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El socialismo
Habiendo proclamado la revolución francesa el derecho y el deber de todo individuo humano a llegar a ser hombre, ha culminado en sus últimas consecuencias en el babeuvismo. Babeuf, uno de los últimos ciudadanos enérgicos y puros creados por la revolución y que ésta mató después en tan gran número, que tuvo el honor de contar entre sus amigos hombres como Buonarotti, había reunido, en una concepción singular, las raíces políticas de la patria antigua con las ideas modernísimas de una revolución social. Viendo perecer la revolución por falta de un cambio radical, entonces muy probablemente imposible en la organización económica de la sociedad, fiel por otra parte al espíritu de esta revolución, que había acabado por sustituir con la acción omnipotente del Estado toda iniciativa individual, había concebido un sistema político y social conforme al cual la República, expresión de la voluntad colectiva de los ciudadanos, después de haber confiscado todas las propiedades individuales, las administraría en interés de todos, repartiendo en proporciones iguales a cada uno: la educación, la instrucción, los medios de existencia, los placeres, y forzando a todos sin excepción, según la medida de las fuerzas y de la capacidad de cada cual, al trabajo tanto muscular como nervioso. La conspiración de Babeuf fracasó, y éste fue guillotinado con varios de sus amigos. Pero su ideal de una República socialista no murió con él. Recogido por su amigo Buonarotti, el más grande conspirador de este siglo, esa idea fue transmitida por él como un depósito sagrado a las generaciones nuevas, y gracias a las sociedades secretas que fundó en Bélgica y en Francia, las ideas comunistas germinaron en la imaginación popular. Encontraron desde 1830 hasta 1848 hábiles intérpretes en Cabet y en el señor Louis Blanc, que establecieron definitivamente el socialismo revolucionario. Otra corriente socialista, partida de la misma fuente revolucionaria, que convergía al mismo fin, pero por medios absolutamente diferentes, y que llamaríamos de buena gana el socialismo doctrinario, fue creada por dos hombres eminentes. Sant Simon y Fourier. El saint-simonismo fue comentado, desarrollado, transformado y establecido como sistema casi práctico, como iglesia, por el padre Enfantin, con muchos amigos cuya mayor parte se han vuelto hoy financieros y estadistas singularmente consagrados al imperio. El fourierismo halló su comentarista en la Democratie Pacifique, redactada hasta el 2 de diciembre por el señor Víctor Considerant.
El mérito de estos dos sistemas socialistas, por lo demás diferentes bajo muchos aspectos, consiste, principalmente, en la crítica profunda, científica, severa, que hicieron de la organización actual de la sociedad, de la que revelaron atrevidamente sus monstruosas contradiccciones; además, en el hecho importante de haber atacado fuertemente y quebrantado el cristianismo en nombre de la rehabilitación de la materia y de las humanas pasiones, tan calumniadas y al mismo tiempo tan practicadas por los sacerdotes cristianos. Los saint-simonianos han querido sustituir el cristianismo por una religión nueva, basada en el culto místico de la carne, con una jerarquía nueva de sacerdotes, nuevos explotadores de la muchedumbre por el privilegio del genio, de la habilidad o del talento. Los fourieristas, por su parte, mucho más sinceramente demócratas, imaginaron los falansterios gobernados y administrados por jefes, elegidos mediante el sufragio universal, y en los cuales cada uno, pensaban ellos, encontraría por sí mismo su puesto y su trabajo, según la naturaleza de sus pasiones. Los defectos de los saint-simonianos son demasiado visibles para que sea necesario detallarlos. El doble error de los fourieristas consistió ante todo en que creyeron sinceramente que por la sola fuerza de su persuasión y de su propaganda pacífica, conseguirian conmover los corazones de los ricos hasta el punto de que éstos irían por sí mismos a depositar el exceso de sus riquezas a las puertas de sus falansterios; y en segundo lugar, en que imaginaron que se podía teóricamente, a priori, construir un paraíso social, en el que pudiera caber toda la humanidad del porvenir. No comprendieron que podemos enunciar los grandes principios de su desenvolvimiento futuro pero que debemos dejar a las experiencias del porvenir la realización práctica de esos principios.
En general, la reglamentación ha sido la pasión común de todos la socialistas de antes de 1848, menos de uno sólo. Cabet, Louis Blanc, fourieristas, saint-simonianos, todos tenían la pasión de adoctrinar y de organizar el porvenir, todos han sido poco más o menos, autoritarios.
