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La sociedad moribunda y la anarquía

Jean Grave

CAPÍTULO DECIMOSEXTO

¿Por qué somos revolucionarios?


Creemos haber demostrado el derecho de los individuos, sin excepción, a evolucionar libremente, y sin coacción, el derecho de todos a satisfacer completamente sus necesidades, lo mismo que la ilegitimidad de la autoridad, la propiedad y todas las instituciones que la clase de explotadores ha erigido para defender los privilegios que no ha podido garantizar más que despojando a la masa. Nos falta examinar los medios de derribar el estado de cosas que atacamos, de instaurar la sociedad, cuyo advenimiento reclamamos, y demostrar la legitimidad de esos medios, porque muchas personas que admiten nuestras críticas del presente estado social, aplauden nuestra visión de un mundo armónico, se asustan ante la idea de la violencia; preferirían trabajar poco a poco por la persuasión, tratando de mejorar gradualmente la sociedad actual.

En la naturaleza (dicen) todo se transforma por evolución, ¿por qué hemos de acudir a la violencia en sociología y no proceder como aquélla? Queriendo transformar a la fuerza la sociedad, os exponéis a trastornarlo todo sin producir nada bueno y os exponéis, sobre todo, a que acaben con vosotros, a traer una reacción tan violenta como el ataque, y hacer que retroceda el progreso muchos siglos.

Ese razonamiento que emplean hombres de buena fe, que discuten deseosos de ilustrarse, descansa en una apariencia de verdad y merece ser estudiado.

Verdad es que en la naturaleza todo se transforma por una evolución lenta, por una serie no interrumpida de progresos adquiridos poco a poco, imperceptibles si se los sigue en su evolución y que no se ven más que si se pasa bruscamente de un período a otro. Así ha progresado la vida en nuestro globo, así ha salido el hombre de la animalidad, por eso no se parece el hombre del siglo XIX al de la edad de piedra.

Se olvida una cosa; que para que esa evolución se verifique sin sacudida, es necesario que no encuentre ningún obstáculo en el camino; si el impulso adquirido es más fuerte que los obstáculos, los rompe o aborta. Cada vez que hay choque entre una cosa existente y un progreso, hay revolución, lo mismo cuando se sumerge un continente, que cuando desaparece del organismo una molécula; sea cual fuere la intensidad de lo que ocurra, hay revolución.

Por eso se reconoce hoy que las grandes revoluciones geológicas, lejos de haber sido provocadas por convulsiones espantosas y cambios bruscOS procedentes de violentos impulsos interiores de nuestro globo, no son más que el producto de causas lentas, de cambios imperceptibles que han actuado durante millares de siglos. Ya se sabe que en nuestros días esas mismas causas que han puesto la tierra como la vemos hoy, siguen obrando y preparan una transformación nueva.

Las lluvias corroen en todas partes las montañas, se infiltran y disgregan los granitos más duros, nada revela el lento trabajo de la disgregación que se verifica. Pasan generaciones, sin que se noten modificaciones apreciables; sin embargo, se viene abajo un día la montaña, arrastrando bosques y pueblos, cegando el cauce de los ríos, torciendo su curso, sembrando ruinas y desolación con aquel cataclismo. Pero pasada la emoción, la vida recupera sus derechos y surge por todos los poros, más fuerte y vivaz que nunca, de toda aquella materia trastornada.

La evolución se hace muy lentamente, pero llega un instante en que no puede continuar sin poner en peligro el orden de cosas existente; ha continuado su obra, y la montaña, socavada por la base, se derrumba, trastornándolo todo en su superficie.

Otro ejemplo. Sabido es que el mar se va retirando de ciertas costas e invadiendo otras. Sus olas, al estrellarse en ciertas llanuras, le arrancan materiales que le permiten invadir las tierras, mientras esos mismos materiales, transportados a otros lugares, ayudan a ganar terreno al mar. Ese trabajo es tan lento, que apenas se nota. A pesar de eso, llega (al cabo de 10.000 o de 100.000 años, es lo mismo) un momento en que la barrera que resistía al oleaje no es bastante compacta para contener sus ataques; se quiebra al último choque, y el mar, adquiriendo nuevas fuerzas en la resistencia que encuentra en su marcha, invade la llanura, todo lo destruye, hasta que se para al pie de una nueva barrera que servirá de dique a las olas durante un período más o menos largo, según la resistencia que posea.

