Índice de Sacco y Vanzetti, sus vidas, sus alegatos, sus cartas | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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ANTECEDENTES DEL PROCESO DE PLYMOUTH (1)
Bartolomé Vanzetti
Los antecedentes
Creo que el proceso de Dedham no puede ser enteramente comprendido y explicado sin una completa comprensión del proceso de Plymouth, porque, a más de estar estrictamente relacionados el uno con el otro, los dos procesos son dos aspectos de una misma cosa: quiero decir, los miembros de una misma ecuación. Más aún: creo que todo el caso no puede ser comprendido y explicado sin un suficiente conocimiento de los elementos humanos por los cuales, a más de la influencia de la época y del medio, fuimos arrestados. Muy poco se ha escrito sobre el proceso de Plymouth, y todavía menos acerca de estas cosas, porque la necesidad de la defensa del proceso de Dedham ha absorbido todo el tiempo y la energía de los amigos y camaradas que nos defienden. En consecuencia, he decidido compilar una lista de declaraciones de hechos relacionados con el caso y explicar sus causas históricas, factores y circunstancias concomitantes y también daros un bosquejo del proceso de Plymouth.
La plutocracia gobierna efectivamente el mundo con la ayuda de una importante minoría de gente común y la aquiescencia de las grandes masas. Esta verdad general histórica es la que está más estrictamente relacionada con nuestro casó. Esto no necesita explicación. Fuimos tratados por defensores de la plutocracia y juzgados por ellos.
Somos anarquistas, italianos y débiles. Como anarquistas somos mal interpretados, temidos y odiados por los individuos que componen las multitudes americanas, haraposas y frenéticas por obtener dinero. Como italianos pertenecemos a una de las naciones más escarnecidas y despreciadas, por adversarios de la guerra; como débiles merecemos la horca a juicio de la vulgar mayoría del pueblo americano que nos sometió a juicio y nos juzgó.
En nuestra calidad de libertaríos y de trabajadores hemos luchado, antes de nuestro arresto, contra la plutocracia americana, colocándonos de parte de los trabajadores. Sacco había sido muy activo en la huelga de los trabajadores de Milford, Founderey y en el caso Ettore Giovanetti. En una palabra: Sacco ha sido muy activo en toda huelga, lucha y agitación que tuvieron lugar durante el tiempo en que fue militante libertario. Yo participé en la huelga de los trabajadores de la Plymouth Cordage Co. en 1915. Esta compañía es uno de los poderes monetarios más grandes de esta nación. La ciudad de Plymouth es su posesión feudal. De todos los hombres de la localidad que se destacaron en la huelga yo fui el único que no saqué provecho ni traicioné a los trabajadores. Hacia el fin de la huelga, el Boston Post, diario entregado en cuerpo y alma a la Cordage Company, decía que: Alrededor de cien italianos anarquistas son los que mantienen la huelga contra la voluntad de los otros huelguistas. Esta era una semi-verdad exagerada. Pero de todos los hombres de la localidad que tomaron parte en la huelga yo fui el único que, en lugar de ser recompensado, fui inscrito en la lista negra de la compañía y sometido a una larga y vana y desacostumbrada vigilancia policial. Y yo me dí cuenta que la Cordage Company nunca olvidaría ni me perdonaría lo poco que había hecho en ayuda de sus trabajadores explotados. En este punto, debo relacionar lo que sigue con el proceso de Plymouth.
La mayor parte de la colonia italiana de Plymouth depende de la Cordage Company, que tiene un servicio tan bien organizado que conoce los asuntos públicos y privados de la ciudad en general y los de sus empleados en particular. Ahora bien, muchos de sus empleados estaban seguros de mi inocencia. Así también se afirmaba en alta voz en toda la comunidad: Mr. Broyn, gerente de la compañía, estaba, sin duda alguna, informado de mi inocencia, aún antes del proceso. Una simple palabra de un poder semejante y se me hubiera dejado en libertad en seguida; pero sucedió todo lo contrario, pues, debido al juez, al acusador, y aún a mi propio abogado, el proceso de Plymouth asumió, desde el principio, el carácter de lo que ha sido un linchamiento legal. Mi eliminación por medios legales era el desquite del gran poder monetario.
Fuimos arrestados y procesados cuando la reacción de la post-guerra estaba en su apogeo. Los primitivos lemas de la reacción: Los radicales no serán reprimidos sino suprimidos, ¡Tratadlos con rigor! se practicaron en las calles y en las plazas tan bien como en las comisarías y en los tribunales de esta nación. Para probar mi aserción os recomiendo que leáis: The delirium of deportation of 1920 (El delirio de la deportación de 1920) por Luis Post, secretario auxiliar del Trabajo durante la administración de Palmer y War Time Mobs and Court Violence (La violencia de los tribunales y las multitudes en tiempo de guerra) editado por la Unión Americana de las Libertades Civiles. Estos documentos bastarán para convenceros, tanto a vosotros como a algún posible Santo Tomás mexicano, de que mis palabras no son exageraciones.
La creciente criminalidad de la post-guerra fue un factor casi decisivo en contra de nosotros. Durante unos meses anteriores a nuestro arresto, Massachusetts había sido invadida por una terrible ola criminal; se habían cometido robos en los bancos y en las carreteras y también asesinatos. Ninguno de los culpables fue hallado. El pueblo estaba espantado e indignado, la prensa exigía de la policía una acción pronta y drástica, y la plutocracia presionaba a las autoridades para que desarraigara de algún modo la desenfrenada criminalidad.
En la legislatura de Massachusetts se presentó un proyecto de ley por el que se ofrecía una crecida suma de dinero por la aprehensión, arresto y convicción de los asaltantes y asesinos de Braintree. Más tarde se nos dijo que no se podía hallar ninguna prueba de que se hubiera instituído semejante premio, pero nosotros mantenemos nuestro aserto de que había muchos premios de diferente naturaleza. También la Slater and Morril Shoe Company of Braintree y la Bridgewater Co., instituyeron premios con el mismo objeto.
La institución de estos premios contribuyó en gran parte a que se nos declarara culpables. Todo nuestro caso, así comO uno de sus detalles, indica que, después de la postura de esos premios, todos se interesaron en nuestra convicción: el populacho, la policía, la parte acusadora, el Estado y la plutocracia, todos ellos. La institución de un premio para el arresto de una persona que es conocida, sin que haya duda alguna al respecto, como autor del crimen o crímenes, puede ser un acto muy triste, pero no implica a un inocente por el simple hecho de que los culpables son conocidos. Pero la institución de una crecida cantidad de dinero como premio por la aprehensión, arreSto y convicción de autores desconocidos puede llevar a la condena de personas inocentes. Y la convicción de gente inocente se hace más posible, más aún, tanto más probable cuanto más interesados en obtenerla estén los grupos dirigentes, puesto que la época histórica anormal y el medio social corrompido lo permiten. Esa condición de las cosas y de las personas crea transacciones ilícitas y grandes injusticias; y también conduce a que algunos paguen servicios solicitados, que otros sirvan por una paga y que otros, en fin, se vean engañados en su acción y en su juicio. La codicia o la necesidad de ese dinero instituido puede inducir a un individuo del populacho o a un desdichado cualquiera a cooperar en la convicción para obtener el premio. Por abuso de autoridad y poder la policía, la parte acusadora y la plutocracia pueden, por intimidación, coerción o corrupción, por amenaza, castigo o por el ofrecimiento de favores, protección o empleos, compeler o inducir a algunos criminales habituales procesados o procesables y a otros desdichados codiciosos o necesitados, a hacer perjuicio contra un acusado, a culparlo. Esto ha pasado en nuestro caso. Irresponsables morales y defectuosos mentales, rameras y pervertidos, y gentes venales de toda clase y condición cometieron perjurio contra nosotros y fueron creídos por dos jurados populares. Esto está ahora irrefutablemente probado.
El hecho que yo fuera un trabajador, viviendo en una comunidad de italianos y que el día, hora y momento del crimen estuviera entre ellos, entregándoles un pedido previamente hecho, de anguilas y peces, este hecho, repito, pesó mucho en contra mia en el proceso de Plymouth. Porque esto llevó a los testigos Italianos a los estrados de la justicia a testiticar en mi tavor; los jurados americanos, abogados de odio y de prejuicios raciales, religiosos, polítícos y económicos contra los italianos y los radicales, trabajados por un astuto fiscal y manejados por el juez y ayudados por el abogado de ia detensa, no pudieron creer y no creyeron a los testigos más verídicos.
Webster Thayer, el juez que presidió nuestros dos procesos, es un fanático, poseído por la idea de llegar a ser juez de la Corte Suprema del Estado. Como fanático y reaccionarío es un enemigo natural de los libertarios. Como aspirante a un sitial de la Suprema Corte, previó en nuestro caso y en nuestra condena una buena oportunidad para alcanzar su fin. De modo que Webster Thayer solicitó la instrucción de nuestro caso. Esto explica su conducta injusta y feroz en contra de nosotros. Por su sola solicitud no llegaría a ser candidato a la Suprema Corte. Se nos ha dicho que el juez Thayer estaba, y todavía está convencido de nuestra culpabilidad. Por supuesto que no podía expresarse de otro modo, pero puede ser cierto. También se nos dijo: ¿Cómo sabe usted que el juez Thayer quiere llegar a ser juez de la Suprema Corte del Estado? ¿y qué quiere verlo a usted convicto y confeso? Bien, cada juez quiere hacer méritos para el puesto de la Suprema: esto es lo mismo que preguntarle a una mujer asaltada: ¿Cómo sabe usted que este hombre quería violentarla? Tal vez pensó en pegarle, creyendo que usted lo merecía.