Pero he ahí que apareció Proudhon: hijo de un campesino, y por naturaleza e instinto cien veces más revolucionario que todos los socialistas doctrinarios y burgueses, se armó de una crítica tan profunda y penetrante como despiadada, para destruir todos sus sistemas. Oponiendo la libertad a la autoridad contra esos socialistas de Estado, se proclamó atrevidamente anarquista, y, en las barbas de su deísmo o de su panteísmo, tuvo el valor de proclamarse sencillamente ateo, o más bien, con Agusto Comte, positivista. Su socialismo, fundado en la libertad tanto individual como colectiva, en la acción espontánea de las asociaciones libres, no obedeciendo a otras leyes que a las generales de la economía social, descubiertas o a descubrir por la ciencia, al margen de toda reglamentación gubernamental y de toda protección de Estado, subordinando, por otra parte, la política a los intereses económicos, intelectuales y morales de la sociedad, debía más tarde, y por una consecuencia necesaria, llegar al federalismo.
Tal fue el estado de la ciencia social antes de 1848. La polémica de los periódicos, de las hojas volantes y de los folletos socialistas llevó una masa de nuevas ideas al seno de las clases obreras; éstas se saturaron de esas nuevas ideas, y cuando estalló la revolución de 1848, el socialismo se manifestó como una potencia.
El socialismo, hemos dicho, fue el primer hijo de la Gran Revolución, pero antes de haberlo engendrado había dado a luz un heredero más directo, su hermano mayor, el niño bien amado de los Robespierre y de los Saint Just: el republicanismo puro, sin mezcla de ideas socialistas, retoño de la antigüedad e inspirado en las tradiciones heroicas de los grandes ciudadanos de Grecia y de Roma. Mucho menos humanitario que el socialismo, casi no conoce al hombre y no reconoce más que al ciudadano; y mientras que el socialismo trata de fundar una República de hombres, él no quiere más que una República de ciudadanos, aunque esos ciudadanos deban, lo mismo que en las constituciones que sucedieron, como consecuencia natural y necesaria, a la constitución de 1793 (desde el momento que ésta, después de haber vacilado un instante, acabó por ignorar sistemáticamente la cuestión social), -aunque deban a titulo de ciudadanos activos, para servirnos de una expresión de la Constituyente, fundar el privilegio cívico en la explotación del trabajo de los ciudadanos pasivos. El republicanismo político, por otra parte, no es, al menos no pretende ser, egoísta para sí mismo, sino que debe serIo para la patria, a quien coloca en su corazón libre por encima de sí, de todos los individuos, de todas las naciones del mundo y de la humanidad entera. Por consiguiente ignorará siempre la justicia internacional; en todos los debates, tenga o no razón su patria, le dará la preferencia sobre las otras, querrá que domine siempre y que aplaste a las naciones extranjeras, por su poder y su gloria. Se hará naturalmente conquistador-, a pesar de que la experiencia de los siglos le haya demostrado que los triunfos militares deben terminar fatalmente en el cesarismo. El republicano socialista detesta la grandeza, el poder y la gloria militar del Estado, -prefiere la libertad y el bienestar. Federalista en el interior, quiere la confederación internacional, primero por espíritu de justicia, luego porque está convencido que la revolución económica y social, sobrepasando los límites artificiales y funestos de los Estados, no podrá realizarse, al menos en parte, más que por la acción solidaria, si no de todas, al menos de la mayor parte de las naciones que constituyen hoy el mundo civilizado, y que tarde o temprano deberán terminar todas por asociarse-. El republicano exclusivamente político es un estoico; no se reconoce derechos, sino sólo deberes, o como en la República de Mazzini, no admite más que un solo derecho: el de consagrarse y sacrificarse siempre por la patria, el de no vivir más que para servirla y el de morir por ella con alegría, como dice la canción de que el señor Alejandro Dumas dotó gratuitamente a los girondinos: Morir por la patria es la suerte más bella, la más digna de envidia. El socialista, al contrario, se apoya en sus derechos positivos a la vida y a todos los goces tanto intelectuales y morales como físicos de la vida. Ama la vida y quiere gozarla plenamente. Constituyendo parte de sí mismo sus convicciones, y estando sus deberes para con la sociedad indisolublemente ligados a sus derechos, para quedar fiel a unos y a otros, sabrá vivir según la