Indice de Los seis libros de la República de Jean Bodin | Prefacio de Jean Bodin | LIBRO PRIMERO - Capítulo segundo. | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Los seis libros de la República LIBRO PRIMERO República es un recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común, con poder soberano. Colocamos esta definición en primer lugar porque, en todas las cosas, es necesario buscar el fin principal y solo después los medios de alcanzado. La definición no es otra cosa que el fin del tema que se presenta y, si no está bien establecida, todo cuanto se construya sobre ella se vendrá abajo de inmediato. Cierto es que quien ha encontrado el fin de lo que aduce, no siempre encuentra los medios de alcanzarlo, del mismo modo que el mal arquero ve el blanco pero no apunta. No es menos cierto, sin embargo, que con la habilidad y el esfuerzo que haya desplegado podrá tocarlo o acercarse, y no será menos estimado por no dar en el blanco, siempre que haga todo lo que debe por alcanzarlo. Pero quien no conoce el fin y la definición del tema que se le propone, no puede nunca esperar encontrar los medios de alcanzarlo, al igual que aquel que tira al aire sin ver el objetivo. Desmenucemos las partes de la definición que hemos establecido. Hemos dicho, en primer lugar, recto gobierno, a causa de la diferencia que existe entre las Repúblicas y las bandas de ladrones y piratas; con estas no debe haber trato, ni comercio, ni alianza, principio que siempre se ha respetado en toda República bien ordenada. Cuando se ha tratado de prestar la fe, negociar la paz, declarar la guerra, convenir ligas ofensivas o defensivas, jalonar las fronteras o solucionar los litigios entre príncipes y señores soberanos, nunca se ha tenido en cuenta a los ladrones ni a sus clientelas; si alguna vez no se ha actuado así, ha sido debido a una necesidad absoluta, no sujeta a la discreción de las leyes humanas. Estas siempre han distinguido los bandoleros y corsarios de los que, en materia de guerra, llamamos enemigos leales, los cuales mantienen sus Estados y Repúblicas sobre principios de Justicia, cuya subversión y ruina buscan los bandoleros y corsarios. Por esta razón, no deben gozar estos del derecho de guerra común a todos los pueblos, ni prevalerse de las normas con que los vencedores tratan a los vencidos ... Pero quien quisiese aplicar el derecho común a los corsarios y ladrones, dándoles el mismo trato que a los enemigos leales, cursaría una peligrosa invitación a todos los vagabundos para unirse a los bandoleros y asegurar sus acciones y ligas capitales bajo el manto de la justicia. No es que resulte imposible hacer un buen príncipe de un ladrón, o de un corsario un buen rey; piratas hay que merecerían más ser llamados reyes que algunos que han portado cetros y diademas, para quienes no hay excusa verdadera ni aparente de los robos y crueldades que hacen padecer a sus súbditos. El corsario Demetrio decía al rey Alejandro Magno que él no había aprendido otro oficio de su padre, ni heredado de él otros bienes que dos fragatas, en tanto que Alejandro, si bien reprobaba la piratería, asolaba y robaba con dos poderosos ejércitos, por tierra y mar, pese a haber heredado de su padre un reino grande y floreciente; estas palabras movieron a Alejandro antes a remordimiento de conciencia que a vengarse del justo reproche hecho por el pirata, a quien nombró capitán general de una legión ... Estos medios para atraer los jefes de piratas al puerto de la virtud son, y siempre serán, dignos de alabanza, no solo con el fin de evitar que tales gentes se vean reducidas a la desesperación e invadan el Estado de los príncipes, sino también para destruir a los restantes como enemigos del género humano. Aunque parezca vivir en amistad y sociedad, repartiéndose por igual el botín, como se decía de Bárgulo y Viriato, esto no puede, sin embargo, ser llamado, en términos de derecho, sociedad, ni amistad, ni reparto, sino conjuraciones, robos y pillaje, ya que el principal punto en el que reside el verdadero atributo de la amistad, y del que ellos carecen, es el recto gobierno según las leyes de la naturaleza. Debido a ello, los antiguos llamaban República a una sociedad de hombres reunidos para vivir bien y felizmente. Dicha definición, sin embargo, contiene más y menos de lo necesario. Faltan en ella sus tres elementos principales, es decir, la familia, la soberanía y lo que es común en una República. Además, la palabra felizmente, como ellos la entendían, no es necesaria; de otro modo, la virtud no tendría ningún valor si el viento no soplara siempre en la buena dirección, lo que jamás aceptaría un hombre honesto. La República puede estar bien gobernada y, sin embargo, verse afligida por la pobreza, abandonada de los amigos, sitiada por los enemigos y colmada de muchas calamidades; el propio Cicerón confiesa haber visto caer, en tales condiciones, la República