Índice de La sociedad moribunda y la anarquíade Jean GraveRevolución y anarquía ¿Y después?Biblioteca Virtual Antorcha

La sociedad moribunda y la anarquía

Jean Grave

CAPÍTULO DECIMONONO

Ineficacia de las reformas


Al explicar por qué somos revolucionarios, hemos procurado demostrar que la miseria y el descontento engendrados por la mala organización social nos llevan derechamente a la revolución y que, obligados por la fuerza de las cosas a tomar parte en ella, nos interesa prepararnos. Otra razón hay de la cual no hemos hablado más que incidentalmente, y que también es muy importante, puesto que explica por qué no se ocupan los anarquistas en luchar por tener ciertas reformas, presentadas a los trabajadores como panaceas p medios evolutivos de alcanzar gradualmente su emancipación.

Hemos de demostrar que, dada la organización capitalista, la separación de la Sociedad en dos clases, una de las cuales vive a expensas de la otra, en nada se puede mejorar la clase explotada sin aminorar los privilegios de la explotadora y que, por lo tanto, la reforma es ilusoria, un cebo para adormecer al trabajador y hacerle gastar las fuerzas en conquister pompas de jabón que se le rompen en las manos cada vez que quiere cogerlas; y si la reforma pudiera transformar la situación, los privilegiados que detentan el poder se esforzarán en impedir su aplicación o en aprovecharla ellos, y siempre habrá que acabar por recurrir a la violencia.

No hemos de pasar revista a todas las reformas inventadas por políticos apurados, ni criticar todos los camelos electorales expuestos por los candidatos; tendríamos que escribir centenares de tomos.

Creemos que hemos demostrado que la miseria procede de la mala organización económica; el lector comprenderá que prescindamos de todas las que se refieran a cambios políticos. Las reformas económicas que mereren ser discutidas son pocas y fáciles de enumerar:

El impuesto sobre la venta.
La reducción de las horas de trabajo y determinación de un salario mínimum.
La elevación del impuesto sobre las herencias y la abolición de éstas para los colaterales.

Hablemos, para no olvidarla, de la formación de sindicatos y su transformación en sociedades cooperativas de producción, y habremos enumerado todo el programa reformista de los que quieren transformar la sociedad por 1a evolución. Su cantidad es poca, veamos la calidad.

Bastará con estudiar el mecanismo de la Sociedad, con investigar los orígenes de la riqueza, para darse cuenta de que la supuesta reforma no reformaría nada, que no es más que un grosero señuelo destinado a extraviar a los trabajadores, haciéndoles esperar mejoras que no llegarán nunca, impidiéndoles buscar los verdaderos medios para emanciparse.

Muchos burgueses debe de haber que se asusten sólo con ver anunciar la reforma, y se vean ya de8pojado8 por la vil muchedumbre; abundan en la burguesía esos cobardes que se espantan de cualquier ruido, se esconden a la menor alarma, y chillan desesperadamente en cuanto creen que se va a poner mano en cualquiera de sus privilegios.

Puede, que también haya (entre quienes proponen esa reforma) algunos que crean de buena fe en su eficacia. Los chillidos de unos y la candidez de otros, contribuyen admirablemente a engañar a los trabajadores, a hacerles tomar por lo serio la diversión que les impide escuchar, cuando se les demuestra que nada tienen que esperar de sus explotadores, que su emancipación no será real hasta que no haya privilegios.

En la época del diezmo, sabían los trabajadores a qué atenerse sobre lo que pagaban a dueños y tiranos: tanto para el señor, tanto para el cura, etc. Al fin y al cabo, se enteraron de que a ellos les quedaba muy poco. Hicieron la revolución. La burguesía se apoderó del gobierno, y como el pueblo se había batido para abolir el diezmo, y no hubiera sido político restablecerlo, la burguesía inventó el impuesto y las contribuciones indirectas. Así se sigue cobrando el diezmo, pero como los capitalistas, traficantes y otros mediadores, son los que adelantan el diezmo al Estado, reintegrándose con exceso a costa del productor y el consumidor, y como éstos no tratan diroctamente con el fisco, no pueden darse cuenta de lo que ellos pagan, y todo va muy bien en el mejor de los mundos burgueses posibles.