Lo mismo ocurre en las sociedades. La organización social, las instituciones creadas para defender esa organización representan las barreras que se oponen al progreso. Todo tiende en la Sociedad a derribar esas barreras. Modifícanse las ideas, transfórmanse las costumbres, minando poco a poco el respeto a las instituciones antiguas que se conservan y quieren continuar dirigiendo la sociedad y a los individuos. El trabajo lento de disociación es a veces imperceptible para una generación. Se ven desaparecer costumbres, hundirse preocupaciones, pero esas desapariciones son tan inesperadas, se verifican con tanta lentitud, que nadie se entera; únicamente los ancianos, comparando las costumbres de su juventud, con las de la juventud que ha sustituído a la suya, se dan cuenta del cambio. Pero si se han transformado las costumbres, las instituciones y la organización social, siguien siendo las mismas; siguen oponiendo sus diques a las olas que las atacan y se estrellan a sus pies, contentándose con arrancar alguna que otra piedra. Las olas enfurecidas las pueden arrancar a millares. ¿Qué es una piedra, comparada con la masa imponente? Nada; pero esa piedra, las olas la arrastran consigo y en un nuevo ataque la arrojan contra el muro de que la han arrancado y les sirve de ariete para arrancar otras que también se transformarán en medios de ataque. Puede durar la lucha millares de años y el acantilado parece que no mengua hasta que, socavado por la base, se derrumba ante un nuevo ataque, dejando paso libre a las olas triunfantes.

¡Qué más quisiéramos nosotros, sino que la evolución de nuestra sociedad se verificara de una manera lenta, pero continua! Desearíamos que se verificara sin sacudidas, pero eso no depende de nosotros. Llevamos a cabo una obra de propaganda, sembramos nuestras ideas de renovación; es la gota de agua que se infiltra, disuelve los minerales, socava y llega al pie de la montaña. No podemos evitar que la montaña se derrumbe, destrozando los puntales con que la habéis consolidado.

Los burgueses son los únicos que están interesados en que la transformación se verifique sin sacudida. Por lo tanto, en vez de tratar de que la montaña siga como está, apuntalándola con ese objeto, deberían ayudarnos a nivelarla, haciendo que el agua corra lentamente hacia ]a llanura, llevándose los materiales inútiles o perjudiciales, donde levantarán el suelo hasta que quede igualada la superficie.

¡Insensatos! No quieren desprenderse de ningún privilegio; como el acantilado, se creen invulnerables. ¿Qué les importan las pocas concesiones que se les ha arrancado en un siglo? Sus prerrogativas son tan inmensas que no sienten demasiado lo que les falta, pero el oleaje ha abierto brecha; con los mismos materiales arrancados a sus explotadores, se lanza de nuevo al ataque, haciéndose de ello un arma para acabarlos de destruir. Hemos contribuído a la evolución; ellos y su resistencia insensata tendrán la culpa de que se transforme en revolución.

Basta estudiar desapasionadamente el funcionamiento del mecanismo social para ver que los anarquistas son llevados a la revolución sólo por la fuerza de las cosas. Han conocido que las causas de los males que padece la sociedad reside en su misma organización; que todos los paliativos propuestos por los políticos y los socialistas, nada pueden mejorar, porque atacan los efectos en vez de suprimir las causas.

El que está ahito, y ha satisfecho más o menos sus necesidades, puede aguardar con calma. Pero los que tienen hambre física e intelectualmente, conocido ya el mal, no se satisfacen con entrever mejor porvenir y quieren pasar del dominio de la especulación al de la acción.

Es muy natural que los individuos plenamente convencidos de una idea traten de propagarla y traducirla en actos. El hombre muy prendado de una verdad no puede dejar de hacer que la acepten otros, y que se realice sobre todo, contribuyendo a ello con sus actos. En la sociedad actual, tratar de poner ideas nuevas en práctica, ¿no es obra revolucionaria? ¿Pues cómo queréis que quienes lo han hecho todo para propagar las ideas nuevas, para dar a comprender los males que se padecen, y explicar sus causas y demostrar su remedio, y evidenciar las venturas de una sociedad mejor, vayan a suscitar dificultades a los hombres que tratan de realizar esas ideas que les han expbcado? ¿Cómo queréis que les digan: seguid padeciendo; contentaos con esperanzas; tened paciencia, que tal vez consientan algún día nuestros explotadores en concederos algo? Eso sería una mofa.

Muy bien nos parecería que los burgueses comprendieran espontáneamente lo odioso de su situación, renunciaran a la explotación del trabajador, entregaran sus fábricas, sus casas, sus tierras y sus minas a la colectividad (que se organizaría para trabajarlas en provecho de todos), y sustituyeran el reinado de la concurrencia con el de la solidaridad. Pero no podemos suponer que los capitalistas y explotadores lleguen a ese ideal desinteresado, cuando hoy les parece poco el ejército, la policía y la magistratura para reprimir las reclamaciones más inocentes.

Hermosas son las teorías, admirables son las especulaciones sobre un porvenir mejor, pero si al reconocer las ignominias de la sociedad actual, se limitara a una filosofía de salón, discutida después de cenar opíparamente, si todo se limitase a baldías recriminaciones contra el actual orden de cosas, a estériles aspiraciones hacia el porvenir mejor, haríamos como el filósofo que, con la barriga bien llena y el bolsillo bien provisto, le dijera al desdichado hambriento: Hijo mío, te compadezco de todo corazón, me intereso mucho por tu suerte, y pido a Dios que la mejore; entre tanto, sé sobrio, y ahorra lo que puedas. Así tendrá la burguesía grandes probalidades de que durase mucho la explotación, y los trabajadores estarían bien alejados del fin de sus padecimientos y miserias.

