Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleAdvertencia de Alexis de Tocqueville a la duodécima ediciónCapítulo segundo de la primera parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Primera parte

Capítulo primero

Configuración exterior de la América del Norte

La América del Norte dividida en dos vastas regiones, una que desciende hacia el polo, otra hacia el ecuador - Valle del Misisipi - Huellas que en él se encuentran de las revoluciones del globo - Orillas del Océano Atlántico, en que se fundaron las colonias inglesas - Diferente aspecto que presentaban la América del Sur y la América del Norte en la época del descubrimiento - Selvas de la América del Norte - Praderas - Tribus errantes de indígenas. Su exterior, sus costumbres, sus lenguas - Huellas de un pueblo desconocido.




La América del Norte presenta, en su configuración exterior, rasgos generales que es fácil discernir al primer golpe de vista.

Una especie de ordenación metódica presidió allí la separación de las tierras y de las aguas, de las montañas y de los valles. Un arreglo tácito y majestuoso se nos revela entre la confusión de los objetos que nos van a servir de estudio y la extremada variedad de cuadros.

Dos vastas regiones la dividen de una manera casi igual.

Una tiene por límite, al Septentrión, el polo ártico; al Este y al Oeste, los dos grandes océanos. Se adelanta en seguida hacia el Sur, y forma un triángulo cuyos lados irregularmente trazados se encuentran más abajo de los grandes lagos del Canadá.

La segunda comienza donde acaba la primera, y se extiende por todo el resto del continente.

Una está ligeramente inclinada hacia el polo, la otra hacia el ecuador.

Las tierras comprendidas en la primera región descienden al Norte por una pendiente tan insensible, que se podría casi decir que forman una planicie. En el interior de este inmenso terraplén, no se encuentran ni altas montañas ni profundos valles.

Las aguas serpentean allí como al azar; los ríos se entremezclan, se juntan, se separan, se vuelven a reunir de nuevo, se pierden en mil pantanos, se extravían a cada instante en medio del laberinto húmedo que formaron, y no ganan en fin, los mares polares sino después de innumerables circuitos. Los grandes lagos que lamen esta primera región no están encauzados, como la mayor parte de los del antiguo mundo, entre colinas y rocas; sus riberas son planas y no se elevan más que unos pies sobre el nivel del agua. Cada uno de ellos forma como una enorme vasija llena hasta los bordes y los más ligeros cambios en la estructura del globo precipitarían sus ondas hacia el lado del polo o hacia el mar de los trópicos.

La segunda región es más accidentada y mejor preparada para llegar a ser morada permanente del hombre. Dos largas cadenas de montañas la dividen en toda su longitud: una, bajo el nombre de Alleghanys, sigue la orilla del océano Atlántico; la otra corre paralelamente al mar del Sur.

El espacio encerrado entre las dos cadenas de montañas comprende 228843 leguas cuadradas (1). Su superficie es, pues, aproximadamente seis veces mayor que la de Francia (2).

Este vasto territorio no forma, sin embargo, más que un solo valle que, descendiendo de la cima redondeada de los Alleghanys, vuelve a subir, sin hallar obstáculos, hasta las cumbres de las montañas Rocallosas.

En el fondo del valle, corre un río inmenso. Hacia él acuden por todas partes las aguas que bajan de las montañas.

Antaño, los franceses lo llamaron el río San Luis, en recuerdo de la patria ausente; y los indios, en su lenguaje, lo denominaron el Padre de las Aguas o Misisipí.

El Misisipí tiene su origen en los límites de las dos grandes regiones de que hablé antes, en la parte más alta de la planicie que las separa.

Cerca de él nace otro río (3) que va a depositar sus aguas en los mares polares. El propio Misisipí parece durante algún tiempo seguro del camino que debe tomar: varias veces vuelve sobre sus pasos y, después de disminuir su marcha en el seno de los lagos y de los pantanos, se decide por fin y traza lentamente su cauce hacia el sur.

Unas veces tranquilo en el fondo del lecho arcilloso que le ha excavado la naturaleza, otras inflado por las tormentas, el Misisipí riega más de mil leguas en su curso (4).

Seiscientas leguas atrás de su desembocadura, el río tiene ya una profundidad media de 15 pies, y barcos de 300 toneladas lo remontan durante un trayecto de cerca de doscientas leguas.