Parece que se pagan de 130 a 140 francos de impuesto al año por cabeza en Francia; poco es eso. ¿Por qué nos hemos de privar del placer de tener un gobierno que asegure nuestra dicha por tan poco dinero? Es baratísimo, y sería tontería renunciar a ello. Muy barato es, en efecto, y el trabajador no se entera de que, siendo el único que produce, es el único que paga, no sólo abona su parte alícuota, sino también la de todos los parásitos que viven a costa de su trabajo.

Y es que, sean cuales fueren los sofismas con que los economistas burgueses han querido apuntalar la existencia de los capitalistaR, lo cierto es, que el Capital no se reproduce por sí mismo, y no puede, ser más que el producto del trabajo; y como los capitalistas no trabajan, su capital es el producto del trabajo ajeno; todo ese comercio de individuó a individuo, de pueblo a pueblo, esos cambios, ese tránsito, son efectos del trabajo, la ganancia recogida por los intermediarios, es el diezmo arrancado por los poseedores del Capital, al trabajo de los productores.

¿Es el dinero gastado el que hace producir a la tierra el trigo, las legumbres y los frutos que han de alimentarnos, o el cáñamo y el lino con que nos vastimos, o los pastos que comen los animales que nos alimentan? ¿Dan las minas los metales que sirven para la industria y para fabricar las herramientas y utensilios que nos son necesarios, por la fuerza sola del capital? ¿Es el Capital el que transforma la primera materia y la convierte en objetos de uso? ¿Quién se atrevería a sostenerlo? La misma economía política que todo lo hace depender del Capital, no llega hasta ese punto. Trata únicamente de demostrar que, siendo indispensable el Capital para llevar a la práctica cualquiera explotación, tiene derecho a la mayor parte del producto, por el riesgo y ventura que corre en la empresa.

Para demostrar la inutilidad del capital, bástenos reproducir la repetida hipótesis de imaginar la desaparición de todos les valores monetarios: oro, plata, billetes de Banco, efectos comerciales, libranzas, talones y otros valores de cambio, ¿se dejaría de producir entonces? ¿Dejaría el aldeano de labrar sus terrones, y el minero de arrancar su subsistencia a la mina, y el obrero de fabricar objetos de uso? ¿No encontrarían los trabajadores medios de prescindir del numerario para el cambio de sus productos y para continuar viviendo y produciendo sin dinero? La respuesta afirmativa a esas preguntas nos lleva a afirmar que el capital no es, para los parásitos, más que un medio de disfrazar su inutilidad, de justificar su mediación, que imponen a los productores para cobrar el diezmo del trabajo ajeno. Sea cual fuere el medio que emplee el Estado para atacarlos en sus rentas, esos ataques acabarán por caer sobre los productores, puesto que ya las rentas salen del trabajo.

Cuanto mayor sea la carga con que se les abrume, más pesadamente recaerá sobre los trabajadores, puesto que la acrecentarán los intermediarios, y al fin y al cabo la cacareada reforma se transformará, por la mala organización social, en medio mayor de explotación y robo.

Después del impuesto sobre la renta, que tuvo su período de auge, la reforma más ponderada a estas horas es la reducción de las horas de trabajo con la determinación de un mínimum de salario.

Reglamentar, en favor de los obreros, las relaciones entre el trabajo y el capital, conseguir no trabajar más que ocho horas en vez de doce, parece a primera vista enorme progreso, y no es de asombrar que muchos lo crean así y empleen todas sus fuerzas en lograr ese paliativo, creyendo que trabajan por la emancipación de la clase proletaria.

Pero en el capítulo de la autoridad hemos visto que ésta no tenía más que una misión, defender el actual orden de cosas; por consiguiente, pedir que el Estado jntervenga en las relaciones sociales entre el capital y el trabajo, es demostrar gran falta de lógica, pues su intervención ha de aprovechar únicamente a sus defendidos.

