Índice de El espíritu de la revolución de Saint Just Libro primeroLibro terceroBiblioteca Virtual Antorcha

EL ESPÍRITU DE LA REVOLUCIÓN

Saint Just

LIBRO SEGUNDO
Capítulo primero - De la naturaleza de la Constitución francesa. Capítulo segundo - De los principios de la Revolución francesa. Capítulo tercero - De la relación, de la naturaleza y de los principios de la Constitución. Capítulo cuarto - De la naturaleza de la democracia francesa. Capítulo quinto - De los principios de la democracia francesa. Capítulo sexto - De la naturaleza de la aristocracia. Capítulo séptimo - Del principio de la aristocracia francesa. Capítulo octavo - De la naturaleza de la monarquía. Capítulo noveno - De los principios de la monarquía. Capítulo décimo - De las relaciones entre todos estos principios. Capítulo undécimo - Consecuencias generales. Capítulo duodécimo - De la opinión pública.



CAPÍTULO PRIMERO
De la naturaleza de la Constitución francesa

Un estado que al principio es libre, como Grecia antes de Felipe de Macedonia, que luego pierde su libertad, como la perdiera Grecia. bajo la férula de aquel príncipe, hará inútiles esfuerzos para reconquistarla. El principio ha dejado de existir, y aunque púdiera serle devuelta la libertad como se la devolviera la política romana a los griegos o le fuera ofrecida a Capadocia para debilitar a Mitríades, o como la política de Sila quiso devolvérsela a la propia Roma, todo sería inútil: las almas han perdido sU médula -si así se me permite decirlo-, y carecen de vigor suficiente para alimentarse de libertad. Aman todavía su nombre, la desean como desearían la holgura y la impunidad, pero ya no conocen sus virtudes.

Por el contrario, un pueblo esclavo que sale de pronto de las sombras de la tiranía, nunca más querrá volver a ellas, porque la libertad ha hallado en él almas nuevas, incultas y violentas, a las que educa por medio de máximas que jamás oyeran hasta ese momento y que las transportan, y que cuando se pierde el aguijón, dejan el corazón cobarde, orgulloso e indiferente, mientras que la esclavitud sólo lo tornaba tímido.

La calma es el alma de la tiranía y la pasión el alma de la libertad; la primera es un fuego que incuba y la segunda un fuego que se consume; una se escapa al menor movimiento y la otra sólo se debilita a la larga, y se apaga para siempre. Sólo se es virtuoso una vez.

Cuando un pueblo que ha logrado su libertad establece sabias leyes, su revolución esta hecha, y si esas leyes son propias del territorio, la revolución es duradera.

Francia ha coaligado la democracia, la aristocracia y la monarquía; la primera forma el estado civil, la segunda el poder legislativo, y la tercera el poder ejecutor.

En donde sólo existiera Una perfecta democracia, o sea la libertad exagerada, no podría coexistir la' monarquía; de haber sólo aristocracia, no existirían leyes constantes, o si el príncipe hubiese sido lo que era antaño, no podría existir la libertad.

Era preciso que los poderes fuesen modificados de modo tal que ni el pueblo, ni el cuerpo legislativo, ni la monarquía adquiriesen un ascendiente tiránico. En tan vasto imperio se necesitaba un príncipe, pues el régimen republicano sólo conviene a un pequeño territorio. Cuando Roma creció, necesitó magistrados cuya autoridad fue inmensa.

Francia trató hasta donde pudo de adoptar la forma de un Estado popular y sólo tomó de la monarquía lo que no podía dejar de asimilar. A pesar de todo, el poder ejecutor siguió siendo la suprema ley, Con el objeto de no chocar con el amor que el pueblo sentía por sus reyes.

Cuando Codro murió, las personas de bien que querían implantar la libertad, declararon Rey de Atenas a Júpiter.

CAPÍTULO SEGUNDO
De los principios de la Revolución Francesa

Los antiguos legisladores lo habían hecho todo en bien de la República, pero Francia lo hizo en bien del hombre.

La antigua política exigía que la fortuna del Estado volviese a manos de los particulares, en cambio, la política moderna busca que la felicidad de los individuos se refleje en el Estado. La primera refería todo a la conquista porque el Estado era pequeño y estaba rodeado por otras potencias, y de su destino dependía el destino de los individuos; por el contrario, la segunda sólo tiende a la conservación, pues el Estado es vasto, y del destino de los particulares depende el destino del imperio.

