Índice de El espíritu de la revolución de Saint Just Libro segundoLibro cuartoBiblioteca Virtual Antorcha

EL ESPÍRITU DE LA REVOLUCIÓN

Saint Just

LIBRO TERCERO
Del estado civil de Francia, de sus leyes y de sus relaciones con la Constitución
Capítulo primero - Preámbulo. Capítulo segundo - De qué modo hizo la Asamblea General sus leyes suntuarias. Capítulo tercero - De las costumbres. Capítulo cuarto - Del régimen feudal. Capítulo quinto - De la nobleza. Capítulo sexto - De la educación. Capítulo séptimo - De la juventud y del amor. Capítulo octavo - Del divorcio. Capítulo noveno - De los matrimonios clandestinos. Capítulo décimo - De la infidelidad de los esposos. Capítulo undécimo - De los bastardos. Capítulo duodécimo - De las mujeres. Capítulo décimotercero - De los espectáculos. Capítulo décimocuarto - Del duelo. Capítulo décimoquinto -De los modales. Capítulo décimosexto - Del ejército de línea. Capítulo decimoséptimo - De las guardias nacionales. Capítulo décimoctavo - De la religión de los franceses y de la teocracia. Capítulo décimonono - De la religión del sacerdocio. Capítulo vigésimo - De las novedades del culto entre los franceses. - Capítulo vigésimoprimero - De los monjes.Capítulo vigésimosegundo - Del juramento. Capítulo vigésimotercero - De la federación.



CAPÍTULO PRIMERO
Preámbulo

La constitución es el principio y el nudo de las leyes; toda institución que no emane de la constitución es tiránica. He ahí por qué las leyes civiles, las políticas y las que hacen al derecho de gentes deben ser positivas y no dejar nada librado ya sea a la fantasía o a la presunción de los hombres.

CAPÍTULO SEGUNDO
De qué modo hizo la Asamblea Nacional sus leyes suntuarias

Se equivocan quienes creen que la Asamblea Nacional francesa se sintió inhibida por la deuda pública y que ésta empequeñeció su perspectiva legisladora. Todos los fundamentos estaban dados, y las leyes suntuarias, tan peligrosas de establecer, se ofrecieron ante la Asamblea por sí mismas. El lujo moría de inanición, la necesidad exigía imperiosas reformas, el feudalismo destruido daba mayor fuerza al pueblo y derribaba de su pedestal a la nobleza, y el pueblo, insultado durante tan largo tiempo, aplaudía con gusto su caída. La deuda pública fue un pretexto para apoderarse de los bienes del clero, y de ese modo los restos de la tiranía sirvieron para preparar una República.

Montesquieu lo previó al decir: Aboliendo en una monarquía las prerrogativas de los señores, del clero, de la nobleza y de las ciudades, pronto tendréis ante vosotros un Estado popular o un Estado despótico; popular en el caso de que los privilegios fueran destruidos por el pueblo, y despótico si el golpe fuese asestado por los reyes.

Roma llegó a ser libre, pero si Tarquino hubiese regresado a Roma, la libertad lograda habría sido destruida aun más categóricamente de lo que lo fuera la de los locrenses por Dionisio el Joven. Otro tanto y aun más podría decirse de Francia, que para peor carecía de costumbres y que ya nunca podría tener leyes.

Cualquiera podía construir o reparar; en cambio las comunas mostraron su infinita sabiduría destruyendo y aniquilando.

Era preciso lograr una justa proporción entre dos extremos, según la reflexión del gran hombre que acabo de citar: tendréis ante vosotros un Estado popular o un Estado despótico. La obra maestra de la Asamblea Nacional consistió precisamente en haber sabido atemperar aquella democracia.

Veremos más adelante qué partido supo sacar de lo que he llamado leyes suntuarias; de qué modo sus instituciones supieron atenerse a su propia naturaleza, cómo el vigor de las nuevas leyes logro apartar definitivamente el vicio de que estaban imbuidas las antiguas, y cómo los usos, los modales y los prejuicios considerados más inviolables adoptaron el tono exacto de la libertad.

Bajo el reinado del primer y segundo emperadores romanos, el senado quiso restablecer las antiguas leyes suntuarias que la virtud antaño elaborara, pero tal propósito resultó impracticable por cuanto la monarquía estaba sólidamente establecida, y el imperio opulento se ahogaba en disipados placeres, ebrio de felicidad y de gloria. ¿Podía concebirse, pues, que el pueblo, voluntaria y alegremente, buscara otros placeres, otra felicidad y otra gloria, en la mediocridad? Habían conquistado al mundo y no creían seguir necesitando sus virtudes ancestrales.

La pobreza es tan mala enemiga de la monarquía que aunque la que gobernaba a Francia estuviese extenuada, el lujo había llegado sin embargo a su punto culminante, y fue preciso que la vergüenza y la impotencia amenazasen con imperiosas reformas, para evitar que los excesos llevasen a mayores excesos aun y finalmente a la mUerte.

Hubo que tomar delicadas precauciones, operando primero la reforma de las clases y de las administraciones, en lugar de la de los individuos.

Eliminando las pensiones graciables y los honores otorgados a los nobles, se satisfizo al celoso vulgo, el cual, más vanidoso que interesado, no vio al principio, y luego no pudo o no se atrevió a quejarse, de que el lujo perdido por los nobles se hubiese llevado consigo la fuente del suyo propio. Había más distancia desde el lugar en que se estaba hasta el lugar de donde se venía, que hasta aquel adonde se iba, y el cuerpo era demasiado pesado para volver sobre sus pasos. Licurgo sabía mejor que nadie que sus leyes serían difícilmente aplicables, pero que una vez que él lograra que éstas echaran raíces, las mismas serían muy profundas. Entregó el cetro de Lacedemonia al hijo de su hermano, y cuando estuvo seguro de que el respeto que inspiraba a su pueblo le haría conservar sus leyes hasta su retorno de Delfos, se dirigió al exilio y no volvió jamás, ordenando previamente que sus restos fueran arrojados al mar. Lacedemonia conservó sus leyes y cada vez fue más floreciente.

De todo ello puede deducirse que cuando un legislador ha sabido adaptarse inteligentemente a los defectos de un pueblo e incorporar a su personalidad las virtudes de ese mismo pueblo, habrá logrado lo que se proponía. Licurgo, por ejemplo, aseguró la castidad entre su pueblo violando el pudor, e indujo al espíritu público a la guerra gracias a su ferocidad.

