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EL ESPÍRITU DE LA REVOLUCIÓN
Saint Just
LIBRO PRIMERO CAPÍTULO PRIMERO Las revoluciones son menos un accidente de las armas que un accidente de las leyes. Desde hacía varios siglos la monarquía nadaba en sangre, pero no se desintegraba; existe, sin embargo, una época en el ordenamiento político en la cual todo se descompone mediante un germen secreto de consunción. Todo se deprava y degenera; las leyes pierden su natural sustancia y languidecen, y si en esas circunstancias se presenta en sus fronteras un pueblo bárbaro, todo se allana ante su furor y el Estado se regenera mediante la conquista. Si no es atacado por los extranjeros, su corrupción lo devora y se reproduce; si el pueblo ha abusado de su libertad cae en la esclavitud, pero si el príncipe ha abusado de su poder, entonces el pueblo es libre. Europa, que por la naturaleza de sus relaciones políticas aún no tiene por qué temer a ningún conquistador, durante mucho tiempo sólo tendrá que hacer frente a revoluciones civiles. Desde hace varios siglos la mayoría de los imperios de este continente ha cambiado de leyes, y el resto no tardará en hacer otro tanto. Después de Alejandro de Macedonia y del Bajo Imperio, al haber dejado de existir el derecho de gentes, las naciones sólo campiaron de reyes. El nervio de las leyes civiles de Francia ha mantenido a la tiranía desde el descubrimiento del Nuevo Mundo; dichas leyes triunfaron sobre las costumbres y el fanatismo, pero necesitaban de órganos que las hiciesen respetar. Esos órganos eran los parlamentos, y cuando éstos se alzaron contra la tiranía, la derrumbaron. Como todo el mundo sabe, el primer golpe asestado a la monarquía salió precisamente de tales tribunales. Debe agregarse a esto que el genio de algunos filósofos de este siglo había convulsionado el carácter público y formado a gentes de bien o a insensatos igualmente fatales para la tiranía, que a fuerza de menospreciar a los grandes, empezaban a avergonzarse de su esclavitud, así como también corresponde decir que el pueblo, arruinado por los excesivos impuestos, se irritaba contra leyes tan extravagantes y que ese mismo pueblo fue afortunadamente alentado por ciertas débiles facciones. Un pueblo abrumado de impuestos siente poco temor a las revoluciones y a los bárbaros. Francia rebosaba de descontentos dispuestos a manifestarse a la primera señal, pero el egoísmo de unos, la cobardía de otros, el furor del despotismo en sus últimos días, la multitud de pobres que devoraban la Corte, el crédito y el temor a los acreedores, el antiguo amor hacia los reyes, el lujo y la frivolidad de los más insignificantes, y en última instancia el cadalso, impedía la insurrección. La miseria y los rigores climáticos del año 1788 conmovieron la sensibilidad popular. Las calamidadés y los beneficios unieron los sentimientos y el pueblo osó decirse a sí mismo que era desgraciado y se quejó. La savia de las antiguas leyes se deterioraba día a día. La desgracia de Kornmann indignó a París, pues el pueblo, a causa de su fantasía y de su conformidad, se apasionaba por todo lo que significara infortunio, detestando a los grandes a quienes envidiaba. Estos se indignaron contra los gritos del pueblo; el despotismo se hace tanto más violento cuanto menos respetado es o cuanto más se debilita. El señor de Lamoignon, temeroso de los parlamentos, los suprimió, haciendo que el pueblo los echara de menos, pero finalmente fueron restablecidos. Luego vino el señor Necker, que multiplicó los resortes administrativos para controlar los impuestos, se hizo adorar, convocó a los Estados Generales, devolvió su altivez al pueblo e infundió celos en el ánimo de los grandes, provocando un enorme incendio. París fue bloqueado, haciendo que el espanto, la desesperación y el entusiasmo sobrecogieran a todo el pueblo. La común desdicha unió las fuerzas de todos, y todos se atrevieron hasta el fin, porque habían empezado por atreverse. El esfuerzo no fue grande, pero sí afortunado, y el primer chispazo de la revuelta derribó al despotismo, demostrando una vez más que los tiranos perecen a causa de la debilidad de las leyes qUe ellos mismos han enervado. CAPÍTULO SEGUNDO La multitud rara vez es engañada. Luis, simple en medio del fasto, más amigo de la economía