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La sociedad moribunda y la anarquía
Jean Grave
CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO
Los medios se derivan de los principios
Ciertos hombres de buena intención, al menos así lo creemos, parecen estupefactos al ver a los anarquistas rechazar ciertos medios de lucha, por contrarios a sus ideas, y dicen: ¿Por qué no tratáis de apoderaros del gobierno, para obligar a los individuos a practicar vuestras ideas? Otros preguntan: ¿Por qué no enviáis diputados vuestros a la Cámara, y concejales vuestros a los municipios, donde podrían serviros de mucho, y tendrían más autoridad para propagar vuestras ideas?
Por otra parte, algunos anarquistas, creyéndose lógicos, llevan el razonamiento hasta lo absurdo, y so color de anarquía, aceptan una porción de ideas que nada tienen que ver con ella. Por ejemplo, bajo pretexto de atacar a la propiedad, se han convertido algunos en defensores del robo, otros a propósito del amor libre, han llegado a sostener las fantasías y antojos más absurdos, que no vacilarían en llamar crápula y vicio si las vieran en los burgueses; los más atrevidos son los que declaran la guerra a los principios, que les parecen otra preocupación, y exclaman: Nada se me da de los principios; para llegar a la revolución, todos los medios son buenos, no nos debemos parar en remilgos extemporáneos.
Los que hablan así, yerran, a nuestro parecer, y si quieren recapacitar un poco, no tardarán en comprender que no todos los medios son buenos para llegar a la anarquía; algunos hay contraproducentes. Pueden ofrecer una apariencia de buen éxito, pero en el fondo retrasarán la idea, harán triunfar a un individuo en detrimento del hecho, y por consiguiente, de las ideas que se profesan se deriva un principio director que debe guiar la dirección de los medios a propósito para garantizar la práctica de las ideas o facilitar su comprensión; principio tan ineluctable como una ley natural, que no se puede infringir sin ser castigado por la infracción misma, porque aleja al transgresor del objeto deseado, dándole resultado contrario.
Tomemos como ejemplo el sufragio universal, del cual hemos hablado al principio de este capítulo; fácil es decir, como ciertos contradictores, que tratamos de enviar diputados a las Cámaras para imponer los cambios solicitados, o agrupar fuerzas más fácilmente para organizar la revolución.
Con una oposición bien entendida y bien guiada podrían realmente traer una revolución los votos, lo mismo que cualquier otro medio, pero como el voto es un perfecto instrumento de autoridad, no podría producir más que una revolución política y autoritaria; por eso lo rechazan los anarquistas, como rechazan toda autoridad.
Si nuestro ideal no fuera más que verificar una transformación de la sociedad por medio de un poder fuerte que pesara sobre la multitud bajo una fórmula dada, podríamos tratar de utilizar el sufragio universal y procurar que la masa confiase a algunos de los nuestros la misión de cuidar de sus destinos, aplicando nuestras teorías, aunque hayamos visto en el capítulo de la autoridad que el sufragio universal no sirve más que para dar relieve a las medianías y que exige bajezas y flojedad en los que aspiran a la elección, para que un hombre sincero y algo inteligente consienta en presentar su candidatura.
Precisamente, lo que constituye la debilidad del partido colectivista en sus luchas electorales, es que hombres de mayor inteligencia relativa, han sido derrotados por posibilistas que no son más que papagayos de tribuna, sin fondo alguno; es que han querido conservar intacto (aunque no en todas partes) su programa revolucionario y presentarse al mismo tiempo con un programa de reformas. El elector, aunque suela ser bastante sandio, ha dicho para su capote: Si a pesar de todo he de hacer la revolución, ¿para qué tengo que pedir reformas? Si esas reformas no han de evitar el acudir a las armas, ¿para qué he de votar diputados para la Cámara? Si no ha razonado en esa forma concreta, lo cual sería superior a la inteligencia media de los electores, eso es lo que resulta de los debates de las reuniones electorales, eso es lo que percibe instivamente su cerebro; y ha votado el elector por los radicales que ensalzaban la eficacia de las reformas que prometían, y a un escaso número de posibilistas, que también han predicado las virtudes de las panaceas parlamentarias, adornándolas (para lisonjear a los trabajadores) con algunos ataques contra la burguesía, pero guardándose muy bien de hablar de revolución, encontrando más beneficioso intrigar con los partidos políticos para asegurar la elección de los candidatos, por el sistema del toma y daca.