Afortunadamente, hemos visto que de las aspiraciones a la necesidad de realizarlas, no hay más que un paso, y ese paso están dispuestos a darlo muchos temperamentos; tanto más, cuanto que siendo esencialmente de acción la teoría anarquista, hay entre sus adeptos muchos de esos temperamentos revolucionarios. Por eso abundan los actos de rebelión, deplorados por los espíritus timoratos, pero, a nuestro parecer, pruebas del progreso de las ideas.

Ayudar a los explotadores es predicar la resignación a los explotados; eso que lo haga el cristianismo. Resignándose y aguardando, no se transforma la situación, hay que obrar, y la mejor manera de obrar es suprimir los obstáculos que se encuentren en el camino.

Bastante se han prosternado los hombres ante el poder, bastante han aguardado su redención de salvadores providenciales, demasiado han creído en los cambios políticos y en la eficacia de las leyes. La práctica de nuestras ideas exige hombres conscientes de sí mismos y de su fuerza, que sepan hacer respetar su libertad, sin convertirse en tiranos de los demás; que no esperen nada de nadie más que de sí mismos, de su actividad y de su energía; esos hombres no se encontrarán más que predicando la rebeldía y no la resignación.

Además, la idea anarquista no rechaza el concurso de los que, poco aficionados a la lucha activa, se limitan exclusivamente a sembrar ideas, a preparar la evolución futura. Todo cuanto ataque una preocupación, todo lo que destruya un error, todo lo que proclame una verdad cae bajo su dominio. Los anarquistas no desdeñan ningún auxilio, no rechazan ninguna buena voluntad, y no quieren más que tender la mano a cuantos puedan aportar algo nuevo. Se contentan con coordinar los esfuerzos, con sintetizar las aspiraciones, para que los individuos puedan leer en su propia voluntad.

Les es imposible a los anarquistas ser pacíficos, aunque quisieran; la fuerza misma de las cosas los impele a la acción. No se pueden soportar las molestias del polizonte, cuando se ha comprendido lo innoble del papel que representa; no se pueden tolerar las insolencias de un golilla, cuando la reflexión le ha despojado de la aureola sagrada que le rodeaba; no se puede respetar al ricachón que se recrea en su lujo, cuando se sabe que ese lujo se forma con la miseria de centenares de familias.

No se puede consentir en ir al cuartel a servir de juguete a los cómitres de los explotadores, cuando se ha reconocido que la idea de Patria no es más que un pretexto y que el verdadero papel que reserva al trabajador es el de degollar a sus hermanos en miseria.

Cuando se ve que la miseria es el resultado de la mala organización social, y que la gente se muere de hambre porque otros se atracan y adineran para sus descendientes, no se acepta la muerte en el arroyo. Llega un momento, por pacífico que uno saa, en que a la fuerza se responde con la fuerza, y a la explotación con la rebeldía.

Es necesario que los que quisieran ver a la sociedad transformarse sin sacudidas, renuncien a esa esperanza, porque es imposible. Las ideas, al evolucionar, nos llevan a la revolución; podrá sentirse y deplorarse, pero el hecho es ese y hay que aceptarlo. Con lamentaciones nada se adelanta, y ya que la revolución es inevitable, no hay más que un medio de impedir que se vuelva contra el progreso, y es tomar parte en ella, utilizándola para realizar el ideal entrevisto.

No somos de aquellos que predican los actos de violencia, ni de los patronófobos (como antes eran clerófobos los burgueses), ni de los que excitan a los individuos a hacer tal o cual cosa, a verificar tal o cual acto. Estamos convencidos de que los individuos no hacen más que aquello que están decididos a hacer; creemos que los actos se predican con el ejemplo y no con el escrito o el consejo; por eso nos limitamos a sacar las consecuencias de cada cosa, para que los individuos elijan lo que quieran hacer. Pero también estamos convencidos de que las ideas bien comprendidas deben multiplicar, en una marcha ascendente, los actos de rebelión.

Cuanto más penetren las ideas en la masa, más se despertará la conciencia de ésta, más intenso será el sentimiento de su dignidad, y por consiguiente, menos se podrán sufrir las molestias de un poder autoritario y la explotación de capitalistas ladrones, y más abundantes y multiplicados serán los actos de independencia. Ese resultado no nos disgusta, al contrario, porque cada acto de rebelión individual es un hachazo dado a los puntales del viejo edificio social que nos aplasta; y ya que se ha dicho que el progreso no puede llevarse a cabo sin sacudidas ni víctimas, saludemos a los que desaparecen en la terrible tormenta, esperando que su ejemplo haga surgir campeones más numerosos y mejor armados, para que los golpes sean de más efecto.

Sea cual fuere el número de los que perecen en la lucha, es muy chico si se compara cm las víctimas innumerables devoradas diariamente por el Minotauro social. Cuanto más intensa sea la lucha, más breve será, y por consiguiente preservará más existencias consagradas a la miseria, a la enfermedad, a la consunción y a la degeneración.

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