Cincuenta y siete grandes arroyos navegables van a tributarle sus aguas. Se cuenta, entre ellos, un río de 1300 leguas de curso (5), otro de 900 (6), uno de 600 (7), otro más de 500 (8) y cuatro de 200 (9), sin hablar de innumerables riachuelos que acuden de todas partes a perderse en su seno.

El valle que el Misisipí riega parece haber sido creado para él solo; prodiga a voluntad el bien y el mal, y es como su dios. En los alrededores del río, la naturaleza desarrolla una inagotable fecundidad; a medida que se aleja de sus orillas, las fuerzas vegetales se agostan, los terrenos se debilitan, todo languidece y muere. En ninguna parte las grandes convulsiones del mundo han dejado huellas más evidentes que en el valle del Misisipí. El aspecto entero de la región atestigua el trabajo de las aguas. Su esterilidad como su abundancia es su obra. Las olas del océano acumularon en el fondo del valle enormes capas de tierra que han tenido tiempo de nivelarlo. Se encuentran en la orilla derecha del río llanuras inmensas, lisas como la superficie de un campo sobre el que el labrador hubiera hecho pasar su rodillo.

A medida que se aproxima uno a las montañas, el terreno, al contrario, se vuelve cada vez más desigual y estéril; el suelo está por decirlo así, agujereado en mil parajes, y rocas primitivas aparecen aquí y allá, como los huesos de un esqueleto después de que el tiempo consumió los músculos y la carne. Una arena granítica y piedras irregularmente talladas, cubren la superficie de la tierra; algunas plantas impulsan con gran esfuerzo a sus retoños a través de esos obstáculos; se diría un campo fértil cubierto por los restos de un vasto edificio. Al analizar esas piedras y esa arena, es fácil observar una analogía perfecta entre sus elementos y las que componen las cimas áridas y resquebrajadas de las montañas Rocosas. Después de haber precipitado la tierra hasta el fondo del valle, las aguas acabaron sin duda arrastrando consigo una parte de las rocas mismas. Las arrastraron sobre las pendientes más cercanas y, después de haberlas triturado unas contra otras, sembraron la base de las montañas con los despojos arrancados a sus cimas (A).

El valle del Misisipí es, probablemente, lo mejor que Dios ha creado para la vida y descanso del hombre y, sin embargo, se puede decir que no forma todavía más que un vasto desierto.

Sobre la vertiente oriental de los Alleghanys, entre el pie de sus montañas y el océano Atlántico, se extiende un largo conjunto de rocas y de arena que el mar parece haber olvidado al retirarse. Ese territorio no tiene más que 48 leguas de anchura media, pero cuenta 300 leguas de largo. El suelo, en esta parte del territorio norteamericano, no se presta más que con esfuerzo a los trabajos del cultivador. La vegetación es aquí pobre y uniforme.

Sobre esta costa inhospitalaria fue donde se concentraron al principio los esfuerzos de la industria humana. En esa lengua de tierra árida nacieron y crecieron las colonias inglesas, que debían llegar a convertirse un día en los Estados Unidos de América. Es en ella todavía donde se sitúa aún hoy el mejor antecedente de su poder, en tanto que en éstos se unen casi en secreto los verdaderos elementos del gran pueblo al que pertenece sin duda el porvenir del continente.

Cuando los europeos abordaron las orillas de las Antillas, y más tarde las costas de la América del Sur, se creyeron transportados a las regiones fabulosas que habían celebrado los poetas. El mar resplandecía con las luces del trópico; la transparencia extraordinaria de sus aguas descubría por primera vez a los ojos del navegante, la profundidad de los abismos (10). Aquí y allí se mostraban islas perfumadas que parecían flotar como canastillas de flores sobre la superficie tranquila del océano. Todo lo que, en esos lugares encantados, se ofrecía a la vista, parecía preparado para las necesidades del hombre, o calculado para sus placeres. La mayor parte de los árboles estaban cargados de frutos nutritivos, y los menos útiles al hombre deleitaban su mirada por el brillo y la variedad de sus colores. En una selva de limoneros olorosos, de higueras silvestres, de mirtos de hojas redondas, de acadas y de laureles, entrelazados por lianas floridas, una multitud de pájaros desconocidos por Europa dejaban resplandecer sus alas púrpura y azul, y mezclaban el concierto de sus voces a las armonías de una naturaleza llena de movimiento y de vida (B).