El sufragio universal es un medio de ahogar la iniciativa individual que proclamamos, y que hemos de procurar desarrollar con todas nuestras fuerzas. Es un instrumento de autoridad, y perseguimos la emancipación integral de la individualidad humana; es un instrumento de compresión y nosotros queremos inspirar la rebelión. Lejos de podernos servir, el sufragio universal ha de estorbarnos; debemos de combatirlo.
Diciendo a los individuos que no se entreguen a amo ninguno, que obren según su inspiración propia, que no soporten coacción que los obliguen a hacer lo que les parezca mal, no podemos pedirles que se dobleguen a las intrigas de bastidores de un comité central, que elijan hombres que se encargarán de fabricar leyes para que las acaten todos, y entre cuyas manos habrán de abdicar toda voluntad y toda iniciativa.
Sería esa una contradicción flagrante, que verían hasta los menos clarividentes, porque esa contradicción inutilizaría nuestras armas, demostrando lo que realmente seríamos si nos rebajáramos hasta esos medios de farsantes vulgares.
Sabemos además lo imperfecto de la naturaleza humana y nos arriesgaríamos a elegir ambiciosos e intrigantes que, colocados en un medio burgués, lo aprovecharían para crearse una posición, abandonando las ideas. A los sinceros los enviaríamos a un ambiente corrompido en que su buena fe no haría más que demostrar su impotencia y tendrían que retirarse o doblegarse a las costumbres parlamentarias, acabando por emburguerizarse.
Los que tratamos de precaver a las masas contra la afición a las individualidades, y tratamos de hacerles comprender que nada pueden esperar de ellas, no habríamos trabajado más que para ensalzar a unos cuantos individuos. La traición de estos sería desfavorable para las ideas. Serían más los que dijeran: los anarquistas son lo mismo que los demás, que los que supieran distinguir entre ideas e individuos, y no culpar a aquellos de la debilidad o indignidad de estos.
Despues de haber perdido un tiempo precioso y gastado fuerzas inútilmente para hacer triunfar a tales individuos, necesitaríamos perder otro tiempo, no menos precioso, y gastar fuerzas no menos inútilmente, para demostrar que semejantes individuos son traidores, que su traición no invalida lo justo de las ideas preconizadas, ¿para qué? ¿para presentar otros candidatos? Esta comparación de la manzana podrida que hecha a perder todo un cesto de manzanas sanas es muy conocida, pero muy verdadera, y más verdadera cuando se trata de colocar una sola manzana sana en un carro de manzanas podridas. Por consiguiente, no podemos servirnos del sufragio universal, no sólo porque nada puede producir, sino por ser contrario al objeto que nos proponemos y a los principios que defendemos.
Otros contradictores, y algunos anarquistas con ellos, dicen que en tiempo de revolución hara falta -no la autoridad de un jefe, no llegan a tanto- sino reconocer la supremacía de algunos y subordinarse a las aptidudes que se le reconozcan.
¡Extraña anomalía, residuo de las preocupaciones que nos imbuyeron, retroceso atávico de nuestra educación, que hace que proclamando la libertad a grandes gritos, retrocedamos asustados ante sus consecuencias, lleguemos a negar su propia eficacia y reclamemos la autoridad para conquistar ... la libertad! ¡Qué inconsecuencia!
¿EI mejor medio de emanciparse, no es usar la libertad, obrando según inspiración propia, y rechazando toda tutela? ¿Se ha visto nunca que se empiece por atar las piernas del niño a quien se quiere enseñar a andar?
