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Exportación de los metales preciosos

A pesar de tanto como se ha escrito en favor de la libertad con que debe salir de la República Mexicana el oro y la plata, circulan todavía entre nosotros, bajo el antifaz de la ciencia, todas las antiguas preocupaciones: no pretendo vencerlas; me limitaré, pues, en el presente artículo a oponerles algunos hechos que me parecen tan incontrovertibles como fecundos en obvias consecuencias, y que servirán de principios prácticos a los legisladores y a los economistas.

El mínimo de nuestros productos mineros puede calcularse en veinte millones de pesos; dos en oro: todos ellos se van anualmente al extranjero. No tenemos exportaciones industriales. Las agrícolas son insignificantes por lo pequeño de su valor total, porque proceden de una zona estrecha, y porque la mayor parte de sus productos se reciben de la naturaleza sin ayuda del cultivo. La suma de nuestros metales exportados sirve de medida a nuestras importaciones, porque si muchas remesas de aquéllos se verifican sin cambio y como simple dislocación de capitales, la diferencia queda compensada en el cálculo por el importe de los efectos agrícolas y por el envío de las mercancías que recibimos a plazos aventurados. Si los datos expuestos son inexactos, no lo es la proporción que los une; así es que, cuando el oro y la plata aumentan, la importación no puede quedar estacionaria.

La administración pública pone en anual circulación de veinte a veinticuatro millones de pesos; dos millones mensuales. Siendo esto así, todos los productos mineros deberían pasar por las diversas tesorerías del gobierno general, de los Estados y los municipios, si no fuese porque una misma moneda sirve en un mismo día, a un número indefinido de pagos. Seis millones de pesos probablemente, bastan para nuestros negocios interiores; es decir, los del gobierno y los que facilitan la circulación de la propiedad privada. Esos seis millones no se renuevan todos los años; son un ahorro sobre la exportación, y según la conservación de algunas monedas, tardan éstas en cambiarse más de un decenio. No es muy aventurado asegurar que cada año quedan en el país, cuando más, quinientos mil pesos para la reposición de otros tantos que desaparecen. Es la vigésima parte de nuestros productos mineros.

Los veinte millones que éstos representan, son también el tanto por ciento de las ganancias. del comercio y de las rentas que sacan los propietarios de sus fincas rústicas y urbanas, supuesto que las contribuciones anuales igualan sobre poco más o menos esa suma.

Trazado así el plano de los principales caminos por donde el oro y la plata, en cantidades conocidas, descienden de los minerales a los puertos, fácil nos será comprender la verdad y la importancia de las siguientes observaciones:

Supongamos, primero, que para impedir la salida de los metales preciosos encontrásemos y planteásemos medidas verdaderamente eficaces; he aquí las consecuencias: No importaríamos anualmente veinte millones de mercancías extranjeras.

Se cerrarían los establecimientos mercantiles por valor de veinte millones.

La agricultura disminuiría proporcionalmente sus productos por la falta de circulación en general y en particular por la falta de consumidores y de algunos instrumentos.

La misma industria se resentiría de ese estado de cosas.

El gobierno perdería sus mejores rentas.

Y por último, bastando para la circulación interior seis millones al año, que para renovarse necesitan más de diez años, los mineros no sabrían en qué colocar dos millones de pesos cada mes, y abandonarían los trabajos de las minas a los buscones.

Retrocederíamos al tiempo de los aztecas.

La demostración precedente es matemática; contra ella no se oponen sino dos razones: Pagaríamos, se dice, los efectos extranjeros con los agrícolas. Esto es una ilusión; los extranjeros no se llevan de nuestros campos sino lo que necesitan; llevan lo que basta para su consumo. Podrían exportar algunos efectos en mayor cantidad, pero encuentran nuestros tabacos, nuestros azúcares, nuestros algodones, unas veces de mediana clase, y otras horrorosamente costosos; no aumentarían sus pedidos de henequén, de vainilla, de coclúnilla, ni de brasil, ni de caoba.

