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LIBRO PRIMERO
Segunda parte
Capítulo tercero
La libertad de prensa en los Estados Unidos
Dificultad de restringir la libertad de prensa - Razones particulares que tienen ciertos pueblos en mantener esta libertad - La libertad de prensa es una consecuencia necesaria de la soberanía del pueblo, como se entiende en Norteamérica - Violencia del lenguaje de la prensa periódica en los Estados Unidos - La prensa periódica tiene instintos que le son propios; el ejemplo de los Estados Unidos lo prueba - Opinión de los norteamericanos sobre la represión judicial de los delitos de prensa - Por qué la prensa es menos poderosa en los Estados Unidos que en Francia.
La libertad de prensa no deja solamente sentir su poder sobre la opinión política, sino también sobre todas las opiniones de los hombres. No modifica sólo las leyes, sino las costumbres. En otra parte de esta obra, trataré de determinar el grado de influencia que ha ejercido la libertad de prensa sobre la sociedad civil en los Estados Unidos; tratare de discernir la dirección que ha dado a las ideas, y las costumbres que ha hecho tomar al espíritu y a los sentimientos de los norteamericanos. En este momento, no quiero examinar sino los efectos producidos por la libertad de prensa en el mundo político.
Confieso que no profeso a la libertad de prensa ese amor completo e instantáneo que se otorga a las cosas soberanamente buenas por su naturaleza. La quiero por consideración a los males que impide, más que a los bienes que realiza.
Si alguien me mostrara, entre la independencia completa y la servidumbre entera del pensamiento, una posición intermedia donde yo pudiese permanecer, me establecería en ella tal vez; pero, ¿quién descubrirá esa posición intermedia? Partís de la licencia de la prensa, y marcháis hacia el orden: ¿Qué hacéis? Sometéis desde luego los escritores a los jurados; pero los jurados absuelven, y lo que no era más que la opinión de un hombre aislado se convierte en la opinión del país. Habéis hecho, pues, demasiado y demasiado poco; es necesario adelantar todavía. Entregáis a los autores a magistrados permanentes; pero los jueces están obligados a oír antes de condenar. Lo que se hubiera temido confesar en el libro, se proclama impunemente en la defensa. Lo que se hubiera dicho oscuramente en un escrito, se encuentra así repetido en mil. La expresión es la forma exterior y, si puedo expresarme así, el cuerpo del pensamiento; pero no es el pensamiento mismo. Nuestros tribunales detienen el cuerpo, pero el alma se les escapa y se desliza sutilmente entre sus manos. Habéis hecho, pues, demasiado y demasiado poco. Es necesario continuar la marcha. Abandonáis al fin los escritores a los censores; ¡muy bien!, nos acercamos a la solución. Pero acaso, ¿la tribuna politica no es libre? No habéis hecho nada todavía; mejor dicho, habéis acrecentado el mal. ¿Tomaréis, por ventura, el pensamiento como una de esas potencias materiales que se acrecientan por el número de sus agentes? ¿Contaréis a los escritores como a los soldados de un ejército? A la inversa de todas las potencias materiales, el poder del pensamiento aumenta a menudo por el pequeño número de quienes lo expresan. La palabra de un hombre poderoso, que penetra sola en medio de las pasiones de una asamblea muda, tiene mayor poder que los gritos confusos de mil oradores; y por poco que se pueda hablar libremente en un solo lugar público, es como si se hablara públicamente en cada aldea. Os es necesario, pues, destruir la libertad de hablar, tanto como la de escribir; esta vez, estamos en el puerto: todos se callan. ¿Pero a dónde habéis llegado? Habéis partido de los abusos de la libertad, y os encuentro bajo los pies de un déspota.
Habéis ido de la extrema independencia a la extrema servidumbre, sin encontrar, en tan largo espacio, un solo lugar en que podáis colocaros firmemente.
Hay pueblos que, independientemente de las razones generales que acabo de enunciar, tienen otras particulares que deben ligarlos a la libertad de prensa.