La muerte estaba oculta bajo manto tan brillante; pero no se le hacía caso todavía, entonces, y reinaba por lo demás en el aire de esos climas no sé qué influencia enervante que ataba al hombre al momento que vivia y lo tornaba inconsciente del porvenir.

La América del Norte apareció bajo otro aspecto. Todo en ella era grave, serio y solemne. Se hubiera dicho que había sido creada para llegar a ser los dominios de la inteligencia, como la otra la morada para los sentidos.

Un océano turbulento y brumoso envolvía sus orillas. Rocas granílicas le servían de protección. Los bosques que cubrían sus orillas mostraban un follaje sombrío y melancólico; no se veía crecer en ellos sino el pino, el alerce, la encina verde, el olivo silvestre y el laurel.

Después de penetrar a través de ese primer recinto, se encaminaba uno bajo las sombras de la floresta central. Allí se encontraban confundidos los más grandes árboles que crecen en los dos hemisferios: el plátano, el catalpa, el arce de azúcar y el álamo de Virginia enlazaban sus ramas con las del roble, del haya y del tilo.

Como en las selvas sometidas al dominio del hombre, la muerte hería aquí sin dar cuartel; pero nadie se encargaba de levantar los restos. Se acumulaban, pues, unos sobre otros. El tiempo no era bastante para reducirlos rápidamente a polvo y preparar nuevos lugares. Pero entre estos mismos restos, el trabajo y la producción proseguían sin cesar. Plantas trepadoras y hierbas de toda especie se abrían paso a través de los obstáculos. Se arrastraban a lo largo de los árboles abatidos, se encontraban entre el polvo, levantaban y quebraban la corteza herida que los cubría abriendo camino para sus tiernos retoños. Así era como venía en cierto modo a ayudar a la vida. Una y otra estaban frente a frente y parecían haber querido mezclar y confundir sus obras.

Esas selvas encerraban una oscuridad profunda. Mil arroyuelos, cuyo curso no había podido aún dirigir el trabajo del hombre, mantenían en ellas una eterna humedad. Apenas se veían algunas flores, algunas frutas silvestres y algunas aves. La caída de un árbol derribado por la edad, la catarata de un río, el mugido de los búfalos y el silbido del viento eran los únicos que turbaban el silencio de la naturaleza.

Al este del gran río, los bosques desaparecían en parte y en su lugar se extendían praderas sin límites. La naturaleza, en su infinita variedad, ¿había negado tal vez la simiente de los árboles a esas fértiles campiñas o, más bien, la selva que las cubría había sido destruida antaño por la mano del hombre? Ni las tradiciones ni la investigación han podido descubrirlo.

Esos inmensos desiertos no estaban, sin embargo, enteramente privados de la presencia del hombre. Algunos pueblos caminaban errantes desde hacía siglos bajo las sombras de la selva o entre los pastos de las praderas. A partir de la desembocadura del San Lorenzo hasta el delta del Misisipí, desde el Océano Atlántico hasta el mar del Sur, esos salvajes tenían entre sí puntos de semejanza que atestiguaban su origen común. Pero, por lo demás, diferían de todas las razas conocidas (11); no eran ni blancos, como europeos, ni amarillos como la mayor parte de los asiáticos, ni negros como los africanos; su piel era rojiza, sus cabellos largos y relucientes, sus labios delgados y los pómulos de sus mejillas muy salientes. Las lenguas que hablaban los pueblos salvajes de Norteamérica, diferían entre sí por las palabras, pero todas estaban sometidas a las mismas reglas gramaticales. Esas reglas se apartaban en varios puntos de aquellas que hasta entonces habian parecido presidir la formación del lenguaje entre los hombres.

El idioma de los norteamericanos parecia el producto de combinaciones nuevas; denotaba por parte de sus inventores un esfuerzo de inteligencia de que los indios de nuestros días parecen poco capaces (C).

El estado social de esos pueblos difería también en varios aspectos de lo que se veía en el viejo mundo: se hubiera dicho que se habían multiplicado libremente en el seno de sus desiertos, sin contacto con razas más civilizadas que la suya. No se encontraba en ellos esas nociones dudosas e incoherentes del bien y del mal, esa corrupción profunda que se mezcla de ordinario a la ignorancia y la rudeza de costumbres, de las naciones civilizadas que se han vuelto de nuevo bárbaras. El indio no se debía más que a sí mismo; sus virtudes, sus vicios, sus prejuicios, eran su propia obra: había crecido en la independencia salvaje de su naturaleza.

