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El antiteologismo
IV
En todas las religiones que se reparten el mundo y que poseen una teología un poco desarrollada -menos el budismo, cuya doctrina extraña y por lo demás perfectamente incomprendida por los centenares de millones de sus adherentes, establece una religión sin dios-, en todos los sistemas de metafísica, dios se nos presenta ante todo como un ser supremo, eternamente pre-existente y pre-determinante, que se contiene en sí, que es él mismo el pensamiento y la voluntad generadores de toda existencia y anteriores a toda existencia: fuente y causa eterna de toda creación, inmutable y siempre igual a sí mismo en el movimiento universal de los mundos creados. Ese dios, lo hemos visto, no se encuentra en el mundo real, al menos en esa parte del universo al que el hombre puede llegar. Por tanto, no habiendo podido encontrarlo fuera de sí, el hombre ha debido encontrarlo en sí mismo. ¿Cómo lo ha buscado? Haciendo abstracción de todas las cosas vivas y reales, de todos los mundos visibles, conocidos. Pero hemos visto que al fin de ese viaje estéril, la facultad o la acción de abstracción del hombre no encuentra ya más que un sólo objeto: ella misma, pero libertada de todo contenido y privada de todo movimiento por falta de algo que superar -ella misma como abstracción, como ser absolutamente inmóvil y absolutamente vacío. Diríamos la nada absoluta. Pero la fantasía religiosa dice: el ser supremo, dios.
Por lo demás, como lo hemos observado ya, es inducida a hacerlo al tomar el ejemplo de la diferencia o de la oposición que la reflexión, ya desarrollada en este punto, comienza a establecer entre el hombre exterior -su cuerpo, y su mundo interior, que comprende su pensamiento y su voluntad- y el alma humana. Ignorando naturalmente que esta última no es más que el producto y la última expresión siempre renovada, reproducida, del organismo humano, viendo, al contrario, que en la vida diaria el cuerpo parece obedecer siempre a las sugestiones del pensamiento y de la voluntad; suponiendo por consiguiente que el alma es, si no el creador, al menos siempre el amo del cuerpo, al cual no quedaría entonces otra misión que la de servirla y la de manifestarla -el hombre religioso-, desde el momento en que su facultad de abstracción, del modo que acabamos de escribir, llega a la concepción del ser universal y supremo, que no es otra cosa, hemos probado, que esa potencia de abstracción que se coloca a sí misma como objeto, y constituye naturalmente el alma de todo el universo, dios.
Es así como el verdadero dios -el ser universal, eterno, inmutable y creado por la doble acción de la imaginación religiosa y de la facultad de abstracción del hombre-, fue colocado por primera vez en la historia. Pero, desde el momento que fue conocido y colocado así, olvidando el hombre, o más bien ignorando su propia acción intelectual, que lo había creado, y no reconociéndose ya en la propia creación, el abstracto universal, se puso a adorarlo. Los papeles cambiaron de inmediato: el creado se transformó en el presunto creador y el verdadero creador, el hombre, ocupó su puesto entre tantas otras miserables criaturas, como una pobre criatura un poco privilegiada.
Una vez aparecido dios, el desenvolvimiento sucesivo y progresivo de las diferentes teologías se explica naturalmente como el reflejo del desenvolvimiento de la humanidad en la historia. Porque desde el momento que la idea de un ser extraordinario y supremo se apoderó de la imaginación del hombre y se estableció en su convicción religiosa, hasta el punto que la realidad de ese ser se le aparece más segura que la de las cosas reales que ve y que toca con sus dedos, es natural, necesario, que esa idea se convierta en el fondo principal de toda la humana existencia, que la modifique, la penetre y la domine exclusivamente y de una manera absoluta. El ser supremo aparece de inmediato como el amo absoluto, como el pensamiento, la voluntad, la fuente -como el creador y regulador de todas las cosas, nada podria ya rivalizar con él, y todo debe desaparecer en su presencia, pues la verdad de todas las cosas no se encuentra más que en sí mismo, y cada ser particular no puede ya, por poderoso que parezca, inclusive el hombre, existir en lo sucesivo más que por una concesión divina- lo que por lo demás es perfectamente lógico, puesto que de otro modo dios no seria el ser supremo, omnipotente, absoluto, es decir, no existiría de ningún modo.