En ciertas naciones que se pretenden libres, cada uno de los agentes del poder puede impunemente violar la ley, sin que la constitución del país dé a los oprimidos el derecho de quejarse ante la justicia. En esos pueblos no hay que considerar ya la independencia de la prensa como una de las garantías, sino como la única garantía que queda de la libertad y de la seguridad de los ciudadanos.
Si los hombres que gobiernan esas naciones hablaran de arrebatar su independencia a la prensa, el pueblo entero podría responderles: dejadnos perseguir vuestros crímenes ante los jueces ordinarios y quizá consentiremos entonces nosotros en no apelar al tribunal de la opinión.
En un país donde rige ostensiblemente el dogma de la soberanía del pueblo, la censura no es solamente un peligro, sino un absurdo inmenso.
Cuando se concede a cada uno el derecho de gobernar a la sociedad, es necesario reconocerle la capacidad de escoger entre las diferentes opiniones que agitan a sus contemporáneos, y de apreciar los diferentes hechos cuyo conocimiento puede guiarle.
La soberanía del pueblo y la libertad de la prensa son, pues, dos cosas enteramente correlativas: la censura y el voto universal son, por el contrario, dos cosas que se contradicen y no pueden encontrarse largo tiempo en las instituciones políticas de un mismo pueblo. Entre los doce millones de hombres que viven en el territorio de los Estados Unidos, no hay uno solo que haya propuesto todavía restringir la libertad de prensa.
El primer periódico que cayó en mis manos al llegar a Norteamérica contenía el artículo siguiente, que traduzco con fidelidad:
En todo este asunto, el lenguaje de Jackson (el Presidente) ha sido el de un déspota sin corazón, preocupado únicamente por conservar su poder. La ambición es su crimen, y en ella encontrará su castigo. Tiene por vocación la intriga, y la intriga confundirá sus designios y le arrancará su poder. Gobierna por la corrupción, y sus maniobras culpables tenderán a su confusión y a su vergüenza. Se ha mostrado en la arena política como un jugador sin pudor y sin freno. Ha triunfado; pero la hora de la justicia se acerca. Bien pronto le será preciso devolver lo que ha ganado, arrojar lejos de si su dado engañador, y acabar en algún retiro donde pueda blasfemar en libertad contra su locura, porque el arrepentimiento no es una virtud que haya sido dado a su corazón conocer jamás.
(Vicenne's Gazette).
Muchas personas en Francia se imaginan que la violencia de la prensa depende entre nosotros de la inestabilidad del estado social, de nuestras pasiones políticas y del malestar general que es su consecuencia. Esperan, pues, sin cesar, una época en que, al recuperar la sociedad una vida tranquila, la prensa se calmará a su vez. En cuanto a mí, atribuiría de buena gana a las causas indicadas arriba el extremo ascendiente que tiene sobre nosotros; pero no creo que esas causas influyan mucho sobre su lenguaje. La prensa periódica me parece tener instintos y pasiones propios de ella, independientemente de las circunstancias entre las que actúa. Lo que ocurre en Norteamérica acaba de probármelo.
Norteamérica es tal vez, en este momento, el país del mundo que encierra en su seno menos gérmenes de revolución. En Norteamérica, sin embargo, la prensa tiene los mismos gustos destructores que en Francia, y la misma violencia sin las mismas causas de cólera. En Norteamérica, como en Francia, es ese poder extraordinario, tan extrañamente mezclado de bienes y de males, que sin ella la libertad no podría vivir y que con ella apenas puede mantenerse el orden.
Lo que debe decirse es que la prensa tiene mucho menos poder en los Estados Unidos que entre nosotros. Nada, sin embargo, es más raro en ese país que ver una acusación judicial dirigida contra ella. La razón es muy sencilla: los norteamericanos, al admitir el dogma de la soberanía del pueblo, hicieron de ella una aplicación sincera. No tuvieron la idea de fundar, con elementos que cambian todos los días, constituciones cuya duración fuera eterna. Atacar las leyes existentes no es, pues, criminal siempre que no se pretenda sustraerse a ellas por la violencia.
