Indice de Los seis libros de la República de Jean Bodin | LIBRO TERCERO - Capítulo cuarto | LIBRO TERCERO - Capítulo sexto. | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Los seis libros de la República LIBRO TERCERO Hemos dicho que el magistrado es el oficial que tiene mando público, es decir, poder público para constreñir a quienes no quieren obedecer sus órdenes o contravienen sus prohibiciones, o poder para dispensar de estas. El principio que afirma que la fuerza de las leyes consiste en mandar, prohibir, permitir y castigar, se refiere más a los magistrados que a la propia ley, la cual es muda. El magistrado es la ley viva capaz de realizar todo esto; los mandatos y prohibiciones insertos en la ley serían ilusorios si la pena y el magistrado no estuviesen al pie de ella, contra quien la desobedece ... La ley no es otra cosa que el mandato del soberano, como hemos dicho, pero cualquier amenaza o pena inserta en ella solamente sigue a la desobediencia si es declarada por boca del magistrado. De este modo, toda la fuerza de las leyes reside en quienes tienen el mando, sea el príncipe soberano o sea el magistrado, o, en otras palabras, el poder de constreñir a los súbditos a la obediencia, o, en caso contrario, de castigarlos ... Ya hemos dicho que el procedimiento fundamental de compulsión del que gozan todos los que tienen poder de mando, es el embargo de las personas o de los bienes, lo que los antiguos llamaban prehensio. Nada significaría hacer comparecer, juzgar o condenar a pena, si no se pudieran embargar los bienes o la persona de quien ha desobedecido ... Solo a los magistrados corresponde el poder de condenar y absolver, conociendo unos de los bienes, otros de los bienes y del honor, estos de los bienes, del honor y de las penas corporales, sin llegar a la de muerte; aquellos incluso de esta, estando la ejecución de todas estas decisiones sujetas o no a la apelación, según los casos. El grado supremo lo constituye el poder de vida y muerte, es decir, de condenar a muerte y de agraciar de ella al que la ha merecido; constituye este el más preciado atributo de la soberanía, propio de la majestad, y de él están excluidos todos los magistrados, como ya hemos dicho. Diremos, por consiguiente, que hay dos clases de mando en el ejercicio del poder público: uno soberano, que es absoluto, infinito y que está por encima de las leyes, los magistrados y los particulares; otro legal, sometido a las leyes y al soberano, que es propio de los magistrados y de quienes tienen poder extraordinario de mando en tanto no sean revocados o su comisión no haya expirado. El príncipe soberano no reconoce, después de Dios, a nadie por superior. El magistrado recibe del príncipe soberano su poder y siempre queda sometido a él y a sus leyes. Los particulares reconocen, después de Dios -en primer lugar siempre-, a su príncipe soberano, sus leyes y sus a magistrados, cada uno en su jurisdicción ... La voluntad de cada magistrado y de todos los que tienen poder de mando, depende enteramente del soberano, el cual la puede alterar, cambiar y revocar a su gusto, razón por la cual ningún magistrado, ni todos juntos, pueden insertar en sus comisiones las cláusulas es nuestra voluntad, o bajo pena de muerte; solo el príncipe soberano puede usarlas en sus edictos y ordenanzas. A este respecto se ha planteado una cuestión que aún no ha sido resuelta: el poder de la espada, que la ley llama merum imperium, ¿es exclusivo del príncipe soberano e inseparable de la soberanía? ¿Tienen los magistrados el merum imperium, o solo la ejecución de la suprema justicia? ¿Les ha comunicado el príncipe a los magistrados este poder? La cuestión fue disputada entre Lotario y Azo, los dos más grandes jurisconsultos de su tiempo, quienes eligieron como árbitro al emperador Enrique VII ... La frase de Papiniano: exercitionen publici iudicii, ha sido entendida por Lotario en el sentido de que los titulares de la majestad soberana se han reservado el poder de la