justicia, como Proudhon, y, en caso de necesidad, morir como Babeuf; pero no dirá nunca que la vida de la humanidad debe ser un sacrificio ni que la muerte sea la suerte más dulce. La libertad para el republicano político no es más que una vana palabra; es la libertad de ser esclavo voluntario, víctima abnegada del Estado; siempre dispuesto a sacrificar la suya, sacrificará con gusto la libertad de los demás. El republicanismo político termina, pues, necesariamente en el despotismo. La libertad unida al bienestar y que produce la humanidad de todos por la humanidad de cada uno, es para el republicano socialista todo, mientras que el Estado no es a sus ojos más que un instrumento, un servidor de su bienestar y de la libertad de cada uno. El socialista se distingue del burgués por la justicia; no reclama para sí mismo más que el fruto real de su propio trabajo; y se distingue del republicano exclusivo por su franco y humano egoísmo; vive abiertamente y sin frases para sí mismo y sabe que al hacerlo según la justicia sirve a la sociedad entera, y al servirla se beneficia a sí mismo. El republicano es rígido, y a menudo, por patriotismo -como el sacerdote por religión-, cruel. El socialista es natural, moderadamente patriota, pero al contrario siempre muy humano. En una palabra, entre el socialista republicano y el republicano político hay un abismo: uno, por ser una creación semirreligiosa, pertenece al pasado; el otro, positivista o ateo, pertenece al porvenir.
Este antagonismo se reveló plenamente a la luz del día en 1848. Desde las primeras horas de la revolución, no se entendieron de ningún modo; sus ideales, todos sus instintos los arrastraban en sentido diametralmente opuesto. Todo el tiempo que transcurrió desde febrero hasta junio se pasó en tiranteces que, al implantar la guerra civil en el campo de los revolucionarios, al paralizar sus fuerzas, debieron naturalmente favorecer la causa de la coalición, por lo demás formidable, de todos los matices de la reacción reunidos y confundidos en lo sucesivo, por el miedo, en un solo partido. En junio, los republicanos se coaligaron a su vez con la reacción para aplastar a los socialistas. Creyeron haber obtenido la victoria y habían arrojado al abismo su República bien amada. El General Cavaignac, el representante del honor de la bandera contra la revolución, fue el precursor de Napoleón III. Todo el mundo lo comprendió entonces, si no en Francia al menos en todas partes, porque esa funesta victoria de los republicanos contra los obreros de París fue celebrada como un gran triunfo por todas las Cortes de Europa y los oficiales de las guardias prusianas, con sus Generales a la cabeza, se apresuraron a enviar una circular de felicitaciones fraternales al General Cavaignac.
Espantada por el fantasma rojo, la burguesía de Europa se dejó caer en un servilismo absoluto. Frondosa y liberal por naturaleza, no adora el régimen militar, pero optó por él en presencia de los peligros amenazadores de una emancipación popular. Habiendo sacrificado su dignidad con todas sus gloriosas conquistas del siglo XVIII y del comienzo de este siglo (XIX), creyo al menos haber comprado la paz y la tranquilidad necesarias para el éxito de sus transacciones comerciales e industriales: Nosotros os sacrificamos la libertad -parecía decir a las potencias militares que se elevaron de nuevo sobre las ruinas de esa tercera revolución- dejadnos en cambio explotar tranquilamente el trabajo de las masas populares y protegednos contra sus pretensiones, que pueden parecer legítimas en teoría, pero que, desde el punto de vista de nuestros intereses, son detestables. Se le prometió todo, se mantuvo también la palabra. ¿Por qué, pues, la burguesía, toda la burguesía de Europa, está generalmente descontenta hoy?
No había calculado que el régimen militar cuesta caro, que ya por su sola organización interior paraliza, inquieta, arruina las naciones y que, además, obedeciendo a una lógica que le es propia y que no ha sido desmentida jamás, tiene por consecuencia infalible la guerra; guerras dinásticas, guerras de punto de honor, guerras de conquista o de fronteras naturales, guerras de equilibrio -destrucción y todo para satisfacer la ambición de los príncipes y de sus favoritos, para enriquecerlos, para ocupar, para disciplinar las poblaciones y para llenar la historia.
Ahora la burguesía lo comprende, y por eso está descontenta del régimen que ha contribuido tan fuertemente a crear. Está cansada; pero ¿qué pondrá en lugar de lo que existe?