Los legisladores franceses no suprimieron el lujo que tanto agradara a sus conciudadanos, sino a los hombres que alardeaban de él y eran detestados por la mayoría; aparentemente no quisieron atacar el mal sino buscar el bien.

La causa más importante de sus progresos en ese sentido, ha sido el hecho de qUe todos los hombres se despreciaban entre sí. El vulgo desdeñaba al vulgo y los nobles aparentaban la grandeza de que carecían, de modo tal que todo el mundo quedó vengado.

CAPÍTULO TERCERO
De las costumbres

Las costumbres son las relaciones que la naturaleza estableció entre los hombres, y comprenden la piedad filial, el amor y la amistad. En sociedad, las costumbres siguen siendo las mismas, pero desnaturalizadas; la piedad filial equivale a temor, el amor a galantería, y la amistad a familiaridad.

Una constitución libre es buena en la medida que acerca las costumbres a su origen primero, en que los padres son amados, las inclinaciones puras y los vínculos de amistad sinceros. Sólo entre los pueblos bien gobernados se encuentran ejemplos de estas virtudes que requieren por parte de los hombres toda la energía y la sencillez de la naturaleza misma. Los gobiernos tiránicos están repletos de hijos ingratos, de esposos culpables y de falsos amigos, y el mejor testimonio de esta aseveración es la propia historia de todos los pueblos. Mi propósito es referirme solamente a Francia, en cuyas costumbres civiles no hay virtudes ni vicios, y por el contrario aquéllas son muestras de su decadencia; la piedad filial equivale a respeto, el amor es un vínculo civil, la amistad, placer, y todas juntas, interés.

Existe otra especie de costumbres, las privadas, deplorable cuadro que a veces la pluma se niega a describir. Son ellas la inevitable consecuencia de la sociedad humana y derivan de la tormenta del amor propio y de las pasiones. Los alaridos de los declamadores no dejan de perseguirlas sin lograr reformarlas y la descripción que de ellas hacen sólo sirve para terminar de corromperlas. Con frecuencia se ocultan bajo el velo de la virtud, y el verdadero arte de la ley estriba precisamente en mantenerlas indefinidamente bajo ese velo. He ahí lo que quedó de los sagrados preceptos de la naturaleza, cuya sombra civilizada veremos más adelante.

La naturaleza ha surgido del corazón de los hombres y se ha escondido en su imaginación; no obstante, si la constitución sirve, logra reprimir las costumbres o las utiliza en su propio beneficio, al igual que un cuerpo sano se nutre de viles alimentos.

Las leyes de testamento y tutelas son el espíritu del respeto filial; y las leyes de bienes gananciales, de donaciones, de dotes, de separación y divorcio, son el espíritu del vínculo conyugal; los contratos son el espíritu del estado civil, o sus relaciones sociales, llamadas intereses. He aquí los desechos de la amistad y de la confianza; la violencia de las leyes hace que se pueda prescindir de la gente de bien.

Las leyes civiles francesas, a fuerza de ser infinitas, armoniosas e inagotables, parecerán admirables a quienquiera pueda profundizar los recursos que la naturaleza brindaba a los hombres al darles la razón. La sabiduría les ha dado por eternos fundamentos las diversas consideraciones del contrato social; en su mayoría tienen su origen en el derecho romano, es decir en la fuente más pura que haya existido jamás. Sólo es de lamentar que conviertan en obligación interesada a los más caros sentimientos del hombre y que su único principio sea la avariciosa propiedad.

Efectivamente, el derecho civil es el sistema de propiedad. ¿Es concebible que el hombre se haya alejado hasta tal punto de ese amable desinterés que parece ser la ley social de la naturaleza como para honrar a tan triste propiedad con el nombre de ley natural? Siendo como somos seres pasajeros bajo el cielo que nos cubre, ¿no nos enseñó acaso la muerte que muy lejos de que la tierra nos pertenezca, es nuestro estéril polvo quien pertenece a ella? ¿Pero de qué sirve traer a la memoria una moral que en lo sucesivo será inútil al hombre a menos que el círculo de su propia corrupción lo traiga de vuelta a la naturaleza? No pretendo ser visionario, pero sí quiero decir que la tierra debe ser repartida entre los humanos después de la muerte de su madre común, y que la propiedad tiene leyes que pueden estar imbuidas de sabiduría, e impiden que la corrupción se difunda y que el mal abuse de sí mismo. El olvido de tales leyes hizo nacer el feudalismo, y su rememoración sirvió para derribarlo; sus ruinas ahogaron a la esclavitud, devolviendo al hombre a su propia naturaleza, y al pueblo a sus leyes.

CAPÍTULO CUARTO
Del régimen feudal

La supresión de las reglas feudales destruyó la mitad de las leyes que deshonraba a la otra mitad. De no ser impropio irritarse contra el mal que ha dejado de tener vida, con gusto develaría los horrores que en nuestra era sirvieron de ejemplo de una servidumbre desconocida en la misma antigüedad, de una servidumbre basada en la moral y que llegara a convertirse en un culto absolutamente ciego.

Me he preguntado multitud de veces la razón de que mi país no hubiese quemado las raíces mismas de tan detestables abusos, de que un pueblo libre pagara derechos de mutación y de que los derechos útiles de la servidumbre hubieran seguido siendo redimibles. No podía convencerme de que nuestros sabios legisladores hubiesen podido equivocarse al respecto y preferí creer que los laudemios y ventas fueron conservados para facilitar la venta de los dominios nacionales, que por su naturaleza están exentos de tales tributos, así como también que habían sido conservados para no causar una auténtica revolución en la condición civil, pues de no haber existido, todo el mundo habría vendido y comprado. Finalmente prefiero decir que los derechos útiles fueron redimibles porque el mal se había erigido a la larga en una máxima, y era preciso por lo tanto limarlo de manera lenta, siendo por el contrario funesto tratar de destruirlo violentamente.