Desde entonces, por una consecuencia natural, el hombre atribuye a dios todas las cualidades, todas las fuerzas, todas las virtudes que descubre sucesivamente, sea en sí, sea fuera de sí. Hemos visto que, colocado como ser supremo, y no siendo en realidad más que la abstracción absoluta, dios está absolutamente vacío de toda determinación y de todo contenido -desnudo y nulo como la nada; y como tal, se llena y se enriquece con todas las realidades del mundo existente, del cual no es más que la abstracción, pero que aparece a la fantasía religiosa como el señor y el amo- de donde resulta que dios es el expoliador absoluto y que siendo el antropomorfismo la esencia misma de toda religión, el cielo, morada de los dioses inmortales, no es más que un espejo infiel que refleja la propia imagen del hombre creyente transformada y ampliada.
Porque la acción de la religión no consiste sólo en que toma a la Tierra las riquezas y potencias naturales y al hombre sus facultades y sus virtudes, a medida que las descubre en su desenvolvimiento histórico, para transformarlas en el cielo en otros tantos atributos o seres divinos. Al efectuar esa transformación, cambia radicalmente la naturaleza de esas potencias y cualidades, las falsea, las corrompe, dándoles una dirección diametralmente opuesta a su dirección primitiva.
Es así como la razón humana, el único órgano que poseemos para reconocer la verdad, al convertirse en razón divina se vuelve incomprensible para nosotros y se impone a los creyentes como la revelación del absurdo. Es así como el respeto al cielo se traduce en desprecio hacia la Tierra, y la adoración de la divinidad en denigración de la humanidad; el amor humano, esa inmensa solidaridad natural, que, al unir a todos los individuos, a todos los pueblos y al hacer la dicha y la libertad de cada uno dependientes de la libertad y de la dicha de todos los demás, debe, a pesar de todas las diferencias de colores y de raza, unirlos tarde o temprano en una común fraternidad, ese amor, transformado en amor divino y en religiosa caridad, se convierte pronto en plaga para la humanidad: toda la sangre vertida en nombre de la religión, desde el comienzo de la historia, los millones de víctimas humanas inmoladas a la mayor gloria de los dioses, testimonian eso ... En fin, la justicia misma, esa madre futura de la igualdad, una vez transportada por la fantasía religiosa a las celestes regiones y transformada en justicia divina, al volver luego a caer sobre la Tierra bajo la forma teológica de la gracia, y al abrazar siempre y en todas partes el partido de los fuertes, no siembra ya entre los hombres más que violencias, privilegios, monopolios y todas las monstruosas desigualdades consagradas por el derecho histórico.
No pretendemos negar la necesidad histórica de la religión, ni afirmar que haya sido un mal absoluto en la historia. Si hubo uno fue, y por desgracia permanece siendo aún hoy, para la inmensa mayoría de la humanidad ignorante, un mal inevitable, como lo son, en el desenvolvimiento de toda humana facultad, los desfallecimientos, los errores. La religión, hemos dicho, es el primer despertar de la humana razón bajo la forma de la divina sinrazón; es el primer resplandor de la humana verdad a través del velo divino de la mentira; la primera manifestación de la moral humana, de la justicia y del derecho, a través de las iniquidades históricas de la gracia divina: es, en fin, el aprendizaje de la libertad bajo el yugo humillante y penoso de la divinidad, yugo que será preciso romper bien, a fin de conquistar por completo la razón razonable, la verdad verdadera, la plena justicia y la real libertad.
Por la religión, el hombre animal, al salir de la bestialidad, da un primer paso hacia la humanidad; pero en tanto que sea religioso, no llegará nunca a su fin, porque toda religión lo condena al absurdo y, falseando la dirección de sus pasos, le hace buscar lo divino en lugar de lo humano. Por la religión, los pueblos, apenas liberados de la esclavitud natural en que quedan sumergidas todas las otras especies animales, vuelven a caer de inmediato en la esclavitud de los hombres fuertes y de las castas privilegiadas por la divina elección.