La monarquía constitucional ha pasado a la historia, y por lo demás no ha prosperado nunca prodigiosamente en el continente europeo; hasta en Inglaterra, esa cuna histórica del constitucionalismo moderno batida en brecha hoy por la democracia que se levanta, está quebrantada, se bambolea y bien pronto no será capaz de contener la ola creciente de las pasiones y de las demandas populares.
¿La República? Pero ¿qué República? ¿Politica solamente o democrática social? ¿Son todavía socialistas los pueblos? Sí, más que nunca.
Lo que sucumbió en junio de 1848 no es el socialismo en general, es sólo el socialismo de Estado, el socialismo autoritario y reglamentario, el que había creído, esperado, que iba a ser dada plena satisfacción a las necesidades y a las legítimas aspiraciones de las clases obreras por el Estado y que éste armado de su plenipotencia, quería y podía inaugurar un orden social nuevo. No fue, pues, el socialismo el que murió en junio, fue al contrario el Estado el que se declaró en bancarrota ante el socialismo y el que, al proclamarse incapaz de pagarle la deuda que había contraído hacia él, trató de matarlo para libertarse de la manera más fácil de esa deuda. No consiguió matarlo, pero mató la fe que el socialismo había tenido en él y destruyó al mismo tiempo todas las teorías del socialismo autoritario o doctrinario, de las cuales una, como la Icaria de Cabet y como la Organización del trabajo del señor L. Blanc, habían aconsejado al pueblo que se apoyaran en todas las cosas del Estado, del cual habían demostrado las otras su nulidad por una serie de experiencias ridículas. Hasta la Banca de Proudhon, que habría podido prosperar en condiciones más hermosas, sucumbió aplastada por la animadversión y por la hostilidad general de los burgueses.
El socialismo perdió esa primera batalla por una razón muy sencilla: era rico en instintos y en ideas teóricas negativas, que le daban mil veces razón contra el privilegio; pero carecía absolutamente de ideas positivas y prácticas, que hubiesen sido necesarias para poder edificar sobre las ruinas del sistema burgués un sistema nuevo: el de la justicia popular. Los obreros que combatían en junio por la emancipación del pueblo estaban unidos por instinto, no por ideas, y las ideas confusas que tenían formaban una torre de Babel, un caos, del cual no podía salir nada. Tal fue la causa principal de su derrota. ¿Es preciso por eso dudar del porvenir y de la fuerza actual del socialismo? El cristianismo, que se había dado por objeto la fundación del reino de la justicia en el cielo, ha tenido necesidad de varios siglos para triunfar en Europa. ¿Es preciso asombrarse después de eso de que el socialismo, que se ha planteado un problema mucho más difícil, el del reino de la justicia sobre la Tierra, no haya triunfado en algunos años?
¿Hay necesidad, señores, de demostrar que el socialismo no ha muerto? Para convencerse de ello no hay más que echar una mirada sobre lo que sucede hoy alrededor nuestro en toda Europa. Tras todos los chismes diplomáticos y todos esos rumores de guerra que llenan a Europa desde 1852, ¿qué cuestión seria se ha planteado en todos los países que no sea la cuestión social? Esa es la gran desconocida de que todo el mundo siente la proximidad, que hace temblar a cada uno, pero de la cual nadie se atreve a hablar ... Pero ella habla por sí y cada vez más alto; las asociaciones cooperativas obreras, esas bancas de socorros mutuos y de crédito al trabajo, esas trade-unions y esa Liga Internacional de los obreros de todos los países, todo ese movimiento ascendente de los trabajadores de Alemania, de Francia, de Bélgica, de Inglaterra, de Italia, de Suiza, ¿no prueba que éstos no han renunciado a su fin, ni perdido su fe en la emancipación próxima y que al mismo tiempo han comprendido que para aproximar la hora de la liberación no hay que contar con los Estados, ni con el concurso siempre más o menos hipócrita de las clases privilegiadas, sino con ellos mismos y con sus asociaciones independientes y espontáneas?
En la mayoría de los países de Europa este movimiento en apariencia al menos extraño a la política, conserva aún un carácter exclusivamente económico y por decirlo así, privado. Pero en Inglaterra, se ha planteado ya rotundamente sobre el terreno ardiente de la política y, organizado en una liga formidable, la Liga de la Reforma, ha obtenido ya una gran victoria contra el privilegio políticamente organizado de la aristocracia y de la alta burguesía. Con una paciencia y una consecuencia prácticas verdaderamente inglesas, la Reforma League se ha trazado un plan de campaña, no se disgusta por nada y no se deja espantar ni detener por ningún obstáculo. En diez años a lo sumo, dicen, aún suponiendo los más grandes obstáculos, tendremos el sufragio universal y entonces ..., entonces harán la Revolución Social.