Cuanto más pequeño es el territorio de las Repúblicas, más severas deben ser sus leyes, pues los peligros que corren son más frecuentes, las costumbres más vehementes y un solo individuo puede arrastrar a todo el mundo a su pérdida. Por el contrario, cuanto más vasto es, más suaves deberán ser las leyes, pues los peligros son menos frecuentes, las costumbres más moderadas y todo el mundo puede venir en ayuda de cada uno de sus ciudadanos.

Los reyes no pudieron subsistir en contra de la severidad de las leyes de una Roma en embrión; dicha severidad, aunque excesivamente atenuada, restableció a los reyes en una Roma en pleno crecimiento.

Los derechos del hombre habrían destruido a Atenas o a Lacedemonia. Tanto en una como en otra, los ciudadanos sólo conocían a su querida patria y se olvidaban hasta de sí mismos en su honor. Los derechos del hombre, en cambio, dan mayor solidez a Francia, donde la patria se olvida de sí misma en favor de sus hijos.

Los antiguos republicanos se entregaban a las más peligrosas tareas, al exterminio, al exilio o a la muerte, en aras de la patria, pero en Francia la patria renuncia a su gloria en bien de la tranquilidad de sus hijos y sólo les pide su propia conservación.

CAPÍTULO TERCERO
De la relación, de la naturaleza y de los principios de la Constitución

Si la democracia de Francia se pareciera a la que los ingleses trataron en vano de establecer, por ser su pueblo demasiado presuntuoso; si su aristocracia fuera como la de Polonia, cuyos principios se basan exclusivamente en la violencia, y si su monarquía se inspirara en las de la mayoría de los países de Europa, en que la voluntad del amo es la única ley, el choque entre esos tres poderes no hubiese tardado en destruirlos. Precisamente eso fue lo que pensaron los que afirman que algún día habrán de desgarrarse entre sí. Pero les ruego que examinen cuán sana es la complexión de Francia: la soberbia no es de ninguna manera el alma de la democracia, sino la libertad moderada; tampoco la violencia es el arma que esgrime la aristocracia, sino la igualdad de derechos, y la voluntad no es el móvil de su monarquía, sino la justicia.

De la naturaleza de la libertad

La naturaleza de la libertad está en que ésta resista a la conquista y a la opresión, y por consiguiente debe ser pasiva. Francia ha sabido comprender que la libertad que conquista necesariamente se corrompe, y con eso queda todo dicho.

De la naturaleza de la igualdad

La igualdad que instituyó Licurgo, que repartió las tierras, casó a las doncellas sin dote, ordenó que todo el mundo hiciera sus comidas en público y se cubriera con ropas idénticas; relacionada con la útil pobreza de la República, sólo habría servido para provocar revueltas o inducir a la pereza en Francia. Tan sólo la igualdad de derechos políticos era aconsejable en un Estado como Francia, cuyo comercio es parte inseparable del derecho de gentes, como habré de aclararlo más adelante. La igualdad natural servirá donde el pueblo sea déspota y no pague tributos. Conviene seguir de cerca las consecuencias naturales de semejante condición en relación con una constitución mixta.

De la naturaleza de la justicia

La justicia se dicta en Francia en nombre del monarca, protector de las leyes, no por voluntad sino tan sólo por intermedio de la palabra del magistrado o del embajador, y por consiguiente aquel que haya cometido prevaricato, no ofende al monarca sino a la patria.

El principio de la libertad

La servidumbre consiste en depender de leyes injustas; la libertad, de leyes razonables; y el libertinaje, de sí mismo. Nunca dudé que los belgas no podrían ser libres, pues no supieron darse leyes.

El principio de la igualdad

El espíritu de la igualdad no reside en que el hombre pueda decir al hombre: Soy tan poderoso como tú. No hay poderes legítimos; ni las leyes de Dios son poderes, sino solamente la teoría de lo que es justo. El espíritu de la igualdad consiste en que cada individuo sea una parte idéntica de la soberanía, es decir del todo.

El principio de la justicia

La justicia es el espíritu de todo lo que es bueno y el colmo de la sabiduría, que, sin ella, es solamente artificio y no podrá prosperar durante mucho tiempo.

