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La sociedad moribunda y la anarquía
Jean Grave
CAPÍTULO OCTAVO
Magistratura
Hemos visto que la autoridad se deriva del derecho que se apoya en la fuerza. Pero como el hombre ha ensanchado la esfera de su pensamiento, esa autoridad ha tenido que justificar su existencia. Combinándose con la religiosidad y el apoyo de los curas, se llamó de origen divino, formó una casta cerrada y llegó más adelante a resistir a la fuerza brutal del rey y los señores; se había fundado la magistratura, y cuando la burguesía se apoderó del poder en 1789, se guardó muy bien de destruir aquella columna del orden social. La nobleza de toga pertenecerá más a la clase media que a la aristocracia. Se contentaron los vencedores con determinar que se ingresara en la magistratura de un modo más conforme con las aspiraciones nuevas.
Como el derecho divino sufrió gran golpe con la decapitación de Luis XVI, la magistratura, para librarse del peligro de pasar por aquel nivel obligatorio no podía seguir apoyándose en aquel derecho. Se inventó, o más bien, se deificó la ley. La magistratura se constituyó en ser guardadora, y aplicadora incorruptible, según ella. La institución más formidable y más necesaria para defender a los privilegiados, conseguía sostenerse, convirtiéndose en sacerdotisa de la nueva entidad: la ley, creada por los nuevos dueños.
La sumisión de Francia al régimen de la ley, es efectivamente una de las conquistas de 1789, cuyos beneficios han ensalzado más los historiadores burgueses. La codificación de la autoridad, en opinión de esos turiferarios, tenía por efecto inmediato legitimar la más desvergonzada arbitrariedad. Los franceses serían todos iguales en lo sucesivo; nada tenía que reclamar ya el pueblo. Ya no había más que un amo, ante el cual todos tendrían que doblar la cerviz, reinando así la igualdad. Ese amo era la Ley.
Pero nosotros, que no nos enamoramos de frases, si queremos averiguar lo ganado con esa transformación por los trabajadores, veremos que ha sido una mera engañifa. Efectivamente, en tiempo de la monarquía absoluta, cuando el rey y los señores obligaban al villano a servirles, no podía haber error en la fórmula: así lo mandamos, que indicaba el origen de su derecho. No invocaban más que el derecho de su espada, del cual hacían más caso que de la voluntad divina. Se obedecían sus órdenes, se aguantaban sus pretensiones, porque no había medios de resistirse; a lo menos, no había estúpidos que vinieran a decir: Hay que obedecer, porque esa es la ley, y debemos acatarla hasta que se derogue.
Si se reconoce que la ley se puede transformar, se da por hecho que puede ser regresiva, y dar eso por hecho es confesar que desde su principio puede ser lesiva para alguien, porque siempre hay individuos que se adelantan a su época. Por lo tanto, la ley no es justa, no tiene el carácter respetable que se le ha querid9 dar. Si esta ley me perjudica en mis intereses o en mi libertad, ¿por qué he de obedecerla, y cuál es el decreto inmutable que puede justificar este abuso?
En materias de ciencia, cuando los sabios, después de muchas investigaciones y trabajos, llegan a formular lo que se llama una ley natural, no resulta eso de que una mayoría o cenáculo de individubs, creyéndose superiores al resto de los mortales, haya decidido que en virtud de su voluntad, se ordena a las fuerzas naturales que obedezcan a tal o cual evolución; nos reiríamos del imbécil a quien tal cosa se le ocurriera.
Cuando se proclama una ley natural, es porque se ha reconocido que si se ha producido un fenómeno o se ha verificado una combinación química, ha sido porque en virtud de tal o cual fuerza, por la existencia de tales o cuales afinidades, y dado el medio en que se ha verificado el fenómeno, era imposible que no se presentara. Tales fuerzas puestas en movimiénto en tales condiciones, producen tal resultado; eso es matemático, y la ley descubierta no viéne a regir el fenómeno, sino explica sus caüSas. Esas leyes pueden discutirse, ponerse en duda y hasta negarse; los diversos cuerpos que componen nuestro mundo no por esa dejarán de combinarse según sus propiedades o afinidades, ni la tierra de girar, sin que sea necesaria fuerza alguna para proteger su evolución y castigar a quienes quisieran violarlas.