La grosería de los hombres del pueblo, en los países civilizados, no procede solamente de que son ignorantes y pobres, sino de que siendo tales se encuentran diariamente en contraste con los hombres ilustrados y ricos.

La convicción de su infortunio y de su debilidad, que día a día se enfrenta la dicha y el poder de algunos de sus semejantes, excita en su corazón la cólera y el temor y el complejo de su inferioridad y de su dependencia los irrita y humilla. Este estado interior del alma se manifiésta en sus costumbres, así como en su lenguaje; son a la vez insolentes y zafios.

Esta verdad se prueba fácilmente por medio de la observación. El pueblo es más grosero en los países aristocráticos que en cualquiera otra parte; en las ciudades opulentas que en los campos.

En esos lugares, donde hay hombres poderosos y ricos, los débiles y los pobres se sienten como agobiados por su bajeza. No contando con ningún medio para volver a obtener la igualdad, desconfían enteramente de ellos mismos y caen por debajo de la dignidad humana.

Cuando llegaron los europeos, el indígena de la América del Norte ignoraba todavía el valor de la riqueza y se sentía indiferente ante el bienestar que el hombre civilizado adquiere con ella. Sin embargo, no se notaba en él nada grosero; imperaba por el contrario en su manera de obrar su reserva habitual y cierta clase de cortesía aristocrática.

Dulce y hospitalario en la paz, implacable en la guerra, más allá de los límites conocidos de la ferocidad humana, el indio se exponía a morir de hambre por socorrer al extranjero que llamaba en la noche a la puerta de su cabaña, y destrozaba con sus propias manos los miembros palpitantes de su prisionero. Las más famosas Repúblicas antiguas no habían admirado jamás valor más firme, ni almas más orgullosas, ni más elocuente amor por la independencia, que los que se ocultaban entonces en los bosques ignorados del Nuevo Mundo (12). Los europeos produjeron poca impresión al abordar las orillas de la América del Norte y su presencia no hizo nacer ni envidia ni miedo. ¿Qué imperio podían tener sobre hombres semejantes? El indio sabía vivir sin necesidades, sufrir sin quejarse y morir cantando (13). Como todos los demás miembros de la gran familia humana, aquellos salvajes creían en la existencia de un mundo mejor, y adoraban bajo diferentes nombres al Dios creador del universo. Sus nociones sobre las grandes verdades intelectuales eran en general simples y filosóficas (D).

Por primitivo que parezca el pueblo cuyo carácter trazamos aquí, no se podría dudar, sin embargo, de que otro pueblo más civilizado, más adelantado que él, lo hubiese precedido en las mismas regiones.

Una tradición oscura, pero difundida entre la mayor parte de las tribus indias de las orillas del Atlántico, nos enseña que antaño la morada de esas mismas tribus había estado establecida al oeste del Misisipí. A lo largo de las riberas del Ohio y en todo el valle central, se encuentran aún cada día montículos levantados por la mano del hombre. Cuando se excava hasta el centro de dichos monumentos, se encuentran, según dicen, osamentas humanas, instrumentos extraños, armas y utensilios de todas clases hechos de diferentes metales, que hacen pensar en usos ignorados por las razas actuales.

Los indios en nuestros días no pueden dar ninguna información sobre la historia de ese pueblo desconocido. Los que vivían hace trescientos años, a raíz del descubrimiento de América, nada dijeron tampoco para deducir siquiera una hipótesis. Las tradiciones, monumentos perecederos del mundo primitivo, renacientes sin cesar, no proporcionan ninguna luz. Allá, sin embargo, vivieron millares de semejantes nuestros; no puede dudarse. ¿Cuándo llegaron, cuál fue su origen, su destino y su historia? ¿Cuándo y cómo perecieron? Nadie podría decirlo.

Cosa extraña, hay pueblos que han desaparecido tan completamente de la tierra, que el recuerdo mismo de su nombre se ha borrado; sus lenguas se han perdido, su gloria se desvaneció como un sonido sin eco; pero no sé si hay uno solo que no haya dejado al menos una tumba en recuerdo de su paso. Así, de todas las obras del hombre, la que más dura es la que se refiere a sus despojos y sus miserias.

