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Proposición razonada al Comité Central de la Liga de la paz y de la libertad

Señores,

La obra que nos incumbe hoy es organizar y consolidar definitivamente la Liga de la Paz y de la Libertad, tomando por base los principios formulados por el Comité director precedente y votados en el primer Congreso. Esos principios constituyen en lo sucesivo nuestra constitución, la base obligatoria de todos nuestros trabajos posteriores. No nos es permitido ya cercenar la menor parte de ellos; pero tenemos el derecho y aun el deber de desarrollarlos.

Nos parece tanto más urgente cumplir con ese deber cuanto que esos principios, como todo el mundo lo sabe aquí, han sido formulados a la ligera, bajo la presión de la pesada hospitalidad ginebrina ... Los hemos esbozado, por decirlo así, entre dos tempestades, forzados como estábamos a aminorar la expresión para evitar un gran escándalo que habría podido culminar en la destrucción completa de nuestra obra.

Hoy que estamos libres de toda presión local, exterior, gracias a la hospitalidad más sincera y más amplia de la ciudad de Berna, debemos establecer esos principios en su integridad, rechazando los equívocos como indignos de nosotros, indignos de la gran obra que tenemos la misión de fundar. Las reticencias, las verdades a medias, los pensamientos castrados, las complacencias, atenuaciones y concesiones de una cobarde diplomacia, no son los elementos de que se forman las grandes obras: éstas no se hacen más que con corazones desprendidos, un espíritu justo y firme, un fin claramente determinado y un gran valor. Hemos emprendido una gran obra, señores, elevémosnos a la altura de nuestra empresa: grande o ridícula, no hay término medio; para que sea grande es preciso al menos que por nuestra audacia y por nuestra sinceridad nos hagamos grandes nosotros también ...

Lo que os proponemos no es una discusión académica de principios. No ignoramos que nos hemos reunido aquí, principalmente a fin de concertar los medios y las medidas políticas necesarias para la realización de nuestra obra. Pero sabemos también, que en política no hay práctica honesta y útil posible sin una teoría y un fin claramente determinados. De otro modo, por inspirados que estemos en los sentimientos más vastos y más liberales, podríamos terminar en una realidad diametralmente opuesta a esos sentimientos: podríamos comenzar en convicciones republicanas, democráticas, socialistas, y acabar como bismarckianos o bonapartistas.

Debemos hacer hoy tres cosas:

1. ¿Establecer las condiciones y preparar los elementos de un nuevo congreso.

2. Organizar nuestra Liga, siempre que se pueda, en todos los países de Europa, extenderla a la misma América, lo que nos parece esencial, e instituir en cada país comités nacionales y subcomités provinciales, dejando a cada uno de ellos toda la autonomía legítima necesaria, y subordinándolos todos, jerárquicamente, al Comité Central de Berna. Dar a esos comités plenos poderes y las instrucciones necesarias para la propaganda y para la recepción de nuevos miembros.

3. En vista de esa propaganda, fundar un periódico.

¿No es evidente que para hacer bien esas tres cosas, debemos establecer previamente los principios que -al determinar de modo que no deje lugar a equívoco alguno la naturaleza de la Liga- inspirarán y dirigirán por una parte toda nuestra propaganda, tanto verbal como escrita, y por otra servirán de condiciones y de base para la recepción de nuevos miembros? Este último punto, señores, nos parece excesivamente importante. Porque todo el porvenir de nuestra Liga dependerá de las disposiciones, de las ideas y de las tendencias, tanto políticas como sociales, tanto económicas como morales, de esa multitud de nuevos adeptos a quienes vamos a abrir nuestras filas. Al formar una institución eminentemente democrática, no pretenderemos gobernar nuestro pueblo, es decir la masa de nuestros adherentes, de arriba a abajo; y desde el momento que estamos bien constituidos, no permitiremos jamás imponerles por la autoridad nuestras ideas. Queremos, al contrario, que todos nuestros subcomités provinciales y comités nacionales, hasta el Comité Central o Internacional mismo, elegido de abajo a arriba por el sufragio de los adherentes de todos los países, se conviertan en la fiel y obediente expresión de sus sentimientos, de sus ideas y de su voluntad. Pero hoy, precisamente porque estamos resueltos a someternos a los votos de la mayoría, en todo lo que tenga relación con la obra común de la Liga, hoy que somos todavía un pequeño número, si queremos que nuestra Liga no se desvíe nunca del primer pensamiento y de la dirección que le imprimieron sus iniciadores, ¿no debemos tomar medidas para que ninguno pueda entrar en ella con tendencias contrarias a ese pensamiento y a esa dirección? ¿No debemos organizarnos de manera que la gran mayoría de nuestros adherentes permanezca siempre fiel a los sentimientos que nos inspiran hoy, y establecer reglas de admisión que garanticen que, aunque haya cambiado el personal de nuestros comités, el espíritu de la Liga no cambiará nunca?