La libertad cuesta siempre muy poco, cuando sólo ha de pagarse con dinero. Las comunas francesas han conservado todo aquello que llevaba implícito un carácter de propiedad útil, lo que constituía el lado más sensible de los hombres de nuestra época. Antaño los nobles habrlan dicho: Lleváoslo todo, pero dejadnos la boca y la espuela; pero en la actualidad, la sangre de los nobles se ha enfriado hasta tal punto, que ellos mismos consideran a la nobleza como un simple derecho de peaje. Hablan de sus abuelos únicamente alrededor de la mesa familiar, y el pueblo, a su vez, sólo venera a los feudos movientes.

Se ha suprimido el derecho de servicio de caminos, dejando intactas a las avenidas, y se ha suprimido asimismo el honor, dejando sin embargo desnuda a la vanidad despojada; pero se ha respetado el interés, y yo creo que ello ha sido acertado. La propiedad hace solícito al hombre y ata los corazones ingratos al trozo de la misma que les corresponde. Cuando las prerrogativas honorificas dejan de tener atractivo entre las costumbres políticas, que son el trato mismo de la vanidad, toman arrogantes y perversos a los seres mezquinos.

El famoso decreto que destruyó al régimen feudal no obligó a los propietarios a devolver sus títulos, pero en su lugar el empadronamiento o el simple uso bastó para completar el censo. No se quiso frustrar al verdadero propietario, pero tampoco ignorar al usurpador.

CAPÍTULO QUINTO
De la nobleza

Las diferencias existentes entre las clases formaban parte de las costumbres políticas, y del destino de unas resultó también el de las otras. El famoso decreto relativo a la nobleza hereditaria purgó al espíritu público y destruyó por completo el falso honor de la monarquía. De todo aquello quedó tan sólo el recuerdo de algunos nombres afortunados como D'Assas, Chambord, Lameth o Luckner, y los nombres famosos de los héroes muertos dejaron de ser mancillados por las bajezas e indignidades de los vivos. Puede decirse que casi toda la nobleza entregada a la molicie y a la vida licenciosa carecía de abuelos y de posteridad, había abusado de sus máximas, ridiculizándolas y convirtiéndolas tan sólo en una sombra que se desvaneció a la luz del día.

Si la esclavitud ha sido un crimen en todas las épocas, podría decirse que la tiranía tuvo ciertas virtudes entre nuestros abuelos, algunos de los cuales fueron déspotas humanos y magnánimos. En cambio, en nuestros días sólo existían atroces sibaritas, que vivían del recuerdo de la sangre de sus abuelos.

La antigua gloria se había descolorido. ¿Qué bienes podía esperar la patria de aquel orgullo agotado que sólo lamentó la opulencia y los placeres de su pasado ascendiente? ¿Qué es más digno de admiración: un pueblo que lo arriesgó todo en busca de su libertad, o una aristocracia que nada osó en aras de su orgullo? El crimen estaba maduro y cayó por su propio peso, y para terminar, digamos que la nobleza fue devuelta a su propia naturaleza y la Iglesia a su Dios.

La ley no proscribió la virtud sublime, sino que quiso que cada cual la adquiriese por sí mismo y que la gloria de nuestros abuelos no nos tomara indiferentes respecto de nuestras virtudes personales.

La máxima del honor hereditario es perfectamente absurda. Si la gloria que hemos merecido es nuestra tan sólo después de nuestra muerte, ¿por qué aquellos que la han adquirido sin esfuerzo alguno habrían de poder disfrutarla audazmente durante todo el curso de sus ociosas vidas?

CAPÍTULO SEXTO
De la educación

Francia aún no ha legislado sobre educación hasta el momento en que escribo estas líneas, pero no me cabe duda alguna de que tales leyes habrán de desprenderse del tronco de los derechos del hombre. Por consiguiente sólo diré que la educación en Francia enseñará modestia, política y guerra.

CAPÍTULO SÉPTIMO
De la juventud y del amor

Los grandes legisladores se han distinguido principalmente por la audacia de sus instituciones relativas al pudor y por ello pido a Dios que no me permita tener el deseo de establecer la gimnasia entre nosotros. El culto severo que hoy día profesa Europa no permite el uso de tales enseñanzas y por mi parte me limito a lamentar que nos parezcan tan extrañas y que nuestra delicadeza obedezca tan sólo a nuestra corrupción. La antigüedad se vio colmada de instituciones que pueden producirnos vértigo, pero que son a la vez la prueba incontrastable de su graciosa sencillez.

El pudor se manifestó en forma de rubor cuando los sentimientos fueron culpables y los gobiernos se debilitaron. En ninguna parte son tan modestas y a la vez bulliciosas las mujeres como lo fueron o lo son en los Estados tiránicos. ¡Cuánto más conmovedora resultaba la ingenuidad de las vírgenes griegas! Todas las virtudes antiguas se convirtieron en simples miramientos en nuestra época, y todos nosotros en ingratos civilizados.

La educación moderna pule las costumbres de las jóvenes y las desgasta; las embellece y las hace disimuladas, pero como por otra parte no logra ahogar la naturaleza, sino que tan sólo la deprava, se convierte en un vjcio y se limita a esconderse. De ahí derivan las tristes inclinaciones que pervierten las costumbres y los imprudentes matrimonios que angustian a las leyes.

Francia debería envidiar a uno de sus vecinos su afortunado temperamento que induce a sus ciudadanos a casarse con otros de inferior condición sin sentir vergüenza alguna, y aun eso no es bastante, pues sería incluso preferible que lo hicieran sintiéndose honrados con ello. Cierto es que la flema de los hombres de ese clima, una inclinación furibunda al amor y una cierta altivez que los impulsa a contrariar sus verdaderas obligaciones son, mas aun que la virtud, la razón de dichas costumbres. Sea cual fuere el principio, no es menos cierto que es favorable a la libertad y que vengan a la naturaleza, tal y como la ley de los cretenses toma a lo natural al permitir la insurrección y la vida licenciosa.

CAPÍTULO OCTAVO
Del divorcio

Roma tenía una costumbre indigna de sus virtudes: el repudio, que espiritualmente representa algo más repugnante que el propio divorcio. Este equivale en cierto modo a la voluntad unánime, mientras que el primero es la voluntad de un solo individuo. Cierto es que las casos de repudio estaban determinados por las leyes, y que éstas, por la fuerza misma del carácter público, favorecían a las costumbres públicas y privadas, pero no menos cierto es también que tales instituciones no habrían tardado en pervertir a ciertas naciones en las que reina el libeninaje.

