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La sociedad moribunda y la anarquía
Jean Grave
CAPÍTULO SÉPTIMO
La autoridad
Tan unido está el problema de la propiedad con el de la autoridad, que al tratar de aquélla, en un capítulo especial, hemos tenido que tratar del origen y evolución de ésta. No volveremos, pues, sobre lo dicho, y nos contentaremos con examinar el período actual, la autoridad que se supone basada en el sufragio universal, en la ley de las mayorías.
Como hemos visto, minado el origen divino de la propiedad y la autoridad, los burgueses han tenido qua buscar otra base más sólida. Habiendo destruído ellos mismos lo del derecho divino; habiendo contribuído a combatir contra el derecho de la fuerza, han tratado de sentar la base del dinero, haciendo las elecciones por el régimen del censo, es decir, por cierta categoría de individuos que pagaban los impuestos más altos. Más adelante se trató de sumarlos con las capacidades, porque lo reclamaron burgueses perdidos.
Pero aquello no podía durar mucho. Discutida la autoridad, perdía fuerza, y los que no tomaban parte en la elección de los amos, no tardaron en reclamar su derecho a ello.
La burguesía, que temía al pueblo, no quería conceder nada; tenía el poder y quería conservario; los trabajadores, para conseguir el sufragio universal, tuvieron que promover una revolución; los burgueses a quienes elevaron al poder se apresuraron a regatearles el derecho adquirido y a limar las uñas del monstruo que temían que los devorara. A la larga, a fuerza de verlo funcionar, acabaron por comprender que no era peligroso para sus privilegios, que no era más que una guitarra que había que saber tocar y que la famosa arma de reivindicación que los trabajadores pensaban haber adquirido (puesto que les habían pagado con su sangre), no era más que un instrumento de dominio, perfeccionado, que esclavizaba a los que se servían de él, creyendo emanciparse. En efecto, ¿qué es el sufragio universal más que el derecho, para los gobernados, de escoger el amo, de escoger la vara que ha de apalearlos? El elector es soberano ... para elegir dueño, pero no tiene derecho a no querer ninguno, porque el que sus vecinos hayan escogido será el suyo. En cuanto suelta la candidatura en la urna, ha firmado su abdicación, ha de acomodarse a los caprichos de los amos escogidos, que harán las leyes, las aplicarán y lo meterán en la cárcel si se desmanda.
No vamos a formar causa al sufragio universal ni a examinar todas las correcciones y añadiduras con que lo han adornado para obviar los antojos de los elegidos, garantizar la soberanía del elector, dándole medios de obligar al elegido a cumplir lo prometido; tal empresa nos elevaría demasiado lejos, y además no tiene ninguna importancia para nosotros, puesto que queremos demostrar que, si no debe haber leyes ni derecho divino, tampoco debe haberlas de mayorías, y que los individuos no deben estar sometidos a más regla que la de su voluntad.
Y disecando el funcionamiento del sufragio universal, llegaremos a demostrar que ni siquiera la mayoría gobierna, sino una minoría muy ínfima, procedente de otra minoría, la cual tampoco es más que una minoría escogida entre una masa gobernada. Es una arbitrariedad que estén excluídos de votar las mujeres y los niños, que sufren las leyes. Si deducimos luego a quienes, por una u otra razón, no usan de esos derechos, tendremos una primera minoría a la cual se reconoce arbitrariamente, como la única apta para elegir amos para todos.
En segundo lugar, el día de la votación, la mayoría es la que ha de decidir teóricamente la elección en el distrito, pero, en la práctica, como la elección de los votantes se reparten entre seis, ocho, diez ó más candidatos (sin contar con los electores que, no encontrando representada su opinión entre la masa de los candidatos, votan contra sus ideales), resulta que el elegido lo es también por una segunda minoría.
En tercer lugar, reunidos ya los elegidos, la mayoría de ellos es la que debe decidir, teóricamente, pero como también entonces las opiniones se dividen en grupos y subgrupos innumerables, resulta en la práctica que son grupitos de ambicioses los que, colocándose entre los partidos extremos, deciden el asunto, dando sus votos a quienes les ofrezcan. más ventajas.
