Indice de Los seis libros de la República de Jean BodinLIBRO CUARTO - Capítulo quintoLIBRO CUARTO - Capítulo séptimo.Biblioteca Virtual Antorcha

Los seis libros de la República
Jean Bodin

LIBRO CUARTO
CAPÍTULO SEXTO
Si es conveniente que el príncipe juzgue a los súbditos y se mantenga en comunicación con ellos.


... Para la conservación de las Repúblicas es muy importante que quienes ostentan la soberanía administren por sí mismos la justicia, puesto que la unión y amistad entre príncipes y súbditos se nutre y conserva por la comunicación entre unos y otros, en tanto que se debilita y desaparece cuando los príncipes hacen todo por medio de oficiales. En tal caso, los súbditos se sienten desdeñados y menospreciados, lo que les parece más grave que una injusticia cometida por el príncipe, porque la contumelia es más intolerable que la injuria simple. Por el contrario, cuando los súbditos ven que el príncipe comparece ante ellos para hacer les justicia, aunque no consigan lo que pretenden, quedan satisfechos en parte, porque, al menos, dicen, el rey ha visto su demanda, ha oído su pleito y se ha molestado en juzgarlo. Es increíble cuánto satisface y complace al súbdito ser visto, oído y entendido por su rey, con poco que este sea virtuoso y tratable. Por otra parte, ningún expediente mejor para comunicar autoridad a sus magistrados y oficiales y hacer temer y respetar la justicia que el espectáculo de un rey que juzga desde su trono. Además, muchas veces los oficiales son injustos con los súbditos por atenerse a las cláusulas, palabras y sílabas de la ley, que no osan franquear ... Si quien juzga es el príncipe, que es la ley viva y está por encima de todas las leyes civiles ..., hará justicia buena y expeditiva, yendo derecho al fondo de las cosas, sin pararse en las formalidades.

Sin embargo, todas estas razones no son suficientes para resolver la cuestión y afirmar que el príncipe debe administrar justicia personalmente. Cierto que sería utilísimo y hasta necesario que los príncipes fuesen como, según Escilax, eran los de Indias, es decir, tan diferentes de los súbditos como los dioses lo son de los hombres. No hay nada más hermoso y real que contemplar las acciones virtuosas de un príncipe realizadas a la vista de su pueblo, así como escuchar de sus labios la censura y condena de los malos, el elogio y recompensa de los buenos, las sabias consideraciones sobre los asuntos importantes ... ¿Diremos, por ello, que los príncipes viciosos deben mostrarse al pueblo, comunicando así sus vicios a los súbditos? El menor vicio en un príncipe es como pústula en un rostro muy hermoso ... Conviene, pues, que los príncipes, que son verdaderos modelos para los súbditos, sean tan perfectos como puedan para ser imitados, y, si son imperfectos y viciosos, que no se muestren en público ... Es más fácil imitar los vicios que la virtud ..., ya que solo hay un camino recto que nos conduce a la virtud, en tanto que cien mil tortuosos nos llevan a los vicios ... Los aduladores ayudan mucho a adaptar las costumbres y maneras del pueblo a las del príncipe, ya que dejarían de ser lo que son antes que dejar de imitar el vicio natural del príncipe; por lejos que le vea reír, se apresuran a reír sin saber por qué ... Por un defecto que el príncipe tenga, los cortesanos tendrán ciento, y por donde vayan alterarán y estragarán la bondad natural de un pueblo, como orugas que, después de echar flor, dejan su simiente para infectar las plantas.

Aun suponiendo que el príncipe no sea vicioso ..., es difícil y casi imposible que no tenga alguna particularidad, que de inmediato será notada; si se muestra inhábil y ridículo ante su pueblo, pierde gran parte de la reputación que debe tener. Supongamos que no sea inhábil, ni ridículo, ni vicioso, sino virtuoso y bien educado; sin embargo, la comunicación cotidiana y la excesiva familiaridad con los súbditos engendra cierto menosprecio hacia el soberano. Del menosprecio nace la desobediencia hacia él y sus mandatos, lo que significa la ruina del Estado. Por el contrario, si el príncipe se muestra de ordinario a sus súbditos en toda su grandeza, con continente severo, será más temido a riesgo de ser menos amado. El amor de los súbditos por su príncipe es más necesario para la conservación del Estado que el temor, tanto más cuanto el amor no puede existir sin temor de ofender a quien se ama, mientras que el temor puede existir, y así ocurre frecuentemente, sin amor ...

La administración de justicia y las quejas de los súbditos siempre serán mejor atendidas por medio de magistrados buenos y capaces que por el príncipe ... En cualquier caso, siempre se habrá de recurrir a los comisarios para instruir los pleitos, pudiendo después el príncipe juzgarlos, aunque a veces resulta difícil y, en ocasiones, perjudicial separar la instrucción del juicio. Suponiendo que al príncipe le sobre el tiempo y pueda, y quiera, ver, oír y juzgar todos los pleitos de su pueblo, sin embargo, sería incompatible con la majestad de un rey convertir su corte en una oficina ...

Aceptemos que el príncipe posea la sabiduría, la prudencia, la discreción, el hábito, la paciencia y todas las virtudes requeridas por un buen juez. Pese a todo, tropezará con dificultades si tiene que juzgar a sus súbditos. La regla más hermosa para conservar el Estado de una monarquía es que el príncipe se haga amar de todos y no sea despreciado ni odiado por ninguno, si ello es posible. Para conseguirlo hay dos procedimientos. Uno, que la pena justa sea aplicada a los malos y la recompensa a los buenos. Por ser uno un procedimiento favorable y el otro odioso, será conveniente que el príncipe que quiere ser amado se reserve la distribución de las recompensas: dignidades, honores, oficios, beneficios, pensiones, privilegios, prerrogativas, inmunidades, exenciones, restituciones y otras gracias y favores que todo príncipe sabio ha de conceder por sí mismo. Las condenas, multas, confiscaciones y otras penas debe dejarlas a sus oficiales, para que administren una justicia buena y expeditiva ... De este modo, haciendo el príncipe bien a todos y mal a nadie, será por todos amado y por ninguno odiado ... Creo que este es uno de los más hermosos secretos que ha mantenido tanto tiempo esta monarquía, y que nuestros reyes han sabido muy bien practicar desde siempre ...

Sin embargo, no quiero decir que el príncipe no deba, en algunas ocasiones, juzgar, asistido por su consejo, en especial cuando es sabio y entendido, siempre que el asunto sea de gran importancia y digno de su competencia ... Si el príncipe fuese tan sabio como Salomón, tan prudente como Augusto y tan moderado como Marco Aurelio, podría mostrarse siempre en público y juzgar frecuentemente; pero como estas virtudes escasean entre los príncipes, es mejor que se dejen ver lo menos que puedan, tanto más si hay extranjeros ...
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