Uno de los principales atributos de los dioses inmortales, como se sabe, es el de ser legisladores de la humana sociedad, los fundadores del Estado. El hombre, dicen poco más o menos todas las religiones, sería incapaz de reconocer lo que es el bien y el mal, lo justo y lo injusto; ha sido necesario, pues, que la divinidad misma, de una manera o de otra, haya descendido sobre la Tierra para enseñárselo y para establecer en la humana sociedad el orden político y civil, de donde resulta naturalmente esta triunfante conclusión: que todas las leyes y todos los poderes establecidos, consagrados por el cielo, deben ser siempre y en toda ocasión ciegamente obedecidos.
Esto es muy cómodo para los gobernantes, muy incómodo para los gobernados; y como pertenecemos al número de estos últimos, tenemos el mayor interés en examinar desde muy cerca la validez de la antigua aserción, que ha hecho de todos nosotros esclavos, para encontrar el medio de liberarnos de su yugo.
La cuestión se ha simplificado ahora para nosotros extremadamente: no siendo dios, o no siendo nada más que una creación de nuestra facultad de abstracción, unida al primer matrimonio con el sentimiento religioso que tenemos desde nuestra animalidad, no siendo dios más que una abstracción universal, incapaz de movimiento y de acción propia; la nada absoluta imaginada como ser supremo y puesto en movimiento sólo por la fantasía religiosa; absolutamente vacía de todo contenido y que se enriquece con todas las realidades de la Tierra; no dando al hombre, bajo una forma desnaturalizada, corrompida, divina, más que lo que le ha robado primeramente, dios no puede ser ni bueno ni malo, ni justo ni injusto. No puede querer nada, ni establecer nada, y no se convierte en el todo más que por la credulidad religiosa. Por consiguiente, si esta última ha encontrado en él las ideas de la justicia y del bien, es ella misma la que ha debido prestárselas a imagen suya; creyendo recibir, daba. Pero para prestarlas a dios, el hombre ha debido tenerlas. ¿Dónde las encontró? Necesariamente en sí mismo. Pero todo lo que tiene, lo tiene primero en su animalidad -pues su espíritu no es más que la explicación, la palabra de su naturaleza animal-. Por consiguiente, las ideas de lo justo y de lo bueno deben tener, como todas las demás cosas humanas, su raíz en la animalidad misma del hombre.
Y, en efecto, los elementos de lo que llamamos la moral se encuentran ya en el mundo animal. En todas las especies animales, sin excepción alguna, sólo con una gran diferencia de desenvolvimiento, ¿no vemos dos instintos opuestos: el instinto de la conservación del individuo y el de la conservación de la especie, o para hablar humanamente, el instinto egoísta y el instinto social? Desde el punto de vista de la ciencia, como desde el de la naturaleza misma, estos dos instintos son igualmente naturales y por consiguiente legítimos, y lo que es más, igualmente necesarios en la economía natural de los seres, pues el institnto natural mismo es una condición fundamental de la conservación de la especie; porque si los individuos no se defienden con energía contra todas las privaciones y contra todas las presiones exteriores que amenazan su existencia sin cesar, la especie misma, que no vive más que en ellos y por ellos, no podría subsistir. Pero si se quisiese juzgar estos dos movimientos no tomando por punto de vista absoluto más que el interés exclusivo de la especie, se diría que el instinto social es el bueno y el instinto individual, en tanto que le es opuesto, el malo. Entre las hormigas, entre las abejas, es la virtud que predomina, porque el instinto social parece aplastar absolutamente en ellas al instinto individual. Todo lo contrario sucede en los animales feroces, y en general se puede decir que es más bien el egoísmo el que triunfa en el mundo animal. El instinto de la especie, al contrario, no se despierta más que por cortos intervalos y no dura más que el tiempo necesario para la procreación y la educación de una familia.