¿Qué sentimientos podían experimentar quienes pretendían admitir el divorcio en Francia, o cuáles las ilusiones que los guiaban? No se ha vuelto a hablar de semejante tema. La separación es igualmente una infamia que mancilla la dignidad del contrato social: ¿Qué habré de responder a tus hijos cuando me pregunten dónde está su madre?

Cuanto más disolutas son las costumbres privadas, más importante es también que se dicten leyes justas y humanas contra tales desarreglos. La virtud no debe ceder un ápice a los hombres en particular.

No existe pretexto valedero para el perjurio que cometen los esposos que se abandonan. En la época en que existían los votos religiosos, estaba establecido que ni siquiera Dios podía alterar tan sagrados vínculos, y los esposos en ningún modo podían apartarse al pie de los altares. Su carácter era indisoluble, como el de hermano y hermana -decía Teofilacto. Sea cual fuere la religión o las creencias, el juramento de estar unidos es Dios propiamente dicho. El judío o el musulmán que se convierte no podrá utilizar su conversión para alterar el vínculo que lo ata a su cónyuge; el contrato primitivo es imprescriptible, y la conversión, lejos de alterarlo, es una prevaricación.

Los pueblos que practican el divorcio sin peligros son monstruos o prodigios de virtud, y los que admiten la separación se burlan del espíritu del juramento prestado. ¿Por qué os separáis si no os alejáis el uno del otro?

Las separaciones ultrajan no sólo a la naturaleza, sino también a la virtud, y lo más frecuente es que su único propósito sea engañar a los acreedores.

CAPÍTULO NOVENO
De los matrimonios clandestinos

El falso honor de las monarquías ha creado los matrimonios clandestinos. Era éste un vicio más de la República romana, atribuible al austero orgullo de clases que no permitía que éstas contrajeran alianzas entre sí. Roma desbordaba de peligrosas leyes que habrían de arruinarla después de haberla llevado hasta la cumbre. No fue César quien sojuzgó su patria, sino sus leyes degeneradas, y Roma caminaba a pasos agigantados hacia la monarquía.

Hacia la declinación del imperio, hizo su aparición esta famosa ley: Movemur diuturnitate et numetro liberorum, pero por muy hermosa y sublime que fuera intrínsecamente, resultó inútil. El honor la llamó a silencio y sólo sirvió de aliento al mal.

Los matrimonios clandestinos no parecen tener efectos civiles ni en la monarquía ni en la República, pues las leyes no pueden permitir nada que sea hecho a escondidas. Si desanimáis el honor ridículo o el interés excesivo, no necesitaréis nunca más de leyes violentas.

Los Estados despóticos que carecen de honor no conocen la clandestinidad del matrimonio, lo que vendría a ser una desgracia de la esclavitud. Existen por el contrario Estados libres que la conocen, y ello es una desgracia de la libertad.

CAPÍTULO DÉCIMO
De la infidelidad de los esposos

Se ha dicho muchas veces que la dependencia natural de la mujer hacía que su infidelidad fuese más culpable que la del marido. No deseo analizar en este momento si tal dependencia es natural o política y sólo deseo que reflexionéis sobre el particular; quiero no obstante que me expliquéis de una buena vez por qué el marido que deja hijos adulterinos en la casa de otro o de otros, es menos criminal que la mujer que sólo podrá procrear uno en la suya. Existe un contrato entre los esposos -y no me refiero precisamente al contrato civil- que queda anulado si cualquiera de las partes afectadas pierde algo; decir que el esposo infiel no es culpable, equivale a afirmar que se ha reservado en dicho contrato el privilegio de ser malo, en cuyo caso tal contrato resulta nulo en su principio natural y no menos aun en su principio político, puesto que su libertad tiene forzosamente que infringir el contrato de un tercero, lo que atenta inevitablemente contra el pacto social. Aquellos que elaboran leyes en contra de las esposas y no de los maridos, deberían establecer asimismo que el criminal no es el asesino, sino su víctima, si bien todo lo anteriormente dicho depende fundamentalmente de las costumbres. Y de ello, vosotros, los hacedores de las leyes, tendréis que responder algún día, pues en última instancia las buenas costumbres dominan los imperios.

CAPÍTULO UNDÉCIMO
De los bastardos

Particularmente virtuosa será la madre de los infortunados a quienes la vergüenza haya negado la leche y las caricias de la naturaleza. Al huérfano le quedan al menos las manos que lo educan y que él besa fervorosamente; a veces le hablan de su madre, cuyos rasgos quizá el arte ha podido conservar para él, pero el bastardo, mil veces más desafortunado, se busca a sí mismo en el mundo, preguntándole a todo lo que ve a su alrededor el secreto de su vida, y como su juventud está generalmente empapada de amarguras, la desgracia lo torna industrioso a una edad más avanzada.

¿Hay acaso algo más interesante que ese triste desconocido? De existir realmente la hospitalidad religiosa, nunca lo será más grande que la de quien recoge a aquel que la naturaleza le envía; es la obra de bien más sublime que pueda hacerse en este mundo y también la más desinteresada, pues el bastardo está definitivamente perdido para el corazón de una madre.

Una joven a quien su debilidad ha perdido no es criminal para las leyes de su país y sí culpables las leyes para con ella. Es un prejuicio la causa de su deshonra y eso sólo contribuye a hacerla más desdichada a nuestros ojos.

También son culpables las leyes para con el bastardo, pues persiguen a un miserable a quien por el contrario deberían consolar.

Cuanto más consentidas sean las costumbres, tanto más severa será la opinión; sólo una buena constitución trastorna los prejuicios y cura las costumbres.

Las leyes reinan sin fuerza alguna en donde las costumbres civiles han sido sometidas a la tiranía.

CAPÍTULO DUODÉCIMO
De las mujeres

En los pueblos verdaderamente libres, las mujeres son libres y adoradas y pueden vivir una vida tan agradable como la merece su interesante debilidad. Frecuentemente me digo a mí mismo en París: ¡Ay! En este pueblo esclavo no puede existir mujer feliz alguna, y el arte con que cuidan su belleza prueba con creces que nuestra infamia las ha hecho apartarse de la naturaleza, pues nada hay mejor que la modestia de una mujer, para reconocer a través de ella el candor de su esposo.

En este pueblo filósofo y veleidoso, a fuerza de despreciar a los demás y a sí mismo, todo el mundo amaba únicamente su propia imagen; todo el mundo llevaba un corazón falso debajo del armiño y la seda, y hasta las caricias de los esposos debían ser disimuladas.