Aunque el vasto territorio que se acaba de describir estuviese habitado por numerosas tribus indígenas, se puede decir con justicia que en la época de su descubrimiento no era más que un desierto. Los indios lo ocupaban, pero no lo poseían. Por medio de la agricultura es como el hombre se apropia del suelo, y los primeros habitantes de la América del Norte vivían del producto de la caza. Sus implacables prejuicios, sus pasiones indómitas, sus vicios y tal vez más sus salvajes virtudes, los conducían a una destrucción inevitable. La ruina de esos pueblos comenzó el día en que los europeos abordaron a sus orillas, continuó después y en nuestros días acaba de consumarse. La Providencia, al colocados entre las riquezas del Nuevo Mundo, parece no haberles concedido sobre ellas más que un corto usufructo. Estaban allí, en cierto modo, como esperando. Esas costas, tan bien preparadas para el comercio y la industria, esos ríos tan profundos, el inagotable valle del Misisipí, el continente entero, fueron entonces como la cuna aún vacía de una gran nación.

Allí fue donde los hombres debían tratar de construir la sociedad sobre cimientos nuevos, y donde, ensayando por primera vez teorías hasta entonces desconocidas o reputadas inaplicables, se iba a dar al mundo un espectáculo para el cual la historia del pasado no lo había preparado.




Notas

(1) 3474870 kilómetros cuadrados. Véase Darby's View of the United-States, pág. 499.

(2) Francia tiene 35 181 leguas cuadradas (500986 km.2).

(3) El río Colorado.

(4) 4000 kilómetros. La legua de posta tíene 3898 metros. Véase Description des Etats-Unis, por Warden, t. 1, pág. 166.

(5) El Missouri. Véase ibid., t. 1, pág. 132.

(6) El Arkansas. Véase ibid., t. 1, pág. 188.

(7) El río Colorado. Véase ibid., t. 1, pág. 190.

(8) El Ohio. Véase ibid., t. 1, pág. 192.

(9) El Illinois, el San Pedro, el San Francisco, el Moingona.

(A) Véase sobre todos los países del Oeste donde los europeos no han penetrado todavía, los dos víajes emprendidos por el mayor Long, a expensas del Congreso.

Mr. Long dice especialmente, a propósito del gran desierto norteamericano, que es preciso trazar una casi línea paralela al grado 20 de longitud (meridiano de Washington) -el grado 20 de longitud, siguiendo el meridiano de Washington, se equipara casi al grado 99 siguiendo el meridiano de París-, partiendo del río Colorado y terminando en el río Plano. De esa línea imaginaria hasta las montañas Rocallosas, que limitan el valle del Misisipí al Oeste, se extienden inmensas llanuras, cubiertas en general de arena rebelde al cultivo o salpicadas de piedras graníticas. Están privadas de agua en estío. No se ven allí sino grandes rebaños de búfalos y de caballos salvajes. Se encuentran también algunas hordas de indios, pero en pequeño número.

El mayor Long ha oído decir, al remontar el río Plano en la misma dirección, que el mismo desierto se encontraba siempre a su izquierda; pero no pudo verificar por sí mismo la exactitud del informe. Lonfts expedition, vol. II, pág. 361.

Cualquiera que sea la confianza que merece la relación del mayor Long, no hay que olvidar que no hizo más que atravesar la región de que habla, sin trazar grandes zigzags fuera de la línea que seguía.

(10) Las aguas son tan transparentes en el mar de las Antillas -dice Malte-Brun, vol. III, pág. 726- que se distinguen los corales y los peces a 60 brazas de profundidad. El barco parece deslizarse en el aire; una especie de vértigo se apodera del viajero, cuya mirada se sumerge a través del fluido cristalino, en medio de jardines submarinos donde moluscos y peces dorados brillan entre espesuras de fucos y bosques de algas marinas.

(B) La América del Sur, en sus regiones intertropicales, produce con una increíble profusión esas plantas trepadoras conocidas bajo el nombre genérico de lianas. La flora de las Antillas presenta más de cuarenta especies diferentes de ellas. Entre los más graciosos de estos arbustos se encuentra la granadilla. Esta bonita planta, dice Descourtiz en su descripción del reino vegetal de las Antillas, por medio de los zarcillos de que está provista, se adhiere a los árboles y forma arcadas movibles, coluronatas ricas y elegantes por la belleza de las flores púrpura moteadas de azul que las adornan, y que halagan el olfato por el perfume que exhalan. Vol. I, pág. 265.