El fruto más valioso de la libertad es precisamente la justicia, guardiana de las leyes, que son la patria misma. Mantiene viva la virtud en el pueblo y lo induce a amarla; por el contrario, si el gobierno es inicuo, el pueblo que solamente es justo cuando las leyes que lo gobiernan lo son también y lo estimulan a serlo, se torna engañoso y deja de tener patria.

Nunca he sabido que el propósito político de cualquier constitución antigua o moderna haya sido la justicia y el orden interno. La primera que ha perseguido ese fin ha sido la francesa; todas las demás, con inclinaciones a la guerra, a la dominación de los otros pueblos, o a la riqueza, alimentaban en sí mismas el germen de su destrucción, y la guerra, la dominación y la riqueza las corrompieron. El gobierno se volvió sórdido, y el pueblo, avaro y sin freno.

Consecuencias

Un pueblo es libre cuando no puede ser oprimido o conquistado; igual, cuando es soberano, y justo, cuando la ley lo gobierna.

CAPÍTULO CUARTO
De la naturaleza de la democracia francesa

Las comunas francesas podían elegir su camino entre dos escollos: o era preciso que la diversidad de clases diese el poder legislativo a la representación de las mismas, en cuyo caso, si la aristocracia y la monarquía hubiesen dominado la nación, el gobierno habría sido despótico, y si el pueblo se hubiese sobrepuesto sobre las otras dos, el gobierno habría sido popular; o bien era necesario que las tres clases confundidas formasen una sola, o mejor aun no formasen ninguna, en cuyo caso el pueblo sería su propio intermediario y por consiguiente, libre y soberano.

Las clases se prestaban más a la tiranía que una representación nacional; en las primeras el amo es el principio del honor político, y en la segunda, el pueblo es el principio de la virtud. En cuanto al legislador, necesita todo su talento para organizar esa representación, de modo que ella derive, no de la constitución sino de su principio, pues de lo contrario crearía Una aristocracia de tiranos.

El principio era la libertad, la soberanía; por ello es que no se creó ninguna graduación inmediata entre las asambleas primarias y la legislatura, y en lugar de regular la representación de acuerdo a los organismos judiciales o administrativos, se estableció en relación a la extensión del Estado, al número de sus habitantes, a su riqueza, o dicho de otro modo, de acuerdo al territorio, a la población y a los impuestos.

Conviene reflexionar respecto al principio de las antiguas asambleas de las bailías. ¡Cuánto trabajo cuesta imaginar que el honor político pueda crear virtudes! Los Estados Generales debían ser la Corte del Gran Mogol y la virtud tan fría como su propio principio. Por eso fue que cuando se vio a los representantes populares hollar con sus plantas el honor político, ya las primeras sesiones de los Estados en un verdadero torbellino de pasiones, la virtud estuvo a punto de hacerse popular y sacudió a la tiranía en sus cimientos hasta el momento en que, golpeada por sus propias manos, se desplomó definitivamente.

CAPÍTULO QUINTO
De los principios de la democracia francesa

Las democracias antiguas carecían de leyes positivas y fue por ello que se elevaron hasta la cúspide de la gloria que se adquiere con las armas, pero también fue lo que lo complicó todo: cuando el pueblo se reunía en asamblea, el gobierno dejaba de ser absoluto y todo se movía conforme a la voluntad de los discurseadores. La confusión era la libertad, y era el más hábil o el más fuerte el que se imponía sobre los demás. Fue así como el pueblo de Roma despojó al Senado de sus poderes, y los tiranos al pueblo de Atenas y de Siracusa de sus libertades.

El principio de la democracia francesa reside en la aceptación de las leyes y en el sufragio, y la forma de aceptación es el juramento. La pérdida de los derechos de ciudadano anexa a la negativa de prestarlo, no es un castigo, sino el propio espíritu de esa negativa. Tal juramento es sólo una pura aceptación de las leyes, y a éstas no se les puede exigir el carácter que se les rehusa, que se les quita a ellas mismas. Alguien dijo que la aceptación del rey no valía nada y que algún día el pueblo pediría cuentas de los derechos del hombre y de la libertad. ¿Pero qué es entonces el juramento que el pueblo ha prestado? Sin duda que tal aceptación es más sagrada, más libre y más verdadera que la aclamación de las asambleas; la aceptación depende del rey, pues sólo él es el soberano y nosotros seguimos siendo sus esclavos.

Hablaré más adelante de la sanción del monarca y demostraré que en un Estado libre no puede aquél ejercer su absoluta voluntad ni por consiguiente tener oposición.