En el hombre es otra cosa. Parece, y eso es una de las pruebas de su gran superioridad sobre todas las otras especies animales, que los dos instintos opuestos: el egoísmo y la sociabilidad, son en él mucho más poderosos ambos y mucho menos inseparables que en todos los animales de especies inferiores: es más feroz en su egoísmo que los animales más feroces y más socialista al mismo tiempo que las abejas y las hormigas.
La manifestación de una gran potencia de egoísmo o de individualidad en un animal cualquiera es una prueba indudable de una más grande perfección relativa a su organismo, el signo de una inteligencia superior. Cada especie animal es constituida como tal por una ley especial, es decir por un proceso de formación y conservación que le es propio y que le distingue de todas las demás especies animales. Esa ley no tiene existencia propia fuera de los individuos reales que pertenecen a la especie que gobierna; no tiene realidad más que en ellos, pero los gobierna de una manera absoluta y ellos son sus esclavos. En las especies inferiores, al manifestarse más bien como un proceso de la vida vegetal que de la vida animal, es casi por completo extraña, apareciendo casi como una ley exterior, a la cual obedecen, por decirlo así, mecánicamente los individuos apenas determinados como tales. Pero cuanto más se desarrollan las especies, ascendiendo por una serie progresiva hacia el hombre, más se individualiza la ley genérica y social que los gobierna y más completamente se realiza y se expresa en cada individuo; éste adquiere por eso mismo un carácter más determinado, una fisionomía más distinta, de suerte que, aun al continuar obedeciendo a esa ley tan fatalmente como los otros, desde el momento que se manifiesta en él como su impulso propio individual, como una necesidad más bien interior que exterior -a pesar de que esa necesidad interior sea producida siempre, sin que él sepa, por una multitud de causas externas-, el individuo se siente más libre y más autónomo, más dotado de movimiento espontáneo que los individuos de las especies inferiores. Comienza a tener el sentimiento de su libertad. Por tanto podemos decir que la naturaleza misma, por sus transformaciones progresivas tiende a la emancipación y que ya en su seno una mayor libertad individual es un signo indudable de superioridad. El ser comparativamente más individual y más libre, desde el punto de vista animal, es sin duda el hombre.
Hemos dicho que el hombre no sólo es el ser más individual de la Tierra, es también el más social. Fue un gran error de parte de J. J. Rousseau el haber pensado que la sociedad primitiva haya sido establecida por un contrato libre, formado por los salvajes. Pero J. J. Rousseau no es el único que lo afirma. La mayoría de los juristas y de los publicistas modernos, sean de la escuela de Kant, sean de otra escuela individualista y liberal cualquiera, y que no admiten ni la sociedad fundada en el derecho divino de los teólogos, ni la sociedad determinada por la escuela hegeliana, como la realización más o menos mística de la moral objetiva, ni la sociedad primitivamente animal de los naturalistas, toman nolens volens y por falta de otro fundamento el contrato táctico como punto de partida. ¡Un contrato táctico! Es decir, un contrato sin palabras y por consiguiente sin pensamiento y sin volunad, ¡una repulsiva insensatez! ¡Una absurda ficción y, lo que es más, una maléfica ficción! ¡Una indigna superchería! porque supone que cuando yo no estaba en estado de querer, de pensar ni de hablar, me he dejado esquilmar sin protesta, he podido consentir, para mí y para mi descendencia entera, una eterna esclavitud.
Las consecuencias del contrato social son, en efecto, funestas, porque culminan en la absoluta dominación del Estado. Y sin embargo el principio, tomado como punto de partida, parece excesivamente liberal. Los individuos antes de formular ese contrato son considerados como gozando de una libertad absoluta, porque, según esa teoría, el hombre natural, el salvaje es el único completamente libre. Hemos dicho lo que pensamos de esa libertad natural, que no es nada más que la absoluta dependencia del hombre gorila de la obsesión permanente del mundo exterior. Pero supongamos que sea realmente libre en su punto de partida, ¿por qué habría de formar entonces la sociedad? Para afianzar, se responde, su seguridad contra todas las invasiones posibles de ese mismo mundo exterior, inclusive de otros hombres, asociados o no asociados, pero que no pertenecían a esa nueva sociedad que se forma.
