Indice de Los seis libros de la República de Jean BodinLIBRO QUINTO - Capítulo segundoLIBRO QUINTO - Capítulo quinto.Biblioteca Virtual Antorcha

Los seis libros de la República
Jean Bodin

LIBRO QUINTO
CAPÍTULO CUARTO
De las recompensas y de las penas.


Es necesario tratar ahora sumariamente de las recompensas y de las penas ... Puede que la causa más importante e inmediata de los desórdenes, sediciones y guerras civiles que traen como resultado la ruina de las Repúblicas, sea el menosprecio de los buenos y la protección de los malos. No es tan necesario tratar de las penas como de las recompensas, si se considera que todas las leyes, costumbres y ordenanzas están llenas de aquellas, pues hay incomparablemente más vicios que virtudes y mayor número de personas malvadas que virtuosas. Debido a que las penas son en sí odiosas y los premios favorables, los príncipes avisados han acostumbrado a remitir las penas a los magistrados y a reservar los premios para sí, a fin de conquistar el amor de los súbditos y huir de su malquerencia. Esta es la causa por la cual los jurisconsultos y magistrados han tratado extensamente de las penas y muy poco de las recompensas ... Toda recompensa es honrosa o provechosa, o ambas cosas a la vez ...

De acuerdo con la diversidad de Repúblicas, la distribución de honores y recompensas es diferente de la monarquía a los Estados popular y aristocrático. En el Estado popular, las recompensas son más honrosas que provechosas, porque el pueblo bajo no busca sino su provecho, cuidándose poco del honor, que le da de buena gana a quienes lo piden. Lo contrario ocurre en la monarquía, donde el príncipe, que distribuye las recompensas, es más celoso del honor que del provecho. En especial ocurre así en las tiranías, pues lo que más disgusta al príncipe es ver al súbdito honrado y respetado, por temor que la golosina de la honra le estimule el apetito para aspirar más alto y atente contra el Estado ... A veces los príncipes, en vez de recompensar a los hombres ilustres, los matan, destierran, o condenan a prisión perpetua, para la seguridad de su Estado ...

Quien manda merece el premio del honor por las hazañas realizadas, en especial en el Estado popular ... Las victorias de los capitanes pertenecen al pueblo bajo cuyas banderas se ha combatido, pero la recompensa del triunfo es discernida al capitán, lo cual no ocurre en la monarquía. Esta es la principal razón -y quizá la única- por la cual en los Estados populares bien ordenados hay siempre mayor número de hombres virtuosos que en la monarquía. El honor, que es el único premio de la virtud, es negado o concedido con restricciones a quienes lo merecen en la monarquía, en tanto que en el Estado popular legítimo y bien ordenado aquel no se escatima, en espec:al por las hazañas de guerra. En la medida en que el hombre de ánimo elevado y generoso estima más el honor que cualquier otra cosa en el mundo, estará dispuesto a sacrificar su vida y bienes por la gloria que le espera. Cuanto mayores sean los honores, habrá mayor número de hombres dignos de ellos ...

Es preciso que la virtud preceda al honor, y no al revés. Así lo entendieron los antiguos pontífices, en ocasión de la fundación, por el Cónsul Marco Marcelo, de un templo dedicado al honor y a la virtud, cuando decretaron, a fin de que no se confundieran los sacrificios, se levantase una pared en medio, para dividir el templo en dos, de tal modo que era obligado pasar por el templo de la virtud para llegar hasta el del honor. Nadie, pues, percibió mejor que los antiguos romanos los méritos de la virtud y el verdadero carácter del honor. Aunque el senador Agripa no dejó a su muerte con qué costear sus funerales, ni el cónsul Fabricio, ni el dictador Cincinato con qué alimentar sus familias, sin embargo, el uno fue elevado del arado a la dictadura y el otro rehusó la mitad del reino de Pirro, para conservar su reputación y su honor ...

Es en extremo peligroso y perjudicial a la República otorgar los honores y recompensas sin discreción, o venderlos por dinero. Quienes piensan adquirir honor comprando las dignidades, se engañan tanto como los que quieren volar con las alas de oro de Eurípides ..., ya que entonces el tesoro más precioso, que es el honor, se convierte en deshonor. Una vez que se pierde el honor, el hombre se arroja desvergonzadamente en toda clase de vicios y perversidades. Jamás sucederá esto si la distribución de las recompensas y de las penas es regulada por la justicia armónica, como diremos al fin de esta obra. Si al cónsul se le concede el triunfo, es justo que capitanes y lugartenientes obtengan las dignidades y oficios, los caballeros las coronas y caballos y que los soldados tengan su parte en las armaduras, armas y botín ...