Si el pueblo rehusara el juramento, habría que suprimir la ley, pues así como la negativa al juramento de la menor fracción del pueblo provoca la suspensión de la actividad, así también la negativa de la mayor parte de éste produce la abrogación de la ley.

Los sufragios en Francia son secretos, pues su publicidad hubiese perdido a la constitución; el secreto en Roma ahogó a la virtud porque la libertad declinaba día a día, pero en Francia produjo un efecto excelente, pues la libertad acababa de nacer. El pueblo era esclavo de los ricos y estaba acostumbrado a ser adulador y vil; el gran número de acreedores intimidaba, las asambleas eran poco numerosas y los compromisos demasiado conocidos estaban excesivamente multiplicados. La publicidad de los sufragios hubiese creado un pueblo de enemigos o de esclavos.

Se hicieron promesas a muchos bribones, y pocos de ellos consiguieron votos, aunque no faltaron algunos. El azar hubiese destruido la emulación, que quizá conviniera a los empleos municipales, pero que habría empañado el honor político que los hacía respetar; tampoco convenía a las magistraturas judiciales, pues interesa que los jueces sean aptos. La elección al azar sólo sirve en la República en la cual reina la libertad individual.

Como el principio de los sufragios es la soberanía, cualquier ley que pudiese alterarla es tiranía. El derecho que se arrogan los poderes administradores de transferir las asambleas fuera de sus territorios, es tiranía, y también lo es el poder que se atribuyen de enviar comisarios a las asambleas del pueblo o de ocupar en ellas un lugar de privilegio; al hacer tal cosa, sofocan la libertad que es su propia vida, llevando a ellas la calma y el orden que son su muerte. El comisario es sólo un individuo más en las asambleas populares; si alza su voz. para ser escuchado, debe ser castigado. La espada segaba la vida de los extranjeros que en Atenas osaban mezclarse en sus comicios, pues al hacerlo violaban el derecho de soberanía.

Todo aquello que atente contra una constitución libre es un crimen atroz y la mancha más insignificante que cae sobre ella contamina a todo el cuerpo legislativo. Nada suena tan agradablemente al oído de la libertad como el tumulto y los gritos de una asamblea popular. Gracias a ellos se despiertan los más grandes sentimientos, se desenmascaran las indignidades, el mérito personal brilla en todo su esplendor, y todo lo que es falso abre paso a la verdad.

El silencio de los comicios equivale a la languidez del espíritu público, y cuando es absoluto, significa que el pueblo se ha corrompido o se siente poco orgulloso de su gloria.

Existía en Atenas un tribunal que ejercía la censura en las elecciones. Tal censura es ejercida en Francia por los poderes administradores, pero es preciso no confundir la libertad con la calidad de los elegidos; la una es de la incumbencia de la libertad, y la otra, de la incumbencia de su gloria. Una es la soberanía, y la otra la ley.

La censura proscribe al extranjero que no puede amar a una patria en la que no tiene intereses personales; al infame que ha deshonrado las cenizas de su padre al renunciar al derecho de sucederlo; al deudor insolvente que carece de patria; al hombre que aún no ha cumplido veinticinco años y cuya mente aún no está formada; o al que no paga tributos por sus actividades, porque lleva una vida que lo convierte en ciudadano del mundo.

La censura en las elecciones se limita, pues, al examen de tales condiciones, y se ejerce sobre aquel que es elegido y de ningún modo sobre quien elige. La elección no es violada por el censor, sino tan sólo examinada por la ley.

CAPÍTULO SEXTO
De la naturaleza de la aristocracia

Alguien ha dicho que la división de clases perturbaba el sentido de aquel artículo de los derechos del hombre, que dice: No existirá más diferencia entre los hombres que la que creen sus virtudes y talentos. Podría decirse también que las virtudes y los talentos destruyen la igualdad natural, pero del mismo modo que el valor que se les atribuye se relaciona con las convenciones sociales, la división de clases Se relaciona con las convenciones políticas.

La igualdad natural era también falseada en Roma, donde según Dionisio de Halicarnaso, el pueblo estaba dividido en ciento noventa y tres centurias desiguales, cada una de las cuales sólo tenía un sufragio, aunque algunas de ellas fuesen menos numerosas en proporción a sus riquezas, a su mediocridad o a su indigencia.

