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CAPÍTULO TERCERO
He dicho que la mala conciencia de los burgueses ha paralizado desde principios de siglo todo el sentimiento intelectual y moral de la burguesía; pues bien, reemplazo la palabra paralización por desnaturalización, porque sería injusto decir que ha habido paralización o ausencia de movimiento en un espíritu que, pasando de la teoría a la aplicación de ciencias positivas, ha creado todos los milagros de la industria moderna, como los vapores, los ferrocarriles y el telégrafo, por una parte, y por otra, una ciencia nueva, la estadística, e impulsando la economía política y la historia crítica del desarrollo de la riqueza y de la civilización de los pueblos hasta sus últimos resultados, ha puesto las bases de una filosofía nueva, el socialismo, que no es otra cosa, desde el punto de vista de los intereses exclusivos de la burguesía, más que un sublime suicidio, la negación del mundo burgués.
La paralización no vino hasta después de 1848, cuando asustada del resultado de sus primeros trabajos, la burguesía se echó ciegamente atrás y, para conservar sus bienes, renunció a todo pensamiento y a toda voluntad, se sometió al protectorado militar y se entregó en cuerpo y alma a la más completa reacción. Desde esa época no ha inventado nada y ha perdido, con el valor, hasta el poder creador. No tiene ni el poder ni el espíritu de la conservación, porque todo lo que ha hecho y lo que hace por su bien la empuja fatalmente al abismo.
Hasta 1848 estuvo aún llena de vigor. Sin duda, su espíritu no tenía esa savia vigorosa que en el siglo XVI y en el siglo XVIII la habían hecho crear un mundo nuevo; no era el espíritu heroico de una clase que había tenido todas las audacias, porque tenía necesidad de conquistar; era el espíritu sabio y reflexivo de un nuevo propietario que, después de haber adquirido un bien ardientemente deseado, le hace prosperar y valer. Lo que caracteriza sobre todo el espíritu burgués en la primera mitad de este siglo, es una tendencia casi exclusivamente utilitaria.
Se le ha reprochado, y se ha hecho mal; yo pienso, por el contrario, que ha prestado un último y gran servicio a la humanidad, practicando, más con el ejemplo, que con teorías, el culto, o mejor dicho, el respeto a los intereses materiales. En el fondo, estos intereses han prevalecido siempre en el mundo, pero se han manifestado constantemente bajo la forma de un idealismo hipócrita o malsano que los ha transformado en intereses malos e inicuos.
Cualquiera que se haya ocupado un poco de historia, se habrá percatado de que en el fondo de las luchas religiosas y teológicas más abstractas, más sublimes y más ideales, hay siempre algún gran interés material. Todas las guerras de razas, de naciones, de Estados y de clases, no han tenido jamás otro objetivo que la dominación, condición y garantía necesarias de la posesión y del goce. La historia humana, desde ese punto de vista, no es más que la continuación del gran combate por la vida que, según Darwin, constituye la fe fundamental de la naturaleza orgánica.
En el mundo animal, este combate se hace sin ideas y sin frases y también sin solución; mientras exista la Tierra, el mundo animal se devorará entre sí; esta es la condición natural de la vida. Los hombres, animales carnívoros por excelencia, han empezado su historia por la antropofagia y tienden hoy a la asociación universal, a la producción y al goce colectivo. Pero entre estos dos términos, ¡qué tragedia existe tan sangrienta y horrible! Y aún no hemos acabado con esa tragedia. Después de la antropofagia vino la esclavitud, después el servilismo, después el servilismo asalariado, al cual debe suceder primero el día terrible de la justicia, y más tarde, la era de la fraternidad.
He aquí fases por las cuales el combate animal por la vida se transforma gradualmente, en la historia, en la organización humana de la vida. Y en medio de esta lucha fratricida de los hombres contra los hombres, en este encarnizamiento mutuo, en este servilismo y en esta explotación de los unos por los otros, que, cambiando de nombre y de forma, se ha mantenido a través de todos los siglos hasta los nuestros, ¿qué papel desempeña la religión?
Ha santificado siempre la violencia y la ha transformado en derecho. Ha transportado a un cielo ficticio la humanidad, la justicia y la fraternidad, para dejar sobre la Tierra el reinado de la iniquidad y de la brutalidad; bendijo a los malvados, y para hacerlos aún más felices, predicó la resignación y la obediencia a sus innumerables víctimas, los pueblos. Y cuanto más sublime aparecía el ideal que adoraba en el cielo, más horrible aparecía la realidad de la Tierra, porque éste es el carácter propio de todo idealismo, tanto religioso como metafísico: despreciar el mundo real, y, despreciándolo, explotarlo, de donde resulta que tanto idealismo engendra necesariamente la hipocresía.
El hombre es materia, y no puede impunemente despreciar la materia. Es un animal, y no puede destruir la bestialidad, pero puede y debe transformarla y humanizarla por medio de la libertad, es decir, por la acción combinada de la justicia y de la razón; pero siempre que el hombre ha querido hacer abstracción de su bestialidad, se ha convertido en el juguete, el esclavo y con frecuencia, el servidor hipócrita; testigo de esto, los sacerdotes de la religión más ideal y más absurda del mundo: el catolicismo.
Comparad su conocida obscenidad con el juramento de castidad; comparad su codicia insaciable con su doctrina de renuncia a todos los bienes de este mundo, y confesad que no existen seres tan materialistas como esos predicadores del idealismo cristiano. En esta hora, ¿cuál es la cuestión que agita a toda la Iglesia? Es la conservación de sus bienes, que amenaza confiscar en todas partes esa otra Iglesia, expresión del idealismo político, el Estado.
El idealismo político no es ni menos absurdo, ni menos pernicioso, ni menos hipócrita que el idealismo de la religión, del cual no es nada más que una forma diferente, la expresión o la aplicación terrestre o mundana. El Estado es el hermano menor de la Iglesia, y el patriotismo, esa virtud y ese culto del Estado, no es otra cosa que un reflejo del culto divino.
El hombre virtuoso, según los preceptos de la escuela ideal, religiosa y política a la vez, debe servir a Dios y ser devoto del Estado, y el utilitarismo burgués de esa doctrina es el que comenzó a hacer justicia desde el principio de este siglo.
(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 14 de abril de 1869).
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