Ellos creen, por otra parte, que los tribunales son impotentes para moderar la prensa y que, como la sutileza del lenguaje humano escapa sin cesar al análisis judicial, los delitos de esta índole se deslizan de las manos que se tienden para cogerlos. Piensan que, a fin de poder obrar eficazmente sobre la prensa, sería necesario encontrar un tribunal que no solamente estuviese consagrado al orden existente, sino que también pudiese colocarse por encima de la opinión pública que se agita en torno suyo; un tribunal que juzgara sin admitir la publicidad, fallara sin motivar sus decisiones y castigase la intención, más todavía que las palabras. Quienquiera que tuviese el poder de fundar y mantener semejante tribunal, perdería su tiempo en perseguir la libertad de la prensa; porque entonces sería amo absoluto de la sociedad misma, y podría desembarazarse de los escritores al mismo tiempo que de sus escritos. En materia de prensa, no hay realmente término medio entre la servidumbre y el libertinaje. Para recoger los bienes inestimables que asegura la libertad de prensa, es preciso saber someterse a los males inevitables que provoca. Querer obtener unos, escapándose de los otros es entregarse a una de esas ilusiones que acarician de ordinario las naciones enfermas, cuando fatigadas de la lucha y agotadas por el esfuerzo, buscan los medios de hacer coexistir a la vez, en el mismo suelo, opiniones enemigas y principios contrarios.
El menguado poder de los periódicos en Norteamérica depende de varias causas. Las principales son:
La libertad de escribir, como todas las demás libertades, es tanto más temible cuanto más nueva es. Un pueblo que nunca ha oído tratar ante él los asuntos del Estado, cree al primer tribuno que se presenta. Entre los angloamericanos, esa libertad es tan antigua como la fundación de las colonias; la prensa, por lo demás, que tan bien sabe inflamar las pasiones humanas, no puede, sin embargo, crearlas por sí misma. Ahora bien, en Norteamérica, la vida política es activa, variada y hasta agitada, pero raras veces se ve turbada por pasiones profundas. Es raro que éstas se levanten cuando los intereses materiales no están comprometidos, y en los Estados Unidos esos intereses prosperan. Para juzgar la diferencia que existe sobre este. punto entre los Estados Unidos y nosotros, no tengo más que echar una mirada sobre los periódicos de ambos pueblos. En Francia, los anuncios comerciales sólo ocupan un espacio muy restringido, las noticias mismas son poco numerosas; la parte esencial de un periódico, es aquella donde se encuentran las discusiones políticas. En Norteamérica, las tres cuarta, partes del inmenso diario que tenemos ante nuestros ojos están llenas de anuncios, el resto ocupado a menudo por noticias políticas o por simples anécdotas; de vez en cuando solamente, se percibe en un rincón ignorado, una de esas discusiones ardientes que son entre nosotros el alimento cotidiano de los lectores.
Todo poder aumenta la acción de sus fuerzas a medida que se centraliza su dirección. Ésa es una ley general de la naturaleza que el examen. demuestra al observador, y que un instinto más seguro aún siempre ha dado a conocer a los menores déspotas.
En Francia, la prensa reúne dos especies de centralizaciones distintas.
Casi todo su poder está concentrado en un mismo lugar y, por decirlo así, en las mismas manos, porque sus órganos existen en muy pequeño número.
Así constituido, en medio de una nación escéptica, el poder de la prensa no debe tener casi límites. Es un enemigo con quien el gobierno puede hacer treguas más o menos largas, pero frente al cual le es difícil vivir largo tiempo.
Ni una ni otra de las dos especies de centralizaciones de que acabo de hablar existe en N orteamérica.