He ahí, pues, a los hombres primitivos, absolutamente libres, cada uno en sí y por sí, y que no gozan de esa libertad ilimitada más que en tanto que no se encuentran, más que en tanto que permanecen sumergidos cada cual en un aislamiento individual absoluto. La libertad de uno no tiene necesidad de la libertad del otro, al contrario, bastándose cada una de esas libertades individuales a sí misma, existiendo por sí, la libertad de cada uno aparece necesariamente como la negación de la de todos los demás, y todas esas libertades, al encontrarse, deben limitarse a empequeñecerse mutuamente, a contradecirse, a destruirse ...
Para no destruirse hasta el fin, forman también un contrato explícito o táctico, por el cual abandonan una parte de si mismos para asegurar el resto. Ese contrato se transforma en el fundamento de la sociedad o más bien del Estado; porque es preciso advertir que en esa teoría no hay lugar para la sociedad, no existe más que el Estado, o más bien la sociedad entera es absorbida en esa teoría por el Estado.
La sociedad es el modo natural de existencia de la colectividad humana independientemente de todo contrato. Se gobierna por las costumbres o por los hábitos tradicionales, pero nunca por las leyes. Progresa lentamente por el impulso que le dan las iniciativas individuales y no por el pensamiento ni por la voluntad del legislador. Hay muchas leyes que la gobiernan a su manera, pero son leyes naturales, inherentes al cuerpo social, como las leyes físicas son inherentes a los cuerpos materiales. La mayor parte de esas leyes es desconocida hasta el presente, y sin embargo han gobernado la humana sociedad desde su nacimiento, independientemente del pensamiento y de la voluntad de los hombres que la han compuesto; de donde resulta que no hay que confundirlas con las leyes políticas y jurídicas que, en los sistemas que examinamos, proclamadas por un poder legislativo cualquiera, pretenden ser las deduciones lógicas del primer contrato formado conscientemente por los hombres.
El Estado no es un producto inmediato de la naturaleza; no precede, como la sociedad, al despertar del pensamiento en los hombres, y trataremos más adelante de demostrar cómo la conciencia religiosa lo crea en medio de la sociedad natural. Según los publicistas liberales, el primer Estado fue creado por la voluntad libre y reflexiva de los hombres; según los absolutistas, es una creación divina. En un caso y en otro, domina a la sociedad y tiende a absorberla por completo.
En el segundo caso, esa absorción se comprende por sí misma: una institución divina debe devorar necesariamente toda organización natural. Lo que es más curioso es que la escuela individualista, con su contrato libre, llegue al mismo resultado. Y en efecto, esa escuela comienza por negar la existencia misma de una sociedad natural anterior al contrato pues una sociedad tal supondría relaciones naturales de individuos y por consiguiente una limitación recíproca de sus libertades, contraria a la absoluta libertad que cada uno, de acuerdo a esa teoría, disfrutaría antes de la conclusión del contrato y que no sería ni más ni menos que ese contrato mismo, que existe como un hecho natural y anteriormente al libre contrato. Por tanto, según ese sistema, la sociedad humana no comienza más que con la conclusión del contrato. Pero ¿qué es entonces esa sociedad? Es la pura y lógica realización del contrato con todas sus disposiciones y consecuencias legislativas y prácticas, es el Estado.
Examinémosla de más cerca. ¿Qué representa? La suma de las negaciones de las libertades individuales de todos sus miembros; o bien la de los sacrificios que todos sus miembros hacen al renunciar a una porción de su libertad en provecho del bien común. Hemos visto que, según la teoría de los individualistas, la libertad de cada uno es el límite o bien la negación natural de la libertad de todos los demás ¡y bien! esa limitación absoluta, esa negación de la libertad de cada uno en nombre de la libertad de todos o del derecho común, es el Estado. Por consiguiente, allí donde comienza el Estado, la libertad individual cesa y viceversa.
