Indice de ¿Qué es la propiedad? de Pierre Joseph Proudhon Capítulo tercero. V. Del trabajo. El trabajo conduce a la igualdad de la propiedad.Capítulo tercero - VII Del trabajo. La desigualdad de facultades es la condición necesaria de la realidad de fortunas.Biblioteca Virtual Antorcha

¿Qué es la propiedad?
Investigaciones sobre el principio del derecho y del gobierno

Pierre Joseph Proudhon

CAPÍTULO TERCERO
Del trabajo como causa eficiente del derecho de propiedad
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VI. DEL TRABAJO
QUE EN LA SOCIEDAD TODOS LOS SALARIOS SON IGUALES


Cuando los sainmmonianos, los fourieristas, y en general todos los que en nuestros días se ocupan de economía social y de reforma, inscriben en su bandera: A cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras (Saint-Simón). A cada uno según su capital, su trabajo y su capacidad (Fourier) entienden, aunque no lo expresen de un modo terminante, que los productos de la Naturaleza, fecundada por el trabajo y por la industria, son una recompensa, un premio, concedido a toda clase de preeminencias y superioridades. Consideran que la tierra es un inmenso campo de lucha, en el cual la victoria se alcanza no tanto por el manejo de la espada, o por la violencia y la traición, como por la riqueza adquirida, por la ciencia, por el talento, por la virtud misma. En una palabra, entienden, y con ellos todo el mundo, que a la mayor capacidad se debe la más alta retribución, y sirviéndome del estilo comercial, que tiene la ventaja de ser exacto, que los beneficios deben ser proporcionados a las obras y a las capacidades.

Los discípulos de los dos supuestos reformadores no pueden negar que tal es su pensamiento, porque si lo intentasen, se pondrían en contradicción con sus textos oficiales y romperían la unidad de sus sistemas.

Por lo demás, semejante negación por su parte no es de temer: las dos sectas se atribuyen la gloria de plantear en principio la desigualdad de las condiciones, de acuerdo con las analogías de la naturaleza que, dicen, ha querido ella misma la desigualdad de las capacidades; no se jactan más que de una cosa, de hacer de tal modo, por su organización política, que las desigualdades sociales estén siempre de acuerdo con las desigualdades naturales. En cuanto a la cuestión de saber si la desigualdad de las condiciones, quiero decir de los salarios, es posible, ellas no se inquietan tampoco por fijar la métrica de las capacidades (1).

A cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras. A cada uno según su capital, su trabajo y su talento.

Después de la muerte de Saint-Simón y del silencio de Fourier, ninguno de sus numerosos adeptos ha intentado dar al público una demostración científica de esta gran máxima; y me atrevo a apostar ciento contra uno a que ningún fourierista sospecha siquiera que ese aforismo biforme es susceptible de dos interpretaciones diferentes.

A cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras. A cada uno según su capacidad, su trabajo y su talento.

Esta proposición, pretenciosa y vulgar, tomada, como suele decirse, in sensu obvio, es falsa, absurda, injusta, contradictoria, hostil a la libertad, fautora de tiranía, antisocial, y ha sido concebida necesariamente bajo la influencia categórica del prejuicio capitalista.

Desde luego, hay que eliminar el capital como elemento de la retribución que se reclama. Los fourieristas, según he podido apreciar estudiando algunas de sus obras, niegan el derecho de ocupación y no reconocen más principio de propiedad que el trabajo. Sentada esta premisa, hubieran comprendido, si fuesen lógicos, que un capital sólo produce a su propietario en virtud del derecho de ocupación, y por consiguiente, que tal producción es ilegítima. En efecto, si el trabajo es el único fundamento de la propiedad, dejo de ser propietario de mi campo en cuanto haya un arrendatario que lo explote, aunque me abone la renta. Lo he demostrado ya hasta la saciedad. Esto mismo sucede con todos los capitales, porque emplear un capital en una empresá es, con arreglo a estricto derecho, cambiar ese capital por una suma equivalente de productos. No éntraré en tal discusión, por demás inútil en este lugar, por proponerme tratar a fondo en el capítulo siguiente de lo que se llama la producción de un capital.

El capital, pues, es susceptible de cambio; pero no puede ser, en ningún caso, fuente de utilidades. Quedan simplemente el traba;o y el talento, o como dice Saint-Simon las obras y las capacidades; voy a examinar ambos elementos uno tras otro.

¿Deben ser las utilidades proporcionadas al trabajo? En otros términos, ¿es justo que quien más haga más gane? Ruego al lector que ponga en este punto toda su atención.