espada, atribuyendo su ejecución, mediante ley especial, a los magistrados ... Esta interpretación sería correcta si solo hablara de los antiguos pretores romanos ..., pero ha incurrido en error al aplicar esta máxima a todos los magistrados posteriores existentes en todas las Repúblicas ... Es evidente, a la luz de las máximas jurídicas, que los magistrados que conocen por vía extraordinaria pueden condenar a la pena que quieran sin fraude, como dice la ley. Podemos, pues, concluir que tanto el gran preboste y los gobernadores de provincias, como todos los que por vía extraordinaria conocían de los delitos públicos, sea en comisión o en virtud de su oficio, tenían no solo la ejecución de la ley, a la cual no estaban vinculados a este respecto, sino también el poder de juzgar, condenar y absolver. Para esclarecer el problema que nos ocupa, es necesario resolver dos cuestiones. En primer lugar, si el oficio pertenece a la República, o al príncipe soberano, o al titular, o si es común al público y al súbdito; en segundo lugar, si el poder otorgado por la institución de la magistratura pertenece al titular de esta, o a la persona del príncipe, refiriéndose la ejecución al magistrado, o si es común al príncipe y al magistrado. En cuanto a la primera cuestión, no hay duda de que todas las dignidades, magistraturas y oficios pertenecen a la República en propiedad -salvo en la monarquía señorial-, si bien su provisión corresponde al soberano ...; no pueden ser apropiados por los particulares, salvo por concesión del soberano y con consentimiento de los Estados, confirmada por inveterada posesión con título de buena fe, como es el caso de los ducados, marquesados y condados y de todas las jurisdicciones feudales que, en su origen, eran comisiones revocables a beneplácito del soberano ... Los magistrados militares y los capitanes generales tienen, en toda República, el poder de la espada sin ninguna limitación, ni restricción en su ejercicio, ni en las penas, según la variedad de los delitos y crímenes, dejándoselo a su discreción y buen juicio, por lo cual no se puede decir que sean simples ejecutores de la ley ... En cuanto al poder otorgado a los magistrados en virtud de la institución de su oficio, aquel es propio del oficio, y no puede considerarse como propiedad personal. Al decir Papiniano que los comisarios y lugartenientes no poseen nada en propio, sino que utilizan el poder y jurisdicción de quienes los han comisionado o designado, muestra claramente que el poder pertenece a estos, sean príncipes soberanos o magistrados ... Pero el nudo de la cuestión depende principalmente de la siguiente distinción, en la que los doctores no repararon: existe gran diferencia según se afirme que el poder o la jurisdicción pertenece al magistrado en calidad de magistrado, o en calidad de particular. El que la jurisdicción sea propia del pretor no significa que la pretura sea propia de la persona, antes al contrario, la ley dice que la tiene en depósito y que es su custodio ... Por esta razón, los bayles son llamados así de la palabra bailque quiere decir custodio ... De este modo, podemos resolver la cuestión ... de Lotario y de Azo, quienes solo trataron del poder de la espada, concluyendo que siempre que el magistrado o el comisario está obligado, por ley u ordenanza, a mandar y usar del poder que les es dado de acuerdo con formas prescritas, sea en el procedimiento, sea en la pena, sin poder añadir ni quitar nada, en tal caso, solo son simples ejecutores y ministros de las leyes y de los príncipes, sin que, respecto a estos puntos, tengan ningún poder ... Pero, en aquello que les es permitido y entregado a su discreción, tienen poder y potestad. Así como hay dos elementos principales en la República que los magistrados no deben ignorar, que son la ley y la equidad, también diremos que existe la ejecución de la ley y la función del magistrado denominada por los antiguos legis actionem et iudicis officium, que consiste en mandar, decretar o ejecutar.