Seguramente que dentro de veinte años habré de ver con inmensa alegría a ese mismo pueblo que hoy recobra su libertad, recobrando también sus costumbres ...

Quizá nuestros hijos se avergüencen entonces de los cuadros afeminados que representen a sus padres. Menos enervados que nosotros por la vida licenciosa o la molicie, sus pasiones serán menos brutales que las nuestras, pues nada raro es hallar sentimientos implacables en los cuerpos debilitados por el vicio.

Cuando los hombres se quedan sin patria, no tardan en hacerse malvados; por ello es preciso perseguir a cualquier precio la dicha que huye de nosotros. Las ideas cambian incesantemente y a veces hallamos la dicha en el crimen.

¡Dadnos, legisladores, leyes que nos obliguen a amarlas! La indiferencia por la patria y el excesivo amor a sí mismo es la fuente de todo mal, y por el contrario, la indiferencia por uno mismo y el amor a la patria son la fuente de todo lo que es bueno.

CAPÍTULO DECIMOTERCERO
De los espectáculos

Los griegos fueron los hombres más sabios del mundo en el arte del espectáculo, que en cierto modo fue hijo de la libertad de que disfrutaron aquellos pueblos. En.cambio en Roma sólo fue tolerado cuando sus habitantes perdieron sus costumbres; los procónsules y los generales regresaban cargados con los despojos del mundo y la libertad romana yacía moribunda bajo el peso del oro y de la vida licenciosa.

Los ricos de la Grecia antigua disipaban asimismo sus bienes en juegos y en espectáculos, y la ley que los obligaba a tales extremos era útil para aquella aristocracia, puesto que le impedía perturbar la vida del Estado; sin embargo, aquellos inauditos espectáculos que servían para enriquecer las artes, destruyeron al mismo tiempo las leyes, y ninguno de nosotros ignora cuál fue finalmente la suerte que corrió Atenas.

Francia, cuyo Estado difiere substancialmente del griego, será algún día la nación más comerciante o la que más se entregue a la molicie. Posee espectáculos al igual que los demás pueblos de este continente, pero influyen bien poco en el carácter público. El espectador lleva hasta ellos su aburrimiento y sale de ellos colmado de repugnancia. La libertad que reina en el teatro hará desaparecer irremediablemente las obras maestras de la antigüedad.

CAPÍTULO DECIMOCUARTO
Del duelo

El duelo no es un prejuicio, sino un amaneramiento; el primero es un vicio de la constitución, mientras que el segundo constituye un vicio del espíritu público. Los prejuicios nacían de la corrupción de un principio, del mismo modo que se torna basto aquel que se ha olvidado de la piedad, fanático quien ha perdido su devoción, y vanidoso aquel que ha mancillado su honor. El falso honor degenerado de la virtud caballeresca es en este caso el prejuicio. y el duelo es tan sólo un amaneramiento ciego, que a veces sólo exige una gota de sangre, y otras la vida misma. Al sentimiento que lo ha engendrado se suceden el pesar y la piedad; el arrebato se apaga, pero el prejuicio permanece vivo.

Cualquier ley que pudiera dictarse contra el duelo sería forzosamente violenta, y sólo lograria convertir en asesinos a los sobrevivientes. Bastaría con que se establecieran contra el duelo leyes que sirvieran para dar al hombre un espíritu nuevo para que el prejuicio dejase de existir y el duelo muriera para siempre.

El duelo es hijo del despotismo y de la libertad;cuando ambos están reunidos, el primero daña las leyes y la segunda a los hombres, y por consiguiente ha de ser la violencia la que decida entre ambos. Hace ya varios siglos que nuestros reyes dictaron terribles edictos contra este crimen, pero su único resultado fue darle aun más vida en lugar de desterrarlo para siempre. Eran leyes injustas, que impedían la venganza sin desterrar la injusticia; en ningún momento pretendían desterrar la tiranía, forzando tan sólo a los espadachines a ocultarse. Como el falso honor subsistía a pesar de todo, la virtud misma se vio obligada a elegir entre el asesino y el verdugo, la vergüenza y la infamia. Todo bien posible deriva de la bondad de las leyes, así como todo mal de su corrupción.

Era tan grande la impotencia de tales edictos, que en cierta oportUnidad llegó a verse a las partes condenadas pedir razón de sus condenas a sus propios jueces, terminando así por batirse entre ellos, ya que el juez que se hubiese negado a aceptar el reto, habría sido inevitablemente considerado un infame. Y era lógico que así fuera, pues la ley era mala, ya que condenaba a la espada sin deshonrar al brazo que la esgrimía.

La inviolabilidad de los representantes de la nación fue una quimera contra el duelo; cualquier reglamento que hubiera podido imaginarse contra aquel abuso habría sido considerado simplemente el pretexto para ocultar la propia cobardía en semejante ocasión. El duelo de Castries y Lameth conmovió realmente a París, pero no nos llamemos a engaño: tal conmoción obedeció a que el pueblo temía perder a sus defensores.

Si la constitución es vigorosa, el duelo se consumirá por sí mismo. Los vicios provienen de su debilidad, perecen con ella y no se corrigen nunca.

CAPÍTULO DECIMOQUINTO
De los modales

El francés no ha perdido nada de su íntimo carácter al ganar su libertad, pero sí cambió de modales. Como antaño la pobreza carecía de pretext0s, el lujo se sobrepasaba a sí mismo y se convertía en una pasión impotente y furiosa. Después de la revolución, y al tornarse excesivos y religiosos los tributos y la igualdad cada vez mayor a causa de la indigencia, la sencillez se originó en el orgullo.

Habiéndose conservado la vieja sal de la nación, la tiranía pareció algo ridículo, la libertad sólo una broma y el espíritu una virtud.

Abundaron los declamadores porque había más espíritu que sentido común; la cabeza era libre pero el corazón había dejado de serlo.

Los buenos modales se tornaron afectuosos, y ya no se saludó sino que se besó. Aparecieron infinidad de personas de bien y de genios ardientes, la libertad fue más bien una pasión que un sentimiento, y los amigos de la patria formaron sociedades en las que reinaba el más hábil. La de los jacobinos fue la más famosa; estaba acaparada por cuatro hombres verdaderamente grandes, de los cuales hablaremos algún día, pues hoy aún no han madurado lo suficiente las cosas.