Frederick Katzmann, Procurador del Distrito en nuestros dos procesos, tenía las mismas razones y propósitos que Webster Thayer para declararnos convictos y confesos. Su ambición consistía en llegar a ser procurador general. Lo que ha hecho contra nosotros habla por sí mismo y retrata a Katzmann mejor que todas las frases.
En la época de nuestro arresto, la reacción había deportado o dispersado ya, de un modo u otro, a la mayor parte de los camaradas experimentados y conocedores, especialmente en este Estado, de manera que la enorme tarea de nuestra defensa tuvo que ser confiada a camaradas y amigos que eran, más o menos, inexpertos en los procedimientos y manejos legales, de la policía, de los tribunales y del pueblo americano. Nosotros mismos éramos aún más ignorantes de tales cosas. De modo que inevitablemente tuvieron lugar numerosos y graves errores que neutralizaron enormemente la agitación y protesta mundial que se hacía en nuestra ayuda por la mejor parte de la humanidad. Además, por nuestra ignorancia de los hombres y de las cosas, en calidad de defensores nombramos a traidores y desleales abogados que voluntaria o involuntariamente arruinaron nuestra causa. De este modo se gastó una buena parte del dinero recoletado por nuestra defensa por la solidaridad del pueblo que habita este país y la tarea del abogado, que estaba y está trabajando honestamente en nuestra ayuda, se hizo extremadamente dificultosa.
La retención de Mr. John Vahey como abogado para la defensa en el proceso de Plymouth fue el más grande de nuestros errores. Nos traicionó. Se me ha dicho que acusar a un abogado de traición a su cliente es el peor cargo que se le puede hacer, pues todo se puede pasar por alto como ser su comportamiento negligente en el trabajo encomendado o su incapacidad, pero menos la traición. Quiero solo contestar que ser traicionado y enviado a la ruina es mucho peor que acusar a un abogado de traición. Cómo nos traicionó lo diré después. Aquí sólo deseo presentar algunos de los motivos que lo indujeron a ello.
Por contrato entre mis amigos y Mr. Vahey se convino en pagarle en concepto de honorarios una cierta suma especificada, sin tener en cuenta el resultado del proceso. Por este simple hecho ya no tenía ningún interés en ganar, lo significaría la continuación, la apelación para un nuevo proceso, etc. -más trabajo y más dinero para él. Su hermano, que vive en Boston, tiene una gran reputación y desde el comienzo nuestro abogado defensor nos prometió: Si pierdo el proceso llamaremos a mi hermano para que él se encargue del caso. Webster Thayer, Katzmann y él, Vahey, son muy buenos amigos, todos de la misma calaña y son al mismo tiempo sirvientes de la Plymouth Cordage Company. Después del proceso de Dedham, Vahey y Katzmann se establecieron juntos en un estudio de abogados.
Cuando fuimos arrestados e interrogados, dijimos una serie de mentiras. Este hecho fue aviesamente esgrimido contra nosotros, tanto por el Procurador del Distrito como por el juez, como prueba de que éramos conscientes de nuestra culpa. La tesis del abogado de la defensa quiso explicar nuestro temor aduciendo nuestra condición de adherentes a ideas avanzadas, diciendo que temíamos el castigo por la actividad radical que desarrollábamos y que conocíamos las brutalidades, las sentencias monstruosas y los asesinatos cometidos con muchos radicales por ser tales. Para invalidar esta tesis el juez Thayer dijo: Han mentido porque eran conscientes de su culpabilidad; aseguran que estaban asustados por ser radicales, pero como radicales solo caían bajo la sanción de la deportación y no podían en modo alguno temer ésta ya que pensaban irse a Italia. (Citado de memoria). Thayer se esforzó por invertir, falsificar y tergiversar las cosas con el propósito de enviarnos a la silla eléctrica, y obtener así el sitial que anhelaba.
Ya es hora de responderle. Es verdad que Sacco estaba preparado para irse a Italia y yo pensaba ir el próximo invierno, después de la estación de la pesca. Queríamos ir a Italia, pero no ser deportados. Aborrecemos la deportación como una violación del derecho individual y como un insulto a la dignidad humana. También la temíamos porque nos hubiera privado de la posibilidad de regresar a este país, para cuyo progreso hemos dado el vigor de nuestra juventud, la sangre de nuestras venas y al que estamos vinculados por el amor y la amistad. Es una vergonzosa mentira la de que nosotros, como deshererados, como anarquistas, como revolucionarios, temíamos solamente la deportación cuando fuimos arrestados. Precisamente el día de nuestro arresto leíamos en un diario que el día anterior nuestro camarada Salcedo fue lanzado por una ventana del 14° piso del edificio de Park Row en New York, estrellándose en la calzada; había sido llevado ilegalmente e incomunicado por los agentes federales, juntamente con su camarada Roberto Elía. Sabíamos del camarada Marruco, de Penn, que fue deportado a Italia, pero que nunca alcanzó las playas italianas. Sabíamos que los verdaderos traidores de esta pación y los verdaderos espías alemanes habían sido libertados de todas las prisiones americanas; pero también sabíamos que había, y aún hay, en las cárceles de los Estados Unidos, centenares de socialistas, sindicalistas y anarquistas, acusados de haberse opuesto a la matanza más grande de la historia, la guerra, y por ello condenados a cumplir condenas monstruosas. Eugenio Debs, uno de los pocos hombres del mundo, uno de los mejores hijos de América, estaba en la prisión federal de Atlanta. Sabíamos de los mártires de Chicago, del proceso fraguado de Mooney y Billings, del caso Centralia, del caso Ettore Giovanetti y del destino de John Hillstrom. Teníamos motivos para estar asustados, motivos personales e históricos. También sabíamos que durante los recientes arrestos en Massachusetts para la deportación, muchas víctimas habían sido arrastradas a la locura y al suicidio por los malos tratamientos a que fueron sometidos por el Departamento de Justicia. Sabíamos que políticos y oficiales de las altas esferas habían dicho, uno de ellos que: Los radicales deben ser primero fusilados y luego juzgados; y otro que: me gustaría colgar a todos los radiCales en la piazza de mi casa, y la lista podría ser continuada, pero esto prueba que teníamos razón para estar atemorizados cuando fuimos detenidos, aún sin tener en cuenta nuestra conciencia de ser radicales, lo que significa que éramos más odiados por los capitalistas, jueces y fiscales que los criminales. Fuimos arrestados y brutalmente maltratados y amenazados. Dar un nombre, una dirección o una información hubiera significado una lluvia de allanamientos, el hallazgo de literatura libertaria y de correspondencia privada, familias aterrorizadas, detenciones, procesos, deportaciones y así de continuo.
¿Debíamos convertirnos en espías? No somos de los hombres que traicionamos a los amigos y camaradas a cambio de la propia liberación, nunca. Obligados a hablar y por otra parte, determinados a no herir a nadie, nos vimos compelidos a mentir. No nos avergonzamos de ello. Esto prueba solamente nuestra determinación de no ser cobardes. Nuestras mentiras estaban dirigidas a lo que dijimos más árriba y si se considera el proceso se verá que su inconsecuencia se hace cada vez más aparente. Y si el Juez y el Procurador del Distrito hicieron tal batiburillo en tomo a ellas se debió a su conciencia de no tener nada mejor contra nosotros que el manejo de la duda, que llenar la mente del jurado con dudas, que usar la duda contra nosotros y conseguir así nuestra condena.
Cuando nos arrestaron fuimos revisados. Se nos encontró un revólver a cada uno, algunas balas de repuesto a Sacco, y a mí tres o cuatro. Al rechazar la instrucción de un nuevo proceso, el juez Thayer dijo que el jurado nos consideró convictos, no por el testimonio visual de los testigos, sino por evidencia circunstancial. Sin esos dos revólveres y unas cuantas balas no hubiera habido ni siquiera sombra de material de evidencia contra nosotros. Y estos objetos no constituyen una evidencia en modo alguno, salvo como prueba de lo que la parte acusadora quería hacer, apoyándose en ellos. Lo mismo se podía haber dicho de lo que Thayer llama evidencias circunstanciales.
El triunfo de la reacción por toda Europa y el advenimiento del fascismo en Italia, constituyeron una circunstancia adversa para nuestro caso. La opinión pública italiana ha sido siempre favorable para nosotros y también la de toda la prensa italiana. Signor Rolando Ricci, ex embajador italiano en Washington, a su llegada a América prometió interesarse en nuestro caso, porque los creo inocentes y porque son italianos. El marqués Fernante di Ruffano, cónsul italiano en Boston, asistía casi diariamente al proceso de Dedham. En su informe del proceso al gobierno italiano, el marqués Ferrante escribía: Ni una sombra de evidencia se ha establecido contra los acusados, están convictos de odio racial y político. A mi juicio, si hubiera habido otro partido y otros hombres en el gobierno de Italia en ese tiempo, ya estaríamos libres. Al decir esto no hago más que una declaración de hecho o, más bien, de opinión, lo que no significa que pidamos algo a ningún gobierno, pues la esperamos del pueblo.