Estudiando la reforma del impuesto hemos visto que el papel del capitalista era vivir a costa del productor; es burlarse abominablemente de los trabajadores aconsejarles que pidan a los burgueses que acorten sus beneficios cuando agotan todos los medios para acrecentarlos. Se han hecho revoluciones para alcanzar cambios políticos, que estaban lejos de tener tanta importancia.

Si la jornada de trabajo se redujera a ocho horas, dicen los defensores de esa reforma, disminuirían los paros que proceden de la producción excesiva, trabajaría todo el mundo, y eso permitiría a los obreros un sucesivo aumento de salario.

Parece lógico ese razonamiento a primera vista, pero es muy falso para el que se da cuenta de los fenómenos engendrados por la organización viciosa de lo que se llama la sociedad actual.

Hemos demostrado en el capítulo de la Propiedad que si los almacenes están llenos de productos, no es por exceso de producción, sino porque la mayoría de los productores está en la miseria y no puede consumir según sus necesidades: el medio más lógico de que el obrero no carezca de trabajo, sería que se apoderara de los productos fabricados (de los cuales se le despoja) y los consumiera; no nos entenderemos más sobre esto; lo único que nos queda por demostrar es que la aplicación de la reforma no reportaría al trabajador ninguna ventaja pecuniaria.

Cuando un burgués emplea su capital en una industria, es porque espera que esa industria hará fructificar aquellos capitales. En el estado actual, el patrono juzga que necesita diez, once o doce horas para sacar de un obrero la ganancia que se ha propuesto. Reducida la jornada de trabajo a ocho horas, resultará perjudicado el patrono, y fracasan sus cálculos, pero como necesita que sus capitales le produzcan determinado tanto por ciento, y su trabajo como capitalista consiste en sacar esa ganancia, en comprar lo más barato y en vender lo más caro posible, o sea en robar a todos aquellos con quienes efectua transacciones, ya buscará una combinación nueva para sacar lo que se le quiere arrebatar.

Tres medios podrá emplear: o aumentar el precio de los productos, o disminuir el salario de los obreros, o hacer producir a estos en ocho horas la misma cantidad de trabajo que producían en doce.

Los promovedores de la reforma han precavido uno de esos medios pidiendo la fijación de un mínimum de jornal; es probable que los patronos no pensarán en aumentar sus productos, porque se lo impediría la competencia; de todos modos, la carestía de los víveres, que acompaña a la progresión de los salarios nos demuestra que el trabajador no tardaría en soportar todo el peso de la reforma, y si conservara el salario actual por ocho horas de trabajo, sería más desdichado que ahora, porque la subida de los artículos de consumo haría inferior aquel salario.

La América del Norte, y la del Sur demuestran que, donde quiera que el trabajador ha conseguido buenos jornales, han subido en proporción los artículos de consumo, y si ha conseguido que le paguen cuatro duros diarios, necesita cinco para vivir, como puede vivir un obrero que se gana bien la vida, de modo que siempre sale perdiendo.

Pero en estos tiempos de vapor y electricidad, la concurrencia no consiente retrasos; hay que producir deprisa y barato, de modo que los explotadores no tratarán de desquitarse aumentando el precio de los productos. El último medio, el de hacer producir en ocho horas tanto como se producía en doce, es el indicado para los explotadores interesados en conservar sus ganancias.

El obrero tendrá que producir más de prisa; por consiguiente, el exceso de productos que se quería evitar, el paro que se intentaba suprimir, sobrevendrán lo mismo que antes, puesto que la producción será la misma y el trabajador no estara en condiciones de consumir más.

Y los inconvenientes de la reforma no se limitarán a eso; tiene otros más serios: primeramente, la reducción de la jornada de trabajo originará el perfeccionamiento de las máquinas y acrecentará la sustitución del trabajador de carne por el trabajador de hierro, lo cual sería un progreso en una sociedad bien organizada, pero en la actual agrava la miseria del trabajador.

Además, obligado el obrero a trabajar más rápidamente, se verá obligado también a activar sus movimientos, y a concentrar más su atención en el trabajo; todos los resortes de su sér estarán en tensión continua, más perjudicial para su salud que la prolongación del trabajo.

La duración será menos larga, pero, gastando más fuerza en mucho menos tiempo, se cansará más pronto el trabajador.