Por el contrario, la igualdad natural subsiste en Francia. Todos participan por igual de la soberanía debido a la condición uniforme del tributo que reglamenta el derecho de sufragio; la desigualdad sólo afecta al gobierno, ya que todos pueden elegir, aunque no ser elegidos. La clase totalmente indigente es poco numerosa y está condenada a la independencia o a la emulación, y goza de los derechos sociales de la igualdad natural, de la seguridad y de la justicia. Aquel que no paga tributos, no padece esterilidad.

Si la condición del tributo no hubiese determinado la aptitud para los empleos, la constitución habría sido popular y anárquica; si esa condición hubiese sigo exagerada y única, la aristocracia habría degenerado en tiranía, y es por ello que los legisladores debieron adoptar Un término medio que no desanimase a la pobreza e hiciese innecesaria la opulencia.

Tal desigualdad no hiere los derechos naturales, sino tan sólo las pretensiones sociales.

Para establecer la igualdad natural en la República, deben repartirse las tierras y contener a la industria.

Si la industria es libre, se convierte en la fuente de la cual fluyen los derechos políticos, y entonces la desigualdad de hecho produce una ambición que es la virtud.

Dícese que en aquellas Repúblicas en que no estén separados los poderes, no existiría constitución posible, pero debería agregarse también que en donde los hombres fueran socialmente iguales, no habría armonía duradera.

La igualdad natural confundiría a la sociedad, dejaría de existir el poder y la obediencia y el pueblo huiría hacia los desiertos.

La aristocracia francesa, mandataria de la soberanía nacional, elabora las leyes a las que presta su obediencia y que el príncipe hace ejecutar; reglamenta los impuestos, y determina la paz y la guerra. El pueblo es a la vez moñarca sometido e individuo libre.

El poder legislativo es permanente, pero sus miembros cambian cada dos años. Tan incesantemente necesaria es la presencia y la fuerza del pensamiento a la conducta del hombre, como la sabiduría y el vigor del poder legislativo es perpetuamente útil a la actividad de un buen gobierno, y por ello debe velar sobre el espíritu de las leyes depositarias de los intereses de todos los ciudadanos.

Cuando se trató de reglamentar la duración de la representación, se descubrió que la mayoría de las personas sospechosas para la revolución opinaba a favor de un largo período. Contra tal opinión podrían alegarse varias buenas razones: la más sólida consiste en que la costumbre de reinar nos convierte en enemigos del deber. En una aristocracia totalmente popular, los legisladores son muy sabiamente elegidos y reemplazados por el pueblo; su representación debe ser inviolable o bien la aristocracia estaría perdida, y tampoco deberán responder de su conducta, ya que en realidad no gobiernan. La ley debe ser pasiva entre el veto suspensivo del príncipe y la prudencia de la legislación que se dictará.

CAPÍTULO SÉPTIMO
Del principio de la aristocracia francesa

Las antiguas aristocracias, cuyo principio residía en la guerra, debían formar un cuerpo político impenetrable, constante en sus empresas, vigoroso en sus consejos, independiente del azar, y que al mismo tiempo que sujetaba las riendas de la natural soberbia del pueblo para mantener la paz interior, lo alimentara de orgullo republicano, haciéndolo intrépido y audaz en lo exterior.

Así como tales aristocracias estables e inamovibles podían acomodar sus actos a ciertas máximas peculiares que no eran leyes positivas, así también les resulta difícil a las comunas francesas, periódicamente renovadas, seguir adelante por la senda de la sabiduría, si dicha sabiduría no es la propia ley que las gobierna.

De tales consideraciones se deduce que la aristocracia francesa no siente inclinación por las conquistas, precisamente porque desea una serie de resoluciones que interrumpirían la vicisitud y el genio variable de las legislaturas.

Por eso será mejor que ame la paz y no se aparte de su propia naturaleza consistente en la igualdad y en la armonía interior; si en un momento dado se dejara arrastrar pbr el atractivo del poder, todo se derrumbaría a su alrededor. Los movimientos de protesta que se vería obligada a contener enervarían sus fuerzas, perdiendo en lo interior lo que ganara en el exterior, y sus victorias no serían menos fulmíneas que los desastres para su constitución en un pueblo insolente y versátil.

Tan pronto el pueblo romano terminó de conquistar el mundo, hizo lo propio con su senado, y cuando por fin sació sus apetitos, el delirio de su poder volvió a arrastrarlo a la esclavitud.

