LIBRO PRIMERO
Segunda parte
Capítulo octavo
Lo que modera en los Estados Unidos la tiranía de la mayoría
Ausencia de centralización definitiva
La mayoría nacional no tiene la idea de hacerlo todo - Está obligada a servirse de los magistrados de la comuna y de los condados para ejecutar su voluntad soberana.
He distinguido precedentemente dos especies de centralizaciones: llamé a la una gubernamental, y a la otra administrativa.
Sólo la primera existe en Norteamérica; la segunda, es allí casi desconocida.
Si el poder que dirige a las sociedades norteamericanas encontrara a su disposición esos dos medios de gobierno, y juntara al derecho de mandar en todo la facultad y el hábito de ejecutado todo por sí mismo; si, después de haber establecido los principios generales del gobierno, penetrara en los detalles de la aplicación y después de haber regulado los grandes intereses del país, pudiese descender hasta el límite de los intereses individuales, la libertad sería bien pronto barrida del nuevo mundo.
Pero, en los Estados Unidos, la mayoría, que tiene a menudo los gustos y los instintos de un déspota, carece aún de los instrumentos más perfeccionados de la tiranía.
El gobierno central no se ha ocupado nunca más que de un pequeño número de objetos, cuya importancia atrajo sus miradas. No ha intentado arreglar las cosas secundarias de la sociedad. Nada indica que haya concebido siquiera el deseo de realizarlo. La mayoría, al volverse cada vez más absoluta, no ha incrementado las atribuciones del poder central; no ha hecho sino transformarlo en omnipotente centro de su esfera. Así, el despotismo puede ser muy pesado sobre un punto, pero no podría extenderse a todos.
Por mucho que se deje arrastrar por sus pasiones, que pudiese ser la mayoría nacional; por ardiente que sea en sus proyectos, no podría hacer que en todos los lugares, de la misma manera y en el mismo momento, todos los ciudadanos se sometan a sus deseos. Cuando el gobierno central que la representa ha ordenado soberanamente, debe atenerse, para la ejecución de su mandato, a agentes que a menudo no dependen de él y que no puede dirigir a cada instante. Los cuerpos municipales y las administraciones de los condados forman como otros tantos escollos ocultos que retardan o dividen la ola de la voluntad popular. Aunque la ley fuera opresiva, la libertad encontraría todavía un abrigo en la manera de ejecutar la ley; y la mayoría no podría descender a los detalles y, si me atrevo a decirlo, a las puerilidades de la tiranía administrativa. Ni siquiera imagina que puede hacerlo, porque no tiene la entera conciencia de su poder. No conoce todavía más que sus fuerzas naturales, e ignora hasta dónde el arte de gobernar podría extender sus límites.
Esto merece que se medite sobre ello. Si alguna vez llegara a fundarse una República democrática como la de los Estados Unidos, en un país donde el poder de uno solo hubiera establecido ya y hecho fraguar, en las costumbres y en las leyes, la centralización administrativa, no temo decirlo, en semejante República, el despotismo se volvería más intolerable que en ninguna de las monarquías absolutas de Europa. Sería necesario pasar a Asia para encontrar algo con qué compararla.
El espíritu legista en los Estados Unidos y cómo sirve de contrapeso a la democracia
La utilidad de investigar cuáles son los instintos naturales del espíritu legista - Los legistas llamados a desempeñar un gran papel en la sociedad que trata de nacer - Cómo el género de trabajo a que se dedican los legistas da un giro aristocrático a sus ideas - Causas accidentales que pueden oponerse al desarrollo de esas ideas - Facilidad que encuentra la aristocracia en unirse a los legistas - Cómo los legistas forman el único elemento aristocrático propicio por naturaleza para combinarse con los elementos naturales de la democracia - Causas particulares que tienden a dar un giro aristocrático al esPíritu del legista inglés y norteamericano - La aristocracia norteamericana está en el banquillo de los abogados y en la sede de los jueces - Influencia ejercida por los legistas sobre la sociedad norteamericana - Cómo su espíritu penetra en el seno de los legisladores, en la administración, y acaba por dar al pueblo mismo algo de los instintos de los magistrados.
Cuando se visita a los norteamericanos y se estudian sus leyes, se ve que la autoridad que han concedido a los legistas, y la influencia que les han dejado tomar en el gobierno, forman hoy día la más poderosa barrera contra los extravíos de la democracia. Este efecto creo que obedece a una causa general que es necesario buscar, porque puede reproducirse en otra parte.
