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La sociedad moribunda y la anarquía

Jean Grave

CAPÍTULO DECIMOCUARTO

La colonización


La colonización se extiende demasiado, en nuestra época, para que no tratemos aparte en este libro ese producto híbrido del patriotismo y el mercantilismo combinados, bandolerismo, robo a mano armada para uso de las clases directoras.

Entra un individuo en casa de un vecino, rompe todo lo que encuentra a mano, se apodera de lo que le parece, y ese es un criminal. La sociedad le sentencia. Pero si un gobierno se encuentra apurado por una situación interior que necesita un derivativo exterior, y le molestan una porción de brazos inactivos con los cuales no sabe qué hacer, o de productos sin salida, si ese gobierno declara la guerra a poblaciones lejanas, demasiado débiles para oponerle resistencia, si se apodera del país, lo somete a todo un sistema de explotación, le impone sus productos y lleva a cabo una matanza como quieran sustraerse a la explotación que las amenaza, entonces sí que es moral el hecho. Cuando se mata y roba en grande, aprueba la gente honrada y no llama al hecho robo ni asesinato; se ha inventado una palabra cómoda para cohonestar las villanías que comete la sociedad; eso se llama civilizar las poblaciones atrasadas.

Y no se diga que esto es una exageración; no merece un pueblo el nombre de colonizador como no haya sacado en una comarca el máximum de los productos que puede dar. Inglaterra es un país colonizador que sabe hacer producir a sus colonias el bienestar para aquellos a quienes envía allá, y sabe recoger en sus arcas los impuestos que les saca. En las Indias, por ejemplo, hacen fortunas colosales los que allí son enviados por la metrópoli; verdad es que de cuando en cuando asolan el país hombres espantosos que diezman centenares de millares de habitantes; pero poco importan las pequeñeces si John Bull puede dar salida a sus productos fabriles y sacar de allí para su bienestar lo que el terreno de la Gran Bretaña puede producir. Son beneficios de la civilización.

En Francia ya es otra cosa; no somos colonizadores. No vayáis a creer que somos menos bandidos y que se explotan menos las poblaciones conquistadas, no; pero somos menos prácticos; en vez de estudiar las poblaciones, son entregadas a los antojos del sable, se las somete al régimen de la Madre Patria; si las poblaciones no se pueden doblegar a ello, peor para ellas, que desaparecerán poco a poco, bajo la acción debilitante de una administración a la cual no estaban acostumbradas, pero no importa. Si se rebelan, se las cazará como a bestias feroces y el pillaje será no sólo tolerado, sino cómodo. Eso se llama una razzia.

A la bestia feroz educada y conservada con el nombre de soldado, se la suelta sobre las poblaciones inofensivas; se las ve entregadas a todos los excesos que pueden imaginar esas fieras desencadenadas, se violan las mujeres, se degüellan los chiquillos, se incendian pueblos, se arroja a la llanura a poblaciones enteras, que perecerán fatalmente de miseria. Eso no es nada, es una nación culta que civiliza a los salvajes.

Examinando bien lo que ocurre a nuestro alrededor todos los días, nada de eso es digno ni anormal; así procede la organización actual; no es asombroso que esas hazañas obtengan el asentimiento y los aplausos del mundo burgués. La burguesía está interesada en esos actos de bandidaje, que les sirven de pretexto para conservar ejércitos permanentes; así se ocupan los pretorianos que en tales matanzas aprenden para dedicarse luego a trabajos más serios. Esos mismos ejércitos se utilizan para almacenar en ellos a una multitud de imbéciles y de inútiles que estorbarían a la burguesía y que ésta convierte en celosos defensores con unos cuantos metros de galón de oro. Esas conquistas le facilitan toda clase de chanchullos, con los cuales se chupará los ahorros de los primos que andan buscando gangas, monopolizará los terrenos robados a los vencidos; ésas guerras ocasionan matanzas de trabajadores cuyo excesivo número le molesta. Como los países conquistados necesitan una administración en ésta se coloca otro ejército de presupuestívoros y ambiciosos que la burguesía engancha, a su carro, cuando sin empleo podrían ser un estorbo para ella.

Hay más; explotará esas poblaciones, las anulará con el trabajo, les impondrá sus productos y podrá diezmarlas sin dar cuenta a nadie. De modo que con todas esas ventajas, la burguesía no puede vacilar y lo ha comprendido tan bien, que se lanza a todo vapor en empresas coloniales.

