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Capítulo 11
Sanción económica.
Federación agrícola-industrial
Sin embargo, no está dicha la última palabra. Por justa y severa que sea en su lógica la constitución federal, por garantías que en su aplicación ofrezca, no se sostendrá por sí misma mientras no deje de encontrar incesantes causas de disolución en la economía pública. En otros términos, es preciso dar por contrafuerte al derecho político el derecho económico. Si están entregadas al azar y la ventura la producción y la distribución de la riqueza; si el orden federal no sirve más que para la protección y el amparo de la anarquía mercantil y capitalista; si por efecto de esa falsa anarquía la sociedad permanece dividida en dos clases, la una de propietarios-capitalistas-empresarios y la otra de jornaleros, la una de ricos y la otra de pobres, el edificio político será siempre movedizo. La clase jornalera, la más numerosa y miserable, acabará por no ver en todo sino un desengaño; los trabajadores se coligarán a su vez contra los burgueses, y estos, a su vez, contra los trabajadores; y degenerará la Confederación, si el pueblo es el más fuerte, en democracia unitaria; si triunfa la burguesía, en monarquía constitucional.
Para prevenir esa eventualidad de una guerra social se han constituido, como se ha dicho en el capítulo anterior, los gobiernos fuertes, objeto de la admiración de los publicistas, a cuyos ojos no son las confederaciones sino bicocas incapaces de defender el poder contra las agresiones de las masas, o, lo que es lo mismo, la obra del gobierno contra los derechos del pueblo. Porque, lo repetiré otra vez, no hay que hacerse ilusiones: todo poder ha sido establecido, toda ciudadela construida y todo ejército organizado, tanto contra lo de dentro como contra lo de fuera. Si el Estado tiene por objeto hacerse dueño de la sociedad, y el pueblo está destinado a servir de instrumento a sus empresas, preciso es reconocerlo, el sistema federal no es comparable con el unitario. En él, ni el poder central a causa de su dependencia, ni la multitud a causa de su división, pueden nada contra la libertad pública. Los suizos, después de haber vencido a Carlos el Temerario fueron durante mucho tiempo el primer poder militar de Europa. Mas como formaban una confederación, aunque capaz de defenderse contra el extranjero, como se ha visto, inhábil para la conquista y los golpes de Estado, han sido una República pacífica, el más inofensivo y el menos emprendedor de los pueblos. La Confederación germánica ha tenido también bajo el nombre de Imperio sus siglos de gloria; pero como el poder imperial carecía de centro y de fijeza, la confederación ha sido destrozada y dislocada, y la nacionalidad puesta en grave peligro. La Confederación de los Países Bajos se ha disuelto a su vez al contacto de las potencias centralizadas. Es inútil mencionar la confederación italiana. Sí, de seguro, si la civilización, si la economía de las sociedades debiese permanecer en el statu quo antiguo, valdría más para los pueblos la unidad imperial que la federación.
Todo, empero, anuncia que los tiempos han cambiado, y que tras la revolución de las ideas ha de venir como su consecuencia legítima la de los intereses. El siglo XX abrirá la era de las federaciones (1), o la humanidad comenzará de nuevo un purgatorio de mil años. El verdadero problema que hay que resolver no es en realidad el político, sino el económico. Por su solución, nos proponíamos en 1848, mis amigos y yo, continuar la obra revolucionaria de febrero. La democracia estaba en el poder; el gobierno provisional no tenía más que obrar para salir airoso; hecha la revolución en la esfera del trabajo y de la riqueza, no había de costar nada realizarla después en el gobierno. La centralización, que habría sido necesario destruir más tarde, habría sido por de pronto de poderosa ayuda. Nadie, por otra parte, en aquella época, como no sea el que escribe estas líneas y se había declarado anarquista ya en 1840, pensaba en atacar la unidad ni en pedir la federación.