En nuestras sociedades no pasa lo mismo. Las leyes parece que no se han hecho más que para violarlas, y es que quienes las han hecho no han consultado más que sus preferencias personales, el interés de la casta que representaban, el grado medio de la evolución moral de una época, sin tener en cuenta el carácter, las tendencias y las afinidades de aquellos que a ellas han de someterse., lo cual sería imposible, dada la diversidad de caracteres y tendencias individuales. Cada propiedad tiene sus leyes; tan imposible es que haya una ley única y universal en sociología como en física, so pena de que esa ley sea arbitraria e inaplicable.
En efecto, en nuestras sociedades no hay una ley que no hiera a una parte de los miembros que componen esa sociedad, ya en sus intereses, ya en sus ideas; no hay una ley que cada partido triunfante no pueda volver contra sus adversarios. Conquistado el poder, todo partido ilegal se conVierte en legal, puesto que sus hechuras son las que aplican la ley.
Podemos, pues, inferir que no siendo la ley más que la voluntad del más fuerte, no se debe obedecer más que cuando se es demasiado débil para resistirse, que nada la legitima, y que la famosa legalidad no es más que mayor o menor cantidad de fuerza. Así es que cuando ciertos farsantes opongan a los trabajadores su razón suprema, a legalidad, deben éstos echarse a reir, preguntando si se les ha consultado para fabricar esas leyes. Y aunque de momento se hubieran adherido a ellas, esas leyes no pueden tener efecto más que mientras quienes las hayan aceptado sigan creyéndolas útiles y quieran obedecerlas.
Tendría gracia que, so pretexto de que en un momento dado de nuestra vida, hemos aceptado una línea de conducta cualquiera, estuviéramos obligados a seguirla durante toda la vida, sin poderla modificar, porque desagradara eso a cierto número de individuos que por una ú otra causa, y encontrándose a gusto con el orden de cosas establecido, quisieran cristalizarse en lo presente.
Más ridículo es todavía querernos someter a las leyes de las generaciones pasadas, la pretensión de hacernos creer que debemos respeto y obediencia a los antojos que algunos caballeros hayan querido codificar y convertir en leyes, hace cincuenta años, ridícula es la osadía de querer esclavizar lo presente a los conceptos de lo pasado.
Por eso recriminamos a todos los fabricantes de leyes, a los que viven de ellas y a los cándidos que las siguen, exclamando que la sociedad no podría subsistir sin leyes, y que los individuos se degollarían mutuamente si les faltara una autoridad tutelar para sostenerlos en el temor y el respeto a las situaciones establecidas.
Más adelante veremos que, a pesar de las leyes y la coacción, siguen cometiéndose crímenes, las leyes son impotentes para reprimirlos y precaverlos, como consecuencia que son de la organización que nos rige y, por lo tanto, que no hay que tratar de sostener o modificar las leyes, sino de cambiar de sistema social.
Lo que más nos indigna es que haya individuos bastante audaces para erigirse en jueces de los demás. Cuando la autoridad se apoyaba en un origen divino, cuando la justicia pasaba por una emanación de Dios, comprendemos que quienes la representaban se creyeran seres aparte, dotados por la voluntad divina, de una partícula de su omnipotencia, de su infalibidad, y se supusieran aptos para distribuir recompensas y castigos entre el rebaño de los simples mortales.
Pero en nuestro siglo de ciencia y libre crítica, se reconoce que todos los hombres están formados de la misma masa, sujetos a las mismas pasiones, a los mismos errores; hoy que la Divinidad agonizante no anima ya con su soplo la razón, siempre infalible, de las autoridades, nos preguntamos, cómo hay hombres bastante ignaros o atrevidos para asumir con serenidad y propósito deliberado, la terrible responsabilidad de arrebatar a otro hombre la vida o una parte de su independencia.
Cuando diariamente y en las cosas más vulgares de la vida no podemos casi nunca llegar a analizar, no sólo las causas que hacen obrar a nuestros prójimos, sino ni siquiera los verdaderos móviles de nuestros actos, ¿cómo se puede tener la osadía de creer desenredar la verdad en un asunto cuyo principio, actores y móviles son desconocidos, y llega al tribunal aumentado, comentado, desnaturalizado por quienes han tomado parte en él de cualquier modo, o no lo conocen más que por referencia?
