Índice de Federalismo, socialismo y antiteologismo de Miguel BakuninCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

El federalismo

>Estamos contentos al poder declarar que este principio ha sido unánimemente aclamado por el Congreso de Ginebra. La misma Suiza, que por lo demás lo practica hoy con tanta dicha, se adhirió a él sin restricción alguna y lo aceptó en toda la amplitud de sus consecuencias. Por desgracia, en las resoluciones del Congreso ese principio ha sido muy mal formulado y no se encuentra sino indirectamente mencionado, al principio, con ocasión de la Liga que debemos establecer y más abajo en relación con el periódico que debemos redactar bajo el nombre de los Estados Unidos de Europa, mientras que según nosotros habría debido ocupar el primer puesto en nuestra declaración de principios.

Es una laguna muy molesta y que debemos apresurarnos a colmar. Conforme al sentimiento unánime del Congreso de Ginebra, debemos proclamar:

1. Que para hacer triunfar la libertad, la justicia y la paz de las relaciones internacionales de Europa, para hacer imposible la guerra civil entre los diferentes pueblos que componen la familia europea, no hay más que un medio: constituir los Estados Unidos de Europa.

2. Que los Estados Unidos de Europa no podrán formarse jamás con los Estados tales como están constituidos hoy, vista la desigualdad monstruosa que existe entre sus fuerzas respectivas.

3. Que el ejemplo de la difunta Confederación Germánica ha probado de una manera indiscutible que una confederación de monarquías es risible; que es impotente para garantizar la paz y la libertad de los pueblos.

4. Que ningún Estado centralizado, burocrático y por eso mismo militar, aunque se llame republicano podrá entrar seria y sinceramente en una confederación internacional. Por su constitución, que será siempre una negación abierta o enmascarada de la libertad, en el interior constituirá, por necesidad, una declaración permanente de guerra, una amenaza contra la existencia de los países vecinos. Fundado esencialmente sobre un acto ulterior de violencia, la conquista, que en la vida privada se llama roto con fractura, -acto bendito por la iglesia de una religión cualquiera, consagrado por el tiempo y por lo mismo transformado en derecho histórico-, y apoyándose en esa divina consagración de la violencia triunfal como sobre un derecho positivo y supremo, todo Estado centralista se presenta por eso como una negación absoluta del derecho de los demás Estados, a quienes no reconoce nunca en los tratados que concluye con ellos más que con un interés político o por impotencia.

5. Que, por consiguiente, los adherentes de la Liga deberán tender con todos sus esfuerzos a reconstituir sus patrias respectivas a fin de reemplazar en ellas la antigua organización fundada de arriba a abajo sobre la violencia y sobre el principio de la autoridad, por una organización nueva que no tenga otra base que los intereses, las necesidades, y las atracciones naturales de los pueblos, ni otro principio que la federación libre de los individuos en las comunas, de las comunas en las provincias (1), de las provincias en las naciones, en fin, de éstas en los Estados Unidos de Europa primero y más tarde del mundo entero.

6. En consecuencia, abandono absoluto de todo lo que se llama derecho histórico de los Estados; todas las cuestiones relativas a las fronteras naturales, políticas, estratégicas, comerciales, deberán ser consideradas en lo sucesivo como pertenecientes a la historia antigua y rechazadas con energía por todos los adherentes de la Liga.

7. Reconocimiento del derecho absoluto de toda nación, grande o pequeña, de todo pueblo, débil o fuerte, de toda provincia, de toda comuna a una completa autonomía, siempre que su constitución interior no sea una amenaza y un peligro para la autonomía y la libertad de los países vecinos.

8. Del hecho de que un país haya constituido parte de un Estado, aunque se hubiera agregado libremente a él, no se desprende de ningún modo la obligación de quedar asociado siempre a ese Estado. Ninguna obligación perpetua podría ser aceptada por la justicia humana, la única que puede constituir autoridad entre nosotros, y no reconoceremos nunca otros derechos y otros deberes que los que se fundan en la libertad. El derecho de la libre reunión y de la secesión igualmente libre es el primero, el más importante de los derechos políticos; sin él la confederación no sería más que una centralización enmascarada.