Ya se ve, por lo poco que acabamos de decir, que la supuesta soberanía del elector se limita a muy poca cosa, pero que hay que observar que, para no confundir al lector, hemos simplificado nuestra crítica y hemos supuesto que cada cual obraba lógica y correctamente. Pero si contáramos con las intrigas, chanchullos y cálculos ambiciosos, si hicieramos notar que antes de ser definitivas, pasan las leyes por otra asamblea llamada Senado, nombrada por otra clase de electores, si tenemos en cuenta que el poder legislativo se compone de quinientos y tantos diputados y que cada elector no elige más que uno, y que su voluntad, por lo tanto, equivale a una centésima parte de la voluntad general, reducida además por el veto del Senado, tendremos que la soberanía individual forma parte tan infinitesimal en la soberanía nacional, que se acaba por no dar con ella.
Pues esto no es nada, el sufragio universal produce efectos todavía más desastrosos, da origen al régimen de nulidades y medianías, y lo demostramos.
Toda idea nueva, que se adelanta a su época, está naturalmente en minoría al empezar. Son muy escasos los cerebros bastante abiertos para adoptarla y defenderla. Esto es una verdad inconcusa y la deducción es que los individuos de ideas amplias, verdaderamente inteligentes, están siempre en minoría. La masa general profesa las ideas medias corrientes, y forma la mayoría, elige al diputado que, para salir triunfante, se guardará muy bien de alarmar las preocupaciones de sus electores, de chocar con las ideas corrientes. Al contrario, para llegar a agrupar la más gente posible, habrá elegido un montón de lugares comunes que les suelta a aquellos cuyos votos solicita. Para no asustarlos, habrá de mostrarse más sandio que ellos. Cuanto más incoloro y mediano sea, más probabilidades tendrá de que lo elijan.
Examínese bien la manera que tienen de funcionar todos los grupos, comités, cámaras sindicales, asociaciones de socorros mutuos, de artistas y literatos, etc., siempre encontraréis en su organización jerárquica, nombrados por sufragio universal, los empleos ocupados por individuos que, aparte de su ambición, de su deseo de exhibirse, de dar que hablar, o de crearse una situación a expensas de un compañero, y de cierto espíritu de intriga, son completas medianías.
Y es que todo espíritu original que no se ocupa más que en realizar su ideal, a la fuerza ha de alcanzar a todos aquellos (y no son pocos) que siguen la ley de la santa rutina. El que busca la verdad y quiere hacerla prevalecer, no tiene tiempo de descender a mezquina3 intrigas de bastidores, será derrotado seguramente en la lucha electoral por aquel que, sin ninguna idea original, aceptando las ideas recibidas por la generalidad, tendrá más facilidad para no alarmar a nadie. Cuanta más gente se quiera contentar, más habrá que limpiar de ideas nuevas y originales la línea media de ideas que se adopte, y por lo tanto será vacía, incolora y mediana. Ese es todo el sufragio: un parche sonoro, que suena cuando lo golpean los que quieren hacerle hablar.
Pero aunque se discute la autoridad, aunque nos burlamos de ella y la fustigamos, está desgraciadamente muy lejos de haber desaparecido de nuestras costumbres. Tan acostumbrados están los individuos a que los lleven del ronzal que se considerarán perdidos el día que no haya nadie que los tenga atados. Tan acostumbrados están a que intervengan en todos sus actos el tricornio del guardia civil, las insignias del alcalde, la injerencia de la burocracia, las caras del polizonte y el juez, que han llegado a habituarse a esas sucias promiscuidades, considerándolas como cosas desagradables, a las cuales se da a gusto alguna zancadilla cuando llega el caso, pero cuya desaparición no se puede imaginar sin que la humanidad se disloque. ¡Extraña contradicción del espíritu humano! Se tolera a disgusto esa autoridad, se la burla, se la viola cuando se puede, pero se considera una perdición el suprimirla.
¡Cuestión de costumbre, según parece!
Esa preocupación es tanto más ilógica, digámoslo claro, tanto más bestial, cuanto que el ideal de cada individuo, en lo respectivo a buen gobierno, sería tener uno al cual se pudiera mandar a paseo, cuando quiera éste molestar a aquél. La burguesía ha inventado el sufragio llamado universal para lisonjear ese ideal.