Muchos se habrán extrañado, o deben extrañarse, de que, a pesar de nuestra inocencia, de la agitación mundial en nuestra ayuda, de los 300 mil dólares gastados en nuestra defensa, hayamos sido convictos dos veces y estemos todavía en la prisión. Pero espero que, después de haber leído y meditado sobre las declaraciones más arriba anotadas, toda persona normal se dará cuenta que no hay razón para asombrarse del caso. Por otra parte, no está todavía definitivamente terminado. No esperamos sino injusticias y abusos de nuestros perseguidores, pero lucharemos hasta el último momento.
Algunos hechos precedentes
Fuimos arrestados el día 5 de mayo de 1920, ya bien entrada la noche, en Montello, Brockton, mientras regresábamos de West Bridgewater en coche de alquiler. El 6 de mayo, Ricardo Orciani fue detenido y traído donde estábamos nosotros, a la comisaría de Brockton. El mismo día encargamos nuestra defensa a un abogado de Brockton, Mr. Callahan. Logró que se dejara en libertad a Orciani después de unos cuantos días, pues probó que a la hora del crimen estaba trabajando en Readville Car Shops. Precisamente en el día que Orciani era libertado, recibí, por la noche, la visita de varios de mis amigos de Plymouth que vinieron acompañados de Mr. Vahey en su propio automóvil. Un tal Doviglio Govoni iba con ellos. Me dijeron en pocas palabras que consideraban a Mr. John Vahey como un abogado más capaz para el caso, que Mr. Callahan. Haremos toda clase de esfuerzos por tí, pero necesitamos un abogado de nuestra confianza. Aparte de esto, Mr. John Vahey tiene un hermano que es un gran abogado y que posiblemente nos preste una gran ayuda en caso de que el primer proceso termine mal. Firma, pues, este papel.
Mr. Vahey presentó entonces una declaración ya preparada de descargo de Mr. Callahan y de retención de la defensa por parte de Mr. Vahey. Yo lo firmé. Era la primera vez que veía a Mr. Vahey. Ahora diré unas cuantas palabras acerca de Doviglio Govoni. Es conocido como uno de los peores individuos de la colonia italiana de Plymouth, tan pervertido que había perdido su trabajo de intérprete de los tribunales italianos y haragán crónico, capaz de todo menos de trabajar y de hacer el bien. Seguramente que mis amigos en circunstancias ordinarias no hubieran confiado absolutamente en él. Pero lo inesperado de mi arresto y la grave acusación los había, por decirlo así, aturdido, no sabían qué hacer; uno de mis conocidos tenía mucha confianza en Mr. Vahey, y Govoni tiene una lengua de víbora. Solicitaron, pues, para nosotros los servicios de Vahey como abogado de defensa y los de Doviglio como su agente. Nos llevaron a la silla eléctrica y lo hicieron con toda intención y conciencia. Mr. Callahan, nuestro abogado, intervino otra vez en nuestra defensa en el proceso de Dedham, manifestándose siempre sincero y honesto con nosotros.
La audiencia preliminar
Ambos, Mr. Vahey y Govoni, fueron activos y voluntariosos en el comienzo de mi defensa. Mister Doviglio Bovoni indujo a mis amigos a comprarle un automóvil que sería utilizado para preparar mi defensa. Entonces, en la segunda semana de mayo, tuvo lugar, en el tribunal de Brockton, la audiencia preliminar en contra mía. Mister Vahey no presentó ningún testigo de la defensa, pero se comportó enérgicamente contra los testigos del Estado a quienes confundió y aniquiló. El 18 de mayo se verificó, en el tribunal de East Norfolk, la audiencia preliminar del proceso de Sacco. Entre tanto, nuestros amigos y camaradas habían puesto orden y organización en una defensa común muy bien coordinada. Decidieron que mi abogado y Mr. Graham, un abogado de Boston, cuyos servicios se solicitaron por nuestros camaradas de Boston como abogado defensor de Sacco, trabajarían juntos en nuestra defensa. En la audiencia preliminar del proceso de Sacco vale la pena mencionar el hecho de que el Estado no tenía ni un solo testigo que pudiera identificar positivamente a Sacco como uno de los participantes en el asalto de Braintree. La conducta de Govoni y Mr. Vahey cambió. Después de la audiencia preliminar, mi abogado y el agente cambiaron sÚbita y completamente su comportamiento hacia nosotros. Suspendieron toda actividad en la preparación de nuestra defensa. Govoni utilizaba su automóvil, comprado por mis amigos, para todo, excepto para ir a Bridgewater y procurar testigos visuales en mi defensa. Más aún, fue obligado por alguien a ir a Bridgewater, pero dilató el viaje tanto como le fue posible y cuando se halló ya en el lugar se arregló de modo que no hizo nada. Se condujo aún peor: intentó convencer a los que me habían visto o se trataron conmigo en Plymouth a la hora del crimen, que su testimonio era de poca monta, mientras fingía dar gran importancia al testimonio de aquellos que me habían visto en Plymouth en el día del crimen a altas horas de la noche, para así disminuir el número de los que me habían visto a la hora del crimen. El pueblo de Plymouth advirtió claramente que aparte de no hacer nada por mi defensa, estaba haciendo todo lo posible para debilitarla y dando a Katzmann una oportunidad de decir que cuando los testigos afirmaban haber visto a Vanzetti en Plymouth, éste había tenido tiempo de volver de Bridgewater.
Pero por supuesto que Govoni fracasó en su propósito y numerosos testigos manifestaron habernos visto en Plymouth a la hora en que se cometía el asalto de Bridgewater. Debemos a esta traición el hecho de que mi defensa haya consistido casi exclusivamente en mi terrible ausencia. Sin duda alguna, un abogado honesto habría presentado muchos testigos visuales en nuestra defensa. El asunto de los testigos del Estado debe haber sido un negocio muy sucio puesto que, a despecho de todo, el pueblo indignado de Bridgewater destituyó en la siguiente elección a Mr. Stewart, entonces jefe de policía de Bridgewater, el principal forjador y organizador de los testigos del Estado en contra nuestra. En cuanto a Mr. Vahey, me hizo muy pocas preguntas en lo relativo a mi defensa y, a partir de la terminación de la audiencia preliminar hasta el final del proceso, no me planteó ninguna cuestión acerca de mi caso. Por el contrario, comenzó por prometerme la silla eléctrica. Os pondrán en ella junto con Sacco, y ... en este punto acostumbraba dejar de hablar, empezaba a silbar, trazando movimientos espirales con su mano uerecha, recto el dedo índice. Esto fue el único trabajo hercúleo realizado por Mr. Vahey en mi defensa, mientras fumaba gruesos cigarros comprados para él por el pobre pueblo italiano. Pero las palabras de Mr. Vahey prueban que sabía antes del proceso de Plymouth que yo sería procesado por el asalto y asesinato de Braintree. Esto debe ser constantemente recordado porque, unido a otras cosas de las que hablaremos, probará la traición de Vahey. Suponer que Vahey y su agente Govoni hubieran sido inducidos a tal conducta por estar convencidos de mi culpabilidad, sería tan falso como injusto. No había habido nada en el caso para justificar, ni aun excusar, tal duda. Siempre he protestado por mi inocencia; la colonia italiana y muchos americanos de Plymouth han ido en masa a probarlo. La audiencia preliminar había probado la imposibilidad y la inconsistencia del cargo en contra mía. La verdad es que ambos, la parte acusadora y el abogado de la defensa se dieron cuenta que sin la traición de este último el proceso fraguado sería un fracaso y mi convicción una imposibilidad: de ahí la traición.
El proceso de Plymouth
Comenzó la última quincena de junio de 1920 y terminó con mi convicción la primera semana de julio del mismo año. Se me condenó por intento de robo y asesinato. El Estado afirmaba que yo era uno de los participantes del asalto y asesinato que tuvo lugar el 24 de diciembre de 1919, en Bridgewater, Mass., a las 7.45 horas más o menos. Así lo aseguró Mr. Thompson: El único problema del proceso consistía en saber si yo era, en efecto, uno de los hombres comprometidos en el asunto. Debió haber sido así, pero no lo fue, como pronto lo veremos. Ahora se impone una ojeada retrospectiva de hechos para seguir mi narración.
Comer anguilas y peces en la víspera de navidad es, en el pueblo italiano, una antigua tradición; por otra parte, somos muy apasionados por esa comida. El 24 de diciembre de 1919, mientras yo vendía anguilas en Plymouth a 0.25 centavos la libra, los codiciosos vendedores ambulantes de peces de Boston, abusando de la inclinación del pueblo por las anguilas, las vendían a $ 1.25 Y 1.50 la libra. Yo, siendo vendedor ambulante de productos de pesca y conociendo esta tradición, pensé en proveer de anguilas a mis clientes para la víspera de navidad. De modo que en el transcurso de las semanas precedentes fui de casa en casa para solicitar pedidos, que fueron muchos. Esto nunca había sucedido antes en la historia de la colonia de Plymouth. Su novedad y la solemnidad del día en que ocurrió, hizo memorable el acontecimiento para mis clientes. Pero para entregar esos pedidos tuve que trabajar durante todo el día del 24 de diciembre y efectuar ese trabajo en Plymouth, distante treinta millas de la escena del crimen. Cuando la colonia italiana se enteró de que yo había sido procesado por el crimen de Bridgewater, proclamó mi inocencia y ofreció su testimonio.