El principio de la aristocracia francesa es, pues, la estabilidad.

CAPÍTULO OCTAVO
De la naturaleza de la monarquía

La monarquía francesa es muy similar a la primera que reinara en Roma. Sus reyes proclamaban los decretos públicos, mantenían las leyes, mandaban los ejércitos y se limitaban en todo a ejecutar. Por ello fue que la libertad nunca dio un paso hacia atrás e incluso liquidó a la realeza. Pero esa revolución derivó menos del desarrollo de la libertad civil, por muy ardiente que ésta fuera, que del sorprendente poder que quiso de pronto usurpar el monarca por encima de las leyes vigorosas que lo rechazaron. Francia estableció la monarquía sobre la base de la justicia para que no pudiera tornarse exorbitante.

El monarca no reina, sino que, sea cual fuere el sentido de la palabra, gobierna. El trono es hereditario en su familia, y es, a la vez, indivisible. Más adelante trataré sobre este punto; ahora nos limitaremos a examinar el poder monárquico en su propia naturaleza.

La intermediación de los ministros hubiese sido peligrosa si el monarca fuera soberano, pero en cambio es el príncipe el verdadero intermediario: recibe las leyes del cuerpo legislativo y da cuenta a éste de su ejecución. Sólo puede apelar el texto, devolviendo a las legislaturas lo que hace a su espíritu.

Por intermedio de la sanción que pronuncia el monarca, ejerce menos su poder todopoderoso que una delegación inviolable del poder del pueblo; la forma de su aceptación, así como también la de su rechazo, es una ley positiva, de modo tal que dicha aceptación o rechazo es la práctica de la ley y no de la voluntad; es el freno, y no la defensa, de una institución precaria que requiere cierta madurez; es el nervio de la monarquía, y no de la autoridad real. Lo que pudiera haber de poder en el rechazo expira con la legislatura que engendrara la ley; el pueblo renueva en ese momento la plenitud de su soberanía y rompe la suspención relativa del monarca.

En un gobierno mixto, todos los poderes deben ser reprimentes, pues toda incoherencia es armonía, y toda uniformidad, desorden.

La libertad necesita un ojo que observe al legislador y una mano que lo detenga. Esta máxima puede ser buena, y lo es más aun en un Estado cuyo poder ejecutivo, que nunca cambia, es depositario de las leyes y de los principios que la inestabilidad de las legislaciones podrían conmover.

La monarquía francesa, inmóvil en medio de una constitución en continuo movimiento, carece de intermediarios y posee en cambio magistraturas que se renuevan cada dos años.

Unicamente es vitalicio el ministerio público, porque ejerce una permanente censura sobre los cargos continuamente renovados; como todo cambia en derredor de él, las magistraturas lo consideran siempre nuevo.

La monarquía, a diferencia de las clases medias del pueblo por donde circula la suprema voluntad, ha dividido su territorio en una especie de jerarquía que trasmite las leyes de la legislación al príncipe, de éste a los departamentos, de éstos a los distritos, y de estos últimos a los cantones, de tal modo que el imperio, cubierto por los derechos del hombre como lo está también de generosas cosechas, nos ofrece el espectáculo de la libertad siempre cerca del pueblo, de la igualdad cerca del rico, y de la justicia cerca del débil.

Parece ser que la armonía moral sólo es sensible mientras se parezca a la regularidad del mundo físico. Examinemos la progresión de las aguas, desde el mar que lo abarca todo hasta los arroyos que bañan las praderas, y tendremos la imagen de un gobierno que todo lo fertiliza.

Todo emana de la nación y todo vuelve a ella y la énriquece; todo fluye del poder legislativo y todo toma hasta él y allí se purifica, y ese flujo y reflujo de la soberanía y de las leyes, une y separa a los poderes que se repelen y se buscan unos a otros.

La nobleza y el clero, que fueran antaño el respaldo de la tiranía, desaparecieron con ella; la primera dejó de ser y el segundo sólo es lo que siempre debió ser.

En los siglos pasados, la constitución era la voluntad de un solo hombre y la omniporencia de varios; el espíritu público era el amor hacia el soberano, precisamente porque se temía a los grandes. La opinión pública era supersticiosa porque el Estado estaba repleto de monjes que rendían pleitesía a la ignorancia de los grandes y a la estupidez del pueblo; cuando éste dejó de temer a los grandes, humillados en el siglo pasado, y el crédito de los hombres poderosos abandonó a los monjes, el vulgo reverenció menos a los hábitos, la opinión se destruyó poco a poco y las costumbres siguieron el mismo camino.