Para resolver de una vez el problema, basta enunciar la cuestión en esta forma: ¿es el trabajo una condición o una guerra? La respuesta no parece dudosa. Dios dijo al hombre: ganarás el pan con el sudor de tu rostro; es decir, tú mismo producirás tu pan; trabajarás con esfuerzo mayor o menor, según sepas dirigir y combinar tus facultades. Dios no ha dicho: disputarás el pan a tu prójimo, sino: trabajarás a su lado y juntos viviréis en paz. Fijemos el sentido de esta ley, cuya extremada sencillez puede prestarse al equívoco.

Preciso es distinguir en el trabajo dos cosas: la asociación y la materia explotable. Los trabajadores, en cuanto están asociados, son iguales, e implica una contradicción el que a uno se le pague más que a otro, porque no pudiendo pagarse el producto de un trabajador sino con el producto de otro trabajador, si ambos productos son desiguales, el exceso, o sea la diferencia del mayor al menor, no es adquirido por la sociedad, y por consiguiente, no habiendo cambio, en nada afecta esta diferencia a la igualdad de los salarios. Resultará, si se quiere, una igualdad natural para el trabajador más fuerte, pero una desigualdad social en cuanto no hay para nadie perjuicio de su fuerza ni de su energía productiva. En una palabra, la sociedad sólo cambia productos iguales, es decir, paga únicamente los trabajos realizados en su beneficio; por consiguiente, retribuye lo mismo a todos los trabajadores. Que uno pueda producir más que otro fuera de la sociedad, importa tanto a ésta como la diferencia del tono de su voz y la del color de su pelo.

Quizá parezca que acabo de establecer yo mismo el principio de la desigualdad: todo lo contrario. Siendo la suma de los trabajos realizados para la sociedad tanto mayor cuanto más numerosos son los trabajadores y cuanto más limitada esté la labor de cada uno, síguese de ahí que la desigualdad natural se neutraliza a medida que la asociación se extiende produciéndose socialmente una mayor cantidad de productos. De manera que en la sociedad lo único que podría mantener la desigualdad del trabajo es el derecho de ocupación, el derecho de propiedad.

Supongamos que esta labor social diaria, ya consista en sembrar, cavar, segar, etcétera, es de dos decámetros cuadrados, y que el término medio de tiempo necesario para realizarla es de siete horas. Algún trabajador la terminará en seis, otro en ocho, la mayor parte empleará siete; pero con tal que cada uno preste la cantidad de trabajo exigido, cualquiera que sea el tiempo que emplee, tendrá derecho a la igualdad de salario.

El trabajador capaz de hacer su labor en seis horas, ¿tendrá derecho, bajo pretexto de su mayor fuerza y de su superior aptitud, a usurpar la tarea al trabajador menos hábil, y de arrebatarle así el trabajo y el pan? ¿Quién se atreverá a sostenerlo? Quien acabe antes que los otros podrá descansar, si quiere; podrá entregarse, para entretener sus fuerzas y cultivar su espíritu, a ejercicios y trabajos útiles; pero deberá abstenerse de prestar sus servicios a los débiles con miras interesadas. El vigor, el genio, la actividad y todas las ventajas personales que estas circunstancias originan, son obra de la Naturaleza y hasta cierto punto del individuo. La sociedad hace de ellas el aprecio que merecen, pero la retribución debe ser proporcionada, no a lo que puedan hacer, sino a lo que produzcan. El producto de cada uno está limitado por el derecho de todos.

Aun en el caso de que la extensión del suelo fuese infinita y la cantidad de materias de explotación inagotable, tampoco se podría practicar la máxima de a cada uno según su trabajo. ¿Por qué? Porque aun en tal supuesto, la sociedad, cualquiera que sea el número de los individuos que la componen, sólo puede dar a todos el mismo salario, puesto que les paga con sus propios productos. Lo que sí ocurriría es que no habiendo posibilidad de impedir a los más vigorosos el ejercicio de su actividad, serían mayores, aun dentro de la igualdad social, los inconvenientes de la desigualdad natural. Pero la tierra, teniendo en cuenta la fuerza productiva de sus habitantes y de su progresiva multiplicación, es muy limitada. Por otra parte, el trabajo social es fácil de realizar en razón de la inmensa variedad de productos y de la extremada división del trabajo. Pues bien; la limitación de la producción y al propío tiempo la facilidad de producir, imponen la ley de igualdad absoluta.