Los testigos de la defensa
Treinta testigos italianos se presentaron ante el tribunal para probar mi coartada. Podían haber sido más, pero su presencia allí solo hubiera sido acumulativa. Una docena de ellos, más o menos, testificaron que entre 6.30 y 7 horas del día 24 de diciembre yo había estado en sus casas, entregándoles pedidos de anguilas y peces. Luis Bastoni, un panadero italiano, testificó que a las 7.45 horas del 24 diciembre había estado en su panadería para pedirle que me prestara su carro y su caballo, porque así estaría seguro de entregar mis pedidos, y que, a causa del excepcional día de trabajo, él necesitaba el caballo para sí mismo y, por lo tanto, se veía en el trance de negármelo. Preguntado por el fiscal cómo sabía que eran las 7.45 horas del 24 de diciembre cuando yo estuve en su panadería, respondió: Recuerdo, y nunca lo olvidaré, que oí a la sirena de la Cordage Company anunciando las ocho menos cuarto. Habiéndose irritado el panadero por el comportamiento de mis perseguidores profirió algunos juramentos informales y fuera de lugar, siendo advertido por el angelical Thayer: Esa profanación no se permite en el tribunal. Esto era cinismo. Mary Fortini, mi casera, testificó acerca de mi trabajo efectuado hasta bien entrada la noche del 23 de diciembre a fin de preparar los pedidos para el próximo día; que antes de las 6 horas bajé de mi pieza a la cocina; en una palabra, habló de mis comidas, de mi trabajo, movimientos y palabras en todo ese día.
Bertrando Brini, entonces un muchacho de trece años de edad, testificó que en la noche del 23 de diciembre de 1919 fui a su casa y le pregunté si quería ayudarme en el próximo día a entregar con un carro mis pedidos de peces, que antes de las 7, en la mañana del 24 de diciembre me encontró en Main Street, mientras iba con su padre a traer el pan para el panadero, también lo que yo le dije, lo que él me respondió, lo que el padre le ordenó hacer, que fue a la casa, almorzó, se puso las zapatillas de goma y vino a mi casa antes de las ocho. Me encontró en el patio, preparando el carrito, cargando los pedidos. Le expliqué por qué no me había sido dable conseguir el caballo y el carro. Dejamos la casa casi inmediatamente y empezamos a entregar los pedidos. Describió con detalles nuestra gira de todo el día; desde antes de las ocho hasta las 14.40 horas estuvo constantemente conmigo por las calles de Plymouth entregando anguilas y peces: que estuvo conmigo desde el momento, o unos minutos más tarde en que se efectuó el asalto. Katzmann lo estuvo interrogando durante más de dos horas. Utilizando en vano su astucia, Katzmann fracasó en su propósito de confundir al muchacho o de pescarle una sola contradicción o discrepancia. Al día siguiente el muchacho fue llamado otra vez y retenido por más de una hora por Katzmann, que no consiguió debilitar ni confundir al muchacho, sino que, por el contrario, fue él el que se mostró tal cual era. Pero es un gran jurísta cuando puede hacer todo lo que quiere. Volviéndose hacia el jurado, después del testimonio del muchacho, dijo: Los padres de un muchacho tan inteligente tienen derecho de estar orgullosos de él, pero lo que os dijo desde el estrado es una lección aprendida de memoria.
El muchacho es ahora estudiante de la Universidad de Boston y un excelente músico. Está deseoso de decir al mundo que soy inocente y que Katzmann es un mentiroso.
El testimonio de este y de los otros testigos de la defensa, fue lógico y consistente. Me extrañaría que en toda la historia judicial de este Estado haya habido un acusado con un alibi más convincente, consecuente, coherente y más verídico que el mío. Pero en la época y el lugar en que fue juzgado, ante doce jurados americanos llenos de odio y de prejuicios religiosos, políticos, raciales y económicos, dominados por el juez y ayudado por mi abogado, Frederick Katzmann desarrolló un juego extremadamente turbio contra los testigos italianos que defendían a un anarquista italiano. Doviglio Govoni, el agente del abogado de la defensa, para ayudar al fiscal, había informado, directamente o por medio del abogado de la defensa, a Katzmann de la amistad, ideas, negocios y relaciones de los testigos italianos; y Katzmann se sirvió de tales informaciones para convencer al jurado de que mi alibi era falso, que mis amigos realizaban un esfuerzo heroico para salvarme. Por eso se comportó en ese sentido. A John di Carlo, un testigo de la defensa, Katzmann le preguntó: ¿No ha discutido usted nunca con Vanzetti acerca de las teorías del gobierno?. Y en seguida: Vanzetti acostumbraba a ir a su negocio a menudo, ¿no es verdad?. Y también: ¿No han discutido ustedes nunca acerca de los ricos y los pobres?
A Michael Sassi, otro testigo de la defensa, Katzmann le preguntó: ¿Es usted muy amigo de Vanzetti, no es verdad?
- Sí, muy amigo mío.
- Y también de Brini, ¿no?
- Brini es de la ciudad donde yo nací. Nos criamos juntos.
- ¿Hablaba usted con Vanzetti cuando visitaba a Brini?
- Vanzetti estaba allí con nosotros.
- ¿Ha oído usted hablar alguna vez a Vanzetti de sus ideas políticas? ¿Le ha oído alguno de sus discursos en el teatro, o en algún lugar donde se dirigiera a sus amigos de la Cordage Company? ¿Ha cenado usted muchas veces con Vanzetti?
- Con Brini como huésped he cenado muchas veces: Vanzetti estaba de pensionista en el mismo lugar que él y a veces se hallaba presente.
- ¿Acostumbraba usted jugar a las cartas con el acusado?
- Vanzetti no juega.
- ¿No fumaban?
- No fumo.
- ¿Cuántas veces bebieron juntos?
- Vanzetti no bebe.
Un método bastante raro para averiguar si yo estaba en Bridgewater o vendiendo pescado en Plymouth el 24 de diciembre de 1919. El fiscal presentó a Mr. Stewart, entonces jefe de policía de Bridgewater, el autor principal del proceso fraguado, para que leyera al jurado un informe del interrogatorio a que me sometió en la noche de mi detención. Leyó, entre otras cosas, que soy partidario de cambiar el gobierno, aún por medio de la violencia si fuera necesario. Katzmann mismo en su alocución final al jurado previno a éste que estuviera alerta porque los compatriotas se defienden entre ellos. ¿Hay algo más cobarde que esta injusta insinuación para excitar el odio racial de los jurados? ¿No equivale esto a decirles: Americanos, debéis estar prevenidos contra los italianos? Esto es lo que hicieron; y qué bien lo hicieron. Si los testigos de la defensa hubieran sido americanos en lugar de italianos, ningún jurado americano hubiera encontrado mi culpabilidad. Si en lugar de haber trabajado en Plymouth entre italianos el 24 de diciembre hubiese estado en Boston asociado con la gente del hampa y desarrollando una actividad criminal, la gente del hampa hubiera ocupado el estrado y convencido al jurado de mi inocencia. El mundo criminal sabe cómo testificar en los tribunales, eso es parte de sus negocios, y es menos odiado y despreciado por la mayor parte del pueblo, jueces y fiscales de lo que lo son los italianos y los radicales. Sé lo que estoy diciendo.
Los testigos del Estado
Todos los testigos del Estado, en los dos procesos que, directa o indirectamente nos han complicado en los dos crímenes, son perjuros y como a tales se les conoce a todos ellos, menos Mr. y Mrs. Johnson que son, sin embargo, de la misma laya, como lo probaré.