Se responderá que el Estado representante de la salvación pública o del interés común de todos, nos cercena una parte de la libertad de cada uno más que para asegurarle todo el resto. Pero ese resto es la seguridad, si quereis, no es nunca la libertad. La libertad es indivisible: no se puede cercenar una parte sin matarla enteramente. Esa pequeña parte que cercenais es la esencia misma de la libertad, es el todo. Por un movimiento natural, necesario e irresistible, toda mi libertad se concentra precisamente en la parte, por pequeña que sea, que cercenais. Es la historia de la mujer de Barba Azul que tenía todo un palacio a su disposición, con la libertad plena y eterna de penetrar en todas partes, de verlo y de tocarlo todo, exceptuado un pequeño cuarto que la voluntad soberana de su terrible marido le había prohibido abrir bajo pena de muerte. Y bien, apartándose de todas las magnificencias del palacio, su alma se encontró enteramente en ese mal cuartucho: lo abrió y tuvo razón al abrirlo, porque fue un acto necesario de su libertad, mientras que la prohibición de entrar en él era una violación flagrante de esa misma libertad. Es la historia del pecado de Adán y Eva: la prohibición de probar el fruto del árbol de la ciencia, sin otra razón que tal era la voluntad del señor, era, de parte del buen dios un acto de horroroso despotismo; y si nuestros primeros padres hubiesen obedecido, toda la raza humana permaneceria en la más humilIante esclavitud. Su desobediencia, al contrario, nos ha emancipado y salvado. Ese fue, míticamente hablando, el primer acto de la libertad humana.
Pero el Estado, se dirá, el Estado democrático, basado en el libre sufragio de todos los ciudadanos, ¿sería también la negación de su libertad? ¿Y por qué no? Eso dependerá absolutamente de la misión y del poder que los ciudadanos presten el Estado. Un Estado republicano, basado en el sufragio universal, podrá ser muy despótico, más despótico que el Estado monárquico, porque bajo el pretexto de que representa la voluntad de todo el mundo, pesará sobre la voluntad y sobre el movimiento libre de cada uno de sus miembros con todo el peso de su poder colectivo.
Pero el Estado, se dirá aún, no restringe la libertad de sus miembros más que en tanto y sólo cuando es dirigida hacia la injusticia, hacia el mal. Les impide matarse mutuamente, robarse, ofenderse, y en general hacer mal, dejándoles, al contrario, libertad plena y entera para el bien. Es siempre la misma historia de Barba Azul o la del fruto prohibido: ¿qué es el mal, qué es el bien?
Desde el punto de vista del sistema que examinamos, la distinción del bien y del mal no existía antes de la conclusión del contrato, cuando cada individuo quedaba sumido en el aislamiento de su libertad o de su derecho absoluto, no teniendo que guardar otra consideración, ante todos los demás, que la que le aconsejaba su debilidad o su fuerza relativas, es decir su prudencia y su interés propios (1). Entonces el egoísmo, siempre según esa misma teoría, era la ley suprema, el único derecho: el bien era determinado por el éxito, el mal por la derrota, y la justicia no era más que la consagración del hecho cumplido, por horrible, por cruel o infame que fuese, lo mismo que en la moral política que prevalece hoy en Europa.
La distinción del bien y del mal no comienza, según ese sistema, más que con la conclusión del contrato social. Entonces, todo lo que era reconocido como constituyente del interés común, era proclamado bueno, y todo lo que le era contrario, malo. Los miembros contratantes, convertidos en ciudadanos, habiéndose asociado por un compromiso más o menos solemne, asumieron por eso mismo un deber: el de subordinar sus intereses privados a la salvación común, al interés inseparable de todos, y sus derechos fueron separados del derecho público, cuyo representante único, el Estado, fue por eso mismo investido con el poder de reprimir todas las rebeliones del egoísmo individual, pero con el deber de proteger a cada uno de sus miembros en el ejercicio de sus derechos, en tanto que estos últimos no fuesen contrarios al derecho común.