Antes de que la opinión pública abriera del todo los ojos, los tesoros de una asamblea capitular llevados a la Casa de la Moneda, habrían servido para armar al clero. Todo era fanatismo e ilusión. Afortunadamente se ha despojado sin el menor escándalo a los templos y a las casas de religiosos; se han vaciado y demolido los lugares sagrados, llevando al tesoro público los ornamentos sagrados, los santos y los relicarios; en cierto modo se han desatado y suprimido los votos monásticos, pero los sacerdotes en ningún momento elevaron al cielo su indignación y por el contrario recibieron en su mayoría la noticia de su supresión como una bendición. La opinión ya no estaba en el mundo ni entre ellos y dejó de confundirse al incensario con Dios. Todo es relativo en este mundo; el propio Dios y todo lo que es bueno es un prejuicio para el débil, y la verdad sólo es sensible al cuerdo.

Cuando el cardenal de Richelieu humilló a los grandes y a los monjes, odiados a causa de la sangre vertida en las guerras civiles, se convirtió en un déspota y empezó a inspirar temor, preparando sin pensarlo el ánimo popular, matando al fanatismo que desde entonces sólo pudo exhalar sus últimos suspiros, y cambiando la opinión pública, que en lo sucesivo les fue cada vez más desfavorable.

El clero remedó al fanatismo cuando se quedó sin crédito popular y Port-Royal sirvió de arena de lucha para su polémica con la Sorbona. Nadie tomó seriamente partido en tales querellas y tan sólo sirvieron de diversión a modo de espectáculo en el cual Se reproducen las resoluciones de los imperios que han dejado de serlo.

En lo sucesivo todo quedaba unido entre sí por una dependencia secreta, en la que todo se sometía a la voluntad del tirano. La opinión fue el temor y el interés, y por eso aquel siglo fue el de los aduladores. Los ejércitos no necesitaban de la nobleza, que asustaba al despotismo, pero más tarde Luis XIV la echó de menos y la buscó para enterrarse con ella bajo los restos de la monarquía; sólo encontró esclavos, aunque la vanidad consiguió convertir a algunos de ellos en héroes. Bajo el reinado siguiente los cargos fueron devueltos a la nobleza, pero ya era tarde: el pasado la había corrompido. El pueblo sintió celos y despreció a quienes lo mandaban, sirviéndole sus desdichas a modo de virtud, hasta que por fin llegamos a la época en que estalla la revolución.

Habiéndose quedado sin nobleza, la monarquía se torna popular.

CAPÍTULO NOVENO
De los principios de la monarquía

Es posible que sea paradójico en política que una monarquía sin honores, y un trono que sin ser electivo como el de Moscovia o disponible como el de Marruecos, sea una magistratura hereditaria más augusta que el propio imperio.

He dicho monarquía sin honores porque el monarca ya no es la fuente de éstos, sino el pueblo, dispensador de los cargos; tiene, sin embargo, una virtud relativa que emana de los celos y de la vigilancia de que es objeto y motivo.

Me refiero al espíritu fundamental de la monarquía; ésta parecerá siempre popular, sea cual fuere su inclinación a la tiranía, así como también el pueblo se sentirá celoso por su monarquía, sea cual fuere su amor a la libertad.

La monarquía no tendrá súbditos y sus hijos serán su pueblo, porque la opinión habrá ridiculizado al despotismo; cuando ya no tenga híjos ni súbditos, el pueblo será libre.

Su carácter será benévolo, porque tendrá que tratar con miramientos a la libertad, y habrá de reconocer a la igualdad y dictar justicia.

Observará las leyes con una especie de sentimiento religioso para no tener que renunciar a su voluntad, ni para reprimir la de todos los demás; será compasiva cuando deba ser tiránica y severa cuando defienda la libertad.

El pueblo la querrá: porque sus sentimientos se adormecerán ante su blandura y sus ojos ante su magnificencia; sin embargo su imaginación hará un prejuicio de la libertad, y la ilusión será también una patria.