CAPÍTULO DECIMOSEXTO
Del ejército de línea

La naturaleza de un ejército de línea es la servidumbre, ¿pues qué honradez podría esperarse de un puñado de hombres que se hacen matar por dinero? El soldado es verdaderamente un esclavo, y un esclavo armado sólo sirve en el seno de un pueblo guerrero.

Cuando Alemania y Egipto dejaron de ser pueblos conquistadores, los esclavos conquistaron su libertad o alteraron sus leyes.

La insolencia de un soldado corrompe las costumbres de un pueblo libre, pero como no existe vicio alguno que el arte del legislador que no sea un tirano no pueda doblegar ante la libertad, es posible que el ejército llegue a convertirse en una escuela de virtud y en el principio mismo de la educación.

Suprimid y devolved a la gleba esta innumerable multitud de personas a sueldo de las leyes (utilizando la expresión del inmortal Rousseau); que la juventud, en lugar de gastar su vida en medio de los deleites y del vicio ocioso de las capitales, aguarde en el ejército de línea a que llegue la época de su mayoría de edad; que se adquiera el derecho de ciudadanía después de servir durante cuatro años en el ejército, y muy pronto veréis que nuestra juventud será más seria y que el amor por la patria se habrá convertido en una pasión pública. Las costumbres y los usos de las naciones libres derivan de sus leyes; en la monarquía, del príncipe; y en el despotismo, de la religión. He ahí la razón ge que en el primer caso todo concurra a la libertad, en el segundo todo tienda a buscar el apoyo del monarca, y en el tercero, todo sea superstición.

CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO
De las guardias nacionales

Fue en medio de la anarquía y de las tempestades de la libertad, que esta peligrosa institución sirvió para calmarlo todo. El pueblo se abandonó en sus manos y aprendió a dominarse a sí mismo; el orden nació de la confusión y la gente aprendió a respetarse porque a cada instante cada cual caía en dependencia de su prójimo. Terribles rumores hábilmente esparcidos moldeaban el espíritu público y ayudaban a tolerar el peso de las armas y el cansancio de las horas de vigilia. Cada ciudadano se convirtió en depositario de la ley y ya no quedó nadie para violarla. Por un lado el pueblo apreció su gloria y fue generoso, y por el otro conoció su fuerza y dejó de sentir temor.

No faltó quien predijera que el pueblo se cansaría muy pronto de tantos sacrificios, lo que equivalía a afirmar que se cansaría de su propio orgullo, cuando en realidad era mucho más factible que en lo sucesivo no se detuviera nunca más. Fue más necesario contenerlo que estimulado. Trascurrió poco tiempo hasta poder someter al ejército a las órdenes del ministerio público; de no haberse logrado esto, la opinión se habría militarizado y las magistraturas habrían sido más sangrientas.

He visto a muchos quejándose en alta voz de la humillación de que fuera víctima la guardia ciudadana al obligarla a colaborar en la percepción de los tributos; ello obedecía a cierto prejuicio que calificaba de infames a los impuestos establecidos por el despotismo. La protección, cuando éstos han sido libremente aceptados o consentidos, es un título de soberanía que el propio monarca ejercía antaño. Cuando la patria ejerce autoridad, nada es vergonzoso, y el soldado de un Estado libre es más importante que el visir de un déspota.

¡Qué ingenio tan penetrante el de quienes supieron hacer virtuosos a los súbditos de una monarquía y crear a la vez una opinión que aunase la fuerza a los principios! Yo lo calificaría de colmo de habilidad y de la razón más clara que puede darse de la tranquilidad que sucedió a la insurrección.

CAPÍTULO DECIMOCTAVO
De la religión de los franceses y de la teocracia

Si Cristo renaciera en España, volvería a ser crucificado por los curas como si fuese un faccioso o un hombre demasiado sutil, que bajo un disfraz de modestia y de caridad meditara la ruina del Evangelio y del Estado. Efectivamente, fue él, como legislador, quien dio un golpe mortal al imperio romano. El reino de la virtud, de la paciencia y de la pobreza, terminaría por abatir el orgullo de la monarquía al modificar las costumbres.

Examínese el espíritu de la religión de Cristo en los diferentes Estados europeos desde que la Iglesia destruyó al imperio romano, del cual éstos son simples fragmentos, y veremos que las regiones en las que el Evangelio mantuvo su pureza, adoptaron ideas republicanas; por ello fue que Italia, centro de esa legislación, quedó cubierta de Repúblicas, y por ello también, que los pueblos de costumbres severas recobraron su libertad.

El cristianismo hizo pocos progresos en Oriente, en Asia, en Africa y en todos aquellos países en los cuales la naturaleza del clima se oponía al espíritu de la libertad y se inclinaba a la monarquía. Los pueblos que viven en libertad simplificarían siempre mucho más la moral que aquellos que, en su excesiva soberbia, se enorgullecen de vivir bajo el yugo de un solo individuo; en los primeros el sacerdocio carecerá de fastuosidad, pero será rígido observador de sus deberes; los dogmas serán sencillos y los ritos llenos de modestia, y en los segundos, el sacerdote participará en el gobierno, adaptará a su conveniencia los principios de la modestia a los de la política, los dogmas serán tiránicos y los ritos misteriosos.

España será el último pueblo de Europa que logre conquistar su libertad por ser precisamente el que ha volcado más orgullo en su religión; por esa misma razón Inglaterra se sacudió de encima la tiranía antes y además más fácilmente que los demás países, debido a que su clima era poco propicio a la superstición y a la jactancia de sus sacerdotes.

Suele decirse que el cristianismo no era propicio al estado social. Los que tal afirmación hacían, confundían el Evangelio con el chismorreo de los sacerdotes. El menosprecio por las cosas de este mundo, el perdón de las injurias, la indiferencia hacia la esclavitud o la libertad y la sumisión al yugo de los hombres bajo pretexto de que tal yugo es sólo el brazo de Dios que pesa sobre ellos ... todo ello no es el Evangelio sino simplemente su disfraz teocrático. El Evangelio se limitó a formar al hombre sin mezclarse para nada en la formación del ciudadano, y sus virtudes, que la esclavitud convirtió en políticas, son solamente virtudes privadas.