Vamos a examinar ahora lo que debe ser el Estado constituido así, tanto frente a otros Estados, sus semejantes, como frente a las poblaciones que gobierna. Ese examen nos parece tanto más interesante y útil cuanto que el Estado, tal como es definido, es precisamente el Estado moderno, en tanto que separado de la idea religiosa: Estado laico o ateo, proclamado por los publicistas modernos. Veamos, pues, ¿en qué consiste su moral? Es el Estado moderno, hemos dicho, en el momento en que se ha libertado del yugo de la iglesia, y en el que, por consiguiente, ha sacudido el yugo de la moral universal o cosmopolita de la religión cristiana; y añadiremos aún, en el momento en que no se ha penetrado todavía de la moral ni de la idea humanitaria, lo que no podría hacer, por otra parte, sin destruirse; porque en su existencia separada y en su concentración aislada, sería demasiado estrecho para poder abarcar, contener los intereses y por consiguiente también la moral de la humanidad entera.
Los Estados modernos han llegado precisamente a ese punto. El cristianismo no les sirve más que de pretexto y de frase, o de medio para engañar a los bodoques, porque persiguen fines que nada tienen que ver con los sentimientos religiosos; y los grandes estadistas de nuestros días: los Palmerston, los Muravief, los Cavour, los Bismarck, los Napoleón reirían mucho si se tomasen en serio sus demostraciones religiosas. Reirían más aún si se les atribuyen sentimientos, consideraciones, intenciones humanitarias, que por lo demás no dejan nunca de tratar públicamente como nimiedades. ¿Qué queda, pues, para constituirles una moral? Unicamente el interés del Estado. Desde este punto de vista, que, por lo demás, con muy pocas excepciones, fue el de los estadistas, el de los hombres fuertes de todos los tiempos y de todos los países, todo lo que sirve para la conservación, la grandeza y la potencia del Estado, por sacrílego que esto sea desde el punto de vista religioso, y por repulsivo que pueda parecer desde el de la moral humana, es lo bueno, y viceversa, todo lo que le es contrario, aunque sea la cosa más santa y humanamente más justa, es lo malo. Tales son en su verdad la moral y la práctica seculares de todos los Estados.
Es también la del Estado fundado en la teoría del contrato social. Según ese sistema, al no comenzar lo bueno y lo justo más que con el contrato, no son en efecto nada más que el contenido mismo y el fin del contrato, es decir, el interés común y el derecho público de todos los individuos que lo han formado entre sí, con exclusión de todos los que quedaron fuera del contrato, por consiguiente, nada más que la mayor satisfacción dada al egoísmo colectivo de una asociación particular y restringida, que, formada en el sacrificio parcial del egoísmo individual de cada uno de sus miembros, rechaza de su seno, como extraños y como enemigos naturales, a la inmensa mayoría de la especie humana formada o no formada en asociaciones análogas.
La existencia de un solo Estado restringido supone necesariamente la existencia y en caso de necesidad provoca la formación de varios Estados, siendo muy natural que los individuos que se encuentran fuera de él, amenazados por él en su existencia y en su libertad, se asocien a su vez contra él. He ahí, pues, a la humanidad dividida en un número indefinido de Estados extraños, hostiles y amenazadores unos para otros. No existe derecho común, contrato social entre ellos, porque si existiese uno, cesaría de haber Estados absolutamente independientes entre sí y se convertirían en miembros federados de un solo gran Estado. Pues a menos que ese gran Estado no abarcase la humanidad entera, tendría en contra, en la misma actitud de hostílidad necesaria, otros grandes Estados interiormente federados, sería siempre la guerra la ley suprema y una necesidad inherente a la existencia misma de la humanidad.
Nota
(1) Esas relaciones que, por otra parte, no han podido existir entre los hombres primitivos, porque la vida social ha sido anterior al despertar de la conciencia individual y de la voluntad reflexiva en los hombres, y porque fuera de la sociedad ningún individuo humano ha podido tener nunca ni libertad absoluta ni relativa siquiera -esas relaciones, decimos, son precisamente las mismas que existen ya realmente hoy entre los Estados modernos, pues cada uno de ellos se considera como investido de una libertad, de un poder, de un derecho absolutos, con exclusión de todos los demás y no conservando, por consiguiente, ante los demás Estados, más que las consideraciones que le son sugeridas por su propio interés-, lo que los pone necesariamente a todos en estado de guerra permanente o latente.
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