Lo que nos asombra y nos da asco es que haya trabajadores que aprueben esas infamias, no sientan remordimiento por auxiliar semejantes canalladas, y no comprendan la flagrante injusticia de destruir poblaciones en su propia casa para imponerles un género de vida que no es el suyo. Ya conocemos las contestaciones que se suelen emplear cuando le sublevan a uno ciertos hechos: se han rebelado ... han matado a los nuestros ... eso no se puede tolerar ... Son salvajes y hay que civilizarlos ... las necesidades del comercio lo exigen ... habremos hecho mal en ir allá, pero no podemos abandonar colonias que nos han costado muchos hombres y dinero, etc. etc.

Bueno. ¿Y qué? ¿Qué íbamos a buscar allí? ¿Por qué no los dejábamos en paz? ¿Han venido a pedirnos algo? Se les han querido imponer leyes que no quieren aceptar, se sublevan y hacen bien, peor para los que perezcan en la lucha; que no hubieran contribuído a esas infamias.

Son salvajes y hay que civilizarlos. Véase la historia de las conquistas y dígasenos después cuáles son los salvajes; si los que así se califican, o los civilizados. ¿Quienes necesitarían ser civilizados, los conquistadores o las poblaciones inofensivas que generalmente han acogido a los invasores con los brazos abiertos y a las cuales se ha premiado torturándolas o diezmándolas? Ved la historia de la conquista de América por los españoles, de las Indias por los ingleses, de Africa, Tonkin Y Cochinchina por los franceses y venidnos luego con convenios de la civilización. Y en esas historias no encontraréis más que los grandes hechos, que por su importancia han dejado huella en la historia; pero si se pudiera presentar el cuadro de todos los hechos pequeños de que se componen y que pasan inadvertidos, si hubiera que poner en claro todas las torpezas que desaparecen entre la masa imponente de los hechos principales ¿qué sería entonces? Retrocederíamos espantados ante tales monstruosidades.

Nosotros, que hemos pasado algún tiempo en 1a infantería de marina, hemos oído contar muchas historias que demuestran que el soldado, llegado a un país conquistado, se considera como dueño absoluto de él; los habitantes se le figuran bestias de carga que puede arrear a su gusto. Tiene derecho a aprovecharse de cuanto le convenga, y desdichado del indígena que quiera oponerse; no tardará en aprender que allí no hay más ley que la del sable; la institución que depende de la propiedad en Europa no la reconoce en otra latitud. Al soldado le alientan los oficiales que predican con el ejemplo; la administración aun le pone el garrote en la mano para vigilar a los indígenas empleados en sus trabajos.

¡Cuántos hechos repugnantes me han contado con la mayor ingenuidad, como cosas naturales, y cuando por casualidad el indígena se ha sublevado y matado a quien le oprimía, y decía yo que había hecho bien, gritaban con estupor al oirme: ¡Cómo! Pues si somos los amos tenemos que exigir obediencia; si los dejáramos, se rebelarían todos y nos expulsarían. ¿Y después de gastado tanto dinero y tantos hombres, se quedaría Francia sin la colonia?

Así atrofian la disciplina y el embrutecimiento militar el espíritu del trabajador; sufre las mismas injusticias, las mismas infamias que contribuyen a hacer padecer a los demás, y no nota lo ignominioso de su conducta, acaba por servir inconscientemente de instrumento al despotismo y a alardear de ese oficio, sin comprender su bajeza y su infamia.

El verdadero motívo está en las necesidades del comercio; como al burgués le sobran productos y no sabe cómo darles salidas, le parece lo mejor ir a declarar la guerra a unos desdichados que no pueden defenderse, para imponerles sus productos. Sería fácil entenderse con ellos, traficando por el sistema del cambio, aunque no conocieran mucho el valor de los objetos, y como éstos valen más cuanto más reluzcan, sería fácil engañarles para sacar buena ganancia. Así se hacía antes de penetrar en el continente negro, porque los pueblos de la costa servían de mediadores para entenderse con los del interior.

Posible sería realmente todo eso, pero es una diablura que para comerciar así se necesita paciencia y tiempo; no se pueden acometer grandes negocios, hay que luchar con la concurrencia; y como el comercio necesita protección, zarpan dos o tres acorazados y media docena de cañoneros con un cuerpo de desembarque, y la civilización va a hacer su oficio. ¡Saludad! Hemos dominado a una población fuerte, robusta y sana; dentro de cuarenta o cincuenta años os devolveremos un rebaño emhrutecido, miserable, diezmado, corrompido, que tardará poco en desaparecer de la superficie del globo; y habremos completado la obra civilizadora.