La vida es, en efecto, un combate; pero no del hombre contra el hombre, sino del hombre contra la Naturaleza, y cada uno de nosotros debe arriesgarse en él. Si en la lucha acude el fuerte en socorro del débil, su esfuerzo merecerá aplausos y amor, pero tal auxilio debe ser libremente prestado, no exigido por la fuerza ni puesto a precio. Para todos el camino es el mismo, ni demasiado largo ni demasiado difícil; quien le sigue encuentra su recompensa a su terminación; pero no es necesario, no es indispensable llegar el primero.

En la imprenta, donde los trabajadores están de ordinario atendiendo a su ocupación respectiva, el obrero cajista recibe un tanto por cada millar de letras compuestas, el obrero maquinista un tanto por igual cantidad de pliegos impresos. En ese oficio, como en todos, se observan las desigualdades del talento y de la habilidad. Cada cual es libre de desarrollar su actividad y de ejercitar sus facultades: quien más hace más gana; quien hace menos gana menos. Si el trabajo disminuye, cajista y maquinista se lo distribuyen equitativamente. Quien pretenda acapararlo todo es rechazado como si se tratara de un ladrón o de un negrero.

Hay en esta conducta de los tipógrafos una filosofía que no alcanzan a comprender economistas ni jurisperitos. Si nuestros legisladores hubieran inspirado sus códigos en el principio de justicia distributiva que se practica en las imprentas, si hubieran observado los instintos populares, no para imitarlos servilmente, sino para reformarlos y generalizarlos, hace tiempo que la libertad y la igualdad estarían aseguradas sobre bases indestructibles y no se discutiría más acerca del derecho de propiedad y de la necesidad de las diferencias sociales.

Se ha calculado que si el trabajo estuviera repartido entre el número de individuos útiles, la duración media de la labor diaria no excedería en Francia de cinco horas. ¿Y hay quien se atreva a hablar de esto, de la desigualdad de los trabajadores? El principio de a cada uno según su trabajo, interpretado en el sentido de quien más trabaje más debe recibir, supone, por tanto, dos hechos evidentemente falsos; el uno de economia, a saber: que en un trabajo social las labores pueden ser desiguales; el segundo de física, a saber: que la cuantía de la producción es ilimitada.

Pero se dirá: ¿y si alguno no quisiera hacer más que la mitad de su trabajo? ¿Cómo resolver tal dificultad? La mitad del salario habría de bastarle, y estando retribuido según el trabajo realizado, ¿de qué podría quejarse? ¿Qué perjuicio causaría a los demás? En este sentido sería justo aplicar el proverbio a cada uno según sus obras; es la ley de la igualdad misma.

Por lo demás, pueden presentarse numerosas dificultades, todas ellas relativas a la policía y organización de la industria. Para resolverlas no hay norma más segura que aplicar el principio de igualdad. Así, podria preguntarse, tratándose de un trabajo que no pudiese demorarse sin peligro de la producción: ¿debe tolerar la sociedad la negligencia de algunos, y por respeto al derecho al trabajo dejar de realizar por sí misma el producto que necesito? En este caso, ¿a quién pertenecerá el salario? A la sociedad mediante haber realizado el trabajo, ya por sí misma, ya por delegación, pero siempre de forma que la igualdad general no sea violada y que únicamente el perezoso sufra las consecuencias de su holgazanería. Además, si la sociedad no puede emplear una severidad excesiva con los perezosos, tiene derecho, en interés de su propia existencia, a corregir los abusos.

Serán precisos -se dirá- en todas las industrias directores, maestros, vigilantes, etc. ¿Estarán éstos obligados a realizar el trabajo? No, porque su trabajo consiste en dirigir, en enseñar y en vigilar. Pero deben ser elegidos entre los trabajadores por los trabajadores mismos y cumplir las condiciones de sus cargos. Es eso comparable a toda función pública, ya de administración, ya de enseñanza.

Formularíamos, pues, el artículo primero del reglamento universal en estos términos:

La cuantía limitada de la materia explotable demuestra la necesidad de dividir el trabajo por el número de trabajadores. La capacidad que todos tienen para realizar una labor social útil, es decir, una labor igual, y la imposibilidad de pagar a un trabajador de otro modo que con el producto de otro trabajador, justifican la igualdad en la retribución.


Notas

(1) Según Saint-Simón, el sacerdote saintsimoniano debía determinar la capacidad de cada uno en virtud de su infalibilidad pontifical, a imitación de la Iglesia romana; según Fourier, los rangos y los méritos serían designados por el voto y la elección del régimen constitucional. Evidentemente el gran hombre se ha burlado del lector; no ha querido decir su secreto.
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