Se asegura también que, bajo ese régimen, aumentaríamos rápidamente nuestra industria, como los chinos; pero éstos son trescientos millones y llevan seis mil años de modificar su terreno a las necesidades agrícolas; y no han cerrado sus puertas a las importaciones del extranjero: si pagan éstas con sus artefactos y no con oro, es porque sus artefactos son más preciosos que los metales que usurpan ese nombre. En efecto, el oro y la plata rara vez cubren directamente las necesidades personales del género humano; no sirven sino como instrumentos. Para ser chinos, comencemos por repartir cien millones que lleven el trabajo y la vida desde la orilla de uno y otro mar hasta las cumbres coronadas por nieves perpetuas. Apartados de la humanidad, no sé lo que seríamos de aquí a mil años, pero sí aseguro que bastarían seis meses para traernos, con la pobreza general, sin otras calamidades, un eterno arrepentimiento.

A pesar de todo, nos aventuramos en ese escandaloso ensayo; ya no explotamos nuestras minas por inútiles; en esto tocan a Mazatlán algunos buques cargados de oro y de plata, aprehendidos por un corsario; se nos ofrecen esos valores en la mitad de su precio; ¿con qué, pues, lo pagamos? y ¿para qué nos sirven? Digámoslo de una vez: el oro y la plata no son capitales sino en proporción a lo que circulan.

Aristóteles formuló una admirable verdad económica en estas palabras: el dinero no pare dinero. Si el dinero es improductivo, observaron algunos, la usura es un robo, porque ella no puede justificarse sino como producto. Las personas que así discurrían, extraviaban su lógica por causa de un supuesto falso; olvidaban que si bien muchos productos son naturales, es mayor y más importante el número de los artificiales, contándose entre éstos el derecho que tiene un propietario para designar el valor de su mercancía; el comercio se versa sobre puros productos de precio convenido.

La semilla sembrada por la naturaleza o la mano del hombre, produce una cosecha; el ganado espontáneamente se reproduce; el capital llamado fábrica de mantas, arrebata el algodón, lo despepita, lo lanza en copos, lo tuerce en hilos finísimos y lo extiende en prolongados lienzos a los pies del maquinista: en todos estos prodigios no interviene directamente el dinero; algunos ni siquiera suponen la existencia del hombre. No así una cantidad en dinero; nada produce su empleo sin que la fecundice el cambio. Por tanto, el dinero natUralmente no pare dinero; encerrado, lo mismo es que duerma en una caja que en una mina.

Los metales preciosos figuran, ya se sabe, como mercancía o como moneda; como mercancía, su aplicación entre los mexicanos no merece mencionarse; como moneda, y también como mercancía, necesita de tal suerte la circulación para no perder su valor, que muchas veces ocasiona en el mercado fenómenos imprevistos, arrastrando a la desesperación la ciencia de los economistas vulgares.

En efecto, el dinero, como todas las mercancías, sube o baja de precio y además produce un interés proporcionado a la oferta y a la demanda; de aquí podría inferirse que en todos los países donde abunda, su premio, correspondiendo al valor, debería ser constantemente bajo. ¿Por qué en México es tan alto? Porque no encontrando provechosa colocación en negocios a plazos, se sale y para ellos escasea, y si le quisiésemos impedir la salida, escasearía del mismo modo, porque dejaría de producirse. He aquí el primero de los países mineros condenado, para sus negocios a plazo, a la escasez de numerario.

Parece de lo expuesto deducirse, que la escasez de monedas debe siempre ir acompañada de un alto premio, y que lo contrario sucederá con la abundancia; pues bien, no pasan las cosas de ese modo supuesto que pueden coincidir la escasez de numerario y la falta de negocios; para la más ligera tUrbación en éstos es un barómetro la circulación monetaria, pero no todos los observadores saben leer las diversas escalas de ese instrumento. Londres ha recibido en un día cinco millones de pesos; el valor de la plata como mercancía, indefectiblemente ha bajado; y a pesar de esto el interés no ha sufrido alteración alguna aparente, lo real es que conservándose el mismo descuento en los negocios verificados sobre la plata disminuida en precio, bien podría suponerse que el interés había subido. El secreto de estos fenómenos consiste en que para los negocios donde interviene el dinero se emplean dos clases de monedas, las de oro y las de plata; si aquéllas abundan, las de plata suben; si abundan las de plata, suben las de oro; de este modo, el valor total destinado a la circulación a plazo no se altera; los negocios siguen iguales en número y con el interés acostumbrado. Se percibe entonces clara la diferencia entre el metal moneda y el metal mercancía; aquél, compensándose con otro metal, sigue su curso ordinario, a pesar de la abundancia; mientras el metal mercancía, ya se compre con el amonedado, ya con otros efectos, disminuye notablemente de precio. He aquí a la plata con dos valores simultáneos en un mismo mercado. Esto quiere decir que la cantidad en numerario que círcula en una plaza, depende del número de los negocios que absolutamente la necesitan, los que se hagan al contado y los que se hacen a plazo, y no de la abundancia de los metales. Si los negocios a plazos abundan, el interés aparece elevado; si escasean, baja. Estos cambios son frecuentes donde hay proximidad de varios mercados, como entre Francia e Inglaterra. El premio depende de los negocios a plazo, no de los negocios al contado.