En Francia, como en Alemania, procediendo todo silenciosamente por la vía de las asociaciones económicas privadas, el socialismo ha llegado ya a un grado tan alto de poder en el seno de las clases obreras, que Napoleón III por una parte y el conde de Bismarck por otra, comienzan a buscar la alianza ... Bien pronto en Italia y en España, después del fiasco deplorable de todos los partidos políticos, y vista la miseria horrible en que una y otra se hallan sumergidas, toda otra cuestión va a quedar involucrada pronto en la cuestión económica y social. ¿En Rusia y en Polonia existe en el fondo otro problema? Es esa cuestión la que acaba de arruinar las últimas esperanzas de la vieja Polonia nobiliaria, histórica; es ella la que amenaza y la que arruinará la existencia ya tan fuertemente quebrantada de ese horrible imperio de todas las Rusias. En América misma, el socialismo, no se ha expresado completamente en la proposición de un hombre eminente, el señor Charles Summer, senador de Boston, para distribuir las tierras a los negros emancipados de los Estados del sur?
Veis bien, señores, que el socialismo está en todas partes y que, a pesar de su derrota en junio, por un trabajo subterráneo, que lo ha hecho penetrar lentamente en las profundidades de la vida política de todos los países, ha llegado al punto de hacerse sentir, en todas partes, como el poder latente del siglo. Unos años aún y se manifestará como una potencia activa, formidable.
Con muy pocas excepciones, todos los pueblos de Europa, algunos hasta sin conocer la palabra socialismo, son hoy socialistas, y no reconocen otra bandera que la que les anuncia su emancipación económica ante todo, y renunciarían mil veces a toda cuestión antes que a ésta. No es, pues, más que por el socialismo como se podrá arrastrarlos a hacer política, y buena política.
¿No equivale eso a decir, señores, que no nos es permitido hacer abstracción del socialismo en nuestro programa, y que no podríamos abstenernos de él sin condenar nuestra obra entera a la impotencia? Por nuestro programa, al declararnos republicanos federalistas, nos hemos declarado bastante revolucionarios como para desviar de nosotros una buena parte de la burguesía: toda aquella que especula con la miseria y las desdichas de los pueblos y que halla siempre algo que ganar hasta en las grandes catástrofes que, hoy más que nunca, afectan a las naciones. Si dejamos a un lado esa porción activa, inquieta, intrigante, especuladora de la burguesía, nos quedará aún la mayoría de los burgueses tranquilos, industriosos, que hacen algunas veces el mal, más por necesidad que por voluntad y por gusto, y que no quisieran nada mejor que verse libres de esa fatal necesidad que les pone en hostilidad permanente contra las poblaciones obreras y que los arruina al mismo tiempo. Es preciso decirlo bien, la pequeña burguesía, el pequeño comercio y la pequeña industria comienzan a sufrir hoy casi tanto como las clases obreras y si las cosas continúan así, esa mayoría burguesa respetable podría, por su posición económica, confundirse bien pronto con el proletariado. El gran comercio, la gran industria y sobre todo la grande y deshonesta especulación la aplastan, la devoran y la empujan al abismo. La situación de la pequeña burguesía se vuelve, pues, más y más revolucionaria, y sus ideas demasiado tiempo reaccionarias, iluminándose hoy gracias a las terribles lecciones, deberán tomar necesariamente una dirección opuesta. Los más inteligentes comienzan a comprender que no queda otra salvación para la honesta burguesía que la alianza con el pueblo -y que la cuestión social le interesa tanto y del mismo modo que al pueblo.