Si la palabra iudicium se aplica en rigor a lo que es ordenado por el magistrado siguiendo los términos de la ley, la palabra decretum se aplica a lo que el magistrado ha ordenado de acuerdo con la equidad, fuera de la ley; debido a ello, todas las decisiones del príncipe se llaman propiamente decreta y no iudicia, ya que el príncipe soberano no está sujeto a la ley ... La misma relación que hay entre la ley y su ejecución, existe también entre la equidad y la función del magistrado. En aquellos casos en que los magistrados no estaban sujetos a la ley, se parecían a los árbitros, y en aquellos otros en que estaban subordinados por entero a la ley, se parecían a los jueces comisionados para conocer exclusivamente del hecho, sin poder para conocer del mérito ni de la justicia de la causa ... Para remarcar mejor esta diferencia, dice la ley que no es lícito apelar contra las penas prescritas por la ley y pronunciadas por el magistrado, sino solamente contra la declaración de culpabilidad dictada por el juez ... Esta es, en suma, la distinción mediante la cual no solo la cuestión de Lotario y Azo queda resuelta, sino también muchas otras que atañen al cargo y función de los magistrados ... Así como antiguamente hubo tendencia a reducir el poder de los magistrados, gobernadores, embajadores, capitanes, lugartenientes y se les obligaba a seguir las leyes, las instrucciones, el procedimiento prescrito y las penas, sin añadir ni quitar nada, ahora se hace todo lo contrario. Apenas hay República donde las penas no dependan del arbitrio y poder de los magistrados; en casi todas las causas civiles los fallos son arbitrarios, sin consideración a las penas prescritas por el antiguo derecho romano ni a las decisiones de los tribunales civiles ... El magistrado, cuando no juzga y se despoja de la calidad de magistrado, es un particular, y si ofende a alguien se le puede oponer resistencia, de acuerdo con lo establecido por la ley. Mas cuando actúa dentro de su jurisdicción y no se excede en su competencia, no hay duda que debe obedecérsele, con razón o sin ella, como dice la ley. Si se excede en su competencia o en su poder, nadie está obligado a obedecerle cuando el exceso es notorio. En tal caso, cabe oponerse y apelar, pero si la oposición no es posible o el magistrado hace caso omiso de ella y no la eleva a su superior, habrá que distinguir según que el agravio sea irreparable o no. Si el agravio se puede reparar, no es lícito hacer resistencia, mas si es irreparable, como cuando se trata de la vida o de pena corporal, y el magistrado quiere ejecutar la sentencia sin admitir la apelación, será lícita, en dicho supuesto, la resistencia, no para ofender al magistrado, sino para defender la vida de quien está en peligro. En todo caso, no es lícito resistir al magistrado en la ejecución coactiva sobre los bienes, aunque se exceda en su poder y no admita la apelación, o haga injuria, debido a que se podrá valer de apelaciones, recursos extraordinarios, acciones de injuria y otros medios justos y legítimos. No hay ley divina ni humana que autorice a vengar las propias injurias mediante el uso de la fuerza contra los magistrados ..., pues, en tal caso, se utilizarían los mismos argumentos para resistir a los príncipes soberanos y pisotear las leyes ... El magistrado, por su parte, debe dar tan buena opinión de su persona, de su justicia, prudencia y aptitud que los súbditos tengan ocasión de honrarla, evitando así que, a causa de su indignidad, se menosprecie el honor de la República, porque el delito se acrece cuando se trata de un magistrado ... Algunos magistrados tratan de evitar estos peligros mediante la imposición de penas rigurosas y severas. Otros quieren ganar popularidad con su lenidad. Ambas cosas son reprobadas por la ley ... Si el crimen es mayor que las penas impuestas por las leyes ordinarias, el magistrado que conoce por vía extraordinaria debe aumentar la pena, y, si la falta es menor, disminuirla. Nunca debe el magistrado ambicionar el título de piadoso, defecto del que ha de huir más que de la crueldad ..., porque la excesiva benevolencia produce el menosprecio de los magistrados, de las leyes y del príncipe que las ha establecido. Por ello, la ley de Dios prohíbe expresamente tener compasión del pobre cuando se le juzga ...
Jean Bodin
CAPÍTULO QUINTO
Del poder de los magistrados sobre los particulares.
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