Los legistas han estado mezclados en todos los movimientos de la sociedad política, en Europa, desde hace quinientos años. Unas veces sirvieron de instrumento a los poderes políticos y otras tomaron a esos poderes políticos como instrumento. En la Edad Media, los legistas cooperaron maravillosamente para extender la dominación de los reyes y, desde entonces, trabajaron poderosamente para restringir ese mismo poder. En Inglaterra, se les vio unirse íntimamente a la aristocracia; en Francia, se mostraron sus enemigos más peligrosos. ¿Los legistas no ceden más que a impulsos súbitos y momentáneos, u obedecen poco más o menos, según las circunstancias, a instintos que les son naturales y que se reproducen siempre? Quisiera esclarecer este punto, porque quizá los legistas están llamados a desempeñar el primer papel en la sociedad política que trata de nacer.
Los hombres que han hecho un estudio especial de las leyes, han aprendido en esos trabajos hábitos de orden, cierto gusto de las formas y una especie de amor instintivo hacia el encadenamiento regular de las ideas, que los hacen naturalmente muy opuestos al espíritu revolucionario y a las pasiones irreflexivas de la democracia.
Los conocimientos especiales que los legistas adquieren estudiando la ley les aseguran un rango aparte en la sociedad y forman una especie de clase privilegiada entre las más cultivadas. Encuentran cada día la idea de esa superioridad en el ejercicio de su profesión; son los maestros de una ciencia necesaria, cuyo conocimiento no está difundido; sirven de árbitros entre los ciudadanos, y el hábito de dirigir hasta el fin las pasiones ciegas de los litigantes les proporciona cierto menosprecio por el juicio de la multitud. Añádase a esto que forman naturalmente un cuerpo. No es que se entiendan entre sí y se dirijan de consuno hacia un mismo punto, pero la comunidad de estudios y la unidad de métodos ligan los espíritus unos a otros, como el interés podría unir sus voluntades.
Se encuentra, pues, escondida en el fondo del alma de los legistas una parte de los gustos y de los hábitos de la aristocracia. Tienen, como ella, una inclinación instintiva hacia el orden y un amor natural por las formas. Como ella, sienten un gran disgusto por los actos de la multitud y menosprecian secretamente el gobierno del pueblo.
No quiero decir que esas inclinaciones naturales de los legistas sean bastante fuertes para encadenarlos de manera irresistible. Lo que domina en los legistas, como en todos los hombres, es el interés particular y sobre todo el interés del momento.
Hay sociedad en la que los hombres de leyes no pueden alcanzar en el mundo político un rango análogo al que ocupan en la vida privada. Se puede estar seguro de que, en una sociedad organizada de esa manera, los legistas son agentes muy activos de la revolución. Pero hay que investigar si la causa que los lleva entonces a destruir o a cambiar, nace en ellos de una disposición permanente o de un accidente. Es verdad que los legistas contribuyeron singularmente a derribar la monarquía francesa en 1789. Queda por saber si obraron así porque habían estudiado las leyes o porque no podían contribuir a hacerlas.
Hace quinientos años, la aristocracia inglesa se ponía a la cabeza del pueblo y hablaba en su nombre. Hoy día, sostiene el trono y se erige en campeón de la autoridad regia. La aristocracia tiene, sin embargo, instintos y tendencias que le son propios.
Hay que guardarse también de tomar a miembros aislados del cuerpo por el cuerpo mismo.
En todos los gobiernos libres, cualquiera que sea su forma, se encontrará a los legistas en las primeras filas de todos los partidos. Esta misma observación es también aplicable a la aristocracia. Casi todos los movimientos democráticos que han agitado al mundo han sido dirigidos por nobles.
Un cuerpo selecto no puede alcanzar nunca todas las ambiciones que encierra. Se encuentran en él más talentos y pasiones que empleos, y no se deja de encontrar a un gran número de hombres que, no pudiendo subir bastante aprisa sirviéndose de los privilegios del cuerpo, tratan de hacerlo atacando esos privilegios.
No pretendo que llegue un momento en el que todos los legistas -ni tampoco que en todos los tiempos la mayor parte de ellos- deban mostrarse como amigos del orden y enemigos de los cambios.
Digo que en una sociedad donde los legistas ocupen sin disputa la posición elevada que les corresponde naturalmente, su espíritu será eminentemente conservador y se mostrará antidemocrático.