Aquí, por supuesto, hablaré de lbS testigos del Estado en el proceso de Plymouth. Fueron pocos, contradictorios consigo mismos y contradictorios entre ellos. En la audiencia preliminar, tres o cuatro de ellos me identificaron positivamente como uno de los bandidos. Otro estaba casi seguro de que yo era el bandido, pero no lo afirmaba. Lo malo del caso fue que describieron al bandido -que debería haber sido yo- como un hombre muy diferente a mí: más bien bajo, y yo no lo soy; más bien joven, alrededor de 23 ó 24 años de edad, y yo tenía 32, dando la impresión de ser más viejo aún porque siempre he sufrido. Más bien liviano, cuando era lo contrario, pesado y daba la impresión de ser más pesado de lo que era, debido a mi conformación recia. Los bigotes de Carlitos Chaplin, cortos, con las puntas cortadas, y mis bigotes son grandes y caidos. Pelo a la Pompadour; semejante corte es una imposibilidad física en lo que a mi se refiere a causa de mi cabello corto. En el volante del automóvil, y no obstante, Katzmann admitió en el proceso de Dedham que yo no sé conducir un automóvil. Como ya lo he dicho, mi abogado les hizo hacer un papelón en la audiencia. Debieron haberse dado cuenta en seguida que su testimonio, al describir al bandido en forma tan diferente a la mía, hubiera corroborado mi alegato de inocencia, en lugar de probar mi culpabilidad. De modo que cuando testificaron en el proceso hicieron lo que pudieron para modificar en la medida de lo posible su anterior testimonio acerca de la apariencia física del bandido que yo debiera haber sido. Para hacerle más parecido a mí, ya no tenía los bigotes cortos, sin puntas, de Carlitos Chaplin, sino que iba afeitado; ya no tenía 23 ó 24 años, sino 25 o 28. Naturalmente que el peso aparente del bandido aumentó proporcionalmente con el bigote y la edad. Nada es más fácil para una persona determinada a cometer perjurio que describir a un individuo que no está presente como parecido al acusado que se halla ante él -ya que no es posible ninguna confrontación. Esto es lo que hicieron los testigos del Estado en mi proceso; pero, como habían descripto antes al bandido, a cada modificación de su anterior descripción se pusieron al descubierto como mentirosos que mentían para condenar a un inocente. Este hecho paralizó y limitó la posibilidad de su intención de cambiar completamente su testimonio anterior y describir al bandido como enteramente parecido a mí. De manera que, a despecho de sus desesperados esfuerzos, el bandido descrito por su testimonio final sigui siendo todavía un hombre físicamente muy diferente a mí. Aparte de eso, uno de ellos me vio con gorra; otro, con sombrero; un tercero me sacó la gorra y el sombrero y me dejó la cabeza al descubierto en una fría mañana de invierno tal vez para dar la oportunidad a un cuarto testigo de observar la cómica conformación, de mi cabeza, parecida a una bala -que es una mentira como todas las demás. Antes de mi detención nunca había estado en Bridgewater. También me localizaron en distintas parte del automóvil: Giorgina Brooks me colocó en el volante antes del asalto; otro me puso en el asiento de adelante, al lado del conductor, después del asalto, y algunos otros, si mal no recuerdo, me vieron en el asiento de atrás.
Antes de comenzar una revista sintética de los perjuros del Estado creo util esbozar el asalto tal cual fue relatado por la prensa, por testigos visuales fidedignos y por algunos perjuros, porque ello desacredita a estos más que cualquier comentario o afirmación. Un poco después de las 7 de la mañana del 24 de diciembre, el pagador de la Bridgewater Shoe Company había estado en un Banco de la ciudad y recogido $ 18.000 para el pago de la semana. Habían puesto el dinero en un cofre, y fue conducido por un chauffer y bajo la vigilancia de un guardián de la misma compañía.
Por supuesto que el pagador estaba con ellos. Fue a su regreso del Banco a las oficinas de la compañía, mientras pasaban por el centro industrial, cerca del depósito del ferrocarril, cuando los tres hombres fueron asaltados por los bandidos. A esa hora las calles estaban llenas de obreros y obreras que se dirigían a las fábricas cercanas y de otra gente que iba a sus negocios cotidianos o al lugar elegido para pasar el día de navidad; en las casas todo era actividad, pues la gente se estaba preparando para el día de trabajo. Por supuesto que ninguno de los apurados transeúntes o pacíficos peatones, ni los asaltados pensaban en un probable robo. Nada hubiera justificado tal sospecha o pensamiento; todo se desenvolvía regularmente en ese pequeño lugar. Entonces, súbitamente, algunos hombres armados con escopetas y revólveres, bajaron de un automóvil, atacaron el coche de la compañía disparando contra sus ocupantes, que respondieron a la descarga. Los peatones y transeúntes, sorprendidos y espantados por el inesperado tirotero, para escapar del peligro salieron corriendo en todas direcciones. Desvalijado el coche de la compañía, los bandidos volvieron a su automóvil y desaparecieron. Todo esto ocurrió en pocos minutos.
Ahora volvamos a los perjuros del Estado.
El pagador de la Bridgewater Shoe Company fue el único de ellos que tuvo un poco de coraje moral. Rehusó identificarme positivamente como uno de los bandidos, aunque en el proceso hizo todo lo que pudo por testificar contra mí con más energía que en la audiencia preliminar. Evidentemente fue obligado a herirme tanto como le fuera posible. De todos modos, un tiempo después abandonó el empleo de la compañía. El pueblo dijo que esta actitud se debió a su negativa de identificarme positivamente.
Bowles, el guardián de la compañía, que había estado en el automóvil, me identificó positivamente, aunque, según su propio testimonio, tuvo menos tiempo y oportunidad de mirarme que el pagador. Dijo que el chauffer cayó herido al primer disparo y el automóvil empezó a hacer zig-zag. Con la mano izquierda manejaba el auto y con la derecha disparaba contra los bandidos. Durante ese tiempo no hizo otra cosa que mirar a los bandidos. De modo que tenemos que vérnosla con un individuo que se proclama a sí mismo héroe. Vale la pena contar cómo llegó a identificarme. Como guardián de la compañía, policía especial y uno de los asaltados, estaba tres veces interesado en nuestro arresto y en venir a vernos. En efecto, vino y ... lo reconoció dirá el lector. Hizo más que venir a vernos; durante tres o cuatro días con sus correspondientes noches, se trajo, en el automóvil de la compañía, al pueblo de Bridgewater a la comisaría de Brockton para que nos viera.
Nos había visto, por consiguiente, durante cuatro días consecutivos, pero no pudo identificarme ni a mí ni a Sacco. Luego estuvo en la comisaría de Brockton y en el mismo automóvil en el que fui traído de Brockton a la cárcel de Plymouth, pero tampoco me identificó. Mientras tanto, el jefe de policía, Stewart había decidido fraguarnos un proceso y Bowles se convirtió en su instrumento. Finalmente, en el día fijado para la audiencia preliminar, Stewart y Bowles vinieron a Plymouth de Bridgewater para llevarme en un automóvil al tribunal de Brockton, donde debía verificarse la audiencia. Luego, ya en camino, ocurrió una cosa extraña. Al entrar en Brockton nos encontramos con un cortejo funeral y Stewart se vio obligado a parar el automóvil. Cuando el coche fúnebre pasó ante nosotros nos descubrimos.
Fue en ese momento cuando Bowles, dándose vuelta hacia Stewart, exclamó: ¡Voto a bríos, creo que he visto antes a este hombre!, Se refería a mí, y Stewart aprobó con un movimiento de cabeza. Entonces Bowles me preguntó: Dime, Bart, ¿me has visto alguna vez? ¿Me conoces?, No sabiendo aún quién era (iba humildemente vestido) le contesté: No, no le conozco, no recuerdo haberle visto en ninguna parte. Repiti mis palabras como un eco mientras el automóvil se ponía en marcha. Seguro de mi inocencia, de la sinceridad de mi contestación y creyendo que me había hecho una pregunta puramente casual no presté atención a lo que se había dicho ni pensé que mis palabras podían haber sido peligrosas. Pero pronto, ya en el tribunal, tuve que abrir los ojos cuando ví a Bowles dirigiéndose al estrado y le oí decir que yo era uno de los bandidos. Todavía es un héroe, hijo distinguido de su época y merecedor de un premio.
Otro de los perjuros del Estado fue un estudiantuelo de catorce años, un vendedor de diarios que se calificaba a sí mismo de estudiante. Es un defectuoso mental, cuya falta de vergüenza y de conciencia le puso de manifiesto como un pusilánime. Llegará el día en que expondré minuciosamente el proceso fraguado en Plymouth y entonces reproduciré su testimonio. Ahora, para ser breve, lo omito.
Mrs. Giorgina Brooks fue una testigo para identificarme positivamente; y su testimonio también merece ser esbozado. Es como sigue: por la mañana salió de su casa para ir a pasar el día de navidad a la casa de sus padres en Providence, R. I. Llevaba consigo un chico de cuatro años y una valija. En un momento dado, cuando iba a cruzar una calle vio un automóvil estacionado con el motor en movimiento, en el otro lado de la calle y ocupado por cuatro o cinco hombres. Concentró su atención en el hombre que estaba en el volante. Le eché una atenta mirada. Al cruzar la calzada lo miró otra vez y éste la miró de soslayo. Después de haber cruzado la calle, le echó otra mirada. En su camino hacia el depósito, mientras llevaba la valija en una mano y retenía con la otra al chico, se volvió varias veces a mirar al hombre del volante que, según esta señora, era yo.
Pero esto no es todo: ya en el depósito, sacó un boleto y luego se asomó a la ventana que daba a la calle en que tuvo lugar el asalto. El tren para Providence, dicho sea de paso debía haber salido de Bridgewater en momentos en que se verificaba el asalto, pero esa mañana se retardó, tal vez para dar oportunidad a la señora de testificar en favor del Estado. En efecto, dijo que oyó las detonaciones y vio el fuego de los revólveres al ser descargados. Ahora. bien, se comprobó que entre la ventana y la escena del crimen se levanta un edificio que obstruye completamente la vista del punto en que se realizó el atentado, salvo para el que puede ver a través de las paredes. La testigo dijo que sufría de los ojos y que su vista estaba muy afectada, hasta el punto que, como más tarde lo admitió, no hubiera reconocido a su misma madre si la hubiera encontrado en la calle ataviada con diferente traje.