CAPÍTULO DÉCIMO
De las relaciones entre todos estos principios

A simple vista y como otros, he creído que los principios de la constitución francesa, incoherentes por propia naturaleza, se desgastarían con el andar del tiempo y no lograrían unirse entre sí; pero cuando logré penetrar a fondo en el espíritu del legislador, he visto cómo salía el orden de semejante caos, y cómo se separaban sus diversos elementos y creaban vida.

El mundo inteligente en medio del cual una República en particular es como una familia en la República misma, ofrece innumerables contrastes y a veces tan sobresalientes particularidades, que sólo pueden ser un bien relativo sin el gran designio de la constitución general, del mismo modo que en el mundo físico las imperfecciones de detalle concurren a la armonía universal.

En el estrecho círculo que abarca al alma humana, todo le parece desajustado como ella misma, porque lo ve todo desligado de su origen y de su fin.

La libertad, la igualdad y la justicia son los principios necesarios de lo que no es depravado, y todas las estipulaciones descansan sobre ellas como el mar sobre su base y contra sus orillas.

Nadie podía presumir que la democracia de un gran imperio pudiese producir la libertad, que la igualdad pudiese nacer de la aristocracia y la justicia de la monarquía; la nación recibió lo que creyó conveniente de libertad para ser soberana, la legislación se hizo popular gracias a la igualdad y el monarca conservó el poder que necesitaba para ser justo. ¡Qué hermoso es ver cómo ha discurrido todo en el seno del Estado monárquico que los legisladores han elegido muy juiciosamente para ser la forma de un gran gobierno, donde la democracia constituye, la aristocracia hace las leyes y la monarquía gobierna!

Todos los poderes derivan de sus respectivos principios y se elaboran sobre su base inmóvil; la libertad los ha hecho nacer, la igualdad los mantiene y la justicia reglamenta su práctica.

En Roma, en Atenas y en Cartago, los poderes eran a veces una sola magistratura, y la tiranía estaba siempre cerca de la libertad, por cuya razón se estableció la censura de diversas maneras. En cambio en Francia no existe un poder en el sentido estricto de la palabra; las leyes son la única autoridad, sus ministros dan cuenta de sus áctos unos a otros y todos ellos a la opinión pública que es el espíritu de los principios.

CAPÍTULO UNDÉCIMO
Consecuencias generales

En una constitución como ésa, en la que el espíritu se acalora y se enfría ininterrumpidamente, es de temer que ciertas personas hábiles, ignorando las leyes, logren ocupar el lugar que corresponde a la opinión pública llena de máximas que acrecientan la esperanza de la impunidad. Estoy cansado de oir decir que Arístides es justo, exclamaba un griego de sentido común.

Ha de temerse siempre al monarca, que, como Dios, tiene sus propias leyes a las cuales se somete, pero en cuyas manos está todo el bien que desea, sin poder hacer el mal. Si fuera guerrero, político o popular, la constitución se inclinaría peligrosamente sobre el abismo; sería preferible, entonces, que la nación fuera vencida a que triunfase el monarca, y personalmente deseo que Francia obtenga continuas victorias en su propio seno y derrotas en la casa de sus vecinos.

Los poderes deben ser moderados, las leyes implacables, y los principios incontrovertibles.

CAPÍTULO DUODÉCIMO
De la opinión pública

La opinión pública es la consecuencia y la depositaria de los principios. En todas las cosas el principio y el fin se tocan en el punto en que están dispuestos a disolverse. La diferencia que existe entre el espíritu público y la opinión, estriba en que el primero se nutre de las relaciones de la constitución o del orden, mientras que la opinión, por el contrario, se nutre exclusivamente del espíritu público.

La constitución de la antigua Roma representaba la libertad; el espíritu público, la virtud; y la opinión, la conquista. En el Japón, la constitución (si es posible utilizar ese término para el caso) es la violencia, el espíritu público es el temor, y la opinión es la desesperación. En los pueblos de la India, la constitución significa quietud; el espíritu público, menosprecio por la gloria y las riquezas; y la opinión tan sólo indolencia.

En Francia, constitución equivale a libertad, igualdad y justicia; espíritu público significa soberanía, fraternidad y seguridad; y opinión, es lo mismo que decir Nación, Ley y Rey.

Creo haber demostrado cuán verdaderos eran los principios de la constitución, poniendo de paso en evidencia la relación que existe entre ellos. Ahora trataré de buscar la relación de la constitución con sus principios y con sus leyes.
Índice de El espíritu de la revolución de Saint Just Libro primeroLibro terceroBiblioteca Virtual Antorcha