Cuando la aristocracia cierra sus filas a los legistas, encuentra en ellos enemigos muy peligrosos. Por debajo de ella por su riqueza y por su poder, son independientes en razón de sus trabajos, y se sienten a su nivel por sus luces.
Pero, siempre que los nobles han querido compartir con los legistas algunos de sus privilegios, esas dos clases hallaron para unirse grandes facilidades y se encontraron por decirlo así como siendo de la misma familia.
Estoy igualmente inclinado a creer que será siempre fácil a un rey hacer de los legistas los más útiles instrumentos de su poder.
Hay infinitamente más afinidad entre los hombres de ley y el poder ejecutivo, que entre ellos y el pueblo, aunque los legistas hayan a menudo ayudado a derribar el poder. Del mismo modo que hay más afinidad natural entre los nobles y el rey, aunque a menudo se haya visto a las clases superiores de la sociedad unirse a las demás para luchar contra el poder regio.
Lo que los legistas ansían sobre todas las cosas, es la vida de orden y la mayor garantía del orden es la autoridad. No hay que olvidar por otra parte que, si aprecian la libertad, colocan en general a la legalidad muy por encima de ella. Temen menos a la tiranía que a la arbitrariedad y, en tanto que el legislador se encargue por sí mismo de quitar a los hombres su independencia, estaran casi contentos.
Pienso, pues, que el príncipe que en presencia de una democracia avasalladora tratase de abatir el poder judicial en sus Estados y disminuir en ellos la influencia política de los legistas, cometería un gran error. Abandonaría la sustancia de la autoridad para apoderarse de su sombra.
No dudo que le fuese más provechoso introducir a los legistas en el gobierno. Después de haberles confiado el despotismo en forma de violencía, tal vez lo volvería a encontrar en sus manos bajo los rasgos de la justicia y de la ley.
El gobierno de la democracia es favorable al poder político de los legistas. Cuando el rico, el noble y el príncipe están excluidos del gobierno, los legistas llegan a él por decirlo así con pleno derecho, porque son entonces los únicos hombres ilustrados y hábiles que el pueblo puede escoger fuera de él.
Si los legistas están naturalmente inclinados por sus gustos hacia la aristocracia y el príncipe, lo están también naturalmente hacia el pueblo por su interés.
Así, los legistas quieren el gobierno de la democracia, sin compartir sus inclinaciones y sin imitar sus debilidades, doble causa para ser poderoso por ella y sobre ella.
El pueblo, en la democracia, no desconfía de los legistas, porque sabe que su interés está en servir su causa. Los escucha sin cólera, porque no Supone en ellos pensamientos ocultos. En efecto, los legistas no quieren derribar el gobierno que se dio la democracia, pero se esfuerzan sin cesar en dirigirlo siguiendo una tendencia que no es la suya, y por medios que le son extraños. El legista pertenece al pueblo por su interés y por su nacimiento, y a la aristocracia por sus hábitos y por sus gustos. Es como el ligamen natural entre ambas cosas, como el anillo que las une.
El cuerpo de legistas forma el único elemento aristocrático que puede mezclarse sin esfuerzo a los elementos naturales de la democracia, y combinarse de una manera afortunada y durable con ellos. No ignoro cuáles son los defectos inherentes al espíritu legista y, sin embargo, sin esa mezcla del espíritu legista con el espíritu democrático, dudo que la democracia pudiese gobernar largo tiempo a la sociedad. No puedo tampoco creer que, en nuestros días, una República pudiera consolidarse, si la influencia de los legistas en los negocios no creciera allí en proporción al poder del pueblo.
Este carácter aristocrático que percibo en el espíritu legista es mucho más pronunciado aún en los Estados Unidos y en Inglaterra que en ningún otro país. Eso no estriba solamente en el estudio que los legistas ingleses y norteamericanos hacen de las leyes, sino en la naturaleza misma de la legislación y en la posición que esos intérpretes ocupan en los dos pueblos.
Los ingleses y los norteamericanos han conservado la legislación de sus antecesores, es decir, que continúan desempolvando de las opiniones y decisiones legales de sus padres, las que deben tener en materia legal y las decisiones que tienen que emitir.
En un legista inglés o norteamericano, el gusto y el respeto por lo antiguo se junta casi siempre al amor de lo que es regular y legal.
Esto tiene todavía una influencia sobre el criterio de los legistas y, por consiguiente, sobre la marcha de la sociedad.