La acacia de grandes vainas es una liana muy gruesa que se desarrolla rápidamente y, corriendo de árbol en árbol, cubre a veces más de media legua. Vol. III, pág. 227.

(11) Se han descubierto después algunas semejanzas entre la conformación física, la lengua y los hábitos de los indios de la América del Norte y los de los tunguses, de los manchúes, de los mongoles, de los tártaros y de otras tribus nómadas del Asia. Estos últimos ocupan una posición cercana al Estrecho de Behring, lo que permite suponer que en una época antigua pudieron venir a poblar el continente desierto de América. Pero la ciencia no ha logrado todavía esclarecer este punto. Véase sobre esta cuestión a Malte-Brun, vol. V; las obras del barón de Humboldt; Fischer, Conjeturas sobre el origen de los norteamericanos; Adair, History of the American Indians.

(C) SOBRE LAS LENGUAS AMERICANAS. Las lenguas que hablan los indios de América, desde el Polo Ártico hasta el Cabo de Hornos, están todas formadas, se dice, sobre el mismo modelo y sometidas a las mismas reglas gramaticales; de donde se puede concluir, con gran verosimilitud, que todas las naciones indias han salido de la misma familia.

Cada poblado del Continente americano habla un dialecto diferente; pero las lenguas propiamente dichas existen en muy pequeño número, lo que tiende a probar que las naciones del Nuevo Mundo no tienen un origen muy antiguo.

En fin, las lenguas de América son de una extremada regularidad. Es, pues, propable que los pueblos que se sirven de ellas no han estado todavía sometidos a grandes revoluciones y no se han mezclado forzada o voluntariamente con naciones extranjeras, porque en general es la unión de varias lenguas en una sola la que produce las irregularidades de la gramática.

No hace mucho tiempo que las lenguas americanas, y en particular las lenguas de la América del Norte, han atraído la atención seria de los filólogos. Se descubrió entonces, por primera vez, que ese idioma de un pueblo bárbaro era el producto de un sistema de ideas muy complicadas y de combinaciones muy sabias. Se dieron cuenta de que esas lenguas eran muy ricas y que al formarlas se había tenido mucho cuidado de atender a la delicadeza del oído.

El sistema gramatical de los americanos difiere de todos los demás en varios puntos, pero principalmente en esto: Algunos pueblos de Europa, entre otros los alemanes, tienen la facultad de combinar, si es necesario, diferentes expresiones, y de dar así un sentido complejo a ciertas palabras.

Los indios extendieron de la manera más sorprendente esta misma facultad, y han llegado a fijar, por decirlo así, en un solo punto un gran número de ideas. Esto se comprenderá sin dificultad con ayuda de un ejemplo citado por M. Duponceau, Sociedad Filosófica de América.

Cuando una mujer delaware juega con un gato o con un perrito -dice- se la oye algunas veces pronunciar la palabra kuligatschis. Esta palabra está compuesta así: k es el signo de la segunda persona, y significa tu; uli es un fragmento de la palabra wulit, que significa hermoso, bonito; gat es otro fragmento de la palabra wichgat, que significa pata, en fin, schis, es una terminación diminutiva que trae consigo la idea de pequeñez. Así, en una sola palabra, la mujer india dijo: Tu bonita patita.

He aquí otro ejemplo que muestra con qué fortuna los salvajes de América saben componer sus palabras.

Un joven en lengua delaware se dice Pilapé. Esta palabra está formada de pilsit, casto, inocente, y de lenapé, hombre; es decir, el hombre en su pureza e inocencia.

Esta facultad de combinar entre sí las palabras se hace notar sobre todo de manera muy extraña en la formación de los verbos. La acción más complicada se expresa a menudo por un solo verbo, y casi todos los matices de la idea obran sobre el verbo y lo modifican.

Los que quisieran examinar más en detalle este asunto, que no he hecho aquí sino tocar muy superficialmente, deberán leer:

1° La correspondencia de M. Duponceau con el reverendo Hecwelder, relativa a las lenguas indias. Esta correspondencia se encuentra en el primer volumen de las Memorias de la Sociedad Filosófica de América, publicadas en Filadelfia, en 1819, por Abraham Small, págs. 356-464.