Los prejuicios democráticos hicieron que se siguiese otro camino. Los políticos de la antigua escuela sostuvieron y sostienen todavía que la verdadera marcha que hay que seguir en materia de revolución social es empezar por el gobierno y ocuparse después a su sabor de la propiedad y del trabajo. Negándose así la democracia, después de haber suplantado la clase media y arrojado a los Reyes, sucedió lo que no podía menos de suceder. Vino el Imperio a imponer silencio a esos charlatanes sin plan; después de lo cual se ha hecho la revolución económica en sentido inverso de las aspiraciones de 1848, y la libertad ha corrido grandes peligros.
Se comprenderá que no voy, a propósito de federación, a presentar el cuadro de las ciencias económicas, ni a manifestar al pormenor todo lo que debiera hacerse en este orden de ideas. Diré simplemente que el gobierno federativo, después de haber reformado el orden político, ha de emprender necesariamente, para completar su obra, una serie de reformas en el orden económico. He aquí, en pocas palabras, en qué consisten estas reformas.
Del mismo modo que, desde el punto de vista político, pueden confederarse dos o más Estados independientes para garantirse mutuamente la integridad de sus territorios o para la protección de sus libertades, desde el punto de vista económico cabe confederarse, ya para la protección recíproca del comercio y de la industria, que es la que se llama unión aduanera, ya para la construcción y conservación de las vías de transporte, caminos, canales, ferrocarriles, ya para la organización del crédito, de los seguros, etc. El objeto de esas federaciones particulares es sustraer a los ciudadanos de los Estados contratantes a la explotación plutocrática, tanto de dentro como de fuera; forman por su conjunto, en oposición el feudalismo económico que hoy domina, lo que llamaré federación agrícola-industrial.
No desenvolveré este asunto desde ningún punto de vista. Sobrado sabrá lo que quiero decir el público que sigue hace quince años el curso de mis trabajos. El feudalismo financiero e industrial se propone consagrar por medio del monopolio de los servicios públicos, del privilegio de la instrucción, de la extremada división del trabajo, del interés de los capitales, de la desigualdad del impuesto la degradación política de las masas, la servidumbre económica o asalariado; en una palabra, la desigualdad de condiciones y de fortunas. La federación agrícola-industrial, por el contrario, tiende a acercarse cada día más a la igualdad por medio de la organización de los servicios públicos hechos al más bajo precio posible por otras manos que las del Estado, por medio de la reciprocidad del crédito y de los seguros, por medio de la garantía de la instrucción y del trabajo, por medio de la igualdad en el impuesto, por medio de una combinación industrial que permita a cada trabajador pasar de simple peón a industrial y artista, de jornalero a maestro.
Es evidente que una revolución de esta índole no puede ser obra ni de una monarquía burguesa ni de una democracia unitaria; lo puede ser tan sólo de una federación. No resulta del contrato unilateral o de beneficencia, no de instituciones de caridad, sino del contrato sinalagmático y conmutativo (2).
Considerada en sí misma, la idea de una federación industrial que venga a servir de complemento y sanción a la política está ostensiblemente confirmada por los principios de la economía política. Es la aplicación en su más alta escala de los principios de reciprocidad, de división del trabajo y de solidaridad económica, principios que resultarían entonces convertidos en leyes del Estado por la voluntad del pueblo.
En hora buena que el trabajo permanezca libre; en hora buena que se abstenga de tocarlo el poder, que le es aún más funesto que el comunismo. Pero las industrias son hermanas, son las unas parte de las otras, no sufre una sin que las demás no sufran. Fedérense, pues, no para absorberse y confundirse, sino para garantirse mutuamente las condiciones de prosperidad que les son comunes y no pueden constituir el monopolio de ninguna. Celebrando un pacto tal, no atentarán contra su libertad; no harán sino darle más certidumbre y fuerza. Sucederá con ellas lo que en el Estado con los poderes, y en los seres animados con sus órganos, cuya separación es precisamente lo que constituye su poder y su armonía.