de Marsella, en Provenza, de la que dice haber sido la mejor ordenada y la más perfecta de las que existieron en el mundo entero. Por el contrario, habría que convenir en que toda República emplazada en un lugar fértil, abundante en riquezas, floreciente en hombres, reverenciada por sus amigos, temida por sus enemigos, invencible en la guerra, poderosa por sus castillos, soberbia por sus moradas, triunfante de gloria, sería gobernada rectamente, aunque estuviese sumergida en la maldad y fundada en todos los vicios. Lo cierto es, sin embargo, que el enemigo mayor de la virtud sería tal clase de felicidad, puesto que es casi imposible poner de acuerdo dos cosas tan contradictorias. Por ello, no tendremos en cuenta, para definir la República. la palabra felizmente, sino que apuntaremos más alto para alcanzar, o al menos aproximarnos, al recto gobierno. Sin embargo, no queremos tampoco diseñar una República ideal, irrealizable, del estilo de las imaginadas por Platón y Tomás Moro, Canciller de Inglaterra, sino que nos ceñiremos a las reglas políticas lo más posible. Al obrar así no se nos podrá reprochar nada, aunque no alcancemos el objetivo propuesto, del mismo modo que el piloto arrastrado por la tormenta o el médico vencido por la enfermedad, no son menos estimados si este ha tratado bien al enfermo y aquel ha gobernado bien su nave. Si la verdadera felicidad de una República y la de un individuo son una y misma cosa, y si el supremo bien, tanto de la República en general como de cada uno en particular, reside en las virtudes intelectivas y contemplativas -en lo cual convienen los espíritus más avisados-, es preciso, igualmente, reconocer que un pueblo gozará del supremo bien cuando se propone, como meta, ejercitarse en la contemplación de las cosas naturales, humanas y divinas, alabando por todo ello al gran Príncipe de la naturaleza. Si reconocemos, pues, que en ello reside el fin principal de la vida feliz del individuo, afirmamos igualmente que constituye el fin y felicidad de una República... Aunque Aristóteles ha mantenido opiniones diversas, dividiendo, en ocasiones, las diferencias de las partes por mitad e identificando, unas veces, las riquezas, otras, la fuerza y la salud, con el hábito de la virtud, para conformarse a la opinión más común de los hombres, sin embargo, cuando analiza el tema más sutilmente, pone el colmo de la felicidad en la contemplación. Esto parece haber dado ocasión a Marco Varrón para decir que la felicidad de los hombres es una mezcla de acción y contemplación; la razón de tal afirmación es, a mi juicio, que la felicidad de una cosa simple es simple, en tanto que la felicidad de una cosa compuesta, integrada por elementos diversos, es compuesta. El bien del cuerpo reside en la salud, fuerza y alegría y en la hermosura de los miembros bien proporcionados. La felicidad del alma inferior, verdadero ligamen del cuerpo y del intelecto, reside en la obediencia que los apetitos deben a la razón, esto es, en el hábito de las virtudes morales, y el supremo bien de la parte intelectual reside en las virtudes intelectivas, es decir, en la prudencia, en la ciencia y en la verdadera religión, referidas, respectivamente, a las cosas humanas, naturales y divinas. La primera enseña la diferencia entre el bien y el mal; la segunda, entre lo verdadero y lo falso; la tercera, entre la piedad y la impiedad y lo que se debe preferir y evitar. De estas tres virtudes se compone la verdadera sabiduría, el más alto grado de felicidad que se puede lograr en este mundo. Si pasamos de lo pequeño a lo grande, se puede decir que la República debe contar con varias cosas: territorio suficiente para albergar a sus habitantes; una tierra fértil y ganado abundante para alimento y vestido de los súbditos; dulzura del cielo, templanza del aire y bondad de las aguas para que gocen de salud, y, para la defensa y refugio del pueblo, materias propias para construir casas y fortalezas, si el lugar no es de suyo cubierto y defendible. Estas son las primeras cosas a las que se presta mayor atención en toda República. Se buscan después las comodidades, como son las medicinas, los metales, los tintes. Para dominar a los enemigos y extender sus fronteras por conquista, se hace provisión de armas ofensivas. En fin, dado que los apetitos de los hombres son casi siempre insaciables, se quiere tener abundancia, no solo de las cosas útiles y necesarias, sino también de las placenteras e inútiles. Así como no se piensa apenas en la instrucción de un niño hasta que no ha crecido y tiene uso de razón, así también las Repúblicas apenas prestan atención a las virtudes morales, a las ciencias nobles, ni menos aún a la contemplación de las cosas naturales y divinas, hasta tanto no están provistas de lo que les es necesario, contentándose con una mediana prudencia, que basta para asegurar su estado frente a los extranjeros y cuidar que