No llegaremos a ese fin más que estableciendo y determinando tan claramente nuestros principios que ninguno de los individuos que sea, de una manera o de otra, contrario a ella, pueda jamás ocupar un puesto entre nosotros.

No hay duda que si evitamos el precisar bien nuestro carácter real, el número de nuestros adeptos podrá ser luego más grande. Podríamos, aun en ese caso, como nos lo ha propuesto el delegado de Basilea, señor Schmidlin, acoger en nuestras filas muchas gentes de sable y sacerdotes, ¿por qué no gendarmes?, o como acaba de hacerlo la Liga de la Paz, fundada en París bajo la alta protección imperial por los señores Michel Chevalier y Frédéric Passy, suplicar a algunas ilustres princesas de Prusia o de Austria que acepten el título de miembros honorarios de nuestra asociación. Pero, según el proverbio, el que mucho abarca poco aprieta: compraríamos todas esas preciosas adhesiones a precio de nuestra anulación completa, y en medio de tantos equívocos y frases como envenenan hoy la opinión pública de Europa, no seríamos otra cosa que una mala burla más.

Es evidente por otra parte que, si proclamamos altamente nuestros principios, el número de nuestros adherentes será más restringido; pero serán al menos adherentes serios, con los cuales nos será permitido contar, y nuestra propaganda sincera, inteligente y seria no envenenará, sino que moralizará al público.

Veamos, pues, cuáles son los principios de nuestra nueva asociación. Se llama Liga de la Paz y de la Libertad. Es ya mucho; por eso nos distinguimos de todos los que quieren y todos los que buscan la paz a todo precio, aun al precio de la libertad y de la dignidad humana. Nos distinguimos también de la sociedad inglesa de la paz que, haciendo abstracción de toda política, se imagina que con la organización actual de los Estados de Europa la paz es posible. Contrariamente a esas tendencias ultrapacifistas de las sociedades parisiense e inglesa, nuestra Liga proclama que no cree en la paz y que no la desea más que bajo la condición suprema de la libertad.

La libertad es una palabra sublime que designa una cosa muy grande y que no dejará nunca de electrizar el corazón de todos los hombres vivientes, pero que sin embargo exige que se le determine bien, sin lo cual no escaparíamos al equívoco, y podríamos ver burócratas partidarios de la libertad civil, monárquicos constitucionales, aristócratas y burgueses liberales, todos más o menos partidarios del privilegio y enemigos naturales de toda democracia, venir a colocarse en nuestras filas y constituir una mayoría entre nosotros bajo el pretexto de que ellos aman también la libertad.

Para evitar las consecuencias de un malentendido tan molesto, el Congreso de Ginebra ha proclamado que desea fundar la paz sobre la democracia y sobre la libertad, de donde se sigue que para hacerse miembro de nuestra Liga es preciso ser demócrata. Por consiguiente son excluidos de ella todos los aristócratas, todos los partidarios de algún privilegio, de algún monopolio o de alguna exclusividad política, cualquiera que sea, pues la palabra democracia no quiere decir otra cosa que el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo, comprendiendo por esta última denominación toda la masa de los ciudadanos, -y hoy habrá que añadir, de las ciudadanas también-, que forman una nación.

En este sentido somos ciertamente todos demócratas.

Pero debemos reconocer al mismo tiempo que este término: democracia, no basta para determinar bien el carácter de nuestra Liga, y que, como el de libertad, considerado aparte, puede prestarse a equívocos. ¿No hemos visto desde el comienzo de este siglo en América a los plantadores, a los esclavistas del sur y a todos sus partidarios de Estados Unidos del Norte titularse demócratas? El cesarismo moderno, con sus horrorosas consecuencias, suspendido como una terrible amenaza sobre todo lo que se llama humanidad en Europa, ¿no se dice igualmente demócrata? Y aún el imperialismo moscovita y san-petersburgués, el Estado sin etiquetas, ese ideal de todas las potencias militares y burocráticas centralizadas, ¿no aplastó últimamente a Polonia en nombre de la democracia?

Es evidente que la democracia sin libertad no puede servimos de bandera. Pero, ¿qué es la democracia fundada en la libertad sino la República? La alianza de la libertad con el privilegio crea el régimen monárquico constitucional, pero su alianza con la democracia no puede realizarse más que en la República. Por medida de prudencia, que no aprobamos, el Congreso de Ginebra, en sus resoluciones, ha creído deber abstenerse de pronunciar la palabra República. Pero al proclamar su deseo de fundar la paz en la democracia y en la libertad, se ha declarado implícitamente republicano. Por lo tanto, nuestra Liga debe ser democrática y republicana al mismo tiempo.