En Inglaterra, que se nos presenta como ejemplo por los partidarios de ese proyecto, y donde está en vigor la jornada de nueve horas, ésta, en vez de ser una mejora, es una agravación para los trabajadores. Karl Marx, oráculo de los que preconizaban el hermoso proyecto, nos dará las pruebas que necesitamos.

Abramos, por ejemplo, El Capital, de dicho autor, y veremos en la página 105 este fragmento de una memoria de un inspector de fábrica:

Para conservar nuestra cantidad de productos, dice la casa Cochrane de la Brittain Pottery Glascow, hemos recurrido a emplear por mayor máquinas que hacen superfluos a los obreros hábiles, y cada día nos demuestra que podemos producir mucho más que con el método antiguo ... La ley de fábrica (ley de las nueve horas) ha dado por resultado la mayor introducción de máquinas.

En la página 180 del mismo libro, dice:

Aunque los inspectores no se cansan de hacer resaltar los resultados favorables de la legislación de 1844 y 1850, su ven obligados a confesar que el decrecimiento de la jornada ha provocado ya una condensación de trabajo que ataca a la salud del obrero y por consiguiente su fuerza productiva. En la mayor parte de las fábricas de algodón, de seda, etc., el estado do sobreexcitación que exige el trabajo en las máquinas, cuyo movimiento se ha acelerado mucho durante los últimos años, parece que es una de las causas de mortalidad excesiva por afecciones pulmonares señaladas por el doctor Grennhown en su última y admirable memoria. No hay duda ninguna de que la tendencia del capital a desquitarse por la intensificación sistemática del trabajo (desde que la ley le prohibió prolongar las jornadas) y en transformar cada perfeccionamiento del sistema mecánico en nuevo medio de explotación, ha de llegar a un punto, en que sea inevitable una nueva disminución de las horas de trabajo.

Sustitución del trabajador por máquinas, aumento de probabilidades de enfermedad para los que permanecen en el taller, anulación de la reforma hasta el punto de volver al punto de partida (sin contar las demás agravaciones) son las ventajas de la dichosa reforma. ¿Son bastante concluyentes?

Al llegar aquí, nos dicen los partidarios de la jornada de ocho horas: Sí, pero ese progreso del maquinismo se dará también aunque se trabaje doce horas, y puesto que la limitación de la jornada debe producir una mejoría temporal, permitiéndonos no estar más que ocho horas en el taller en vez de doce, es un progreso moral con el cual nos contentamos por lo pronto. Demuestra esto que los partidarios de la susodicha reforma no son descontentadizos, pero nosotros los anarquistas, que somos más exigentes, creemos que es perder el tiempo perseguir reformas que no reforman nada. ¿Para qué hemos de preconizar una cosa que no es buena más que mientras no se aplica, y que al aplicarse resulta contraproduc€nte? El progreso del maquinismo es verdad que persiste, pero ahora lo detiene algo la santa rutina.

Ya se ve cuántos esfuerzos se necesitan para que se adopte una nueva invención; teniendo que escoger los explotadores entre perder ganancias o romper con la rutina, se precipitarán los acontecimientos y se adelantará la Revolución Social que nos parece próxima. Y como esa revolución es inevitable, no queremos que nos sorprenda, queremos estar dispuestos a aprovecharla en beneficio de nuestras ideas. Tratamos de hacer comprender a los trabajadores que nada ganarán con esos paños calientes y que la Sociedad no ha de transformarse como no se destruyan las instituciones que la rigen.

¡Ah! Está muy bien combinada la organización de esa Sociedad explotadora que nos abruma; no basta con modificar su mecanismo, con mejorar sus procedimientos, para que sus efectos varíen. Hemos visto que toda mejora nueva, todo perfeccionamiento de sus máquinas se vuelve inmediatamente contra los que trabajan, convirtiéndose en medio de explotación para los que se han apoderado de la riqueza social. Si queréis que el progreso sea provechoso para todos, si queréis que el trabajador consiga emanciparse, empezad por destruir la causa de los efectos que queréis suprimir.