Así, ¡cosa admirable!, la zoología, la economía y la política están aquí de acuerdo para decirnos: la primera, que el animal más perfecto, el que está mejor servido por sus órganos, y, por consiguiente, el más activo, el más inteligente y el mejor constituido para dominar a los otros, es aquel cuyas facultades y cuyos miembros estén más especializados, más seriados, más coordinados; la segunda, que la sociedad más productiva, más rica, más preservada de la hipertrofia y del pauperismo, es aquella en que el trabajo está mejor dividido, la competencia es más completa, el cambio más leal, la circulación más reguIar, el salario más justo, la propiedad más igual, y las industrias todas están mejor garantidas las unas por las otras; la tercera, por fin, que el gobierno más libre y más moral es aquel en que los poderes están mejor divididos, la administración mejor distribuida, la independencia de los grupos más respetada, las autoridades provinciales, las cantonales, las municipales, mejor servidas por la autoridad central; en una palabra, el gobierno federativo.
Así, del mismo modo que el principio monárquico o de autoridad tiene por primer corolario la asimilación o la incorporación de los grupos que se va agregando -en otros términos, la centralización administrativa, lo que podría aún llamarse la comunidad de la familia política-; por segundo corolario, la indivisión del poder, por otro nombre el absolutismo; por tercer corolario, el feudalismo agrario e industrial; el principio federativo, liberal por excelencia, tiene por primer corolario la independencia administrativa de las localidades reunidas; por segundo, la separación de los poderes en cada uno de los Estados soberanos; por tercero, la federación agrícola-industrial.
En una República sentada sobre tales cimientos se puede decir que la libertad está elevada a su tercera potencia y la autoridad reducida a su raíz cúbica. La primera, en efecto, crece con el Estado; en otros términos, se multiplica con las federaciones; la segunda, subordinada de escalón en escalón, no aparece en su plenitud sino en el seno de la familia, donde está templada por el doble amor conyugal y el paterno.
Necesitábase indudablemente, para adquirir el conocimiento de esas grandes leyes, de una larga y dolorosa experiencia; necesitábase quizá también, antes que llegara a la libertad, que pasara nuestra especie por las horcas caudinas de la servidumbre. A cada edad, su idea; a cada época, sus instituciones.
Pero ha llegado la hora. La Europa entera pide a grandes voces la paz y el desarme. Y como si nos estuviese reservada la gloria de tan gran beneficio, vuelve todo el mundo los ojos a Francia y espera de nuestra nación la señal de la felicidad común.
Los príncipes y los Reyes, tomados al pie de la letra, son ya de otros tiempos: los hemos constitucionalizado, y se acerca el día en que no sean sino presidentes federales. Habrán concluido entonces las aristocracias, las democracias y todas las cracias posibles, verdaderas gangrenas de las naciones, espantajos de la libertad. ¿Tiene ni siquiera idea de la libertad esa democracia que se llama liberal y anatematiza el federalismo y el socialismo, como lo hicieron en 1793 sus padres? Pero el período de prueba debe tener un término. Empezamos a razonar ya sobre el pacto federal: no creo que sea conjeturar mucho de la estupidez de la presente generación asignar el retorno de la justicia al cataclismo que la barra.
En cuanto a mí, cuya palabra ha tratado de ahogar cierta parte de la prensa, ya por medio de un calculado silencio, ya desfigurando mis ideas e injuriándome, sé bien que puedo dirigir a mis adversarios el siguiente reto:
Todas mis ideas económicas, elaboradas durante veinte años, están resumidas en esas tres palabras: Federación agrícola-industrial;
Todas mis miras políticas, en una fórmula parecida: Federación política o Descentralización;
Y como yo no hago de mis ideas un instrumento de partido ni un medio de ambición personal, todas mis esperanzas para lo presente y lo futuro están también resumidas en este tercer término, corolario de los dos anteriores: Federación progresiva.