que administrador, amigo de la justicia sin poder ser justo, dígase lo que se diga, siempre fue considerado como tal por su pueblo, que furioso, gritaba en las calles de París: ¡Viva Enrique IV, viva Luis XVI y mueran Lamoignon y los ministros! Luis reinaba como hombre privado: era duro y frugal para consigo mismo, y débil Y brusco con los demás, y porque creía en el bien, se imaginaba estar haciéndolo. Ponía heroísmo en las cosas pequeñas y debilidad en las grandes; expulsaba al señor de Montbarey del ministerio por haber ofrecido secretamente una suntuosa comida, pero veía con sangre fría a toda su Corte saquear las finanzas del Estado, o más bien no veía nada, pues su sobriedad había tornado en hipócritas a quienes lo rodeaban. Sin embargo, tarde o temprano lo averiguaba todo, pero le importaba máS ser confundido con un simple observador que actuar como monarca. Cuanto más veía el pueblo -infalible juez- que Luis era engañado al mismo tiempo que él, tanto más lo apreciaba en su propósito de manifestar su mala voluntad hacia la Corte. Esta y el ministerio que ejercía el gobierno, socavados por su propia depravación, por el abandono del soberano y el menosprecio del Estado, se bamboleaban definitivamente, y junto con ellos, la propia monarquía. María Antonieta, más bien engañada que engañadora y más ligera que perjura, dedicada enteramente a sus placeres, parecía no reinar en Francia, sino tan sólo en el Trianon. El hermano del rey tenía por toda virtud un ingenio bastante cultivado, pero no el suficiente para dejarse engañar. La duquesa Jules de Polignac, único personaje oscuro de aquella Corte, engañó a sus iguales, al ministerio y a la reina, y se enriqueció; debajo de su apariencia frívola se ocultaba un alma criminal que la impulsaba a cometer, riendo, toda clase de horrores, y a depravar los sentimientos de aquellos a quienes quería seducir, terminando por último de ahogar su secreto en las peores infamias. Prefiero guardar silencio respecto al carácter de tantos hombres que carecían de él. La imprudencia y las locuras del ministro Calonne y las sinuosidades y la avaricia del señor de Brienne, eran una muestra del espíritu de la Corte, en la que sólo se hablaba de costumbres, de libertinaje y de probidad, de modas, de virtudes. o de caballos. Dejo a otros la tarea de relatar la historia de las cortesanas y de los prelados, bufones de la Corte, en la que la calumnia mataba al honor y el veneno eliminaba a la gente de bien. Maurepas y Vergennes murieron; especialmente este último apreciaba el bien que nunca supo hacer. Era un sátrapa virtuoso, y después de su muerte, la Corte pudo librarse a un verdadero torrente de impudicias e indignidades que completó la ruina de las antiguas máximas. Apenas puede concebirse la bajeza de los cortesanos, pues los buenos modales disimulaban los más cobardes delitos, y la confianza y la amistad nacían de la vergüenza de conocerse y de la molestia que significaba tener que engañarse entre sí. La virtud era una palabra ridícula, el oro se vendía al oprobio, el honor se medía en su peso en oro y el trastorno de las fortunas era increíble. La Corte y la capital cambiaban diariamente de rostros a causa de la necesidad de huir de los acreedores o de ocultar la propia existencia; las ropas cortesanas cambiaban continuamente de manos, y entre aquellos que las habían vestido, uno estaba cumpliendo trabajos forzados, otro refugiado en algÚn país extranjero y el último se había ausentado para poder vender o lamentar la pérdida de las posesiones de sus antepasados. Así fue como la familia de los Guémené devoró la Corte, compró y vendió favores reales, dispuso a su antojo de los empleos y cayó finalmente por culpa de su orgullo, así como se había elevado gracias a su bajeza. La avidez del lujo atormentaba al comercio y ponía a las plantas de los ricos a toda una multitud de artesanos. Eso fue lo que mantuvo al despotismo, pero como a fin de cuentas el rico no pagaba, el Estado perdía en fuerza lo que ganaba en violencia. Difícilmente podrá la posteridad imaginarse cuán ávido, avaro y frívolo era el pueblo, y hasta qué punto las necesidades que su presunción había forjado lo colocaban en situación de dependencia para con los grandes, pues estando los créditos de la multitud hipotecados sobre los favores de