El legista inglés o norteamericano investiga lo que ha sido hecho; el legista francés, lo que se ha debido querer hacer. Uno quiere fallos, el otro razones.
Cuando escuchamos a un legista inglés o norteamericano, quedamos sorprendidos al verle citar tan a menudo la opinión de los demás y oírlo hablar tan poco de la suya propia, en tanto que lo contrario es lo que acontece entre nosotros.
No hay asunto, por pequeño que sea, que el abogado francés trate sin introducir en él el sistema de ideas que le es propio, y discutirá hasta los principios constitutivos de las leyes, hasta que le plazca al tribunal hacer retroceder un palmo el mojón de la heredad disputada.
Esa especie de abnegación que tienen el legista inglés y el norteamericano hacen que su propio sentido quede supeditado al de sus padres; esa especie de servidumbre en la que está obligado a mantener su pensamienfo, debe dar al espíritu legista hábitos más tímidos, y hacerle contraer inclinaciones más estacionarias en Inglaterra y en Norteamérica que en Francia.
Nuestras leyes escritas son a menudo difíciles de comprender, pero todos pueden leerlas. No hay nada, por el contrario, más oscuro para el vulgo y menos a su alcance que una legislación fundada sobre precedentes. Esa necesidad que se tiene del legista en Inglaterra y en los Estados Unidos, esa alta idea que se forma de sus luces, lo separa cada vez más del pueblo y acaba por ponerlo en una clase aparte. El legista francés no es más que un conocedor de la materia; pero el hombre de leyes inglés o norteamericano se parece en cierto modo a los sacerdotes de Egipto y, como ellos, es el único intérprete de una ciencia oculta.
La posición que los hombres de la ley ocupan, en Inglaterra y en Norteamérica, ejerce una influencia no menos grande sobre sus hábitos y opiniones. La aristocracia de Inglaterra, que ha tenido necesidad de atraer a su seno a todo aquello que tenía alguna analogía natural con ella, concedió a los legistas una gran consideración y poder. En la sociedad inglesa, los legistas no están en el primer rango, pero se sienten contentos en el lugar que ocupan. Forman como la rama segundona de la aristocracia inglesa, y quieren y respetan a sus mayores, sin compartir todos sus privilegios. Los legistas ingleses mezclan, pues, a los intereses aristocráticos de su profesión las ideas y los gustos aristocráticos de la sociedad en cuyo medio viven.
Así es como, sobre todo en Inglaterra, se puede ver en relieve a ese tipo legista que trato de pintar: el legista inglés estima las leyes, no tanto porque son buenas sino porque son viejas; y, si se ve reducido a modificarlas en algún punto, para adaptarlas a los cambios que el tiempo hace sufrir a las sociedades, recurre a las más increíbles sutilezas, a fin de persuadirse de que, al añadir algo a la obra de sus padres, no hace sino desarrollar su pensamiento y completar sus trabajos. No esperéis hacerle reconocer que es un innovador. Consentirá en llegar hasta el absurdo antes de confesarse culpable de tan gran crimen. Es en Inglaterra donde nació ese espíritu legal que parece indiferente al fondo de las cosas, para no prestar atención sino a la letra, y que se saldría más bien de la razón y de la humanidad que de la ley.
La legislación inglesa es como un árbol antiguo, sobre el que los legistas han injertado sin cesar los retoños más extraños, con la esperanza de que, aunque dé frutos diferentes, se confundirá por lo menos su follaje con el tallo venerable que lo sostiene.
En Norteamérica, no hay nobles ni literatos, y el pueblo desconfía de los ricos. Los legistas forman, pues, la clase política superior y la parte más intelectual de la sociedad. Así, ellos sólo pueden salir perdiendo al innovar, que es lo que añade un interés conservador al gusto natural que tienen por el orden.
Si se me preguntara dónde coloco a la aristocracia norteamericana, respondería sin vacilar que no es entre los ricos, que no tienen ningún lazo común que los una. La aristocracia norteamericana está en la barra de los abogados y en el sillón de los jueces.
Cuanto más se reflexiona sobre lo que ocurre en los Estados Unidos, más se siente uno convencido de que el cuerpo de legistas forma en ese país el más poderoso y, por decirlo así, el único contrapeso de la democracia.
En los Estados Unidos es donde se descubre sin dificultad cómo el espíritu legista, por sus cualidades, y diría que hasta por sus defectos, es propio para neutralizar los vicios inherentes al gobierno popular.