9. Resulta de todo lo que precede que la Liga debe proscribir francamente toda alianza de tal o cual fracción nacional de la democracia europea con los Estados monárquicos, aun cuando esa alianza tuviese por fin reconquistar la independencia o la libertad de un país oprimido; tal alianza, no pudiendo llevar más que a decepciones, sería al mismo tiempo una traición contra la revolución.

10. Al contrario, la Liga, precisamente porque es la Liga de la paz y porque está convencida de que la paz no podrá ser conquistada y fundada más que en la más íntima y completa solidaridad de los pueblos, en la justicia y en la libertad, debe proclamar altamente sus simpatías hacia toda insurrección nacional contra toda opresión, sea extranjera, sea indígena, siempre que esa insurrección se haga en nombre de nuestros principios y en el interés tanto político como económico de las masas populares, pero no con la intención ambiciosa de fundar un poderoso Estado.

11. La Liga hará una guerra incondicional a todo lo que se llama gloria, grandeza y potencia de los Estados. A todos esos falsos y maléficos ídolos a que han sido inmolados millones de víctimas humanas, opondremos las glorias de la inteligencia humana, que se manifiestan en la ciencia, y de una prosperidad universal fundada en el trabajo, en la justicia y en la libertad.

12. La Liga reconocerá la nacionalidad como un hecho natural que tiene incontestablemente derecho a una existencia y a un desenvolvimiento libres, pero no como un principio, -pues todo principio debe llevar el carácter de la universalidad y la nacionalidad no es, al contrario, más que un hecho exclusivo, aislado. Ese llamado principio de nacionalidad, tal como ha sido planteado en nuestros días por los gobiernos de Francia, de Rusia y de Prusia, y aun por muchos patriotas alemanes, polacos, italianos y húngaros, no es más que un derivatívo opuesto por la reacción al espíritu de la revolución-, eminentemente aristocrático en el fondo, hasta el desprecio de los dialectos de las poblaciones no instruidas, -que niega implícitamente la libertad de las provincias y la autonomía de las comunas, y no es sostenido en ningún país por las masas populares, de quienes sacrifica sistemáticamente los intereses reales a un supuesto bien público, que no es nunca más que el de las clases privilegiadas-, ese principio no expresa más que los pretendidos derechos históricos y la ambición de los Estados. El derecho de nacionalidad, pues, no podrá ser nunca considerado por la Liga más que como una consecuencia natural del principio supremo de la libertad, que contra la libertad sea sólo al margen de la libertad.

13. La unidad es el fin hacia el cual tiende irresistiblemente la humanidad. Pero se hace fatal, destructora de la inteligencia, de la dignidad, de la prosperidad de los individuos y de los pueblos, siempre que se forma fuera de la libertad, sea por la violencia, sea bajo la autoridad de una idea teológica, metafísica, política o aun económica cualquiera. El patriotismo que tiende a la unidad al margen de la libertad, es un patriotismo malo, funesto siempre a los intereses populares y reales del país que pretende exaltar y servir; amigo, a menudo sin quererlo, de la reacción, enemigo de la revolución, es decir de la emancipación de las naciones y de los hombres. La Liga no podrá reconocer más que una sola unidad: la que se constituya libremente por la federación de las partes autónomas en el todo, de suerte que éste, cesando de ser la negación de los derechos y de los intereses particulares, cesando de ser el cementerio a donde van a enterrarse forzosamente todas las prosperidades locales, se convertirá, al contrario, en la confirmación y en la fuente de todas esas autonomías y de todas esas prosperidades. La Liga atacará, pues, vigorosamente toda organización religiosa, política, económica y social que no esté absolutamente penetrada por ese gran principio de la libertad: sin él, no hay inteligencia, no hay justicia, no hay prosperidad, no hay humanidad.