2° La Gramática de la lengua delaware o lenape, por Geiberger, y el prefacio de M. Duponceau, adjunto. Se encuentra en las mismas colecciones, vol. III.

3° Un resumen muy bien hecho de esos trabajos, contenido al fin del volumen VI de la Enciclopedia Americana.

(12) Se ha visto entre los iroqueses atacados por fuerzas superiores, dice el presidente ]efferson (Notas sobre Virginia, p. 148), a los ancianos desdeñar el recurrir a la fuga o sobrevivir a la destrucción de su comarca y desafiar a la muerte, como los antiguos romanos en el saqueo de Roma por los galos.

Más adelante, página 150: No hay ejemplo, dice, de un indio caído en poder de sus enemigos que haya pedido la vida. Se ve por el contrario al prisionero buscar, por decirlo así, la muerte en manos de sus vencedores, insultándolos y provocándolos de todas las maneras.

(13) Véase la Historia de la Louisiana, por Lepage-Dupratz; Charlevoix, Historia de la Nueva-Francia; Cartas del Rev. Hecwelder, Transactions of the American Phylosophical Society, vol. 1; Jefferson, Notas sobre Virginia, págs. 135-190. Lo que dice Jefferson es sobre todo de gran valor, a causa del mérito personal del escritor, de su posición particular y del siglo positivo y exacto en el cual escribía.

(D) Se encuentra en Charlevoix, tomo I, pág. 235, la historia de la primera guerra que los franceses del Canadá sostuvieron, en el año de 1610, contra los iroqueses. Estos últimos, aunque armados de flechas y arcos, opusieron una resistencia desesperada a los franceses y a sus aliados. Charlevoix, que no es, sin embargo, un gran pintor, deja ver muy bien en este fragmento el contraste que ofrecían las costumbres de los europeos y las de los salvajes, así como las diferentes maneras en que esas dos razas entendían el honor.

Los franceses -dice- se apoderaron de las pieles de castor con las que los iroqueses que veían tendidos en el campo estaban cubiertos. Los hurones, sus aliados, quedaron escandalizados de este espectáculo. Estos, por su parte, comenzaron a llevar a cabo sus crueldades ordinarias con los prisioneros y devoraron a uno de los que habían sido muertos, lo que causó horror a los franceses. Así -añade Charlevoix- esos bárbaros se jactaban de un desinterés que estaban sorprendidos de no encontrar en nuestra nación, y no comprendían que había menos mal en el despojo de los muertos que en saciarse con sus carnes como bestias feroces. El mismo Charlevoix, en otro pasaje, vol. I, pág. 230, pinta de esta manera el primer suplicio de que Champlain fue testigo y el regreso de los hurones a su aldea:

Después de haber andado ocho leguas -dice- nuestros aliados se detuvieron, y tomando a uno de los cautivos le reprocharon todas las crueldades que había ejecutado con los guerreros de su nación caídos en sus manos, y le declararon que debía atenerse a ser tratado de la misma manera, añadiendo que, si tenia corazón, lo atestiguaría cantando; él entonó entonces su canción guerrera y todas las que sabia, pero con un tono muy triste -dice Champlain-, que no habla tenido tiempo todavía de darse cuenta de que toda la música de los salvajes tiene algo lúgubre. Su suplicio, acompañado de todos los horrores de que hablaremos más tarde, aterró a los franceses, que hicieron en vano todos los esfuerzos por ponerle fin. La noche siguiente, habiendo soñado un hurón que era perseguido, la retirada se cambió en una verdadera huida y los salvajes no se detuvieron ya en ningún paraje hasta que estuvieron fuera de todo peligro.

Desde el momento en que hubieron divisado las cabañas de su aldea, cortaron largos bastones, a los que ataron las cabelleras que habían obtenido en la distribución y las llevaron como en triunfo. Al ver esto las mujeres acudieron, se arrojaron a nado y, habiendo juntado las canoas, tomaron esas cabelleras aún sangrantes de manos de sus maridos y se las ataron al cuello.

Los guerreros ofrecieron uno de esos horribles trofeos a Champlain, y le obsequiaron además con algunos arcos y flechas, únicos despojos de los que los iroqueses quisieron apoderarse, rogándole los mostrara al rey de Francia. Champlain vivió solo todo un invierno en medio de esos. bárbaros, sin que ni su persona ni sus propiedades hubiesen estado comprometidas.

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