La miseria de los trabajadores procede de que se ven obligados a producir para una muchedumbre de parásitos que han sabido detentar la mayor parte de las substancias. Si sois sinceros, no perdáis el tiempo en querer conciliar intereses antagónicos, no tratéis de mejorar una situación que no puede dar de sí nada bueno; destruid el parasitismo. Pero como no puede esperarse eso de individuos que son parásitos, ni puede ser obra de una ley, por eso hay que destruir el sistema de la explotación en vez de mejorarlo.

Hay además otra reforma que algunos espíritus (aunque ilustrados) consideran eficaz, y es la subida del impuesto sobre la herencia respecto a los colaterales.

Aumentad ese impuesto, y veréis los mismos resultados que hemos comprobado al hablar del impuesto progresivo. Además, la medida sólo sería aplicable a la propiedad territorial, pero la inutilizarían el desarrollo que inmediatamente se daría a las sociedades anónimas y al sistema de acciones al portador. Los burgueses renunciarían a los dominios de familia, para contentarse con sus palacios, quintas y tierras de caza, como inquilinos, mientras se organizaran sociedades anónimas para el alquiler de dichos inmuebles, burlando al Estado.

Bien se comprende que con ese sistema, la parte de las herencias en que pudiera intervenir el Estado sería muy reducida, e inutilizaría la ley. Por lo tanto, su supresión entre colaterales, quedaría también reducidísima, puesto que una multitud de disposiciones anteriores entre el que quiere legar y loa favorecidos pueden conceder a éstos derechos sobre la fortuna del primero, en forma distinta de la herencia.

Para evitar eso, se necesitarían centenares de leyes que intervinieran en todos los actos y todas las relaciones de los individuos, quitándoles el libre disfrute de la fortuna, y con un sistema tan inqnisitorial, todavía no había seguridad de lograrlo. Haría falta una revolución o un golpe de Estado para que se establecieran medidas tan vejatorias. ¿No vale más llevar a cabo una revolución para progresar que pará emplear vejaciones?

Y admitiendo que esas leyes tuviesen alguna influencia en el régimen de la propiedad, ¿en qué modificaría la situación del trabajador? La propiedad cambiaría de poseedores, pero no iría a parar a manos del trabajador. El Estado se convertiría en propietario. El Estado se transformaría en sindicato de explotación, y al tratar de la autoridad hemos visto que nada se podía esperar de él en favor de los trabajadores.

Mientras sea el dinero el nervio de la organización social, los que lo poseen sabrán aprovecharse de él. Ya explote directamente el Estado las propiedades que vayan a parar a sus manos, ya las subarriende a particuiares, siempre será en beneficio de los actuales poseedores. Aunque beneficiara a una nueva casta, siempre sería en detrimento de la generalidad.

Para admitir la posibilidad de que se aplique esa reforma, ha habido que aceptar otra hipótesis; la burguesía que ha erigido en dogma la inviolabilidad de la propiedad individual, la burguesía cuyo código penal está basado en la legitimidad de esa propiedad y en su defensa, tendría que consentir ese ataque a una organización propietaria que le parece inmutable.

¿Queréis decirme cuánto tiempo se necesitaría para que la burguesía llegara a admitir lo que considera como un ataque a sus derechos, y cuánto tiempo haría falta luego para reconocer, después de aplicarla, que la reforma no servía para maldita la cosa? ¿No sería más largo el tiempo perdido que el que se necesita para realizar nuestras utopias?

Es inútil hacer la crítica de las sociedades de producción y de consumo; hemos demostrado que perseguimos la emancipación general, y la emancipación completa, integral del individuo, no puede llevarse a cabo más que con la emancipación integral de todos; nada nos importan los medios pequeños de emancipaciones particulares. Además, la concentración de los capitales, el desarrollo continuo de las máquinas, necesitan cada vez más el empleo de capitales enormes, por lo cual, esos mismos medios de emancipación de grupos pequeños de individuos, se quiebran entre sus manos sin haber producido nada.

Otros reformistas tratan de contribuir a la obra de emancipación humana, trabajando por el desarrollo del ramo de conocimientos que han adoptado, pero arrastrados por el calor de la lucha, y las dificultades que hay que resolver, acaban por convertir su idea fija en manía, fuera de la cual nada les parece aceptable, y que se les figura una panacea curadora de todos los males que padece nuestra enclenque sociedad.

