguna validez las consideraciones humanas generales. El egoísmo nacional se convirtió en centro del pensamiento político, que determinaba todas las relaciones con los otros pueblos y rodeó a la propia nación con el nimbo sagrado de su carácter de pueblo escogido. Por eso no hay que maravillarse si en el yermo espiritual de las confusiones nacionalistas brotó también al fin aquella maleza como la idea del pueblo alemán de amos o de la maravillosa raza nórdica. Pero donde se instala la creencia en el carácter de pueblo escogido o selecto, germina ya la siembra de dragones de la insolencia, que menosprecia a todos los otros pueblos y los considera inferiores. Todo el resto se encuentra entonces por sí mismo, pues está en la naturaleza de todas las aspiraciones políticas del poder que sus representantes no se contenten con la creencia en su supuesta superioridad, sino que estén siempre inclinados, donde quiera que se les ofrece la ocasión para ello, a hacer sentir a los demás sus excelencias imaginarias.
En estas circunstancias no podía menos de ocurrir que la guerra abierta u oculta se manifestase como estado permanente de nuestra vida social, pues si la comunidad interna de nuestro circulo de cultura impulsaba siempre a una asociación federativa de los pueblos europeos, los representantes de la política de fuerza del nacionalismo encontraron continuamente nuevos medios y recursos para impedir una solución y socavar todo arreglo pacífico entre los diversos grupos étnicos. A donde debía conducir finalmente eso, la devastación de países enteros, la aniquilación salvaje de viejos focos de antigua cultura, la matanza cruel de millones de jóvenes en la flor de sus años y la miseria inenarrable de otros millones que han sido expulsados violentamente de su hogar, nos han dado una enseñanza intuitiva como el mundo no ha experimentado nunca antes en tal magnitud. El que, frente a ese terrible retroceso a la barbarie más brutal, no ha aprendido nada y nn ha olvidado nada y no hace uso de todos los medios para hacer posible a los pueblos una existencia digna de la condición humana en esta tierra y para proteger a la próxima generación ante los peligros que hoy han arrojado a un mundo entero en la muerte y la desgracia, no merece en verdad un destino mejor.
Si los portavoces del nacionalismo fuesen capaces todavía de un mejor conocimiento, el desarrollo de las cosas en el último siglo les habría tenido que mostrar claramente que todas sus aspiraciones se basan en un completo desconocimiento de los hechos políticos y sociales y que especialmente son una ficción vacia para los pueblos menores. En realidad, ¿qué significación tiene el sueño de una soberanía nacional y de una llamada independencia nacional en la época de una ilimitada política de fuerza de los grandes Estados, que intentan subordinar siempre los Estados menores a sus esferas de poder y a utilizarlos como vasallos de sus propios intereses? La mayor parte de las nacionalidades menores que han obtenido su supuesta independencia nacional favorecidas por la momentánea traslación de las condiciones del poder en Europa, han pasado de ese modo de la lluvia al chaparrón. Su soberanía política no les proporciona ninguna protección contra las pretensiones de los grandes Estados y no ha hecho sino volver más opresiva a menudo su situación. La casta de sus nuevos gobernantes y políticos profesionales puede haber logrado alguna ventaja de la unidad nacional, pero para los pueblos mismos la situación general no ha mejorado.
En verdad, ¿quién podría sostener que la situación del pueblo polaco bajo el dominio de Pilsudski y de los generales ha sido más envidiable que bajo el dominio extranjero de Rusia, Austria y Prusia? ¿Quién, realmente, querría afirmar que los húngaros disfrutaron bajo la dictadura de Horthy de una mayor libertad que bajo la dinastía de los Habsburgos? ¿Ha proporcionado la soberanía nacional de Yugoeslavia y de los otros Estados balcánicos a sus pueblos más libertad de movimiento y una mayor expansión de sus derechos y libertades? En la mayoría de los casos ha ocurrido precisamente lo contrario, y la propia dominación se mostró a menudo un mal peor aún que la extraña. Es verdad que hay gentes que no se dejan influir siquiera por tales hechos notorios. Heinrich Reine, como se sabe, dijo ya hace cien años de los alemanes que preferían dejarse apalear por un garrote propio en lugar de serlo por un garrote extraño. El que es tan modesto no debe maravillarse si le danza siempre en las costillas un garrote.
Hoy vemos una nueva repetición de los mismos hechos, sólo que los papeles fueron cambiados. Los mismos Estados soberanos de que se habló ya, cayeron completamente bajo la influencia de la esfera de poder rusa y no sólo han perdido enteramente su independencia nacional, sino también los últimos derechos que habían disfrutado antes.