Este cambio progresivo en la opinión de la pequeña burguesía de Europa es un hecho tan consolador como incontestable. Pero no debemos hacernos ilusiones: la iniciativa del nuevo desenvolvimiento no le pertenecerá a ella, sino al pueblo en Occidente, a los obreros de las fábricas y de las ciudades; entre nosotros, en Rusia y en Polonia y en la mayoría de los países eslavos, a los campesinos. La pequeña burguesía se ha vuelto demasiado medrosa, demasiado tímida, demasiado escéptica para tomar por sí misma una iniciativa cualquiera; se dejará arrastrar, pero no arrastrará a nadie; porque al mismo tiempo que es pobre de ideas, le faltan la fe y la pasión. Esa pasión que rompe los obstáculos y que crea mundos nuevos se encuentra exclusivamente en el pueblo. Por consiguiente pertenecerá al pueblo, sin duda alguna, la iniciativa del nuevo movimiento. ¡Y habríamos de hacer abstracción del pueblo! ¡Y no habríamos de hablar del socialismo, que es la nueva religión del pueblo!
Pero el socialismo, se dice, se muestra inclinado a concluir una alianza con el cesarismo. Ante todo, esto es una calumnia; al contrario, es el cesarismo el que, viendo pender en el horizonte el poder amenazador del socialismo, busca sus simpatías para explotarlas a su modo. Pero, ¿no es esta una razón más para nosotros que nos impulsa a ocuparnos de él, a fin de poder impedir esa alianza monstruosa, cuya conclusión sería sin duda la mayor desgracia que pueda amenazar la libertad del mundo?
Debemos ocuparnos de él al margen mismo de todas estas consideraciones prácticas, porque el socialismo es la justicia. Cuando hablamos de justicia no entendemos con ella la que nos es dada en los códigos y por la jurisprudencia romana, fundada en gran parte en hechos violentos realizados por la fuerza, consagrados por el tiempo y por las bendiciones de una iglesia cualquiera, cristiana o pagana, y como tales aceptados en calidad de principios absolutos, cuyo resto no es más que una deducción lógica (1), nos referimos a la justicia que se funda únicamente en la conciencia de los hombres que encontrareis en la de todo ser humano, aun en la conciencia de los niños, y que se traduce en simple ecuación.
Esta justicia tan universal y que sin embargo, gracias a las invasiones de la fuerza y a las influencias religiosas, no ha prevalecido jamás, ni en el mundo jurídico ni en el mundo económico, debe servir de base al mundo nuevo. ¡Sin ella no hay libertad, no hay República, no hay prosperidad, no hay paz! Debe, pues, presidir todas nuestras resoluciones a fin de que podamos concurrir eficazmente al establecimiento de la paz.
Esta justicia nos manda tomar en nuestras manos la causa del pueblo maltratado hasta ahora tan horriblemente, y reivindicar para él, con la libertad política, la emancipación económica y social.
No os proponemos, señores, tal o cual sistema socialista. Lo que os pedimos es que proclaméis de nuevo este gran principio de la revolución francesa: que todo hombre debe tener los medios naturales y morales para desarrollar toda su humanidad, principio que según nuestra opinión se traduce en el problema siguiente:
Organizar la sociedad de tal suerte que todo individuo, hombre o mujer, al llegar a la vida, encuentre medios poco más o menos iguales para el desenvolvimiento de sus diferentes facultades y para su utilización por el trábajo; organizar una sociedad que al hacer imposible para todo individuo, cualquiera que sea, la explotación del trabajo ajeno, no deje a cada uno participar en el disfrute de las riquezas sociales, que en realidad no son producidas nunca más que por el trabajo, sino en tanto que haya contribuido directamente a producirlas mediante el suyo.
La realización completa de este problema será, sin duda, la obra de los siglos. Pero la historia lo ha planteado y no podríamos hacer abstracción en lo sucesivo de él sin condenarnos a una impotencia completa.
Nos apresuramos a añadir que rechazamos enérgicamente toda tentativa de organización social que, extraña a la más completa libertad, tanto de los individuos como de las asociaciones, exigiría el establecimiento de una autoridad reglamentaria de cualquier naturaleza que fuese, y que en nombre de esa libertad que reconocemos como el único fundamento y como el único creador legítimo de toda organización, tanto económica como política, protestaremos siempre contra todo lo que se asemeje, de cerca o de lejos, al comunismo y al socialismo de Estado.