la Corte y las trapacerías de los deudores, el engaño llegaba por reproducción hasta el Soberano, descendiendo luego de éste hasta las provincias, y formando así en el cuerpo de la nación una cadena de indignidades. Todas las necesidades eran extremas e imperiosas y todos los medios para remediarlas desesperados. CAPÍTULO TERCERO Nada he dicho de algunos hombres distinguidos por su nacimiento, pues sólo se preocupaban por satisfacer sus absurdos derroches. La Corte era una nación evaporada que no pensaba, como se pretende, establecer una aristocracia, sino tan sólo subvenir a los gastos de sus libertinajes. La tiranía existía y los cortesanos se limitaron a abusar de ella; imprudentemente espantaron a todo el pueblo mediante ciertos movimientos de los cuerpos de ejército, y el hambre, causada por la sequía de aquel año y la exportación del trigo, completó el cuadro. El señor Necker inventó el remedio de la exportación para alimentar el tesoro público, que aquel financista cuidaba como a la propia patria, pero el hambre sublevó al pueblo y el peligro perturbó a la Corte. Esta temía a París, que día tras día se tornaba más facciosa a través de la audacia de los escribanos, o la escasez de recursos, y porque la mayoría de las fortunas Se confundían, ahogadas, en la fortuna pública. El nombre de facción de Orléans procedía de la envidia que provocaba a la Corte la opulencia, la buena administración y la popularidad de aquella casa principesca. Se sospechaba que tenía ciertas inclinaciones partidarias, a caUsa de su alejamiento de Versalles, y se hizo todo lo posible por causar su pérdida, porque no se logró domesticarla. La Bastilla fue abandonada y tomada, y el despotismo que sólo se basa en la ilusión de los esclavos, pereció con ella. El pueblo carecía de buenas costumbres, pero estaba vivo. El amor por la libertad nació como un brote y la debilidad dio origen a la crueldad. No sé que jamás se hubiera visto, excepto entre los esclavos, que el pueblo enarbolara la cabeza de los más odiosos personajes en la punta de sus lanzas, bebiera su sangre, arrancara sus corazones y los comiera. La muerte de ciertos tiranos en Roma constituía una especie de religión. Algún día podrá verse, y quizá con mayor justicia, tan espantoso espectáculo en América, pero yo lo he visto en París y he oído los gritos de alegría del pueblo desenfrenado, jugando con los jirones de carne y chillando: Viva la libertad, vivan el Rey y el señor de Orléans. La sangre de la Bastilla sacudió a toda Francia, y la inquietud antes irresoluta se desencadenó contra las Órdenes reales y el ministerio. Fue un instante público semejante a aquel en que Tarquino fue expulsado de Roma. Ni siquiera se pensó en la más importante de las ventajas, la huida de las tropas que bloqueaban a París, y el pueblo se limitó a regocijarse de la conquista de una prisión del Estado. Aquello que llevaba sobre sí la huella de la esclavitud que los abrumaba, impresionaba más sus imaginaciones que lo que amenazaba la libertad de que aún no disfrutaban. Era el triunfo de la servidumbre. El pueblo hacía pedazos las puertas de las calabozos, abrazaba a los cautivos aún encadenados, los bañaba en lágrimas, hizo soberbios funerales a las osamentas descubiertas durante el registro de la fortaleza y paseó en triunfo, a modo de trofeos, las cadenas, los cerrojos y otras muestras de esclavitud. Algunos de los prisioneros no habían visto la luz desde hacía cuarenta años y sus delirios despertaban interés, provocaban lágrimas e incitaban a compasión, dando la impresión de que el pueblo hubiese tomado las armas para terminar con las órdenes reales de prisión. Daba lástima examinar las tristes murallas del fuerte cubiertas de jeroglíficos lastimeros. Uno de ellos decía: ¡Jamás volveré, pues, a ver a mi pobre mujer y a mis hijos, 1702! La imaginación y la piedad hicieron milagros y todo el mundo pudo imaginarse hasta qué punto el despotismo había perseguido a nuestros antepasados, mientras compadecía a sus víctimas, dejando, de paso, de temer a sus verdugos. En un principio, el arrebato y la ingenua alegría hicieron inhumano al pueblo, pero su acción le devolvió el orgullo y éste lo hizo sentir celoso de su gloria. Por un momento volvió a tener sus mejores costumbres y se avergonzó de los muertos con que manchara