Muchos de esos fanáticos de una idea preconcebida, son sinceros, y entre ese fárrago de ideas hay alguna nueva que podría dar excelentes resultados en favor de la humanidad si se aplicara en una sociedad bien constituída, pero aplicada aisladamente a una sociedad corrompida, da resultados contrarios a los que se desean, cuando no se las ahoga en germen antes de haberse aplicado. Podemos citar como tipo de esos soldados convencidos de una idea, a G. Ville, con su sistema de abonos químicos.

No hemos de entrar ahora en la explicación completa de ese sistema. Bástenos decir, que habiendo analizado Ville las plantas, ha visto que se componían invariablemente de catorce elementos, que eran los mismos en cada planta, pero variaban de cantidad en cada familia. Analizando en seguida el aire y la tierra, ha visto que la planta podía encontrar en ellos diez de los elementos de que se compone y que no había que proporcionarle en forma de abono más que los otros cuatro elementos, que son: la cal, la potasa, el fósforo y el ázoe, y establecer un sistema de abonos químicos, basados en los terrenos cultivables y en la planta que se había de producir.

Citando cifras, mostrando resultados, se evidencia que en el estado actual de los conocimientos, con un gasto menor de abonos relativamente al estiércol, se puede hacer cuatro o cinco veces mayor el rendimiento del terreno, criar mucho más ganado, empleando menos pastos, y bajar el precio de la carne. De ahí se infiere que la resolución del problema social está en la mejora de la agricultura.

Dice que abundando los productos alimenticios, todos encontrarán ventajas: los propietarios, haciendo recolecciones, cuya abundancia les permita vender barato; los trabajadores, pagando a poco precio, podrán vivir desahogadamente y ahorrar parte del jornal para convertirse también en capitalistas, y todo estará muy bien, en la mejor sociedad posible.

No dudamos de la sinceridad de Ville; según podemos juzgar por lo poco que entendemos de eso, su sistema nos parece muy racional, y no negamos los efectos benéficos que reportaría a la situación de los trabajadores la aplicación general de este método, si en esta sociedad pudieran ganar algo los obreros. Los guarismos que presenta Ville, apoyan la teoría anarquista, cuando ésta afirma que con los datos de la ciencia actual se podría, trabajando mucho menos, dar tanta abundancia a los productos, que no habría necesidad de poner a ración, que todos podrían sacar lo que necesitaran o les conviniera, sin tener que temer la escasez, como temen ciertos espíritus descontentadizos que se creen los únicos equilibrados de la humanidad y declaran que ellos se pasarían muy bien sin autoridades, pero que éstas son necesarias para reprimir los malos instintos que animan al resto de los mortales.

En un folletito llamado Los productos de la tierra, ha demostrado un amigo nuestro, con guarismos oficiales, que en el estado de infancIa en que se encuentra hoy la agricultura, la producción universal tiene un formidable excedente de kilogramos sobre el consumo. Prueba Ville, que con el empleo razonado de los productos químicos, y sin trabajar más, se puede hacer producir a la tierra cuatro o cinco veces más que ahora. ¿No confirma eso cuanto hemos dicho?

Se engaña, cuando ve en su sistema la solución del probiema social y cree que, dada la abundancia de los productos, estarán éstos tan baratos,que los trabajadores podrán vivir gastando poco y ahorrando mucho. Si Ville hubiera leído a los economistas burgueses, Cómo a M. de Molinari, habría aprendido que la superabundancia de los productos en el mercado daba por resultado tal baja en el precio de los productos, que, no remunerando bastante su producción al capitalista, se alejaban los capitales de esa producción hasta que se restableciera el equilibrio y volvieran las cosas a su punto de partida.