La única cosa que según nuestra opinión podrá y deberá hacer el Estado, será modificar primeramente, poco a poco, el derecho de herencia, que es una pura creación estatista, una de las condiciones esenciales de la existencia misma del Estado autoritario y divino, y puede y debe ser abolido por la libertad en el Estado -lo que equivale a decir que el Estado mismo debe disolverse en la sociedad organizada libremente según la justicia. Este derecho deberá ser necesariamente abolido, según nosotros, porque en tanto que la herencia exista, habrá desigualdad económica hereditaria, no desigualdad natural de los individuos, sino desigualdad artificial de las clases-, y ésta se traducirá necesariamente siempre en la desigualdad hereditaria del desenvolvimiento y de la cultura de las inteligencias y continuará siendo la fuente y la consagración de todas las desigualdades políticas y sociales. La igualdad del punto de partida al comienzo de la vida para cada uno, en tanto que esa igualdad sea dependiente de la organización económica y política de la sociedad, a fin de que cada uno, hecha abstracción de las naturalezas diferentes, no sea propiamente más que el hijo de sus obras, tal es el problema de la justicia. Según nosotros, el fondo público de instrucción y de educación de todos los niños de ambos sexos, comprendido su mantenimiento desde el nacimiento hasta su mayoría de edad, es el único que debería heredar de todos los moribundos. Añadimos, en calidad de eslavos y de rusos, que entre nosotros la idea social fundada en el instinto general y tradicional de nuestras poblaciones, es que la tierra, propiedad de todo el pueblo, no debe ser poseída más que por los que la cultivan con sus propios brazos.
Estamos convencidos, señores, que este principio es justo, que es una condición esencial e inevitable de toda reforma social seria y que, por consiguiente, la Europa occidental a su vez no podrá dejar de aceptarlo y de reconocerlo a pesar de todas las dificultades que su realización podrá encontrar en ciertos países, como Francia, por ejemplo, donde la mayoría de los campesinos gozan ya de la propiedad de la tierra, pero en la que, por el contrario, también la mayoría de esos mismos campesinos llegará pronto a no poseer nada a consecuencia del parcelamiento que es consecuencia inevitable del sistema político-económico que prevalece hoy en ese país. No hacemos ninguna proposición sobre este asunto, como en general nos abstenemos de toda proposición en relación a tal o cual problema de la ciencia y de la política sociales, convencidos de que todas esas cuestiones deben ser, en nuestro diario, objeto de una discusión seria y profunda. Nos límitamos, pues, hoy, a proponeros la declaración siguiente:
Convencida de que la realización seria de la libertad, de la justicia y de la paz en el mundo, será imposible en tanto que la inmensa mayoría de las poblaciones quede desposeída de todo bien, privada de instrucción y condenada a la nulidad política y social y a una esclavitud de hecho si no de derecho, por la miseria tanto como por la necesIdad en que se encuentra de trabajar sin descanso, produciendo todas las riquezas de que el mundo se glorifica hoy y no retirando más que una parte tan pequeña que apenas basta para asegurarle el pan del día siguiente;
Convencida de que para todas estas poblaciones, hasta aquí tan horriblemente maltratadas por los siglos, la cuestión del pan es la de la emancipación intelectual, de la libertad y de la humanidad;
Que la libertad sin el socialismo es el privilegio, la injusticia; y que el socialismo sin la libertad es la esclavitud y la brutalidad;
La Liga proclama públicamente la necesidad de una reforma social y económica radical que tenga por fin la liberación del trabajo popular del yugo del Capital y de los propietarios, liberación fundada en la más estricta justicia, no jurídica, ni teológica, ni metafísica, sino simplemente humana, en la ciencia positiva y en la más absoluta libertad.
Decide al mismo tiempo, que su periódico abrirá ampliamente sus columnas a todas las discusiones serias sobre las cuestiones económicas y sociales, cuando estén sinceramente inspiradas por el deseo de la más vasta emancipación popular, tanto desde el punto de vista material como político e intelectual.
Después de haber expuesto nuestras ideas sobre federalismo y socialismo, creemos deber, señores, entretenernos con una tercera cuestión, que creemos indisolublemente ligada a las dos primeras, es decir, sobre la cuestión religiosa, y os pedimos permiso para resumir todas nuestras ideas sobre este asunto mediante una sola palabra que tal vez os parezca bárbara: antiteologismo.
Notas
(1) Bajo este aspecto, la ciencia del derecho ofrece una perfecta semejanza con la teología; estas dos ciencias parten igualmente, una del hecho real pero inicuo: la apropiación por la fuerza, la conquista; la otra de un hecho ficticio y absurdo: la revelación divina, como de un principio absoluto, y fundándose sobre este absurdo o sobre esta iniquidad, ambas han recurrido a la lógica más rigurosa para edificar aquí un sistema teológico y allí un sistema juridico.
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