sus manos. Felizmente fue lo suficientemente bien inspirado, ya sea por el temor o por las insinuaciones de las gentes de bien, para darse a sí mismo los jefes que necesitaba y obedecerlos. Todo se hubiese perdido si las luces y la ambición de algunos no hubiesen dirigido aquel fuego que ya no se podía apagar. Si el señor de Orléans hubiera tenido realmente su facción, se habría puesto entonces al frente de la misma, asustando y salvaguardando a la vez a la Corte, como otros lo hicieron en su lugar. Nada de ello hizo, como es sabido, limitándose a contar con el asesinato de la familia real, que estuvo a punto de ser cometido cuando todo París corrió hacia Versalles. Sin embargo, por poco que juzguemos con cordura las cosas, veremos que las revoluciones de estos tiempos se limitan a una guerra de esclavos imprudentes que se baten con sus propias cadenas y marchan hacia adelante como embriagados. La conducta del pueblo se tornó tan fogosa, su desinterés tan escrupuloso y su rabia tan inquieta, que fácilmente se notaba que sólo aceptaba consejos de sí mismo. No respetó nada que significara soberbia, pues su brazo intuía la igualdad que aún no conocía. Depués de vencer en la Bastilla, y cuando se trató de conocer los nombres de los vencedores, casi ninguno se atrevió a dar el suyo, pero apenas Se sintieron seguros, pasaron del temor a la audacia. El pueblo ejerció entonces una especie de despotismo a su manera, y la familia real y la Asamblea de los Estados marcharon cautivos hacia Paris, en medio de la pompa más ingenua, pero también la más temible que hasta ese momento se había podido ver. Pudo entonces comprobarse que el pueblo no actuaba para elevar a nadie, sino para igualar a todos. El pueblo es un eterno niño; con todo respeto hizo obedecer a sus amos y después los obedeció con orgullo, estando en realidad más sometido a ellos en esos momentos de gloria que cuanto pudo haberlo estado antaño. Estaba ávido de consejos y hambriento de alabanzas, sin dejar por ello de ser modesto. El temor le hizo olvidar que era libre y nadie se atrevía a detenerse o hablarse en las calles, tomando cada cual a los demás por conspiradores: eran los celos de la libertad. El principio se había sentado y ya nada detuvo sus progresos; el despotismo desaparecía y estaba disperso, sus ministros huían y el temor agitaba sus reuniones. El cuerpo de electores de París, colmado de hombres desesperados, ebrios de miseria y de lujo, reunió en su derredor a muchos partidarios. Esta facción careció de principios determinados y no pensó siquiera en dárselos; por ello fue que se esfumó con el delirio de la revolución. Tuvo sus virtudes e incluso firmeza y constancia en determinado momento; se recuerda con respeto el heroísmo de Thuriot de la Rosiere, que intimó al gobernador de la Bastilla, y al señor de Saint-René que hizo huir a veinte mil hombres de la municipalidad, haciéndose traer pólvora y fuego; también a Duveyrier y a Du Faulx, aquel sabio anciano, que escribiera poco después la historia de la revolución. Ellos no fueron facciosos. Otros se enriquecieron, que era precisamente lo único que deseaban. El pequeño número de gente de bien no tardó en alejarse, y el resto se disipó, cargado de espanto y de botín. CAPÍTULO CUARTO El crédito del ginebrino (Referencia a Nequet) iba muriendo día a día, debido a que el azar había confundido su política y su seguridad. Los designios más sabios de los hombres ocultan con frecuencia un escollo que los destruye, y mediante un inesperado contragolpe lo cambia todo, los arrastra y hasta los confunde. Si realmente es cierto que la verdadera virtud se reconoce por los cuidados que pone en esconderse, nada más sospechoso que el amor intemperante del ginebrino por el monarca y el pueblo. Este hombre había comprendido que no podía enrolarse en un partido más sólido que el del pueblo en momentos en que la Corte se desplomaba, ni tampoco más natural, dado su origen plebeyo. Recogió, pues, todas sus fuerzas cuando se trató la convocatoria a Estados Generales, y se puede decir que con la representación igualitaria de los tres órdenes asestó un golpe mortal a la tiranía. Su alegría fue profunda al producirse su deposición, aunque ignoro hasta dónde podían llegar sus esperanzas. Efectivamente, tal como él mismo se lo había