Tales son, señores, según nosotros y sin duda también según vosotros, los desenvolvimientos y las consecuencIas necesarias de este gran principio del federalismo que ha proclamado altamente el Congreso de Ginebra. Tales son las condiciones absolutas de la paz y de la libertad.

Absolutas, sí; ¿pero son las únicas? No lo pensamos.

Los Estados del Sur en la gran confederación americana de la América del Norte, ha sido, desde el Acta de la Independencia de los Estados republicanos, demócratas por excelencia (2) y federalistas hasta querer la escisión. Y sin embargo, últimamente se han atraído la reprobración de todos los partidarios de la libertad y de la humanidad en el mundo, y por la guerra inicua y sacrílega que han fomentado contra los Estados republicanos del Norte derribaron y destruyeron la más hermosa organización política que haya existido jamás en la historia. ¿Cuál puede ser la causa de un hecho tan extraño? ¿Es una causa política? No, sería por completo social. La organización política interior de los Estados del Sur ha sido, bajo varios aspectos, más perfecta aún, más completamente líbre que la de los Estados del Norte. Sólo que en esa organización magnífica se ha encontrado un punto negro como en las Repúblicas de la antigüedad: la libertad de los ciudadanos ha sido fundada en el trabajo forzoso de los esclavos. Este punto negro bastó para trastocar toda la existencia política de esos Estados.

Ciudadanos y esclavos, tal ha sido el antagonismo en el mundo antiguo, como en los Estados de esclavos del nuevo mundo. Ciudadanos y esclavos, es decir, trabajadores forzados, esclavos, no de derecho sino de hecho, tal es el antagonismo del mundo moderno. Y como los Estados antiguos han perecido por la esclavitud, lo mismo perecerán los Estados modernos por el proletariado.

En vano nos esforzaríamos por consolarnos con la idea de que ese antagonismo es más bien ficticio que real, o que es imposible establecer una línea de demarcación entre las clases poseedoras y las clases desposeídas; pues esas dos clases se confunden una con otra por una cantidad de matices intermedios e imperceptibles. En el mundo natural esas líneas de demarcación no existen tampoco; en la serie ascendente de los seres, es imposible mostrar por ejemplo el punto en que acaba el reino vegetal y comienza el reino animal, dónde cesa la bestialidad y dónde comienza la humanidad. No existe tampoco una diferencia muy real entre la planta y el animal, entre éste y el hombre. Lo mismo pasa en la sociedad humana, a pesar de las posiciones intermedias que forman una transición insensible de una existencia política y social a otra, la diferencia de las clases sin embargo es muy marcada, y todo el mundo sabrá distinguir la aristocracia nobiliaria de la aristocracia financiera, la alta de la pequeña burguesía, y esta última de los proletarios de las ciudades y de las fábricas; lo mismo el gran propietario latifundista, el rentista, el campesino propietario que cultiva la propia tierra, el granjero, del simple proletario del campo.

Todas estas diferentes existencias políticas y sociales se dejan reducir hoy a dos principales categorías diametralImente opuestas entre sí, y enemigas naturales: las clases políticas compuestas de todos los privilegios de la Tierra y del Capital, o sólo de la educación burguesa (3), y las clases obreras desheredadas tanto del Capital como de la tierra, y privadas de toda educación y de toda instrucción.

Habría que ser un sofista o un ciego para negar la existencia del abismo que separa hoy esas dos clases. Como el mundo antiguo, nuestra civilización moderna, que comprende una minoría comparativamente muy restringida de ciudadanos privilegiados, tiene por base el trabajo forzado (por el hambre) de la inmensa mayoría de las poblaciones consagradas fatalmente a la ignorancia y a la brutalidad.