Los Estados Unidos no tienen capital: las luces, como el poder están diseminadas en todas las partes de su vasto territorio; los rayos de la inteligencia humana, en lugar de partir de un centro común, se cruzan allí en todos sentidos; los norteamericanos no han colocado en ninguna parte la dirección general del pensamiento, como tampoco la de los negocios.
Esto se deriva de circunstancias locales que no dependen de los hombres; pero he aquí que proviene de las leyes.
En los Estados Unidos, no hay patentes para los impresores, ni timbre o registro para los periódicos; en fin, la regla de las cauciones es desconocida.
Resulta de ello que la creación de un diario es una empresa simple y fácil; pocos abonados bastan para que el periodismo pueda cubrir sus gastos: por eso el número de los escritos periódicos o semi periódicos sobrepasa a todo lo imaginable. Los norteamericanos más ilustrados atribuyen a esta increíble diseminación de las fuerzas de la prensa su pequeño poder: es un axioma de la ciencia política en los Estados Unidos, que el único medio de neutralizar los efectos de los periódicos es el de multiplicar su número. No podría yo figurarme que una verdad tan evidente no se haya hecho todavía más vulgar entre nosotros. Que los que quieren hacer revoluciones con ayuda de la prensa traten de no darle sino algunos órganos poderosos, lo comprendo sin esfuerzo; pero que los partidarios oficiales del orden establecido y los sostenes naturales de las leyes existentes crean atenuar la acción de la prensa concentrándola, es algo que yo no podría absolutamente concebir. Los gobiernos de Europa me parecen obrar frente a la prensa de la misma manera que obraban antaño los caballeros respecto de sus adversarios. Han observado por su propio uso que la centralización era un arma poderosa, y quieren proveer de ella a su enemigo, a fin sin duda de tener más gloria en resistirle.
En los Estados Unidos, no hay casi poblado que no tenga su periódico. Se concibe sin dificultad que entre tantos combatientes, no se puede establecer ni disciplina, ni unidad de acción: así se ve a cada uno enarbolar su propia bandera. No es que todos los periódicos políticos de la Unión se hayan alineado en pro o en contra de la administración; sino que la atacan o la defienden por cien medios diversos. Los diarios no pueden, pues, establecer en los Estados Unidos una de esas grandes corrientes de opinión que elevan o desbordan los diques más poderosos. Esta división de fuerzas de la prensa produce todavía otros efectos no menos sorprendentes: como la creación de un periódico es cosa fácil, toda la gente puede ocuparse de ella; por otra parte, la competencia hace que un periódico no pueda esperar muy grandes provechos; lo que impide que las altas capacidades industriales se mezclen en esa especie de empresas. Aunque los diarios fuesen por otra parte una fuente de riqueza, como son excesivamente numerosos, los escritores de talento no pueden bastarse para dirigirlos. Los periódicos, en los Estados Unidos tienen, pues, en general una posición poco elevada; su educación no se encuentra más que esbozada, y el giro de sus ideas es a menudo vulgar.
Ahora bien, en todas las cosas la mayoría hace ley y establece cierto ritmo con el que todos en seguida se conforman; el conjunto de esos hábitos comunes se llama un espíritu: hay el espíritu de la barra, el espíritu de la corte. El espíritu del periodista, en Francia, es discutir de una manera violenta, pero elevada y a menudo elocuente, los grandes intereses del Estado. Si no es siempre así, es porque toda regla tiene sus excepciones. El espíritu del periodista, en los Estados Unidos, es atacar groseramente, sin arte y sin concierto, las pasiones de aquéllos a quienes se dirige; abandonar los principios para cebarse en los hombres; seguir a éstos en su vida privada, y poner al desnudo sus debilidades y sus vicios.