Los que os las echáis de jueces severos e infalibles de ese hombre que ha matado o robado, ¿sabéis a qué móviles ha obedecido? ¿Conocéis las circunstancias de medio, herencia, o azar que han influído en su cerebro y lo han llevado a cometer el acto de que se le acusa? Vosotros, hombres implacables, que lanzáis el anatema contra el reo que la fuerza pública lleva al banquillo, ¿os habéis preguntado si colocados en el mismo medio y circunstancias que ese hombre, no hubiérais obrado peor? Aunque fuérais los hombres impecables, austeros y sin mancha que parecéis, vosotros que, con una palabra cortáis implacablemente las vidas y libertades humanas, no os atreveríais a pronunciar vuestras sentencias si reflexionárais sobre la fragilidad humana; si tuviérais conciencia de lo que hacéis, retrocederíais espantados.
¿Cómo no han turbar vuestro sueño las pesadilias? ¿Cómo no habéis de soñar con los espectros de las víctimas diarias de vuestra Suprema Justicia? A no ser por el estado de inconsciencia que procede de la estupidez y la costumbre, acabarías por sucumbir bajo el peso del remordimiento y de la persecución de los fantasmas evocados por vuestras sentencias.
Nuestra época de crítica y ciencia positiva, no admite ya el principio de justicia distributiva ni reconoce la legitimidad de una autoridad superior para recompensar al bueno y castigar al malo. Frente a esa antigua doctrina, a la cual dieron lógica los conceptos del tiempo durante una fase de la Humanidad, propagamos la idea opuesta.
No vemos más que actos que nos parecen buenos o malos, según nos sean agradables o desagradables, aprobamos o nos entusiasmamos, defendemos o atacamos, según el beneficio o daño hecho a nuestros intereses, a nuestras pasiones o a nuestro concepto del ideal. La necesidad común de solidaridad que arrastra a los individuos sometidos a los mismos ataques a unirse para defenderse, es para nosotros la futura garantía de un orden social menos perturbado que el nuestro. No juzgamos, obramos y luchamos y creemos que la armonía universal resultará del libre funcionamiento de todos los hombres, cuando la supresión de la propiedad individual no permita que un puñado de individuos pueda esclavizar a sus semejantes.
Por lo tanto, no podemos admitir que seis semanas o seis años después de cometido un acto, un grupo, apoyado en la fuerza armada, se reúna para juzgar en nombre de una entidad cualquiera y recompense o castigue al autor del acto. Eso es hipocresía y cobardía. Reconvenís a un hombre por haber matado, y para demostrarle que ha obrado mal, lo hacéis matar por el verdugo, ese asesino pagado por la sociedad. A él y a vosotros os faltará hasta la disculpa de exponer el pellejo, puesto que obráis apoyados por una fuerza armada que os protege.
Estamos en guerra con la casta dominadora, reconoced, magistrados, que sois quienes la sostenéis, y no nos molestéis con vuestras grandes frases, sostened los privilegios cuya custodia se os a confiado, usad la fuerza que la ignorancia os concede, y dejad en paz a la justicia, que nada tiene que ver con lo que hacéis.
Para que pudiérais conocer mejor la ignominia de vuestro papel de ojeadores, quisiéramos que, siendo inocentes, os tocara caer en las garras de vuestros semejantes para que os juzgaran. En tal situación, podríais apreciar las angustias y terrores que han martirizado a los que han pasado por el banquillo, y a quienes habéis torturado como el gato al ratón.
Oyendo pasar por encima de vuestra cabeza las olas de la elocuencia del fiscal que os censura, veríais pasar por delante de vuestros ojos los espectros de los desdichados inmolados por vosotros en el ara de la vindicta social, y os preguntaríais con terror, si no eran también ellos inocentes.
Sí; anhelaríamos que uno de vosotros, acusado sin razón, pasara los apuros de los que se sientan' en el banquillo; porque si alguna vez se reconociera su inocencia, si volviera a ejercer sus funciones, podríamos presumir que no se sentaría en el tribunal más que para desgarrar la toga y arrepentirse públicamente de su vida criminal de magistrado, juzgador a la ventura y traficante en vidas humanas.
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