Se esforzaría uno también en vano por persuadirse de que ese abismo podrá ser colmado mediante la simple difusión de la instrucción en las masas populares. Es bueno fundar escuelas para el pueblo; pero es preciso preguntarse si el hombre del pueblo, que vive al día y que alimenta a su familia con el trabajo de sus brazos, privado él mismo de instrucción y de tiempo libre, y forzado a dejarse abrumar y embrutecer por el trabajo para asegurar a los suyos el pan del día siguiente, es preciso preguntarse si tiene, sólo el pensamiento, el deseo y aun la posibilidad de enviar a sus hijos a la escuela y de mantenerlos durante todo el tiempo de su instrucción. ¿No tendrá necesidad del concurso de sus brazos, del trabajo infantil para subvenir a las necesidades de la familia? Será mucho si lleva el sacrificio hasta hacerlos estudiar un año o dos, dejándoles apenas el tiempo necesario para aprender a leer y escribir, a contar y a dejarse envenenar la inteligencia y el corazón por el catecismo cristiano, que se distribuye conscientemente y con una gran profusión en las escuelas populares oficiales de todos los países. Ese poco de instrucción, ¿podrá jamás elevar las masas obreras al nivel de la inteligencia burguesa? ¿Se habrá colmado con eso el abismo?

Es evidente que la cuestión tan importante de la instrucción y de la educación populares depende de la solución de esta otra cuestión tan difícil de una reforma radical en las condiciones económicas actuales de las clases obreras. Modificad las condiciones del trabajo, dad al trabajo todo lo que según la justicia le corresponde y por consiguiente dad al pueblo la seguridad, la comodidad, el ocio y entonces, creedlo, se instruirá y creará una civilización más vasta, más sana, más elevada que la vuestra.

En vano se dirá con los economistas que el mejoramiento de la situación económica de las clases obreras depende del progreso general de la industria y del comercio en cada país y de su completa emancipación de la tutela y de la protección de los Estados. La libertad de la industria y del comercio es ciertamente una gran cosa y uno de los fundamentos esenciales de la futura Alianza Internacional de todos los pueblos del mundo. Amigos de la libertad a todo precio, de todas las libertades, debemos serIo igualmente de ésta. Pero por otra parte debemos reconocer que en tanto que existan los Estados actuales y en tanto que el trabajo continúe siendo el siervo de la propiedad y del Capital, esa libertad, al enriquecer a una mínima porción de la burguesía en detrimento de la inmensa mayoría del pueblo, no producirá más que un solo bien: el de enervar y desmoralizar más completamente al pequeño número de los privilegiados, el de aumentar la miseria, los agravios y la justa indignación de las masas obreras, y por eso mismo el de acercar la hora de la destrucción de los Estados.

Inglaterra, Bélgica, Francia, Alemania, son ciertamente los países de Europa donde el comercio y la industria gozan comparativamente de la mayor libertad y donde han llegado al más alto grado de desenvolvimiento, y son también precisamente los países en que el pauperismo se siente de la manera más cruel, en que el abismo entre los capitalistas y los propietarios por una parte, y las clases obreras por otra, parece haberse agrandado hasta un punto desconocido en las otras naciones. En Rusia, en los Países Escandinavos, en Italia, en España, donde el comercio y la industria se han desarrollado poco, a menos de una catástrofe extraordinaria, se muere raramente de hambre. En Inglaterra la muerte por hambre es un hecho diario. Y no sólo los individuos aislados, son también millares, decenas, centenas de millares los que mueren. ¿No es evidente que en el estado económico que prevalece actualmente en todo el mundo civilizado, la libertad y el desenvolvimiento del comercio y de la industria, las aplicaciones maravillosas de la ciencia a la producción, las máquinas mismas que tienen por misión emancipar al trabajador al aliviar el trabajo humano, esas invenciones, ese progreso, de que se enorgullece con justo título el hombre civilizado, lejos de mejorar la situación de las clases obreras no consiguen más que empeorarla y hacerla más insoportable aún?