Si Ville, absorbiéndose menos en sus cálculos de sabio, se hubiera dado alguna cuenta del funcionamiento de la sociedad, habría visto que aunque en la actualidad haya un exceso enorme de producción sobre el consumo, muchos pedecen de hambre, y que los mejores cálculos teóricos se separan de su objeto, al practicarlos la sociedad actual. Auxiliada la naturaleza por el trabajo y la inteligencia del hombre puede producir por poco precio lo necesario para alimentar a la humanidad: el comercio y el agio, el propietario y el capitalista ya saben cobrarse su diezmo, enrareciendo los productos para venderlos caros y dificultando su producción para subir más los precios ficticios y sostenerlos a la altura fijada por su rapacidad y su necesidad de lucro y parasitismo.

Tomemos como ejemplo el carbón do piedra, producto completamente fabricado; no hay más que sacarlo de la tierra, y sus yacimientos son tan abundantes que se encuentran por todas las regiones del globo, y puedan satisfacer una necesidad ilimitada de consumo. Sin embargo, su precio sigue siendo relativamente elevado, y como su abundancia no lo ha hecho más asequible a los trabajadores, no pueden calentarse todos según las necesidades de la temperatura.

Consiste eso en que las minas han sido monopolizadas por compañías poderosas que limitan su producción y para evitar la concurrencia, han arruinado o comprado las concesiones pequeñas, prefiriendo dejarlas sin explotar, a llenar el mercado y abaratar los precios, lo cual reduciría sus ganancias.

Lo que sucede con el carbón sucederá pronto con la tierra. Los pequeños propietarios, roídos y estrujados por la usura, son expropiados en beneficio del capitalista. La gran propiedad se va reconstituyendo diariamente. El empleo en grande de la maquinaria agrícola crea los sindicatos agrícolas, y esas poderosas compañías anónimas que dominan las fábricas ya, como son regla invariable en el mundo de las minas.

Si se consigue que la tierra produzca cuatro o cinco veces más, se reducirán otro tanto los terrenos productivos, y lo demás se transformará en cotos de caza, y en jardines de recreo para nuestros explotadores. Así empieza a ocurrir en Francia y lo han hecho los lores ingleses en Escocia y en Irlanda, cuyas poblaciones son diezmadas en beneficio de los ciervos y zorros, cuya agitada agonía servirá de pasatiempo a un público selecto semejante al que aplaudía las conferencias en que Ville soltaba las declamaciones filantrópicas de que hemos hecho mención.

Es que la sociedad está constituída de tal manera que el que posee es el amo del mundo. Como los productos no circulan más que con ayuda de los capitales, el dinero es su único dispensador.

Todos cuantos progresos y mejoras creó el trabajo, la industria o la ciencia, se van acumulando entre las manos de quienes poseen, se convierten en medio de explotación más dura, y hacen más espantosa la miseria de los que no poseen nada.

Los perfeccionamientos de la producción hacen a los trabajadores cada vez menos necesarios para el capitalista, acrecientan la concurrencia entre ellos y les obligan a ofrecer más baratos sus servicios. De modo que, aunque se piense favorecer al trabajador, la organización social acrecienta su explotación, y remacha cada vez más la cadena con que están aherrojados.

Hermoso sueño el de usted, señor Ville: multiplicar los productos para que todo el mundo pueda saciar el hambre, hacer que el trabajador pueda ahorrar algún cuarto para hacer frente a las futuras incertidumbres, no son cosas que constituyen todo el ideal humano, pero no se puede pedir más a quien, por su posición, no padece las privaciones físicas y morales que abruman al desheredado. Hermoso es eso, pero es un sueño y lo será mientras no se destruya el sistema de explotación que hace engañosas e ilusorias todas esas promesas. El capitalismo tiene muchos recursos, y suponiendo que la multiplicidad de los productos los rebajara hasta un precio tan módico que el obrero pudiera ahorrar algo de su jornal, intervendría otro factor citado por usted: el aumento de la población.

A estas horas, el mercado industrial está lleno de productos, el desarrollo de las máquinas acrecienta el número de desocupados; éstos, para buscar trabajo, tienen que trabajar muy barato, y como el progreso no se detiene, como cada hombre puede ahora producir como diez, cuando se haya duplicado la población, la producción será veinte voces mayor, y el bienestar que se ha querido crear para los trabajadores irá a aumentar las ganancias del fabricante, que pagará tanto menos a sus esclavos, cuanto más abunden en el mercado.