Si ha encontrado tanta adhesión la República entre los trabajadores; si después de tantas decepciones se considera todavía por los gobernados el sufragio universal como un medio de emancipación, es porque se ha llegado a hacerles creer que cambiando de hombres en el poder, se podra transformar el sistema de explotación que nos oprime en otro sistema del cual se derivaran el bienestar y la felicidad para todo el mundo. Profundo error que permite a los intrigantes extraviar a los trabajadores para que persigan reformas ilusorias, que no han de introducir ningún cambio en su situación y los acostumbran a esperarlo todo de un cambio de personal en esa máquina de opresión que se llama Estado. Error que en cada revolución ha permitido a los intrigantes escamotear las victorias populares, instalarse en las prebendas que ocupaban los barridos por la tormenta revolucionaria, y formar una nueva casta de explotadores, creando a su alrededor intereses nuevos que una vez establecidos, han sabido imponerse y reducir al silencio a los que habían tenido la candidez de elevarlos al pináculo.
¡Qué abismo de contradicciones es el espíritu humano! Si se discute con individuos casi inteligentes, reconocerán que si todos los hombres fueran razonables, no habría necesidad de gobierno; ellos se podrían pasar sin él. Pero, desgraciadamente, no todos los hombres son razonables y algunos querrían abusar de su fuerza para oprimir a los demás, vivir a su costa y no hacer nada; para destruir esos inconvenientes, es necesaria una autoridad que les pare los pies.
Lo cual, en términos concretos, equivale a decir que los individuos, considerados en masa, son demasiado malos para entenderse entre sí, pero que, considerados individualmente, o por fracciones, sabrán gobernar a los demás, y que hay que apresurarse a ponerles una fuerza entre las manos para que puedan imponer su voluntad. ¡Desdichada lógica! ¡Qué zancadilla te da el razonar humano.
Mientras haya individuos que manden, ¿no serán forzosamente antagonistas de aquellos a quienes mandan? Los individuos que estén en el poder, aunque sean sinceros, ¿no tendrán ideas propias para hacerlas prevalecer? Y esas ideas, si pueden ser buenas, pueden también ser malas. Anegadas entre la masa, carecerán de fuerza; con la autoridad en manos de quienes las profesan, se impondrán a muchos que las rechazarían. Cuanto más sinceros sean los dueños del poder, más implacables se mostrarán contra los que se rebelen contra su parecer, puesto que tendrán la convicción de que trabajan para hacer venturosa a la humanidad.
Hemos visto en el capítulo anterior que nuestra esclavitud política estaba determinada por nuestra situación económica; tenemos guardia civil, jueces, ministros, etc., porque tenemos banqueros y propietarios; lo uno implica lo otro. Si llegamos a derribar a los que nos explotan' en el taller, si conseguimos deshacernos de los que nos devoran las entrañas, ya no hay necesidad de la fuerza que los defiende, la cual no tiene ya razón de ser.
Son ahora necesarios un gobierno, leyes y diputados para fabricarlas, una magistratura que las aplique, una policía que apoye las decisiones de la magistratura, porque los que poseen necesitan una fuerza para defender aquello de que se han apoderado, contra las reivindicaciones de los desposeídos.
Pero el trabajador, ¿qué tiene que defender? ¿Qué le importa toda la impedimenta gubernativa, cuyos gastos sostiene él solo, sin aprovecharse de ella, pues no sirve más que para enseñarle que su único derecho es el de morirse de hambre en medio de la abundancia que ha creado?
En días sombríos de revolución, cuando la miseria, adquiriendo mayor intensidad echa a la calle a los trabajadores en masa, se yerguen ante él esas instituciones sociales para cerrarles el camino del porvenir. Hay que destruirlas; no hay que crear una aristocracia nueva que no tendría más que un objeto; gozar más y más aprisa a expensas de sus protegidos. Poco importa la mano que le pegue a uno, lo necesario es que no haya ninguna que pegue.
No olvidemos que, sea cual fuere el nombre que se dé a la nueva autoridad, por benigna que quiera parecer, sean cuales fueron las correcciones que se le apliquen y la manera de reclutar su personal, siempre quedará en pie el siguiente dilema: o tendrán fuerza de ley sus decisiones y serán obligatoriaa para todos y necesitará todas las instituciones actuales para aplicarlas y hacerlas respetar, en cuyo caso, hemos de renunciar a la libertad, o los individuos serán libres para discutir las decisiones gubernamentales, conformándose con ellas si les parece, y enviando a paseo a la autoridad si les molesta, y entonces la libertad no se merma, pero el gobierno es inútil, sin dejar de ser una traba y una amenaza.
Deducción: Nada de gobierno.
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