Sólo América del Norte hace aún en gran parte excepción a esta regla. Pero lejos de destruirla, esa excepción misma la confirma. Si los obreros son mejor retribuidos allí que en Europa y si no muere allí nadie de hambre, si al mismo tiempo casi no existe tampoco aún el antagonismo de las clases, si todos los trabajadores son ciudadanos y si la masa de los ciudadanos constituye propiamente un solo cuerpo; en fin, si es definida una fuerte instrucción primaria y hasta secundaria en las masas, hay que atribuirlo sin duda en buena parte a ese espíritu tradicional de libertad importado de Inglaterra por los primeros colonizadores de América; suscitado, experimentado, reafirmado en las grandes luchas religiosas, ese principio de la independencia individual y de self-government comunal y provincial, se encuentra favorecido también por la rara circunstancia que transplantado a un desierto, liberado por decirlo así de las obsesiones del pasado, pudo crear un mundo nuevo, el mundo de la libertad. Y la libertad es una maga tan grande, está dotada de una productividad de tal modo maravillosa que sólo al dejarse inspirar por ella, en menos de un siglo, la América del Norte ha podido alcanzar y hasta se podría decir sobrepasar a la civilización de Europa. Pero no hay que engañarse, ese progreso maravilloso y esa prosperidad tan envidiable son debidos en gran parte y sobre todo a una importante ventaja que América tiene de común con Rusia: queremos referirnos a la inmensa cantidad de tierras fértiles y que por falta de brazos permanecen hoy sin cultivo. Hasta el presente al menos, esa gran riqueza territorial ha estado perdida casi para Rusia, porque nosotros no hemos tenido nunca libertad. Fue otra la situación en América del Norte que, por una libertad tal como no existe en ninguna otra parte, atrae cada año centenares de millares de colonos enérgicos, industriosos e inteligentes, y, gracias a esa riqueza, puede recibirlos en su seno. Aleja así al mismo tiempo el pauperismo y retarda el momento en que será planteada la cuestión social: un obrero que no encuentra trabajo o que está descontento del salario que le ofrece el Capital, puede, en caso extremo, emigrar siempre al far west para ocupar allí algún terreno salvaje y sin ocupantes.

Esta posibilidad, que queda siempre abierta como un refugio supremo a todos los obreros de América, mantiene naturalmente el salario a una cierta altura y da a cada uno una independencia desconocida en Europa. Tal es la ventaja, pero he aquí la desventaja: en la baratura de los productos de la industria, que se obtiene en gran parte por la baratura del trabajo, los fabricantes americanos son puestos, en la mayoría de las ocasiones, fuera de combate por los fabricantes de Europa -de donde resulta para la industria de los Estados del Norte la necesidad de una tarifa proteccionista. Pero esto tiene por resultado primero la creación de una multitud de industrias artificiales y sobre todo la opresión y la ruina de los Estados manufactureros del Sur y el hacerles desear la secesión; y, además, la aglomeración en ciudades como Nueva York, Filadelfia, Boston y tantas otras, de las masas obreras proletarias, que poco a poco comienzan a encontrarse ya en una situación análoga a la de los obreros en los grandes Estados manufactureros de Europa. Y vemos, en efecto, que la cuestión social se plantea ya en los Estados del Norte, como se ha planteado mucho antes entre nosotros.