El que dude de lo que afirmamos, estudie los relatos de los viajeros y lea la descripción de los países en que se han instalado los europeos por derecho de conquista; en todos ellos mengua y desaparece la población, porque la embriaguez, la sífilis y otras importaciones europeas las destruyen, y dejan atrofiados y anémicos a los supervivientes. Y no puede ser de otro modo, dados los medios que se emplean. Son poblaciones que tenían género de vida, aptitudes y necesidades diferentes de las nuestras; en vez de estudiar esas necesidades y aptitudes, y tratar de adaptarlas gradual e insensiblemente a nuestra civilización, contentándonos con que tomen de ésta lo que se puedan asimilar, se ha doblado y roto todo; no sólo son refractarios a ello los habitantes, sino que el experimento les ha sido funesto.

Hermosa habría sido la misión del hombre civilizado si hubiera sabido comprenderla y no le hubiesen afligido las dos pestes de gobierno y mercantilismo, dos úlceras horribles que debería tratar de curarse antes de meterse a civilizar a los demás.

La cultura de las poblaciones atrasadas podría perseguirse pacíficamente, llevando a la civilización elementos nuevos, capaces de darles nueva vida. No nos vengan hablando de la doblez y ferocidad de los bárbaros. Leamos los relatos de aquellos hombres verdaderamente animosos, que se metieron entre poblaciones desconocidas, impulsados por el ideal puro de la ciencia y el deseo de saber. Estos han sabido ganar amigos y pasar por allí sin temer nada: la doblez y la ferocidad proceden de esos miserables traficantes que se disfrazan con el título de viajeros, sin ver en sus expediciones más que un buen negocio comercial o político; han excitado contra el blanco la animosidad de aquellas poblaciones, engañándolas en sus cambios, no cumpliendo lo tratado, matándolos cuando podían hacerlo impunemente. Vamos, vamos, filántropos del comercio, civilizadores de chafarote, absteneos de cantar los beneficios de la civilización. Lo que llamáis así, lo que disfrazáis con el nombre de civilización, tiene otro perfectamente definido en vuestro código, cuando lo cometen individualidades obscuras; se llama robo y asesinato en cuadrilla, pero la civilización nada tiene que ver con vuestras costumbres de salteadores.

Lo que necesita la clase directora, son salidas nuevas para sus productos, y pueblos nuevos que explotar; por eso envía a los Soleillet, los Brazza, los Crampels, los Trivier, etc., a buscar territorios desconocidos para abrir factorías que entreguen esos países a ilimitada explotación; empezará por explotarlos comercialmente y acabará por explotarlos de todos modos, cuando consiga tener aquellas poblaciones bajo su protectorado; lo que necesita son terrenos inmensos que se anexionará poco a poco, después de haberlos despoblado; necesita mucho espacio para ocuparlo con el exceso de población que la molesta.

¿Qué habéis de ser vosotros civilizadores? ¿Qué habéis hecho con aquellos pueblos que habitaban América y desaparecían diariamente diezmados por las traiciones y a los cuales arrancábais, faltando a la fe jurada, los territorios de caza que se les habían dejado? ¿Qué habéis hecho de aquellos pueblos de Polinesia que, según todos los viajeros, eran poblaciones fuertes y vigorosas y que ahora desaparecen bajo vuestro dominio?

¿Civilizadores, vosotros? Pues al paso que va vuestra civilización, si sucumbieran los trabajadores en la batalla que contra vosotros dan, no tardaríais tampoco en sucumbir al peso de vuestra indolencia y pereza, como cayeron la civilización griega y la romana, que, llegadas al pináculo del lujo y de la explotación, perdidas las facultades todas de lucha, sin conservar más que las de goce, sucumbieron más bien al peso de su flojedad que ante los golpes de los bárbaros, que, luchando en la plenitud de sus fuerzas, no tuvieron que esforzarse mucho para derribar aquella civilización completamente descompuesta.

Como os empeñásteis en destruir las razas -no inferiores, como pronto demostraremos- sino atrasadas, también tendéis a destruir la clase trabajadora, a la cual calificáis asimismo de inferior. Tratáis diariamente de eliminar al trabajador del taller, sustituyéndole con la máquina. Vuestro triunfo sería el fin de la humanidad, porque, perdiendo poco á poco las facultades que habéis adquirido por la necesidad de la lucha, volveríais a las formas más rudimentarias de los antepasados y pronto no tendría la humanidad más ideal que el de una asociación de sacos digestivos, directora de un pueblo de máquinas, servidas por autómatas, sin tener de humano más que el nombre.

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