Y nosotros pensamos, señores, que todos somos aquí republicanos en este sentido, que impulsados por las consecuencias de una inexorable lógica, advertidos por las lecciones a la vez tan saludables y tan duras, de la historia, por todas las experiencias del pasado, y sobre todo ilustrados por los acontecimientos que han entristecido a Europa desde 1848, tanto como por los peligros que la amenazan hoy, hemos llegado a esta convicción: que las instituciones monárquicas son incompatibles con el reino de la paz, de la justicia y de la libertad.

En cuanto a nosotros, señores, como socialistas rusos y como eslavos, creemos un deber el declarar francamente que para nosotros la palabra República no tiene otro valor que este valor negativo: el de ser el derrumbamiento o la eliminación de la monarquía; y que no sólo no es capaz de exaltamos, sino que, al contrario, siempre que se nos presenta la República como una solución positiva y seria de todas las cuestiones del día, como el fin supremo hacia el cual deben tender todos nuestros esfuerzos, experimentamos la necesidad de protestar.

Detestamos la monarquía de todo corazón; no deseamos nada mejor que verla derribada en toda la superficie de Europa y del mundo, y estamos convencidos, como vosotros, que su abolición es una condición sine qua non de la emancipación de la humanidad. Desde este punto de vista somos francamente republicanos. Pero no pensamos que baste derribar la monarquía para emancipar los pueblos y darles la justicia y la paz. Estamos, al contrario, firmemente persuadidos de que una gran República militar, burocrática y políticamente centralizada, puede convertirse, y necesariamente se convertirá, en una potencia conquistadora en el exterior, opresiva en el interior, y que será incapaz de asegurar a sus súbditos, que se llamarán ciudadanos, el bienestar y la libertad. ¿No hemos visto a la gran nación francesa constituirse dos veces en República democrática, y dos veces perder su libertad y dejarse arrastrar a guerras de conquista?

¿Atribuiremos, como lo hacen muchos otros, esas recaídas deplorables al temperamento ligero y a los hábitos disciplinarios históricos del pueblo francés que, según sus detractores, es muy capaz de conquistar la libertad por un impulso espontáneo, tempestuoso, pero no de disfrutarla y de practicarla?

Nos es imposible, señores, asociarnos a esa condena de un pueblo entero, uno de los más inteligentes de Europa. Estamos, pues, convencidos que si en diversas ocasiones ha perdido Francia su libertad y ha visto transformarse su República democrática en dictadura, y en dictadura militar, la culpa no es del carácter de su pueblo, sino de su centralización política que, preparada desde hace mucho tiempo por sus reyes y sus estadistas, personificada más tarde en aquel a quien la retórica complaciente de las Cortes ha llamado Gran Rey, llevada después al abismo por los desórdenes vergonzosos de una monarquía decrépita, habría perecido ciertamente en el lodo si la revolución no la hubiese levantado con sus manos poderosas. Sí, cosa extraña, esa gran revolución que por primera vez en la historia había proclamado la libertad, no para el ciudadano solamente, sino para el hombre, haciéndose heredera de la monarquía que mataba, resucitó al mismo tiempo esta negación de toda libertad: la centralización y la omnipotencia del Estado.

Reconstruida de nuevo por la Constituyente, combatida, es verdad, pero con poco éxito, por los girondinos, esa centralización fue concretada por la Convención Nacional. Robespierre y Saint Just fueron los principales restauradores: nada faltó a la nueva máquina gubernamental, ni el Ser Supremo con el culto del Estado. No esperaba más que un hábil maquinista para mostrar al mundo asombrado, todos los poderes de opresión de que había sido provista por sus imprudentes constructores ... y apareció Napoleón I. Por consiguiente esa revolución, a quien primeramente sólo inspiraba el amor a la libertad y a la humanidad, por el solo hecho de creer que podía conciliar ese amor con la centralización del Estado, se suicidó, lo mató, no creando en su lugar más que la dictadura militar, el cesarismo.

¿No es evidente, señores, que para salvar la libertad y la paz de Europa, debemos oponer a esa monstruosa y opresiva centralización de los Estados militares, burocráticos, despóticos, monárquicos, constitucionales y aun republicanos, el grande, el saludable principio del Federalismo, principio sobre el cual nos han dado, por lo demás, una demostración triunfante los últimos acontecimientos en los Estados Unidos de América del Norte?

En lo sucesivo debe ser claro para todos los que quieren realmente la emancipación de Europa que, aun conservando nuestras simpatías hacia las grandes ideas socialistas, y humanitarias enunciadas por la revolución francesa, debemos rechazar su política de Estado y adoptar resueltamente la política de la libertad de los americanos del norte.

Miguel Bakunin


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