En regla general nos es forzoso reconocer que en nuestro mundo moderno, sino por completo, como en el mundo antiguo, la civilización de un pequeño número está fundada todavía en el trabajo forzado y en la barbarie relativa del gran número. Sería injusto decir que esta clase privilegiada sea extraña al trabajo; al contrario, en nuestros días se trabaja mucho, el número de los absolutamente desocupados disminuye de una manera sensible, se comienza a considerar un honor el trabajo; porque los más dichosos comprenden hoy que para quedar a la altura de la civilización actual, hasta para saber aprovechar los privilegios y para poder conservarlos, hace falta trabajar mucho. Pero hay esta diferencia entre el trabajo de las clases acomodadas y el de las clases obreras: siendo retribuido el primero en una proporción infinitamente más grande que el segundo, concede a su privilegio ratos de ocio, esa condición suprema de todo humano desenvolvimiento, tanto intelectual como moral -condición que no se realiza jamás para las clases obreras. Además el trabajo que se hace en el mundo de los privilegiados es casi exclusivamente un trabajo nervioso, es decir de imaginación, de memoria y de pensamiento; mientras que el trabajo de los millones de proletarios es un trabajo muscular y a menudo, como por ejemplo en todas las fábricas, un trabajo que no es ejercido de ningún modo por todo el sistema muscular del hombre a la vez, sino que desarrolla solamente una parte en detrimento de todas las demás, y se hace en general en condiciones perjudiciales para la salud del cuerpo y contrarias a su desenvolvimiento armónico. Bajo este aspecto, el trabajador de la tierra es siempre más feliz: su naturaleza, no viciada por la atmósfera sofocadora y a menudo envenenada de las fábricas y de los talleres, ni contrahecha por el desenvolvimiento anormal de una de sus fuerzas a expensas de las otras, permanece más vigorosa, más completa, pero en cambio su inteligencia es casi siempre más estacionaria, más pesada y mucho menos desenvuelta que la de los obreros de las fábricas y de las ciudades.

Pero trabajadores de oficios y de fábricas y trabajadores de la tierra forman juntos una sola y misma categoría que representa el trabajo de los músculos, opuesta a los representantes privilegiados del trabajo nervioso. ¿Cuál es la consecuencia de esta división no ficticia, sino muy real, que constituye el fondo mismo de la situación presente tanto política como social?

Para los representantes privilegiados del trabajo nervioso, -que, entre paréntesis, en la organización actual están llamados a representar la sociedad, no porque sean los más inteligentes, sino sólo porque han nacido en medio de la clase privilegiada-, para ellos todos los beneficios, pero también todas las corrupciones de la civilización actual, la riqueza, el lujo, el confort, el bienestar, las dulzuras de la familia, la libertad política exclusiva con la facultad de explotar el trabajo de los millones de obreros y de gobernarlos a capricho y en su interés propio- todas las creaciones, todos los refinamientos de la imaginación y del pensamiento ... y, con el poder de convertirse en hombres completos, todos los venenos de la humanidad pervertida por el privilegio.

Para los representantes del trabajo muscular, para esos innumerables millones de proletarios y también de pequeños propietarios de la tierra, ¿qué queda?, una miseria sin salida, sin las alegrías de la familia siquiera, porque la familia se convierte en una carga para el pobre; la ignorancia, una barbarie forzosa, casi una bestialidad, diríamos, con el consuelo de que sirven de pedestal a la civilización, a la libertad y a la corrupción de un pequeño número. Por el contrario, han conservado la frescura de espíritu y de corazón. Moralizados por el trabajo, aunque forzado, han conservado un sentido de la justicia muy distinto de la justicia de los jurisconsultos y de los códigos; miserables ellos mismos, compadecen todas las miserias, han conservado un buen sentido no corrompido por los sofismas de la ciencia doctrinaria ni por las mentiras de la política, y como no han abusado, es más, ni siquiera usado de la vida, tienen fe en ella.

Pero, se dirá, ese contraste, ese abismo entre el pequeño número de privilegiados y el inmenso número de los desheredados ha existido siempre, existe aún: ¿Qué es lo que cambio? Ha cambiado esto: que antes ese abismo había sido llenado por las nubes de la religión, de suerte que las masas populares no lo veían, y hoy, desde que la Gran Revolución ha comenzado a disipar esas nubes, comienzan a verlo y a preguntar por su razón de ser. Esto es inmenso.