los súlxlitos no se ofendan entre sí, o reparar el daño si alguien es ofendido. Pero, al verse el hombre elevado y enriquecido COn todo lo que le es necesario y agradable, y asegurado el reposo y la dulce tranquilidad de su vida, si es bien nacido, se aparta de los hombres viciosos y malvados y se acerca a los virtuosos y buenos. Cuando su espíritu es claro y está limpio de los vicios y pasiones que enturbian el alma, pone sumo cuidado en apreciar la diversidad de las cosas humanas, la diferencia de edades, la oposición de temperamentos, la grandeza de unos, la indignidad de otros, la mutación de las Repúblicas, buscando siempre las causas de los efectos que ve. Después torna su vista a la belleza de la naturaleza y se complace con la variedad de los animales, de las plantas, de los minerales, considerando la forma, calidades y propiedades de cada uno, las simpatías o antipatías de los unos por los otros y la sucesión de las causas encadenadas y dependientes entre sí. Más tarde, dejando el mundo de los elementos, levanta su vuelo hasta el cielo, con las alas de la contemplación, para ver el esplendor, la belleza y la fuerza de las estrellas, su terrible movimiento, su grandeza y altura y la melodiosa armonía de todo este mundo. Se siente, entonces, arrebatado por un sentimiento admirable y embargado por un perpetuo deseo de encontrar la primera causa y al autor de obra tan perfecta. Al llegar a este punto detiene el curso de sus contemplaciones, cuando considera que es infinito e incomprensible en esencia, en grandeza, en poder, en sabiduría, en bondad. Gracias a la contemplación, el hombre sabio y avisado obtiene una bellísima demostración, a saber, que existe un solo Dios eterno e infinito; de esta proposición deduce, como conclusión, en qué consiste la felicidad humana. Si un hombre tal es considerado sabio y feliz, también la República será felicísima si cuenta Con muchos ciudadanos semejantes, aunque no sea de gran extensión, ni copiosa en bienes, y desprecie las pompas y deleites de las ciudades soberbias, sumergidas en los placeres. No se ha de conducir de todo ello que la felicidad del hombre sea una mezcla de elementos heterogéneos. Aunque el hombre esté compuesto de un cuerpo mortal y de un alma inmortal, es necesario reconocer que su bien principal depende de la parte más noble, pues el cuerpo debe servir al alma y el apetito animal a la razón divina. Su supremo bien depende de las virtudes intelectivas, que Aristóteles denomina acción del entendimiento, y, aunque afirmó que el supremo bien consiste en el hábito de la virtud, al fin se vio obligado a reconocer que la acción se refiere a la contemplación, como a su fin, y que en esta reside el supremo bien ... Al considerar que los hombres y las Repúblicas están en perpetuo movimiento, ocupados en las acciones necesarias, se ha abstenido de decir simplemente que la felicidad consiste en la contemplación, lo cual, sin embargo, es necesario reconocer, ya que si bien las acciones, gracias a las cuales es posible la vida de los hombres, pueden ser muy necesarias, como el beber y el comer, sin embargo, jamás existió hombre sensato que fundase en ello el supremo bien ... No obstante, es evidente que la República no puede estar bien ordenada si se abandonan del todo, o por mucho tiempo, las acciones ordinarias, la administración de la justicia, la custodia y defensa de los súbditos, los víveres y provisiones necesarios para su sustento, como tampoco podría el hombre vivir mucho tiempo si su alma estuviese tan arrebatada por la contemplación que dejase de comer y beber ... El fin principal de la República bien ordenada reside en las virtudes contemplativas, aunque las acciones políticas sean necesariamente anteriores y las menos ilustres vengan las primeras; así ocurre con la actividad dirigida a acumular las provisiones necesarias para mantener y defender la vida de los súbditos. No obstante, tales acciones se refieren a las morales, y estas a las intelectivas, cuyo fin es la contemplación del objeto más bello posible e imaginable. Vemos, así, que Dios destinó seis días a aquellas actividades a las cuales el hombre dedica la mayor parte de su vida, pero ordenó que el séptimo, bendecido sobre todos los demás, sea holgado como día santo de reposo, a fin de emplearlo en la contemplación de sus obras, de su ley y de sus alabanzas. He aquí por qué, respecto del fin principal de las Repúblicas bien ordenadas, estas son tanto más felices cuanto más se acercan a esta meta. Del mismo modo que hay diversos grados de felicidad entre los hombres, cada República tiene su grado de felicidad, unas más, otras menos, según el fin que cada una se propone seguir ...
Jean Bodin
CAPÍTULO PRIMERO
¿Cuál es el fin principal de la República bien ordenada?
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Prefacio de Jean Bodin LIBRO PRIMERO - Capítulo segundo. Biblioteca Virtual Antorcha