Será imposible lograr una distribución justa de las penas y recompensas, si los príncipes ponen en venta las dignidades, oficios y beneficios. Esto constituye la plaga más peligrosa y perjudicial de las Repúblicas. Todos los pueblos han tratado de remediar el mal mediante buenas leyes. Concretamente, en este reino, las ordenanzas de San Luis condenan a infamia a quienes se valen de la influencia para obtener oficios en la judicatura, habiendo sido estrictamente aplicadas hasta tiempos de Francisco I ... Sería muy largo y nada novedoso enumerar los inconvenientes y desgracias que suceden a las Repúblicas por el tráfico de las dignidades. Sin embargo, es más difícil persuadir sobre la bondad de tal tráfico en el Estado popular que en el aristocráticos; en este, los más ricos detentan la soberanía y acuden a este procedimiento para excluir de las dignidades al pueblo bajo ... Por lo que respecta al monarca, la pobreza le obliga a anular las buenas leyes para subvenir a sus necesidades, pero, una vez que acude a este expediente, es casi imposible prescindir de él. Quienes ponen en venta las dignidades, oficios y beneficios, venden lo más sagrado que hay en este mundo, que es la justicia, venden la República, venden la sangre de los súbditos, venden las leyes. Al suprimir las recompensas al honor, a la virtud, al saber, a la piedad, a la religión, abren las puertas a los robos, a las extorsiones, a la avaricia, a la injusticia, a la ignorancia, a la impiedad, y, en fin, a toda clase de vicios y corrupción. Y no sirve que el príncipe se excuse con la pobreza, porque ninguna excusa del mundo, ni verdadera ni aparente, puede valer para justificar la ruina del Estado ...

Si el príncipe remite las penas a los magistrados y oficiales, como hemos dicho, y distribuye las recompensas a quienes las merecen, concediendo las gracias poco a poco, para que el favor sea más duradero, y las penas de una sola vez, para que el dolor sea menos gravoso a quien lo sufre y el temor quede impreso profundamente en el ánimo de los demás, conseguirá, con ello, colmar su República de hombres virtuosos y limpiarla de los malvados, que es el colmo de felicidad de las Repúblicas. Además, pronto se librará de sus deudas y, si no está endeudado, conservará intacto su tesoro ... También debe el príncipe sagaz dar poco a los importunos y, en cambio, dar a los que lo merecen, aunque no lo pidan, porque hay quienes son incapaces de pedir nunca nada ... Las personas honradas estiman menos el dinero que una mirada amable o un buen semblante, un parentesco, un casamiento, un agradecimiento gentil. Muchas veces el favor es de tal índole que beneficia tanto al que lo otorga como al que lo recibe ...

Es falso el principio que se inculca a los jóvenes príncipes, según el cual es necesario ser liberal con todos y no rehusar nada a nadie, para ganar así el ánimo de todos ... No rehusar nada a nadie no es ni ser libera] ni prudente, sino pródigo e imprudente. El príncipe debe ser no solo liberal, sino también magnífico. Pero debe prestar atención para no convertirse de magnífico en pródigo, pues, en tal caso, pronto se convertirá en exactor, primero, y, después, en tirano, y, una vez que haya dado todo lo que tiene, dará lo que no tiene. Las leyes de la liberalidad exigen que se considere atentamente a quién se da, cuánto se da, en qué época, en qué lugar y para qué fin, así como el poder del que da ... Se debe, pues, en primer lugar, examinar la vida y costumbres de quienes aspiran a las dignidades, oficios, beneficios, títulos de caballería, exenciones, inmunidades, dádivas y recompensas. Si del examen resulta deshonra o indignidad, no solo se les debe rehusar, sino castigarlos. La distribución debe reservarse a las personas honestas, según el mérito de cada uno, y, de acuerdo con la proporción armónica, dar el dinero a los más leales, las armas a los más valientes, la justicia a los más rectos, el trabajo a los más fuertes, el gobierno a los más sabios, las dignidades eclesiásticas a los más devotos, sin hacer caso omiso de la nobleza, riquezas, edad y poder de cada uno, así como de la calidad de los cargos y oficios. Sería ridículo buscar un juez belicoso, un prelado valiente o un soldado consciente ...
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