Desde que la revolución ha hecho caer en las masas su evangelio no místico, sino racional; no celeste, sino terrestre; no divino, sino humano; su evangelio de los derechos del hombre; desde que proclamó que todos los hombres son iguales, que todos están igualmente llamados a la libertad y la humanidad, las masas populares de toda Europa, de todo el mundo civilizado, despertando poco a poco del sueño que las había tenido encadenadas desde que el cristianismo las adormeció con sus narcóticos, comienzan a preguntarse si tienen también derecho a la igualdad, a la libertad y a la fraternidad.

Desde el momento que ha sido planteada esa pregunta, el pueblo, dirigido en todas partes por su admirable buen sentido tanto como por su instinto, ha comprendido que la primera condición de su emancipación real, o si queréis permitirme esta palabra, de su humanización, es ante todo una reforma radical de sus condiciones económicas. La cuestión del pan es para él, con justo título, la primera cuestión, porque Aristóteles la hizo notar ya: el hombre, para pensar, para sentir libremente, para hacerse hombre, debe estar libre de las preocupaciones de la vida material. Por otra parte, los burgueses, que gritan tan fuerte contra el materialismo del pueblo, y que le predican las abstinencias del idealismo, lo saben muy bien, porque predican con palabras, no con ejemplos. La segunda cuestión para el pueblo es la del tiempo libre después del trabajo, condición sine qua non de la humanidad; pero el pan y el tiempo libre no pueden ser obtenidos para él más que por una transformación radical de la organización actual de la sociedad, lo que explica por qué la revolución, impulsada por una consecuencia lógica de su propio principio, ha dado nacimiento al socialismo.


Notas

(1) El ilustre patriota italiano Giuseppe Mazzini, cuyo ideal republicano no es otro que la República francesa de 1793 refundida, en las tradiciones poéticas de Dante y en los recuerdos ambiciosos de Roma, soberana del mundo, después revisada y corregida desde el punto de vista de una teología nueva, semi-racional y semi-mística -este patriota eminente, ambicioso, apasionado y siempre exclusivo a pesar de todos los esfuerzos que ha hecho para elevarse a la altura de la justicia internacional, y que prefirió siempre la potencia de su patria a su bienestar y a su libertad-, Mazzini ha sido siempre el adversario encarnizado de la autonomía de las provincias, que desarreglaría naturalmente la severa uniformidad de su gran Estado italiano. Pretende que para contrabalancear la omnipotencia de la República fuertemente constituida bastará la autonomía de las comunas. Se engaña: ninguna comuna aislada sería capaz de resistir al poder de esa centralización formidable; sería aplastada por él. Para no sucumbir en esa lucha, deberá, pues, federarse, en vista de una resistencia común, con todas las comunas vecinas, es decir deberá formar con ellas una provincia autónoma. Además, desde el momento que las provincias no sean autónomas, habrá que gobernarlas mediante funcionarios del Estado. Entre el federalismo rigurosamente consecuente y el régimen burocrático no hay término medio. De donde resulta que la República querida por Mazzini será un Estado burocrático y por consiguiente militar, fundado en vista de la potencia exterior y no de la justicia internacional ni de la libertad interior. En 1793, bajo el régimen del terror, las comunas de Francia han sido reconocidas autónomas, lo que no les impidió ser aplastadas por el despotismo revolucionario de la Convención o más bien por el de la comuna de París, de quien lo heredó naturalmente Napoleón.

(2) Se sabe que en América son los partidarios de los intereses del sur contra los del norte, es decir de la esclavitud contra la emancipación de los esclavos, los que se llaman exclusivamente demócratas.

(3) A falta de todo otro bien, esa educación burguesa, con ayuda de la solidaridad que une a todos los miembros del mundo burgués, asegura a quien la ha recibido, un privilegio enorme en la remuneración de su trabajo -el trabajo de los burgueses más mediocres se paga casi siempre tres o cuatro veces más que el del obrero más inteligente.


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