No obstante, vio a través de un edificio. Para que se diese crédito a su increíble narración y se justificase su razonable interés y sus miradas al hombre del volante, Giorgina Brooks dijo que obró así porque todo eso le pareció algo sospechoso (el automóvil y los hombres). Utilizó esta mentira como un medio de unir en un todo coherente lo que había dicho antes: tal las perlas sueltas por cuyos agujeros se pasa un hilo para formar un collar. ¿Por qué no tomó el número del automóvil? ¿Por qué miró solamente a uno de los hombres? ¿Por qué no avisó o telefoneó a la policía? Nadie que conozca la prontitud norteamericana para hacer tales cosas, a la más leve sospecha y cuán numerosos son los automóviles, puede creer su excusa.
El que describió mi cabeza como una de conformación extraña, parecida a una bala, (¿por qué no a la de un negro?) fue, si no recuerdo mal, el cuarto y último de mis identificadores. Después de haber hablado de "descargas de balazos y de gente escapando en todas direcciones, mi abogado le preguntó si él también había escapado u ocultado tras algún árbol. Contestó: Quise hacerlo, pero estaba tan espantado que no pude moverme del sitio en que estaba parado. En otras palabras, estaba petrificado de terror, la condición más favorable y adecuada para ver, individualizar y recordar a un extraño, visto durante algunos segundos en medio de una gran confusión.
Mr y Mrs. Johnson, de West Bridgewater, propietarios de un garage en el que Boda guardaba su automóvil, fueron los únicos dos testigos del Estado que dijeron algo verídico. Testificaron que en la noche del 5 de mayo de 1920, Boda, Orciani, Sacco y otro hombre estuvieron en su casa para sacar el automóvil de Boda. Mrs. Johnson había telefoneado a la policía por nuestra detención. Por supuesto que ellos, sobre todo ella, hicieron todo lo que pudieron para dañarnos con su testimonio. Para obtener los 200 dólares del premio era necesaria la convicción. Presentarlos en contra mía constituía una abierta violación de la ley, porque ninguno de ellos me había identificado como uno de los hombres que habían estado en su casa. El día de mi convicción o al siguiente, Mrs. Johnson fue a las oficinas de la Bridgewater Shoe Company para pedir los prometidos doscientos dólares del premio. La compañía rehusó pagarle, diciendo que no daría un centavo hasta que yo no hubiera sido sentenciado. Mr. Johnson se puso iracundo y promovió tal tole tole para cobrar los US $200 que el periódico de Brockton tuvo oportunidad de hacer un buen tiraje alrededor del asunto. Estos fueron los principales testigos del Estado y sus cuentos; el jurado, prestándoles fe, apoyándose en ellos halló que yo era culpable.
Excepto Mrs. Brooks, cuyo comportamiento en el tribunal fue descorazonador, mi proceso hubiera sido como un día de vacaciones o un pic-nic para los testigos del Estado. Todos los de Bridgewater acudieron en masa a mi proceso durante varios días; se mofaron y burlaron cínicamente de mí y de los italianos que fueron al tribunal; fueron perjuros con una indiferencia monstruosa, hasta demostraron alegría; representaron el rol de un público americano hostil, de una pandilla que sirvió de contrapeso -a los ojos del jurado- a las manifestaciones de simpatía de los italianos hacia mí.
A mi llegada a Plymouth, Mass; ocho años antes de mi detención, usaba barba, pero la forma y el aspecto de mis bigotes eran enteramente iguales a esa época cuando fui arrestado. A los dos años de mi llegada a Plymouth me afeité la barba, pero conservé el cabello y los bigotes como antes. En consecuencia, mi cara era familiar a todos los habitantes de la ciudad, precisamente porque había sido un vendedor ambulante de pescado y había trabajado mucho tiempo en la Cordage Company y tomado parte activa en la huelga. De modo que, después de haber oído la descripción que los testigos del Estado hacían del bandido, le dije a Vahey que podía convocar a los vigilantes de Plymouth, a los contratistas americanos para quienes había trabajado y a todos los prominentes hombres de negocio italianos y peluqueros, para que declarasen que yo nunca había llevado mi cabello a la Pompadour ni mis bigotes a lo Carlitos Chaplin, ni cortos ni con las puntas afeitadas. Mr. Vahey no hizo nada acerca de esto, excepto el decirme que los contratistas habían olvidado los rasgos de mi fisonomía. Pero fue obligado a presentar a varios hombres y mujeres que habían ofrecido su testimonio en este respecto. Todos ellos eran vecinos míos, trabajadores italianos, menos Mr. Ferrari, un cervecero. Por consiguiente, seguí insistiendo ante Mr. Vahey para que presentara testigos más valiosos ante el jurado. Y cuando me di cuenta que no iba a presentar a ningún vigilante, ni homhres de negocio, ni peluqueros en mi ayuda, le puse en el dilema de que si no desarrollaba una defensa más vigorosa tomaría otro abogado y a él lo denunciaría ante los tribunales. Mis ojos deben haber sido más expresivos que mis palabras. Mr. Vahey cedió: mandó entonces, a último momento, a su agente Doviglio Govoni, en busca de algunos vigilantes y peluqueros. Govoni volvió al tribunal con un peluquero italiano y dos vigilantes americanos. Estos últimos testificaron que me conocían hacía ya muchos años y que me veían casi diariamente, y que me habían visto siempre con el cabello y los bigotes tal cual los llevaba en ese momento. Sin embargo, su comportamiento fue nervioso y atolondrado mientras estuvieron en el estrado; su testimonio estuvo muy lejos de ser tan vigoroso como debía haber sido. El hecho es que después de todo eran policías que trabajaban para sí y para sus familias, y sabian que el juez el fiscal y la Cordage Company estaban todos en contra mía y, pnr consiguiente, se atemorizaron de testificar en mi favor. A no mediar este pensamiento su testimonio hubiera sido más firme y convincente.
Ahora, unas cuantas palabras acerca del peluquero. En el norte de Plymouth, donde residí durante ocho años, hay 5 peluqueros italianos. Cuatro de ellos son bien parecidos, hombres inteligentes que dominan ambos idiomas, el italiano y el inglés. El otro es un buen diablo que no habla bien ni el italiano ni el inglés. Habla el napolitano, pero con dificultad también. Nmguno de estos cinco hombres profesan mis ideas, algunos son adversarios políticos míos, pero todos ellos hubieran venido a testificar en mi favor. Ahora bien, sea porque tal haya sido mi suerte o por malicia o por ambas cosas a la vez -como parece haber sido- lo cierto es que Mr. Govoni trajo al tribunal al peluquero que hablaba con dificultad el inglés. A pesar de todo, la verdad se dice fácilmente y el testimonio de nuestro hombre fue muy bueno. Dijo que me conocía hacía ya varios años, que me había afeitado y cortado el pelo muchas veces, que yo siempre he llevado le cabello y los bigotes tal cual los tenía en ese momento, que mi cabello es corto y que es imposible cortármelo a la Pompadour. Preguntado si alguna vez había afeitado la punta de mis bigotes, contestó negntivamente: Vanzetti ha llevado siempre los bigotes largos; sólo le he afeitado algunos pelillos que tenía en el centro del labio superior, debajo de la nariz y que se inclinaban hacia la boca.
Este fue aparentemente el punto débil de su testimonio que Katzmann se había esforzado maliciosamente en obtener. Una vez logrado, Katzmann lo explotó hasta el extremo, utilizando vergonzosamente el detalle de uno o dos pelillos para probar la propia contradicción e insinceridad del testigo. Digo que no sólo fue vergonzoso, sino criminal el comportamiento de Katzmann.
Todo peluquero italiano puede explicar que afeitar uno o unos cuantos pelillos de un bigote largo y espeso, no significa necesariamente afeitar las puntas; que esta operación sin importancia alguna no hace observable ninguna diferencia en el aspecto y la forma de los bigotes; que recortar los bigotes significa acortarlos desde el centro hacia los extremos, y que hay tal diferencia entre unos bigotes plenamente crecidos y otros recortados, que se nota a primera vista. Fue especialmente para poner de manifiesto esta explicación que obligué a Vahey a presentar a los peluqueros italianos. Katzmann también utilizó su lengua viperina en contra del tartamudeante testigo y contra su mísero inglés y condicción extranjera con el fin de despertar el odio racial del jurado y su desconfianza. No obstante, pese a todo, testigos de la defensa, en este respecto, habían más que suficientes, en calidad y número, para convencer al jurado, más allá de toda razonable duda, de la veracidad de la tesis de la defensa. Consciente de ello y temiendo una absolución, Mr. Katzmann recurrió a una de las artimañas más innobles que se hayan utilizado jamás en un tribunal provinciano y ante un jurado provincial. Volvió a llamar al estrado a Mr. Ferrari y le requirió la descripción de los bigotes, barba y cara de varios hombres de la ciudad:
- Mr. Feriari ¿conoce usted a Fulano de Tal?
- Sí.
- ¿Qué clase de bigote lleva? -y así de continuo.