Que sea necesario obedecer a los poderosos no quiere decir precisamente que se deba obedecer a los tiranos, sino a las leyes decretadas por el soberano; que el mal deba ser perdonado, no quiere decir tampoco que se deba ser indiferente para con la patria y perdonar a los enemigos que provocan su devastación. Debemos perdonar a nuestros hermanos todo aquello que nos hiera personalmente, pero no todo lo que ofenda a las leyes del contrato; ampliar hasta semejante extremo los principios de la caridad, equivaldría a convertir al hombre en un animal para esclavizarlo en nombre de Dios.

El Evangelio es la vida civil puesta entre las manos de los tiranos, pero tan sólo la vida doméstica en estado de libertad, y es precisamente esta última el principio de la virtud. Así como en estado de esclavitud la religión está por encima de los sacerdotes porque éstos pretenden representar la soberanía del mundo, en el régimen republicano la religión reina sobre ellos, puesto que el fin vale por el principio mismo y la soberanía está entonces, no representada sino figurada por la soberanía de la nación que constituye un todo.

Es en vano atacar a los pontífices hebreos y a los vicarios de Cristo y sus poderes, pues nada justifica a los tiranos, y la soberanía de la nación es tan imprescindible como la del Ser Supremo, aun cuando ésta haya sido usurpada.

He hablado del culto y del sacerdocio y he debidó referirme también a la religión. Cuando en alguna otra parte de este libro diga que el trono y el altar son inquebrantables si marchan unidos entre sí, me referiré solamente al Estado teocrático y no a la República. Diré entonces si una congregación religiosa ha sido capaz de ocupar el lugar del soberano y tener pretensiones a la propiedad del dominio.

Dejo en manos del lector el cuidado de aplicar estos principios a la religión católica, apostólica y romana de los franceses.

CAPÍTULO DECIMONONO
De la religión del sacerdocio

Los antiguos carecían de leyes religiosas y el culto era supersticioso o político. Grecia presenció un solo acto de fanatismo que más bien fue una treta de Filipo de Macedonia, cuando instigó a Tebas y a Tesalia contra los focenses para vengar el supuesto desprecio de Apolo.

Tanto los primitivos romanos como los griegos y los egipcios, fueron cristianos, pues cuidaban sus costumbres y ejercían la caridad, esencia del verdadero cristianismo. Aquellos que recibieron el nombre de cristianos desde la época de Constantino, fueron en su mayor parte sólo un grupo de salvajes o de locos.

El fanatismo nace del poder absoluto de los sacerdotes europeos. Un pueblo que logra dominar la superstición ha hecho mucho en favor de su libertad; no obstante ello debe cuidar de no alterar la moral, que es la ley fundamental de la virtud.

Francia no destruyó su iglesia, pero sí dio nuevo brillo a los cimientos con que fuera construida; supo tomar el pulso de las pasiones públicas y se limitó a eliminar lo que caía por su propio peso. Los escrúpulos canónicos de los obispos se asemejaron a lo que realmente eran, es decir, simples sofismas, porque las convenciones habían cambiado y dichos escrúpulos se apoyaban en fórmulas y no en proverbios.

Se prescribió la obligación de prestar un juramento que dio carácter civil al sacerdocio, pero fue muy acertado no imponer a la negativa de prestarlo más castigo que la pérdida del poder temporal; mediante dicha medida el sacerdote fanático se vio reducido a la mendicidad o a traicionar sus avariciosos sentimientos. El ministerio eclesiástico fue electivo; de haber sido otorgado a título de favor, lo que hubiese nacido de la adulonería habría ahogado a la libertad.

Fue asi como cayó vencida aquella terrible teocracia que bebiera tanta sangre; y así también como Dios y la verdad fueron liberados del yugo de los sacerdotes.

CAPÍTULO VIGÉSIMO
De las novedades del culto entre los franceses

Sea cual fuere la veneración que merezcan de nosotros la piedad de nuestros padres, la infinita grandeza de Dios y los méritos de su Iglesia, la tierra pertenece a los brazos de los hombres y los sacerdotes a las leyes del mundo en el espíritu de la verdad. Esta verdad desciende de Dios Eterno y es la armonía inteligente que sólo puede ser ofendida por lo que es malo en sí mismo y no por lo que lo es en relación a una voluntad anterior.

Las leyes francesas no han cambiado el orden, la misión de los sacerdotes, el culto a la moral, como tampoco alteraron en lo más mínimo la posible inteligente armonía, sino únicamente el modo en que se persigue el mismo propósito.

Sucede lo propio con las restantes leyes que pueden ser derogadas cuando de ello se obtiene algún beneficio y cuando debido a la evolución de las diversas épocas, han dejado de ser útiles al orden moral. Sólo es sagrado lo que es bueno, y lo que ha dejado de serlo pierde su carácter sagrado: sólo la verdad es absoluta.

Dios proveyó de malas leyes a los hebreos. Esas leyes eran relativas y sólo eran inviolables en tanto los judíos fueran malos; se tornaban beneficiosas en comparación con semejantes ingratos, así como hubiesen sido malas si se las hubiera comparado con unos santos. Todo camino que conduzca al orden es puro, al igual que lo es el que no nos aleja de la sabiduría y nos acerca hacia Dios.

¡Cuán humano es el lenguaje de estos piadosos ciegos que buscan a Dios fuera de la propia armonía y lo convierten en el origen de un absoluto desorden! Dios jamás confunde las épocas o los hombres; su sabiduría torna variables sus consejos, pero es imperturbable en medio de las revoluciones y ve a través de ellas.

La Asamblea Nacional se negó a convertir a la religión católica en religión del Estado, y actuó sabiamente al adoptar esa actitud, pues tal ley habría sido fanática y lo hubiese echado todo a perder. Examinad con cuánta sabiduría la ley aludida se ha implantado por sí misma. La religión católica atañe sólo al sacerdocio público y al episcopado. La ley que otorgó a los protestantes la calidad civil de elector en el nombramiento de las dignidades eclesiásticas, confunde sus creencias en lugar de alterar las nuestras.