Otro ejemplo nos probará concluyentemente que los negocios aventUrados atraen al dinero, y no el dinero a los negocios. En la tranquila época colonial, todos los productos de nuestras minas se iban por diversos caminos al extranjero; algunas sumas quedaban ocultas pasando de una mina a otra mina, lo mismo acontece desde el año de diez, pero con algunas diferencias; no nos sería difícil probar que los negocios se han duplicado, y que si la miseria es más notable, esto proviene de que las necesidades individuales han crecido. Para mi objeto, y por ahora, me basta observar que la clase media se está aumentando con una rapidez asombrosa; su número y sus exigencias son superiores a los recursos que puede proporcionarse por medio de la industria, de la agricultura y del comercio; y en su impaciencia, explota instintivamente la política y las revoluciones. Parece que esas profesiones anómalas y aparentemente improductivas, deberían caracterizarse por la miseria en el espacio de cada lucha; así lo dice el clamor general y lo desmienten los hechos. Tengo el sentimiento de asegurar que durante cada guerra, hay mayor circulación de dinero y de negocios que en las temporadas pacíficas.

Algunos bandidos roban y destruyen; éstos poco aprovechan y espontáneamente perjudican; si todas las fuerzas beligerantes procediensen bajo ese sistema, la sociedad en masa se levantaría para contenerlas, so pena de desaparecer entre humeantes y sangrientos escombros. ¿Por qué, pues, la mayoría de los mexicanos protege las revoluciones? Porque, fuera del interés político, percibe que cierto bienestar recompensa sus sacrificios. Los propietarios se prestan de buena o mala gana a las contribuciones eXtraordinarias; en poblaciones miserables se anima el mercado con la presencia de las tropas; en los puertos entran y salen con cierta libertad y baja de gravámenes toda clase de mercancías; se compran y componen armas y otros materiales de guerra; las familias viajan; y de este modo, la agitación de los hombres se refleja en todos sus negocios; no todos éstos son al contado; con el plazo aparece el crédito.

La guerra, no obstante lo expuesto, es costosa y tiene sus límites naturales. Las empresas agrícolas, industriales y las mercantiles interiores, no pueden improvisarse. ¿De qué arbitrio nos valdremos para multiplicar pronta e indefinidamente la circulación y el número de nuestros negocios? Podemos disponer de uno inerrable: facilitar la exportación de los productos que con avidez nos pide el extranjero, la de los metales preciosos: así también nuestro crédito tendrá una garantía.

La mayor parte de estos metales no nos sirve ni a nosotros ni a los extraños como moneda, ya lo hemos visto, sino como simple mercancía; figurémonos que se trata de algodón, de tabaco, de sal, de mármol o de caoba. Todos los habitantes del mundo son nuestros consumidores: si les brindamos una exportación libre, enteramente libre; si les facilitamos la propiedad y el trabajo en las minas; si con algunas subvenciones o con otras franquicias, los animamos para que abran caminos del mineral a los más cercanos puertos; si logramos inspirarles confianza con nuestras promesas, no pasarán diez años sin que la colonización se realice, haciendo brotar de las entrañas de la tierra lo que vale más que la plata y el oro, ciudades opulentas, campiñas cultivadas y buques en las costas. El ensayo merece la pena.

Ignacio Ramírez

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