Es deplorable tal abuso del pensamiento. Más tarde, tendré ocasión de investigar qué influencia ejercen los periódicos sobre el gusto y la moralidad del pueblo norteamericano; pero, lo repito, no me ocupo en este momento sino del mundo político. No puede uno dejar de admitir que los efectos políticos de esta licencia de la prensa contribuyen indirectamente al mantenimiento de la tranquilidad pública. Resulta de ello que los hombres que tienen ya una posición elevada en la opinión de sus conciudadanos, no se atreven a escribir en los periódicos (1), y pierden así el arma más temible de que pueden servirse para remover en su provecho las pasiones populares. Resulta de esto, sobre todo, que las opiniones personales expresadas por los periodistas no son, por decirlo así, de ningún peso ante los ojos de los lectores. Lo que ellos buscan en los periódicos, es el conocimiento de los hechos. Sólo alterando o desnaturalizando esos hechos es como el periodista puede dar a su opinión alguna influencia.
Reducida a esos únicos recursos, la prensa ejerce todavía un inmenso poder en Norteamérica. Hace circular la vida política en todas las partes de ese vasto territorio. Es ella la que con ojo siempre vigilante pone sin cesar al descubierto los secretos resortes de la política, y obliga a los hombres públicos a comparecer alternativamente ante el tribunal de la opinión. Es ella la que concilia los intereses en torno de ciertas doctrinas y formula el programa de los partidos; por medio de ella, éstos se hablan sin verse y se escuchan sin ponerse en contacto. Cuando un gran número de órganos de la prensa logra caminar por la misma vía, su influencia a la larga se hace casi inevitable y la opinión pública, atacada siempre por el mismo lado, acaba por ceder ante sus golpes.
En los Estados Unidos, cada periódico tiene individualmente poco poder; pero la prensa periódica, es todavía, después del pueblo, la primera de las potencias (A).
La libertad de prensa en los Estados Unidos
Las opiniones que se sostienen bajo el imperio de la libertad de prensa en los Estados Unidos son a menudo mds tenaces que las que se forman en otra parte bajo el imperio de la censura.
En los Estados Unidos, la democracia lleva sin cesar hombres nuevos a la dirección de los negocios públicos; el gobierno pone, pues, poca continuidad y orden en sus medidas. Pero los principios generales del gobierno son allí más estables que en muchos otros países, y las opiniones principales que regulan la sociedad se muestran más durables. Cuando una idea ha tomado posesión del espíritu del pueblo norteamericano, ya sea justa o irrazonable; nada es más difícil que extirparla de él.
El mismo hecho ha sido observado en Inglaterra, el país de Europa donde se vieron durante un siglo la más grande libertad de pensar Y los prejuicios más invencibles.
Atribuyo este efecto a la misma causa que, a primera vista, parece debía impedirle producirse, a la libertad de la prensa. Los pueblos en los que existe esa libertad se apegan a sus opiniones tanto por orgullo como por convicción. Las quieren, porque les parecen justas, y también porque son de su elección, y se aferran a ellas, no solamente como a una cosa verdadera, sino como a una cosa que les es propia.
Hay otras varias razones todavía.
Un gran hombre ha dicho que la ignorancia estaba en los dos extremos de la ciencia. Tal vez hubiera sido más exacto decir que láS convicciones profundas no se encuentran sino en los dos extremos, y que en medio está la duda. Se puede considerar, en efecto, a la inteligencia humana en tres estados distintos y a menudo sucesivos.
El hombre cree firmemente, porque acepta sin profundizar. Duda cuando las objeciones se presentan. A menudo logra resolver todas sus dudas, y entonces vuelve a comenzar a creer. Esta vez, ya no abraza la verdad al azar y en tinieblas; sino que la ve frente a frente y camina directamente hacia su luz (2).
Cuando la libertad de la prensa encuentra a los hombres en el primer estado, les deja durante largo tiempo todavía ese hábito de creer firmemente sin reflexionar; solamente que ella cambia cada día el objeto de sus creencias irreflexivas. En todo el horizonte intelectual, el espíritu del hombre continúa, pues, no viendo sino un punto a la vez; pero ese punto varía sin cesar. Éste es el tiempo de las revoluciones súbitas. ¡Desdichadas las generaciones que, primero, admiten de repente la libertad de la prensa!
