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Sobre proteccionismo
Las naciones, lo mismo que los individuos, alcanzan su bienestar y su grandeza por medio del trabajo; pero el trabajo más productivo del individuo comienza por fundarse en el aprovechamiento y cultivo de las diversas propensiones y aptitudes humanas; es un problema que resuelve la organización perfeccionada por el arte.
Lo mismo sucede con las naciones; éstas no solamente deben experimentar sus fuerzas individuales y sociales, sino estudiar su suelo y su clima y sus relaciones internacionales; y proporcionarse la instrucción que corresponda a la división del trabajo en que se coloque, para ser ocupado en ese gran taller industrial que la civilización ha establecido con todos los pueblos del mundo.
Sería en verdad risible que, por sólo obsequiar la ley del trabajo, un jorobado y un cojo se metiesen de bailarines, un mudo de orador y una embarazada de cirquera; y se haría encerrar como loco quien construyese un buque de guerra para botarlo en el canal de Ixtacalco; y quien sin saber leer y escribir propusiese una reforma científica en nuestro calendario. Pues del mismo modo la nación jamás aprovechará su trabajo individual y colectivo si se empeña en producir, por medio de la protección gubernativa, lo que no sabe producir por una falta absoluta de fuerzas físicas y morales.
¿A dónde vamos a dar si por medio de subvenciones y de prohibiciones queremos amanecer músicos y cantores como los italianos; explotadores de acero como los ingleses y los alemanes; reyes de la moda como los parisienses; fabricantes de marfil como los chinos; y vendedores de arenques como los holandeses? ¿Será esto realizable? Ni se esperen de la protección tales prodigios; ella no los ha realizado en ninguna parte supuesto que cada nación se distingue por su especialidad, una especie de destino materializado en el clima y en el suelo y puesto en movimiento por todas las revoluciones que siempre viven en la humanidad, aun cuando no las conozca la historia.
Los que, a pesar de la razón, se empeñan en que las leyes protectoras nos den fuerzas y elementos que la naturaleza nos ha negado, están comprometidos a ser consecuentes con los ejemplos que invocan; así por ejemplo, los holandeses primero fueron humildes pescadores, después, ahumando el arenque, se hicieron poderosos, y ya ricos, su protector gobierno decretó una estatua al primero que ahumó sus peces; así también los italianos durante muchos siglos tocaron y cantaron antes que los Papas protectores erigiesen para gloria de los castrados la capilla Sixtina.
¿Conocemos los mexicanos nuestros elementos físicos? ¿qué hemos hecho para explotarlos y mejorarlos? Una nación no conoce todos sus elementos físicos sino por medio de una población numerosa e ilustrada o por las relaciones de un comercio activo con los demás pueblos del mundo. Los habitantes de México, escasos e imperfectamente civilizados, no han tenido tiempo ni luz suficiente para formar el inventario de la riqueza que oculta y descubre su suelo. ¡Para apresurar nuestra instrucción no nos queda más que la experiencia y pericia de los extranjeros y les cerramos las puertas!
¿Qué hemos hecho para explotar y mejorar los pocos elementos de riqueza cuyo conocimiento debemos a la demanda europea? Cuando en una fonda pedimos pollo, el fondista nos lo presenta en las condiciones necesarias para que nos sirva de alimento. Si en las chozas de los costeños hacemos el mismo pedido, se nos contesta con desabrimiento: pues cójalo, desplúmelo y guíselo. Cuando deseamos comprar un queso llamamos al que vocea esa mercancía por la calle; y en las aldeas nosotros mismos vamos a buscar el queso. Así los mexicanos especulamos con los metales preciosos, con el café, con el tabaco, el henequén y otros pequeños artículos; pero esperamos que el extranjero venga a solicitarnos para su mercado, no hay iniciativa mercantil entre nosotros, como si ignorásemos que de diez veces, nueve la demanda nace de la oferta.
Detengámonos un momento en esta cuestión. Supongamos un año en que pudiésemos colocar en Londres cincuenta millones en plata y diez en oro, cambiando esos valores por mercancías entregando en seguida los metales, o bien llevando nuestros valores sin compromiso anticipado, al mercado europeo. Pues a considerarlo con espacio, no hay igualdad en las operaciones: el primer método ofrece ventajas, pero siempre son las mismas. Mientras que el segundo, aumentando los peligros, nos facilita la oportunidad de una ganancia extraordinaria y una influencia nuestra y no ajena en el mercado europeo. Vese, pues, cómo una misma operación mercantil cambia de aspecto y de resultados por la sola interposición de este nuevo capital, la iniciativa. Esta explica los fenómenos variados y al parecer caprichosos de la concurrencia. En México son los extraños los que concurren por nosotros. ¿Quiere usted metales? Venga a sacarlos, o por lo menos lléveselos para beneficiarlos. ¿Quiere usted madera? Córtela. ¿Henequén? ¡Pues no faltaba más que se lo diera ya hilado y tejido! También querrá usted el cacao en tablillas de chocolate.
En medio de dos mares esperamos a que la naturaleza haga los puertos; mejoramos un camino y cerramos veinte; queremos colonización y discutimos si se compondrá de chinos, de españoles, de alemanes o de jesuitas; y con pretexto de libertad religiosa conservamos a los indígenas bajo el barbarizador feudalismo de los curas. ¡Sólo un remedio hemos discurrido: cruzarnos de manos para que todo lo haga el gobierno!
Ignacio Ramírez
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