CAPÍTULO VIGESIMOPRIMERO
De los monjes

Una de las causas que impedirán que la libertad penetre en la India es la excesiva abundancia de brahmanes. Los ritos encadenan a la mayoría de aquellos míseros pueblos, así como el temor tiranizó durante siglos a Europa. Los estragos de la ignorancia después de la caída del Bajo Imperio: fueron increíbles, y la responsabilidad debe imputársele a la tiranía de los monjes y a la estupidez de su vida. La institución de la vida monacal originada en el espanto de los dogmas, sacudió todas las leyes y creó estoicas virtudes inútiles para el mundo que las presenciaba. La vida celestial que se desarrolló en la tierra infantilizó poco a poco al fanatismo, que desde entonces desgarró íntimamente a la monarquía.

Las guerras de religión fueron haciéndose cada vez menos frecuentes en las regiones de Europa a medida que el crédito de los monjes era menos santo y menos reverenciado. Las virtudes hurañas tornan atroces las costumbres.

Los prodigiosos bienes que acumularan los institutos monásticos hablaban más en su contra que a favor de las almas piadosas que los habían fundado.

Aquellos que en el seno de la Asamblea Nacional proponían la autorredención de la primera existencia del clero, o bien pretendían destruir la constitución o simplemente la desconocían.

CAPÍTULO VIGESIMOSEGUNDO
Del juramento

El juramento que ha de prestarse en Francia es el vínculo mismo del contrato político. Para el pueblo equivale a un acto de consentimiento y de obediencia; en el cuerpo legislativo, a un testimonio de su disciplina, y en el monarca, al respeto por la libertad. Es así como la religión es el principio de todo gobierno. Acepto que se diga que en Francia la religión se haya visto curiosamente debilitada, pero sostengo, sin embargo, que la vergüenza a cometer perjurio sigue subsistiendo donde la piedad ha dejado de ser, y que aun después de perder su religión un pueblo conserva todavía el respeto por sí mismo, que volverá a traerlo al seno de la religión si sus leyes logran restablecer sus costumbres.

CAPÍTULO VIGESIMOTERCERO
De la federación

La primera asamblea federativa francesa poseyó un carácter particular del que carecerán las asambleas posteriores. Aunque a simple vista dicha asamblea parezca ser un admirable resorte para fortalecer el espíritu público, debe admitirse que en realidad era el efecto de las maquinaciones de un pequeño número de hombres que ansiaban difundir su popularidad. Como no se ignoraban sus propósitos, fue con repugnancia que tal popularidad se aceptó, a pesar de ser conveniente. El momento aún no había llegado, no obstante lo cual no se podía rechazar algo que llevaba impreso en sí mismo cierta apariencia de patriotismo. La Asamblea Nacional vio con inquietud el excesivo número de sus miembros, que forzosamente habría de estar compuesto de espíritus tornadizos. Los prejuicios, los descontentos, las enemistades y los celos particulares de las provincias no tardarían en inundar la capital, e iba a poder apreciarse de cerca un cuerpo político demasiado lleno de ilusiones. Quedaba la posibilidad de que, siendo populares sus diversas facciones, todo se desarrollaría en el seno de la libertad, pero también podía ocurrir, como por otra parte muchos lo esperaban, que la presencia del monarca inundase de compasión a sus componentes. La intriga lo obligó a desempeñar el papel de un gran rey, y sus cortesanos mostraron al pueblo el delfín, cubierto con los restos ignominiosos de su pasada gloria y a modo de desdichado saldo de la sangre de tantos reyes. Tan enternecedor espectáculo no podía menos de impresionar vivamente la imaginación popular.

Los hombres que sugirieron la idea de una federación habían hallado el último recurso para cambiar la faz de las cosas y confundir a la libertad, a la que atacaron con sus propias armas. Aparentemente todo era amor e igualdad, pero en realidad sólo trabajaban a favor de los reyes. Ningún recurso mejor para atacar a los hombres que utilizar contra ellos sus propias debilidades o virtudes; pero todo fue en vano, pues el pueblo amó al rey sin compadecerse de él. Como además era fácil engañarlo, se le permitía usar un lenguaje afectuoso que era muy de su agrado, pero cuyo destino su ingenuidad era incapaz de desenredar.

Difícil sería imaginar algo tan tierno como su respuesta a los diputados: Decid una vez más a vuestros conciudadanos que hubiese querido hablarles a todos ellos como en este momento os hablo a vosotros. Decidles también que su reyes su padre, su hermano, su amigo, que sólo la felicidad de todos puede hacerle feliz a él, que su grandeza es el fruto de la gloria común, su poder nace de la libertad de todos, sus riquezas de su prosperidad y sus dolores de sus males. Comunicadles las palabras, o mejor aun los sentimientos de mi corazón, en el seno de sus humildes chozas y en los refugios de los más desafortunados. Decidles que si bien es cierto que no puedo llegar hasta ellos en vuestra compañía, deseo estar a su lado por medio de mi afecto y por las leyes protectoras de los débiles que habrán de dictarse, así como también velar por ellos, vivir por ellos y morir incluso por ellos de ser necesario. Decid, también, por último, a las diversas provincias de mi reino, que cuanto antes las circunstancias me permitan cumplir la promesa que me hice a mí mismo de visitarlas en compañía de mi familia, antes estará contento mi corazón. Como los sentimientos de los franceses no alcanzaban a entender semejante lenguaje, era evidente que deseaba inspirar piedad, pero sólo logró inspirar amor.

Mientras duró tan peligrosa ceremonia, la Asamblea Nacional no vio afectada ni debilitada en lo más mínimo su seguridad en sí misma. Discutió sobre comercio y colonias y su conducta fue grave y afirmativa; sólo requirió de Francia un juramento cívico, perdonándole los gritos de alegría que se lleva el viento.

Esta federación tan ingeniosamente imaginada para desnaturalizar el espíritu público fue, en cambio, el sello que la convirtió en eterna. El ejército partió descontento de aquellos que lo habían adulado y lleno de estima hacia la Asamblea Nacional a la que había podido ver de cerca.

Si el triste honor de la monarquía llegara a perecer en Francia; la igualdad se habrá debido en gran parte a las asambleas federativas, que habrán logrado balancear parcialmente la fuerza del Estado político, si éste perdiera parte de su popularidad; pero quiera Dios que se logre prevenir las discordias civiles y que podamos conservar durante largo tiempo el amor a la paz en medio del genio de las armas.

Reflexión sobre el estado civil

Cualquier pretensión de los derechos de la naturaleza que ofenda a la libertad es un mal, y cualquier práctica de la libertad que ofenda a la naturaleza, un extravío.
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