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El trabajo
Uno de los fenómenos sociales que más desorientan a los proteccionistas, es el trabajo.
La naturaleza, modificada por el hombre; las fuerzas físicas, dirigidas por las fuerzas intelectuales; los esfuerzos de la multitud aprovechados por un solo individuo, y la ley sancionando el uso exclusivo de una riqueza determinada con el nombre de propiedad: he aquí todos los elementos que contribuyen a la formación de los valores artificiales, que son necesarios para la subsistencia del hombre, y cuyos valores miden con su aumento material y con sus variadas combinaciones, el bienestar y progreso de cada uno de esos grupos animales que explotan el globo terrestre con el nombre de especie humana.
No hay duda; la suma de felicidad en una nación, es igual al producto del trabajo natural, multiplicado por el trabajo de los hombres que explotan su territorio.
Si esta resolución fuera la única que presentara el problema del trabajo, los pueblos serían felices con sólo dar continua ocupación a todos sus habitantes; por desgracia la naturaleza, sin perder la sencillez en sus leyes, se agrada en complicarlas. No siempre lo que es verdad para la sociedad, lo es para el individuo. Los proteccionistas se olvidan de esta otra ley que, en la práctica, es todavía más importante que la primera: ningún particular se enriquece con su propio trabajo: el trabajo personal puede asegurar la subsistencia de una familia, pero sólo el trabajo ajeno produce la riqueza.
¿Me será necesario demostrar esta verdad? Lo haré en pocas palabras. No se llama rico sino a quien posee una cantidad respetable de trabajo acumulado; la medida del capital en los individuos, es la medida de su riqueza. ¿Cómo, pues, se forman los capitales? El modo primitivo todavía en uso, aunque disfrazado, es la esclavitud. Un hombre cobra sobre el trabajo de sus semejantes, con cualquier pretexto, cierta contribución; y, merced a este recurso, andando el tiempo, acumula valores que incuestionablemente su trabajo personal no ha producido. Así es como el dueño de esclavos y el empresario que tiene a sueldo numerosos trabajadotes, improvisan un capital por medio del trabajo ajeno. Las máquinas y todos los inventos de las ciencias y de las artes, se reducen a un trabajo ajeno, cuyos productos aprovechan más o menos aun los individuos que pertenecen a los países poco civilizados. Las máquinas y los instrumentos hacen las veces de millares de esclavos. Por último, el hombre que hereda, el que se casa con rica, el que se saca la lotería y el que obtiene una subvención o cualquiera otra protección de su gobierno, no son más que trabajadores o perezosos, pero afortunados, supuesto que su capital no corresponde a sus esfuerzos personales, sino que representa un trabajo ajeno, que ni siquiera ellos mismos han acumulado. Tales son los senderos trillados por donde se llega a la riqueza.
Lejos de mí perseguir con inútiles declamaciones a los ricos; pero siéndome necesario clasificarlos entre los trabajadores, debo concluir distribuyendo a éstos en dos especies naturales: los que viven y gozan del trabajo acumulado, y los que siquiera para vivir necesitan de su personal trabajo.
Pero, aquí viene otra injusticia de la naturaleza, que, lejos de poder remediada, me veo comprometido a recomendarla, siquiera porque es un hecho inevitable; y la ciencia saca su luz y su poder de toda clase de hechos: mientras los operarios no sean suprimidos, éstos para vivir necesitan de los capitalistas.
La razón es sencilla: la primera máquina de todo capitalista es el operario.
Apenas oyen esta máxima, vuelven a desatinar los proteccionistas. Formemos, dice, capitalistas artificiales. Esto, en efecto, se hace todos los días. El general a quien se autoriza para conquistar un Estado declarándolo en estado de sitio; el agiotista que contrata vestuario para la tropa; el especulador que obtiene subvenciones innecesarias; el noble, en los países donde la aristocracia tiene mayorazgos; los negocios de Bolsa en convivencia con los gobernantes; éstos y otros numerosos medios, todos reprobados, no tienen más objeto que improvisar capitalistas.
Pero los pueblos, aun en las monarquías, no quieren reconocer como buenos sino a aquellos capitales que se forman naturalmente por medio de la agricultura, de la industria y del comercio; toleran las herencias, los matrimonios con rica, las bonanzas en mina, y a veces hasta las loterías.
No sucede así con los capitales que se forman por una disposición gubernativa. Entonces cada ciudadano clama contra el privilegiado o pretende para sí igual gracia. Esta aversión del instinto está justificada por la ciencia. Los capitales que se producen por las leyes comunes de la naturaleza y de la sociedad, lejos de perjudicarse mutuamente, representan una necesidad económica satisfecha. No se establecen molinos de harina sino donde hay trigos; las fábricas de rasos y cintas indican abundancia de seda, nacional o extranjera; luego que en México hubo modas, se establecieron las modistas. Lo contrario sucede con la protección gubernativa; nada entonces se aventUra a las empresas por lo que ellas espontáneamente prometen, sino por asegurar las cantidades con que la autoridad contribuye. Adoptado ese sistema, tendremos azúcar oficial, vidrios del gobierno de Puebla; chocolate del gobierno de Oaxaca; rebozos municipales de Temascaltepec, y mantas federales. Esto se llama limitar la industria de un pueblo a la pequeñez de su presupuesto.
Auméntense o disminuyan los capitalistas, los operarios tendrán siempre la desgracia de una mal disimulada esclavirud, de la facilidad con que bajarán sus salarios, y de la incertidumbre en sus colocaciones; pero les queda en el libre cambio la esperanza de ser capitalistas. No sucede así cuando los capitales son obra del Gobierno; entonces la fortuna sólo se reparte entre los altos personajes. En el libre cambio los capitales, sin dejar de existir, circulan.
Ignacio Ramírez
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