Dícese que hay cosas que conocen mejor unos individuos que otros, y antes de obrar sería bueno consultar a esos individuos y subordinar nuestros actos a lo que nos enseñaran.
Siempre hemos sostenido que la acción individual no excluye la inteligencia común para una acción colectiva, que de esa inteligencia se derivaría una organización, una especie de división del trabajo, que hiciera a cada individuo solidario de otro, que le impulsara a adaptar su acción a la de sus compañeros de lucha o de producción, pero de eso a reconocer que cada individuo tenga qne abdicar su voluntad en las manos de aquel a quien reconociera más aptitud para cosas determinadas, hay mucha distancia.
Por ejemplo, cuando vamos de campo con muchos amigos y nos fiamos de los conocimientos de uno de ellos para que elija el sitio, ¿se sigue de eso que le convirtamos en nuestro amo, y que nos comprometemos a seguirle ciegamente, llévenos adonde nos lleve? ¿Le damos autoridad para obligarnos, si nos negáramos a seguirle? No. Si alguno de nosotros conoce el camino, le seguiremos los demás por donde nos lleve, porque le suponemos capaz de llevarnos adonde queremos ir, y sabemos que allá va él, pero no hemos abdicado nuestra iniciativa ni nuestra voluntad.
Si durante el trayecto, se percata alguno de nosotros de que el guía se engaña o quiere extraviarnos, usaremos de nuestra iniciativa para enterarnos bien y para tomar, en caso necesario, el camino que nos parezca más directo o agradable.
Lo mismo debe ocurrir en tiempos de lucha. Por lo pronto, los anarquistas. han de renunciar a la guerra de ejército contra ejército, a las batallas campales, a las luchas de estrategas y tácticos que hacen evolucionar a los cuerpos de ejército, como los jugadores de ajedrez a los peones en el tablero. La lucha deberá aplicarse principalmente a destruir las instituciones, a quemar los títulos de propiedad, los libros catastraleS, los papelotes de notarios y procuradores y los registros, a derribar los mojones, a destrozar el registro civil, etc. Expropiación de los capitalistas, toma de posesión en nombre de todos, almacenamiento de los objetos de consumo para que todos dispongan libremente de ellos, todo eso deben hacerlo grupos pequeñoS y dispersos, escaramuceando y no batallando. Esa guerra es la que procurarán desarrollar en todas partes los anarquistas, para hostigar a los gobiernos, para obligarlos a dispersar sus fuerzas, para diezmarlos al por menor.
Para eso no se necesitan jefes. En cuanto alguien se entere de que algo se puede intentar, predique con el ejemplo para arrastrar a los demás, que le seguirán si son partidarios de la empresa, pero que, al adherirse a ella, no abdicarán su iniciativa siguiendo al que les parezca más apto para dirigirlos, tanto más, cuanto que si de camino alguno ve la posibilidad de otra maniobra, no pedirá al primero permiso para intentarla, sino que se lo comunicará a sus compañeros de lucha. Estos contribuirán a ella o la rechazarán.
En la anarquía, el que sabe enseña a los que ignoran; el primero en concebir una idea la lleva a la práctica, explicándosela a los que quiere arrastrar, pero no hay abdicación temporal, no hay autoridad, no hay más que iguales que se ayudan mutuamente según sus facultades respectivas, sin abandonar ni un átomo de sus derechos y autonomía. El mejor medio de que la anarquía triunfe, es obrar como anarquistas.
Lo mismo veríamos al pasar revista a todos los medios de lucha que nos proponen. Por odio a la propiedad hay anarquistas que han llegado a querer justificar el robo, y llevando la teoría hasta el absurdo, no censuran el robo entre compañeros.
No es nuestro propósito formar causa al ladrón; dejamos esa labor a la Sociedad burguesa de la cual es producto, pero al combatir por la destrucción de la propiedad individual, lo que principalmente queremos destruir es la apropiación de los medios de existencia por unos pocos, en detrimento de todos. Y para nosotros, cuantos tratan por cualquier medio de crearse una posición que les permita vivir como parásitos a costa de la Sociedad, son burgueses y explotadores aunque no vivan directamente del trabajo de los demás, y el ladrón no es más que un burgués sin capital que no pudiendo explotarnos legalmente, trata de hacerlo ilegalmente, sin perjuicio de convertirse, cuando sea propietario, en ferviente admirador del juez y la guardia civil.