Pero no sólo la situación política, sino también las condiciones económicas han empeorado esencialmente para la mayoría de aquellos pueblos desde su liberación nacional. De la primera guerra mundial han surgido en Europa nueve Estados soberanos nuevos. Todos esos países, que pertenecían antes a un dominio económico mayor, no solamente se vieron forzados a crear su propia economía, lo que ninguno de ellos ha logrado realmente, fuera de Checoeslovaquia, favorecida especialmente por sus extraordinarios tesoros naturales.
Pero tampoco los pueblos de los grandes Estados europeos hallaron nunca en su unidad nacional la protección y la seguridad que se les había prometido. Por la ciega política de la fuerza de sus gobiernos nacionales no sólo fueron recargados con nuevos impuestos y gabelas, que consumieron partes cada vez mayores de su ingresos nacionales, sino que fueron expuestos constantemente a los peligros de nuevas guerras, que son los resultados lógicos de la política de la fuerza.
El destino de Alemania y del Japón y las terribles heridas que ha abierto la pasada guerra mundial a todos los pueblos, pequeños y grandes, debería quitar la venda de los ojos finalmente a todo el que tiene una honrada voluntad de hallar una salida del laberinto actual de errores, y mostrarle qué es lo que pasa con la soberanía nacional, que no ofrece a ningún pueblo seguridad efectiva y expone su existencia siempre a nuevas catástrofes, que socavan constantemente todo desarrollo pacífico de sus posibilidades de vida. La independencia politica y social de los grupos étnicos nacionales será siempre una utopía, mientras falten las condiciones económicas previas y una próspera y pacífica convivencia sea impedida continuamente por las intrigas de las aspiraciones políticas del poder y de la manía nacionalista de grandezas.
Una Europa federada con un dominio económico unitario, al que no se niegue acceso a ningún pueblo mediante barreras artificiales, es por tanto, después de todas las amargas experiencias del pasado, el único camino viable que puede conducir del aire mefítico de las condiciones actuales al aire libre. Sólo por este medio se puede abrir el camino a una verdadera reforma de la vida de los pueblos que ponga un alto a toda política de fuerza y lleve en sí al mismo tiempo todos los gérmenes para producir cambios ulteriores en el organismo general de nuestra vida social y poner término a la explotación económica de los individuos y de los pueblos. Mientras se considere el trabajo simplemente como mercancía, que se puede canjear por cualquier otra mercancía, y se desconozca la profunda significación ética de toda creación humana de manera tan burda, la economía será siempre una cosa en sí, que garantiza todas las ventajas a una pequeña capa superior, ventajas de que están excluídas las grandes masas en todo pueblo. Sólo una colaboración cooperativa de los hombres, no sometida a la arbitrariedad de los grupos monopolistas ni de la burocracia del Estado, puede facilitar la producción de valores económicos en la misma medida a todos y asegurar a cada uno de los miembros de los diversos grupos étnicos una existencia digna, sin poner barreras a la libertad personal, que tan sólo puede desarrollarse plenamente en esas condiciones.
Justamente las últimas conquistas de la investigación científica muestran clara y nítidamente que tal estado de cosas no pertenece ya al reino de la utopia, sino que más bien tiene que convertirse en una necesidad ineludible de nuestra vida social, si no queremos comprometer delictuosamente la decadencia de toda nuestra humanidad y de toda civilización. De todos nosotros dependerá que la bomba atómica, que se ha convertido en cuadro de terror de la época, se convierta en fatalidad para la humanidad o que el empleo técnico de las energias atómicas para fines de paz y para el bienestar general, se vuelva punto de partida de una nueva época de nuestra historia. Los signos están dados, y lo que importa es el camino que hemos de tomar.
Una federación de pueblos europeos, o al menos los primeros rudimentos de ella, es la condición previa para el desarrollo de una federación mundial, que pueda asegurar también a los llamados pueblos coloniales los mismos derechos y aspiraciones a su pleno dominio humano. Alcanzar este objetivo no será fácil, pero el comienzo debe ser hecho, si no queremos avanzar ciegamente a un nuevo abismo. Y ese comienzo tiene que partir de los pueblos mismos. Para eso hace falta ante todo un nuevo conocimiento y la firme voluntad de un nuevo devenir. Pues hoy más que nunca tiene validez la frase del historiador francés Edgard Quinet:
Los pueblos se levantarán tan sólo cuando llegue a su conciencia plenamente la profundidad de su caída.
Rudolf Rocker.
Crompond, N. Y., abril de 1946.
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