Bien pronto, sin embargo, el círculo de las ideas nuevas ha sido recorrido. La experiencia llega, y el hombre se sumerge en una duda y en una desconfianza universales.
Puede decirse que la mayoría de los hombres se detendrá en uno de estos dos estados: o creerá sin saber por qué, o no sabrá precisamente lo que debe creer.
En cuanto a esa otra especie de convicción reflexiva y dueña de sí misma, que nace de la ciencia y se eleva en medio de las mismas agitaciones de la duda, no será nunca dado alcanzada sino a un número muy pequeño de hombres.
Ahora bien, se ha observado que, en los siglos de fervor religioso, los hombres cambiaban algunas veces de creencia; en tanto que en los siglos de duda cada uno guardaba obstinadamente la suya. Acontece otro tanto en la política, bajo el imperio de la libertad de prensa. Habiendo sido combatidas y puestas en tela de juicio alternativamente todas las teorías sociales, los que se hallan adheridos a alguna la conservan, no tanto porque están seguros de que es buena, sino porque no están seguros de que haya alguna mejor.
En esos siglos, no se hacen matar tan fácilmente por sus opiniones; pero no se cambian, y se encuentran en ellos, a la vez, menos mártires y menos apóstatas.
Añádase a esta razón otra más poderosa aún: en la duda de las opiniones, los hombres acaban por adherirse únicamente a los instintos y a los intereses materiales, que son mucho más visibles, más tangibles y permanentes por naturaleza que las opiniones.
Es una cuestión muy difícil de decidir al de saber quién gobierna mejor, si la democracia o la aristocracia. Pero es claro que la democracia estorba a uno, y que la aristocracia oprime a otro.
Es ésta una vecdad que se establece por sí misma y que no hay necesidad de discutir: sois rico, y yo soy pobre.
Notas
(1) No escriben en los periódicos sino en los raros casos que quieren dirigirse hablar en su propio nombre: cuando, por ejemplo, se han esparcido sobre ellos imputaciones calumniosas y desean restablecer la verdad de los hechos.
(A) En abril de 1704 fue cuando apareció el primer periódico norteamericano. Fue publicado en Boston. Véase Colección de la Sociedad Histórica de Massachuretts, tomo VI, pág. 66.
Se haría mal en creer que la prensa periódica ha sido siempre libre en Norteamérica; se ha intentado establecer en ella análogo a la previa censura y a la caución.
He aquí lo que se encuentra en los documentos legislativos de Massachusetts, con fecha 14 de enero de 1722.
El comité nombrado por la asamblea general (el cuerpo legislativo de la provincia) para examinar el asunto relativo al periódico intitulado New England Courant, piensa que la tendencia de dicho periódico es querer ridiculizar la religión y hacerla caer en el desprecio; que los autores sagrados son tratados en él de manera profana e irreverente; que la conducta de los ministros del Evangelio es interpretada con malicia, que el gobierno de Su Majestad es insultado, y que la paz y la tranquilidad de estas provincias son perturbadas por dicho periódico; en consecuencia, el comité es de opinión que se prohiba a James Franklin, impresor y editor, imprimir en lo sucesivo el susodicho periódico o cualquier otro escritor, antes de haberlos sometido al secretario de la provincia. Los jueces de paz del cantón de Suffolk estarán encargados de obtener del dicho Franklin una caución que responderá de su buena conducta durante el año que va a comenzar.
La proposición del comité fue aceptada y se convirtió en ley, pero el efecto fue nulo. El periódico eludió la prohibición poniendo el nombre de Benjamin Franklin. en lugar de James Franklin al pie de sus columnas, y la opinión acabó por hacer justicia a la medida.
(2) Y no sé todavía si esa convicción reflexiva y dueña de sí eleva siempre al hombre al grado de ardor y de abnegación que inspiran las creencias dogmáticas.
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