Desafío a quien quiera que sea a que haga una profesión de fe más limpia, de mayor alcance y al mismo tiempo de mayor moderación; voy más allá: desafío a todo amigo de la libertad y del derecho a que la rechace.
Notas
(1) He escrito en alguna parte (De la Justicia en la Revolución y en la Iglesia, estudio 4. nota) que en el año 1814 se había abierto la era de las constituciones en Europa. La manía de contradecir ha hecho que esta proposición haya sido silbada por gentes que, mezclando a troche y moche en sus diarias divagaciones historia y política, negocios e intrigas, ignoran hasta la cronología de su siglo. Pero no es eso lo que por de pronto me interesa. La era de las constituciones, que no puede ser más real ni estar más perfectamente designada, es análoga a la era actiaca indicada por Augusto después de la victoria que ganó en Accio, sobre Antonio, y coincide con el año 30 antes de Jesucristo. Esas dos eras, la actiaca y la de las constituciones, tienen de común que ambas han indicado una renovación general en política, en economía, en derecho público, en libertad y sociabilidad generales. Ambas han inaugurado un período de paz, ambas han patentizado la conciencia que tenían los contemporáneos de la revolución general que se verificaba y la voluntad que tenían los jefes de nación de prestarle su concurso. La era actiaca, sin embargo, deshonrada por las orgías imperiales, está completamente olvidada: fue del todo eclipsada por la era cristiana, que sirvió para marcar la misma renovación de una manera mucho más moral, más popular y más grandiosa. Lo mismo ha de suceder con la llamada era de las constituciones: desaparecerá a su vez ante la era federativa y social, cuya idea profunda y popular ha de destronar la idea burguesa y moderantista de 1814.
(2) Hará esto evidente un cálculo sencillo. La instrucción media para ambos sexos en un Estado libre exige por lo menos un período de enseñanza de diez a doce años, y, por tanto, la asistencia a las escuelas del quinto de la población total; es decir, en Francia, de siete millones y medio de individuos entre varones y hembras, puesto que asciende hoy el número de habitantes a treinta y ocho millones. En los países en que los matrimonios son muy fecundos, como en América, la proporción es todavía más considerable. Trátase, por consiguiente, de dar a siete millones y medio de individuos de ambos sexos la instrucción literaria, científica, moral y profesional, dentro de límites razonables que nada habían de tener de aristocráticos. Ahora bien: ¿cuál es en Francia el número de individuos que frecuentan las escuelas de segunda enseñanza y las superiores? Según la estadística de monsieur Guillard, ciento veintisiete mil cuatrocientos setenta y cuatro. Todos los demás, en número de siete millones trescientos setenta mil quinientos veinticinco, están condenados a no pasar jamás de la escuela de instrucción primaria. Falta, empero, mucho para que la frecuenten todos: las juntas de quintas nos dan cada año un número creciente de ciudadanos que no conocen las primeras letras. Pregunto ahora: ¿Adónde irían a parar nuestros gobernantes si debiesen resolver ese problema de dar una instrucción media a siete millones trescientos setenta mil quinientos veinticinco individuos, sobre los ciento veintisiete mil cuatrocientos setenta y cuatro que asisten a las escuelas? ¿Qué pueden en esto ni el pacto unilateral de una monarquía de la burguesía, ni el contrato de beneficencia de un imperio paternal, ni la caridad de la Iglesia, ni los consejos de previsión de Malthus, ni las esperanzas del libre cambio? Los mismos comités de salud pública, con todo su vigor revolucionario, fracasarían en semejante empresa. No podría realizársela sino por medio de una combinación del aprendizaje y la asistencia a la escuela, que convirtiese en productor a cada uno de los alumnos; lo que presupone una federación universal. No conocemos otro hecho más a propósito para confundir y aplastar la vieja política.
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