predicho, Su retorno fue similar al de Alejandro a su regreso a Babilonia, y el peso de su gloria aplastó a sus enemigos y a él mismo. Puso menos virtud que orgullo en su tarea de salvar a Francia y no tardó en ser odiado en el fondo de los corazones de sus conciudadanos, por su condición de fabricante de impuestos. La Asamblea Nacional, con el pretexto de honrar sus luces, lo humilló por este medio, y sacó provecho de su confianza y de su vanidad. El pueblo lo perdió de vista; París había recobrado su valor y dos hombres prodigiosos ocupaban la atención de todos. La Asamblea Nacional caminaba a pasos agigantados y el ginebrino, encerrado en su ministerio, fue temido y luego indiferente para todo el mundo. Había marrado su oportunidad y sólo era un hombre razonable que se envolvió en su gloria, convirtiéndose en enemigo de la libertad que ya de nada le servía. Había halagado al pueblo bajo el despotismo, pero cuando el pueblo alcanzó su libertad, halagó a la Corte; su política fue prudente, y le dejó como herencia la oreja del monarca que él había sabido salvar. Aquel hombre de cabeza de oro y pies de barro, tuvo un admirable talento para simular; poseyó en su más suprema perfección el arte del halago, no sólo porque insinuaba con gracia y ternura la verdad que convenía a sus proyectos, sino además porque fingía hacia su amo el apego de un gran corazón. Llevó la ambición hasta el desinterés, como lo haría el labrador que agota sus fuerzas sobre el campo que algún día querrá segar. La insurrección lo derribó porque elevó a todos los corazones por encima de él y hasta por encima de sí mismos. Creo que si el ginebrino no hubiese retornado, habría sojuzgado a Suiza, su verdadera patria. CAPÍTULO QUINTO Quienquiera que después de una sedición aborda al pueblo con franqueza y le promete la impunidad, lo asusta y lo tranquiliza, se compadece de sus desdichas y lo halaga, he ahí al Rey. La obra maestra de esta verdad está en que dos hombres (Se refiere a Bailly, alcalde de París y al Marqués de Lafayett) hayan podido reinar juntos. El temor de todos los llevó a la cumbre y su común debilidad los unió. El primero, que al principio fue virtuoso, se envaneció luego con su suerte y maduró audaces propósitos. Cada uno de ellos se apoderó de unas migajas: el primero, todopoderoso en la municipalidad, se beneficiaba en la Asamblea Nacional de un tranquilo crédito a su favor y tiranizaba a todos con suavidad. Viéndolo hacer cosquillas al pueblo y manejar todo con extrema blandura, ocultando su genio y eagañando a la opinión hasta el extremo de pasar por un hombre débil y poco temible, resultaba imposible reconocer en él la altura de carácter que mostrara en Versalles. El segundo fue más altanero, cualidad que sentaba mejor a su cargo. Supo, sin embargo, ser amable y solícitamente falso, cortesano ingenuo y orgulloso con la mayor sencillez, y lo pudo todo sin desear nada. La coalición de aquellos dos personajes fue notable por algún tiempo; uno tenía en sus manos el gobierno y el otro la fuerza pública. Entre ambos fomentaban las leyes que convenían a sus ambiciones, ordenaban los movimientos que convenían a París, desempeñaban en público el papel que cada uno conviniera para sí, y trataban a la Corte con un respeto lleno de violencia. Agreguen a todo ello un perfecto entendimiento, la popularidad, la buena conducta, el desinterés, su amor aparente al príncipe y a las leyes, la brillante elocución, y por si esto fuera poco la generosidad, y entonces se explicará que tuvieran a sus pies el cetro que se habría roto entre sus manos. Se convirtieron en los ídolos del pueblo entre quien los tesorOs del Estado eran pródigamente distribuidos con honestos pretextos. Ocupaban los brazos de los desdichados y manejaban con destreza las pasiones públicas;