Katzmann no dejó de preguntarle a Mr. Ferrari acerca de los bigotes de hombres que iban siempre afeitados. Le estaba tendiendo un lazo. Todo esto es inconcebible, porque Ferrari no testificó como un experto en cabellos y bigotes, sino como fisonomista. Pero Katzmann tenía sU fin secreto y finalmente pidió a Ferrari que describiera la barba y los bigotes del gerente del Plymouth House (un hotel). El testigo dijo: Mr. ... (he olvidado su nombre) no tiene ni la barba ni los bigotes parecidos a los del hombre ordinario. Los pelos de su barba son muy raros, blancos, finos, suaves; los lleva enteramente largos, tal vez más largos de media pulgada, pero se destacan muy bien de la piel cuyo color es oscuro. Sus bigotes son pequeñitos y sus cabellos son, como los de su barba, blancos, finos como los de la cara de una mujer de edad avanzada. Era una descripción magistral, la verdad fielmente pintada; nadie que conociera el asunto podía negarlo. Pero Katzmann preguntó: ¿Qué clase de bigote lleva B. Brini (entonces tenía 13 años). El testigo sonrió en la cara del fiscal, luego habiendo notado la cara afeitada y lisa de éste, contestó: Igual al suyo. Esto pareció finiquitar la interrogación hecha, aparentemente, sin sentido. Pero Katzmann ya había concebido su plan, y hélo aquí: ... El gerente de la Plymouth House entra en el tribunal, sonriendo y haciendo reverencia al juez y al fiscal, que sonríen y le contestan. Pero ya es un hombre diferente, su cara está lisa y bien afeitada, los pelos blancos, etc., han desaparecido; su conformación tampoco es la misma, un masaje reciente, que debe haber sido prolongado y vigoroso, ha dado color a sus siempre descoloridas mejillas, es irreconocible. Invitado gentilmente por Katzmann, toma asiento en el estrado. Katzmann le pregunta si ha llevado alguna vez barba o bigotes. Contesta: nunca. Katzman mira al suelo y luego al cielo raso, luego mira al jurado y después de un sabio silencio magistralmente mantenido, empieza suavemente para terminar con un trueno. Caballeros del jurado, os ruego miréis la cara de este caballero y luego que creáis, si podéis, lo que (señalando a Mr. Fenari) ese testigo ha dicho. Volviéndose nuevamente hacia el gerente, Katzmann le dijo: Esto era todo. El gerente estaba tan contento que al bajar del estrado fue incapaz de hallar la puerta para salir. Nada tengo que decir para explicar esta ignominia, salvo que ambos, Katzmann y Thayer, son clientes del Plymouth House.
En este punto, uno podía pensar para su coleto: pero si es verdad que toda la ciudad conoce muy bien a ambos, al acusado y al gerente del Plymouth House, ¿por qué entonces no acepta la verdad el jurado? Bien; sólo uno de los jurados era residente de Plymouth y este era capataz de la Cordage Company. Los otros once jurados eran residentes de otras ciudades. Y ya que estoy en tren de aclaraciones, agregaré que la prensa capitalista del Estado nos había linchado más bien que declarado convictos, por su terrible campaña contra nosotros, especialmente en la época de nuestro arresto. El público americano, del que provenía nuestro jurado, fue predispuesto contra nosotros. Leyeron y creyeron la campaña de la prensa contra nosotros, en la que se les dijo desde el comienzo que éramos radicales y directores de huelgas.
Acerca de la evidencia material del Estado
La evidencia material presentada por el Estado contra nosotros es una camisa de franela, de color suave, una gorra gris claro, un sweater de lana color marrón y las cuatro balas que me encontraron al revisarme. La camisa y la gorra gris fueron presentadas para que correspondieran con el testimonio de algunos de los testigos del Estado, que habían dicho que el bandido llevaba una camisa y una gorra como las que he mencionado recién. El hecho de que la camisa exhibida fuese la única de mis cuatro camisas de lana de color suave fue un detalle completamente ignorado por la defensa así como ignoraba que tenía dos sweaters de lana del mismo color rojo subido y cuello alto, que había llevado constantemente uno de ellos en el invierno y que me cubría enteramente la camisa. Esta hubiera sido una tesis negativa y todos aquellos que han pasado por la rodalia de un proceso saben por amarga experiencia cuán difícil es probar una tesis negativa, por más evidente que sea.
Pero la defensa podía haber probado que el fraguador del proceso, Stewart, se había apoderado de esa ropa ilegalmente. Yo era pensionista en una casa privada. Mr. Stewart tenía sólo derecho a apoderarse de todo lo que hubiera en mi pieza, pero él anduvo rondando por la casa en busca de una camisa y de una gorra que le sirvieran a satisfacción. La camisa y la gorra estaban colgadas de un clavo en la escalera del sótano, de allí las sacó. Podían haber pertenecido a cualquiera, ya que hay millones de camisas y de gorras de esa clase en circulación; creo, por lo tanto, que el valor del testimonio de mi camisa y mi gorra se reduce a nada, de modo que no hablaré más de esa evidencia, pero sí sobre las balas.
¿Es creíble que si yo hubiera sido uno de los bandidos y hubiese usado la escopeta y algunas balas en el asalto, es concebible, repito, que haya llevado en mi bolsillo las balas que quedaron, después de cuatro meses y mientras iba a visitar a los amigos? Bien, es necesario decir cómo me incauté de las balas. El día de mi detención había estado en la casa de Sacco. Se estaban preparando para irse a Italia; la casa estaba toda trastornada. Rosa Sacco se ocupaba en llenar los baules. Mientras me hallaba con ellos en la cocina vi esas cuatro balas sobre la mesa o al lado de la chimenea. Se me ocurrió llevárselas a uno de mis amigos de Plymoutb. ¿Vas a llevar estas balas a Italia? Sacco contestó: Haremos ejercicios de tiro en los bosques si tenemos tiempo y si no las tiraremos. Dámelas -dije- se las llevaré a un simpatizante de Plymoutb y obtendré de ellas cincuenta centavos para la propaganda, y diciendo esto tomé las balas y las puse en uno de los bolsillos de mi saco, donde me las encontraron cuando me detuvieron. Ahora bien, cuando comenzó el proceso, Sacco y su compañera se ofrecieron para explicar el hecho tal cual habla ocurrido, pero Mr. Vahey se opuso enérgicamente a su intención de testificar, e insistió hasta que estuvieron persuadidos de que no debían hacerlo.
Vahey justificó su actitud diciendo que tal cosa podía dañar a Sacco cuando fuera juzgado por el proceso de Braintree y podía complicarme a mí en el cargo. No solamente dijo esto a Sacco y a Rosa, sino también a mí y a nuestros amigos. El que lograra persuadirnos a todos nosotros prueba, lisa y llanamente, nuestra ignorancia e inexperiencia en los procedimientos judiciales, pero no oculta ni disminuye su consciente traición. En efecto, Mr. Vahey sabía en esa época que yo sería procesado por el crimen de Braintree, que el Estado podría presentar las balas como material de evidencia en el próximo proceso, independientemente del testimonio de Sacco y su compañera en mi proceso, en el llamado caso de Plymouth. Ocurrió que fui complicado en el crimen de Braintree, pero no se presentaron las balas como prueba en contra mía.
El segundo proceso fraguado fue completamente diferente al anterior. La verdad, la única verdad posible, es que Mr. Vahey, mi abogado defensor, se opuso e impidió su testimonio porque temía que podía ser decisivo en el sentido de mi absolución. Sobre todo porque el Estado hubiera sido incapaz de probar, ni siquiera de provocar la duda, de que yo hubiese poseido una escopeta en el momento de mi detención o antes.
Por qué no testifiqué
La ley de esta nación concede a un acusado el derecho de testificar o no en su favor, dependiendo esto de su voluntad. El testificar, como no testificar, son asuntos de gran importancia e influyen en el resultado de todo caso. El jurado popular excusa y justifica, en ciertos casos, la negativa del acusado en testificar; pero en casos que se relacionen con robos, fraudes, asesinatos, etc., el jurado popular considera semejante negativa como un signo de culpabilidad, como el indice de que el acusado es incapaz de rechazar con su testimonio la teoría del fiscal. Preparar el testimonio del acusado es uno de los primeros deberes y la principal tarea de un abogado defensor honesto implica también reClproca contianza entre el abogado y el acusado. Yo quería llenar ese requisito pero Mr. Vahey se opuso y resistió hasta que acepté su parecer. Pues bien, todo indicaba que debíamos testificar y no hacer lo contrario, como lo probó el ulterior desarrollo del caso. No obstante no sé si debo atribuirlo todo a la actitud de Mr. Vahey, a la mala fe o a la condición equívoca y a las relaciones que había entre él, mis amigos y yo.
Debido a su actitud y comportamiento anterior y presente, mis amigos y yo habíamos sido inducidos a considerarle como a nuestro enemigo y nuestro traidor y a temerle como tal, y en esta condición nada bueno se podía hacer y tampoco era posible la recíproca comprensión. ¿Temía él mi futuro testimonio y, si era así, por qué motivo y de qué tenía que estar atemorizado? No hallo contestación para estas cuestiones, pero su conducta no le justifica. ¿Creen Uds. que Mr. Vahey trató de preguntarme, suponiendo que él fuera el fiscal de un distrito imaginario, qué habría dicho yo sobre esto o aquello, o sobre esta o aquella cuestión cuando tuviera que declarar en el estrado como se hace en todo caso y por todo abogado defensor honesto? ¡Oh, no!, ni por un instante. Me preguntó cómo explicaría desde el estrado el significado del socialismo, comunismo o bolchevismo, si era interrogado en ese sentido por el fiscal. A tal pregunta yo daría una explicación sobre esos temas arriba mencionados.