¿Qué predicamos los partidarios de la revolución para conseguirla con más seguridad? El vigor de la dignidad humana, la valentía de los caracteres, la independencia de la voluntad, que no permite tolerar una orden, provoca la insurrección contra el despotismo y rechazar cuanto parece falso y absurdo.
Todos los medios torcidos, todos los recursos que implican bajezas, ruindades y pequeñeces para librarse de la ley, nos parecen perjudiciales para la propaganda y contrarios al objeto perseguido, porque exigen servilismos que rechazamos en otros casos, y en lugar de elevar los caracteres, los rebajan y deprimen, acostumbrándolos a gastar su voluntad con medios ruines: por ejemplo, aprobamos y querríamos ver diariamente aquellos actos del individuo que, irritado por la mala organización social, se apodera a viva fuerza y a la luz del día de aquello que necesita, reivindicando altivamente el derecho a la existencia, pero no aprobamos los hechos incluídos en la serie de los robos ordinarios, porque no llevan consigo el carácter de reivindicación que quisiéramos ver unido a todo acto de propaganda.
También se ha hablado mucho de la propaganda por el hecho y se han dicho mil desatinos a este propósito, tanto por quienes la preconizan como por los que la atacan.
La propaganda por el hecho no es más que el pensamiento puesto en acción, y en el capítulo precedente hemos visto que, sentir profundamente una cosa, es quererla realizar. Con esto basta para contestar a los detractores; en cambio, ciertos anarquistas, más entusiastas que ilustrados, todo lo quieren arreglar con la propaganda por el hecho; no se les ocurre más que matar burgueses, asesinar patronos, incendiar fábricas y monumentos; el que no hable de incendios o muertes, no es anarquista. Defendemos la acción; ya hemos dicho que es el florecimiento de la idea, pero es necesario que esa acción tenga un objeto, sea consciente de lo que hace, traiga el resultado buscado y no sea contraproducente.
Tomemos como ejemplo el incendio de una fábrica en actividad que ocupe 50, 100, 200 o 300 obreros. El director de la fábrica es un hombre como la mayoría de ellos, ni muy bueno ni muy malo; si se prende fuego a la fábrica nada más que porque sí, no se conseguirá más que dejar a los obreros en la calle; enfurecidos éstos por la miseria momentánea a que se ven reducidos, no irán a averiguar las razones que impulsan a los autores del acto, sino que desahogarán su ira en los incendiarios, y contra las ideas que les pusiera la tea en la mano. Esas son las consecuencias de un acto irracional.
Pero supongamos, en cambio, un estado de luchas entre patronos y obreros, o una huelga cualquiera. En esa huelga habrá, seguramente, patronos más feroces que otros, que con sus exacciones hayan ocasionado la huelga o la hagan durar con sus intrigas, inclinando a sus compañeros a resistir las demandas de los huelguistas. Supongamos que a uno de esos patronos se le mata en la revuelta de un camino, poniéndole un létrero que explique que se le ha matado por explotador, o se incendia su fábrica por los mismos motivos. No hay medio de engañarse acerca de las razones que hayan hecho obrar a los autores de esos actos, y podemos estar seguros de que los aplaudiría todo el mundo trabajador. Ese es el acto razonado, lo cual demuestra que siempre deben derivarse de un principio directivo.
El fin justifica los medios es una divisa jesuítica que ciertos camaradas creen oportuno aplicar a la anarquía, pero que no se debe aplicar en realidad más que al que busca la satisfacción egoísta de necesidades puramente personales, sin que le importe hacer daño a los demás; pero cuando se busca la satisfacción en la solidaridad y la justicia, los medios empleados siempre deben ser apropiados al fin, so pena de que resulte lo contrario de lo que se desea.
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