la reputación de aquellos dos hombres era algo así como una fiebre popular: eran adorados y tenían cautiva, gracias a ello, la libertad de la que siempre se manifestaban los más fervientes defensores y amigos. Después de la toma de la Bastilla, solicitaron astutamente recompensas para los vencedores y exhibieron por todas partes su presuntuoso celo por la libertad en oposición a la prudente tibieza de conducta de las comunas. Continuamente acicateaban al pueblo, pero la Asamblea sabía moderarlo sabiamente; ello era debido a que los primeros querían reinar por medio del pueblo, y la segunda deseaba que el pueblo reinara por intermedio de ella. La Asamblea que penetraba en las intenciones de los hombres, comprendiendo que se le deseaba hacer sentir con exceso el precio de la insurrección de la capital, contemporizó mientras vio que los espíritus seguían inquietos, consiguió entretanto poner a las facciones bajo su yugo y utilizó sus propias fuerzas para destruirlas. La sangre fría de las comunas fue para aquellos dos hombres lo mismo que el genio y la desconfianza de Tiberio fueran antaño para Seyano. Les dejo el trabajo de adivinar el alcance de su ambición, si la paciencia no la hubiese consumido. Los distritos de París formaban una democracia que lo hubiese trastornado todo si en lugar de ser la presa de los facciosos, se hubieran conducido de acuerdo a sus propios espíritus. El distrito de los Cordeliers, que se convirtiera en el más independiente de todos, fue por ello el más perseguido por aquellos héroes del momento, precisamente porque contrariaba sus proyectos. CAPÍTULO SEXTO Constituye un fenómeno inaudito en el curso de los acontecimientos vividos, el hecho de que, en la época en que todo estaba confuso, las leyes civiles impotentes, el monarca abandonado y el ministerio evaporado, haya habido un cuerpo político, débil vástago de la confundida monarquía, que tomara en sus manos las riendas, temblara al principio, se afirmara luego, afirmándolo todo a su vez, destruyendo de paso a los partidos, y haciendo temblar a sus enemigos; un cuerpo que a la vez fuera coherente en su política, constante en medio de tantos cambios, procediera con habilidad al principio para saber hacerlo luego con firmeza y finalmente con vigor, sin olvidar jamás de ser prudente. Vale la pena ver con qué penetrante sabiduría la Asamblea Nacional supo elevarse por encima de todos, con qué arte domó el espíritu público, y cómo, a pesar de estar rodeada de trampas y desgarrada en su propio seno, logró prosperar cada vez más. También será útil analizar cómo encadenó ingeniosamente al pueblo a su libertad y lo ligó estrechamente a la constitución, erigiendo sus derechos en máximas y seduciendo sus pasiones; de qué modo sacó de las luces y vanidades de aquella época el mismo partido que supiera sacar Licurgo de las costumbres de la suya, y vale también la pena ver con qué previsión asentó sus principios, de tal modo que el gobierno cambió de sustancia y ya nada pudo detener su savia. Es también en vano que algunos luchen contra esa prodigiosa legislación que sólo peca en pequeños detalles; cuando el Estado cambia de principios, no es posible dar marcha atrás. Todo aquello que pudiera oponérsele no es un principio, y el principio establecido arrastra todo consigo. La posteridad sabrá mejor que nosotros qué móviles animaban a este prodigioso cuerpo legislativo. Debemos convenir en que la pasión amparada por grandes caracteres y brillantes inteligencias, dio el primer sacudón a sus resortes, y que el pobre resentimiento de algunos proscriptos caló a través de la ingenuidad de los derechos del hombre; pero debemos confesar también, por poco que la gratitud conceda importancia a la verdad, que tal compañía, la más hábil que se haya visto en mucho tiempo, estaba colmada de almas rígidas dominadas por el amor al bien, y por espíritus exquisitos iluminados por el amor a la verdad. El secreto de su andar a la luz del día fue efectivamente impenetrable, y precisamente por eso el pueblo se doblegó ante una razón superior que lo conducía aun a pesar suyo; todo era débil y huidizo en sus propósitos, y todo fuerza y armonía en las leyes que dictaba. Pronto veremos cuáles fueron las consecuencias de aquellos afortunados acontecimientos.
Capítulo primero - De los presentimientos de la revolución. Capítulo segundo - De las intrigas de la Corte. Capítulo tercero - Del pueblo y las facciones de París. Capítulo cuarto - Del ginebrino. Capítulo quinto - De dos hombres célebres. Capítulo sexto - De la Asamblea Nacional.
De los presentimientos de la Revolución
De las intrigas de la Corte
Del pueblo y las facciones de París
Del ginebrino
De dos hombres célebres
De la Asamblea NacionalÍndice de El espíritu de la revolución de Saint Just
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