Dice usted que las reclamaciones de los trabajadores están justificadas hasta cierto punto, mientras no revisten forma violenta. ¿Ha reflexionado usted que luchan hace millares de años; que sus reivindicaciones, siempre estériles, empezaron con el período histórico? Si revisten forma violenta, es porque no se les niega toda satisfacción. ¿Han de seguir posternándose y dando las gracias, cuando nunca han logrado alcanzar nada más que derribando a sus amos, y tomándose la libertad que necesitaban? Nuestros amos pueden decirnos con desdén, creyendo que hablan con siervos: Formulad cortésmente vuestras peticiones; ya veré si me conviene atenderlas. Los que ven en la emancipación del trabajador un acto de justicia y no una concesión, dirán: ¡Queremos! Peor para aquellos a quienes ofenda este lenguaje.

Todo se encadena en el sistema que nos abruma; no basta con buenas intenciones para alcanzar el resultado apetecido; no puede haber mejoras sin destruir el sistema establecido por la explotación y la opresión. No queremos mejorar la opresión y la explotación, sino destruirlas. A esta conclusión tendrán que llegar cuantos, sabiendo sobreponerse al punto de vista mezquino en que se han colocado, aprecien el problema en su conjunto y comprendan que las revoluciones no son obra de hombres, sino de las instituciones que se oponen al progreso, y por consiguiente, las revoluciones son fatales y necesarias.

Cuantos anhelan sinceramente trabajar por el porvenir de la humanidad, comprendan de una vez, que para lograr sus conceptos particulares, no deben maldecir de la revolución, ni tratar de dificultarla; ésta es la única que puede ayudarlos a conseguir su fin, impidiendo al parasitismo que ahogue al progreso en germen o se aproveche de él.

¡Reformas! ¡Reformas! ¿Cuándo se comprenderá que los pueblos han gastado con ellas lo mejor de sus fuerzas, sin alcanzar nada; que están cansados de luchar por utopias más perniciosas que las de su emancipación integral, puesto que el único ataque que a ésta se dirige es llamarla irrealizable? Y esa es una afirmación gratuita; no habiéndose intentado jamás tal emancipación, cuando basta con realizar una reforma para evidenciar su inutilidad.

Se ha dicho que los anarquistas son una traba para la emancipación pacífica de los trabajadores, porque se oponen a las reformas. Ese es un error doble; los anarquistas no son enemigos de las reformas ni las combaten; combaten las mentiras de aquellos que las presentan como fin a los trabajadores, sabiendo que son malos arreglos, cuando no embustes.

No nos parece mal que trabajen por realizar las reformas los que en ellas creen; cuantas más pruebe la burguesía, más se convencerán los trabajadores de que no sirven para nada. Pero nos subleva que nos las presenten como panaceas, y se diga a los trabajadores: Sed buenos y pacientes, y ya veremos si podemos hacer algo por vosotros.

Los que hemos comprendido que las reformas son ilusorias, y que los explotadores ocupan un lugar usurpado, decimos: Trabajadores, eso es una burla, las reformas prometidas son engaños, y además tenéis que pedirlas como una limosna, cuando tenéis derecho a exigir mucho más. Probad, si queréis, los medios que os ofrecen, pero sabed anticipadamente que no servirán para vuestra emancipación. No os entretengáis con el circulo vicioso al cual se os quiere llevar, organizáos para apoderaros de lo que se os debe, dejad que se diviertan con esos embustes los rezagados; la revolución se acerca, formidable, engendrada por la mala organización social, que os arrastrará, a pesar vuestro, a empuñar las armas para defender vuestro derecho a la vida. Cuando tengáis las armas en la mano, no os contentéis con reformas que dejarán subsistente la causa de vuestros males. No hagáis caso de charlatanes, y dad el golpe que ha de echar abajo ese edificio ruinoso que cruje por todas partes, y que aún hay quien se atreve a llamar Sociedad. No lo apuntaléis, revocándolo como se os pide. Arrasadlo para no dificultar la reconstitución de una sociedad mejor.

Índice de La sociedad moribunda y la anarquíade Jean GraveRevolución y anarquía ¿Y después?Biblioteca Virtual Antorcha