No, si usted va a decir tales cosas a un jurado ignorante y conservador, lo mandarán directamente a la prisión del Estado. Entiendo que ésta no era una razón en contra de la actitud que yo quería adoptar en el estrado, sino una excusa para impedirme testificar, porque Mr. Vahey también es un abogado y como tal sabía que podía haber impedido al procurador del distrito el hacer preguntas acerca de cuestiones políticas, enteramente extrañas al caso, diciendo que yo no era procesado por ideas políticas, sino por asalto. Esto, por supuesto, hubiera sido una mentira, pero habría bastado para llamar al orden a Katzmann, impidiéndole hacerme preguntas sobre mis ideas políticas; de esta manera destruía lo que fingía temer tanto. Por lo tanto, me veo obligado a decir que no testifiqué en mi favor, porque mi abogado no me lo permitió y creo que lo hizo así porque temía que yo convenciera al jurado de mi inocencia, y porque sabía que la negativa de un acusado de ocupar el estrado para testificar es considerada por el jurado como un signo de culpabilidad.
Esto es todo.
El veredicto
Al enumerar los cargos ante el jurado, el juez Thayer les dijo que no debían prestar atención a la segunda parte del proceso: intento de matar. Porque -dijo - según los testigos del Estado el hombre que tenía la escopeta tenía amplia oportunidad de herir o matar a cualquiera. El hecho de que nadie haya sido herido ni matado prueba que no había intención de matar; que sólo usó el arma para intimidar. El jurado se retiró y volvió cuatro horas más tarde con un veredicto de culpabilidad para las dos acusaciones: culpabilidad de intento de robo y culpabilidad de intento de matar.
El juez Thayer pudo haberme sentenciado, con gran contento suyo el mismo día en que se dio el veredicto. Había sido mi enemigo mortal, previsto el resultado del proceso, todos los medios posibles en contra mía, y estaba ya determinado a darme la pena máxima. No obstante, por razones fácilmente conjeturables, esperó varias semanas antes de sentenciarme. Finalmente, el 16 de agosto de 1920, en el tribunal de Plymouth, el juez Webster Thayer me sentenció de 12 a 15 años de cárcel, que cumpliría en la prisión del Estado. Con un comportamiento magistral de hipocresía no sobrepasada, dejó de lado el veredicto de culpabilidad de intento de matar, y entonces me sentenció sólo por intento de robo. Con esta diferencia, que me aplicó por intento de robo una condena m~s larga que las de todos aquellos que estaban en la prisión del Estado cuando yo llegué allí muchos de ellos condenados por intento de robo, de matar o de haber asesinado a sus víctimas. Puedo citar una docena de estos casos. Pero Thayer no se contentaba con tan poco ... con sentenciarme, sino que insultó mis principios, mis ideales y la verdad, diciendo: Los ideales del acusado están emparentados con el crimen. Sólo estas palabras prueban irrefutablemente el odio y los prejuicios del juez contra nuestras personas y nuestros principios.
Así terminó la innoble parodia de un proceso conocido con el nombre de proceso de Plymouth, que destrozó mi existencia y sumió en el dolor y la amargura los corazones de los seres amados.
Después de la sentencia
Fui encadenado y llevado en un automóvil a la prisión del Estado de Massachussetts, desde donde estoy escribiendo ahora. Otros dos automóviles cargados con guardias armados, escoltaban el que me llevaba. Pocas horas después de la sentencia oí cerrarse la puerta de hierro de la prisión tras mí; minutos después estaba alojado en una oscura celda. Para nosotros, la convicción de Plymouth era uno de los mojones que nos conducían a la silla eléctrica. Esto explica los esfuerzos y la ferocidad con que Webster Thayer y Frederick Katzmann trataron de obtenerla. Ambos sabían que ellos presidirían y proseguirían nuestro caso en el próximo proceso, en Dedham. Nada había contra Sacco; pero, conscientes de su debilidad, comprendieron la gran importancia y la necesidad de mi convicción. Thayer no quería nuestros procesos aparte. Sacco se sentaría en el banquillo al lado de un hombre ya convicto en un cargo similar. Los jurados lo sabrían, (leen los diarios), sabrían que somos viejos camaradas, ambos italianos, desheredados que emigraron a México para escapar al servicio militar. Katzmann sabía que en tales condiciones podía herir a Sacco con todo lo que se presentaba contra mí, y a mí con todo lo que se le achacara a Sacco. De modo que el proceso y la convicción de Plymouth explican el proceso y la convicción de Dedham. Con las consideraciones y explicaciones dadas más arriba, mi esbozo del proceso de Plymouth llega a su fin.
Situación actual y perspectivas
Estamos esperando ahora la decisión de la Corte Suprema del Estado. Como sabéis, la apelación a dicha corte fue presentada y discutida por Mr. William G. Thompson, un hombre y un jurista de gran reputación. Tanto sus argumentos escritos y orales, como sus documentos sobre el caso, son monumentos de agudeza humana y de ciencia judicial. Con un hombre así como defensor, tenemos motivos para esperar una victoria. Por supuesto que si la decisión de la Corte es negativa, estamos pérdidos. Si nos concede un nuevo proceso tendremos que luchar y la victoria libertará a Sacco enseguida. En cuanto a mi, tendré que cumplir la sentencia de Plymouth, de 12 a 15 años de cárcel. Habiendo pasado seis años en la prisión, me quedan otros seis para cumplir la pena mínima o nueve para la máxima. Sé que los seis años de pasión que he padecido me han destrozado. Soy tratado como un desamparado, como si ni un alma. ni un centavo acudiera en mi ayuda. Unos pocos años más de semejante régimen y me convertiré en un espectro humano. No quiero y no puedo cumplir otros seis o nueve años de prisión por un crimen que no he cometido. De todos modos trataré de que mi destino no sea igual al de Ricardo Flores Magón (2). Porque ¿para qué me servirá la libertad cuando esté reducido a una larva de hombre? No obstante, espero que los acontecimientos seguirán un curso diferente, especialmente porque contamos todavía con la solidaridad de los camaradas, de muchos trabajadores y amigos. Esto salvó nuestra vida; también nos libertará, tal es mi presentimiento. Mr. Thompson está interesado también en el primer proceso y luchará por él también.
Me parece que las palabras expresadas más arriba acerca de las condiciones y del tratamiento a que estoy sometido son oscuras y poco adecuadas para que se comprenda bien el asunto. Para evitar este inconveniente, trataré de ser claro y emplearé términos concretos para ello. Hablando en absoluto, no soy maltratado: un poco de odio, de desprecio y de abuso. Pero yo y algunos otros no lo permitimos y somos tratados bien por la mayoría de ellos. Tengo un trabajo ímprobo en un lugar lleno de gas y de olor a pintura y he estado alojado en una de las más pequeñas celdas de la planta baja, pero últimamente he sido trasladado a una celda mejor. Ahora bien, prestad atención: permanezco siete horas en un lugar lleno de gas, 40 minutos en un patio polvoriento, apiñado de gente, 16 horas en una estrecha celda que tiene 8 pies de largo y pie y diez pulgadas de ancho. Tal es mi vida diaria, salvo en los días de fiesta en los que debo permanecer de 21 a 23 horas en mi jaula. ¿No es esto suficiente para matar a una mula en el término de pocos años? Hasta ahora no he hecho nada contra esto, debido a la certidumbre de que no habría un nuevo proceso. Hubiera reusado la probable conmutación de la pena y elegido la silla eléctrica antes que la vida en la cárcel. De modo que no me importaba ir perdiendo la salud ya que esperaba que me mataran pronto. Pero si las cosas cambian, no soportaré pasiva y silenciosamente un lento asesinato. Lo que he visto, sufrido y comprendido me permite creer y decir que quieren arruinar mi vida de tal manera que, si se vieran forzados a liberarme, dejarían salir de la cárcel a una sombra de hombre.
Ahora también en nombre de Sacco, cuyos sentimientos estoy seguro de expresar, envío a los trabajadores, camaradas y amigos mexicanos, nuestro saludo augural.
Vuestro de todo corazón.
Bartolomé vanzetti
P. S. - La Corte Suprema se expidió contra nosotros; es caso perdido. La esperanza de un nuevo proceso concedido por la Corte no fue más que una ilusión. Escribí mientras estaba influido por el general optimismo de nuestros camaradas, pero a la primera dilación en la resolución que esperábamos me dí cuenta de lo que decidiría la corte. Presentí mi condena y decidí declarar una huelga de hambre el 1° de mayo, pero mis camaradas insistieron de tal modo que no lo hiciera así, que cedí. La silla eléctrica será, probablemente, el fin de todo esto, pero antes que me asesinen he de escribir mi testamento.
Notas
(1) Este trabajo fue escrito en inglés y dirigido a modo de carta al compañero Librado Rivera, de México, preso él también en la Penitenciaría de Andonegui, Tampico. El Road to Freedom Group de Chelsa, Mass., lo dio a la publicidad en folleto.
Fue traducido y publicado en español por el diario La Protesta (Buenos Aires), del 18 al 27 de marzo de 1927.
(2) Refiérese a la lamentable situación en que terminó Ricardo Flores Magón, anarquista mexicano quien murió en la prisión de Leavenworth. Kansas.
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