Cuando el pueblo norteamericano se deja embriagar por sus pasiones o se entrega al descarrío de sus ideas, los legistas le hacen sentir un freno casi invisible que lo modera y lo detiene. A sus instintos democráticos, oponen secretamente sus inclinaciones aristocráticas; a su amor por la novedad, su respeto supersticioso hacia lo antiguo; a la inmensidad de sus designios sus puntos de vista estrechos; a su desprecio por las reglas, su gusto por las formas; y a su arrebato, su hábito de proceder con lentitud.
Los tribunales son los órganos más visibles de que se sirve el cuerpo de legistas para obrar sobre la democracia.
El juez es un legista que, independientemente del gusto por el orden y por las reglas que contrajo en el estudio de las leyes, adquiere todavía más amor a la estabilidad en la inamovilidad de sus funciones. Sus conocimientos legales le habían asegurado ya una posición elevada entre sus semejantes; su poder político acaba de colocarlo en un rango aparte y de proporcionarle los instintos de las clases privilegiadas.
Armado del derecho de declarar inconstitucionales las leyes, el magistrado norteamericano penetra sin cesar en los asuntos políticos (1). No puede forzar al pueblo a hacer las leyes, pero por lo menos lo impele a no ser infiel a sus propias leyes y a permanecer de acuerdo consigo mismo.
No ignoro que existe en los Estados Unidos una secreta tendencia que lleva al pueblo a reducir el poder judicial. En la mayor parte de las constituciones particulares de Estado, el gobierno, a petición de ambas Cámaras, puede arrebatar a los jueces su sitial. Ciertas constituciones hacen elegir a los miembros de los tribunales y los someten a frecuentes reelecciones. Me atrevo a predecir que esas innovaciones tendrán tarde o temprano resultados funestos, y que se darán cuenta un día de que, al disminuir así la independencia de los magistrados, no sólo se ha atacado al poder judicial, sino a la República democrática misma.
No hay que creer, por lo demás, que en los Estados Unidos el espíritu legista esté únicamente encerrado en el recinto de los tribunales; se extiende hasta mucho más allá.
Los legistas, que forman la única clase ilustrada de la que el pueblo no desconfía, están natUralmente llamados a ocupar la mayor parte de las funciones públicas. Llenan las legislaturas y están a la cabeza de las administraciones; ejercen, pues, gran influencia sobre la formación de la ley y sobre su ejecución. Los legistas están, sin embargo, obligados a ceder a la corriente de opinión pública que los arrastra; pero es fácil encontrar indicios de lo que harían si fuesen libres. Los norteamericanos, que han innovado tanto en sus leyes políticas, no introdujeron sino ligeros cambios, y con gran trabajo, en sus leyes civiles, aunque varias de esas leyes repugnen fuertemente a su estado social. Esto proviene de que, en materia de derecho civil, la mayoría está casi siempre obligada a encomendarse a los legistas; y los legistas norteamericanos, entregados a su propio arbitrio, no llegan a innovar en materia alguna.
Es una cosa muy singular para un francés oír las quejas que se elevan, en los Estados Unidos, contra el espíritu estacionario y los prejuicios de los legistas en favor de lo que está establecido.
La influcncia del espíritu legista se extiende más lejos aún de los limites que acabo de trazar.
No hay casi cuestión política, en los Estados Unidos, que no se convierta tarde o temprano en cuestión judicial. De ahí, la obligación en que se encuentran los partidos, en su polémica cotidiana, de tomar de la justicia sus ideas y su lenguaje. Como la mayor parte de los hombres públicos son o han sido legistas, hacen pesar en el manejo de los negocios los usos y genialidades que les son propios. El jurado acaba por familiarizar con ellos a todas las clases. El lenguaje judicial se vuelve, por decirlo así, la lengua vulgar; el espíritu legista, nacido en el interior de las escuelas y de los tribunales se esparce, pues, poco a poco más allá de su recinto; se infiltra por decirlo así en toda la sociedad, desciende a las últimas clases y el pueblo entero acaba por contraer una parte de los hábitos y gustos del magistrado.
Los legistas constituyen, en los Estados Unidos, un poder al que se teme poco, que apenas se percibe, que no tiene bandera propia, que se pliega con flexibilidad a las exigencias del tiempo y que se deja llevar sin resistencia por todos los movimientos del cuerpo social; pero envuelve a la sociedad entera, penetra en cada una de las clases que la componen, la trabaja en secreto, obra sin cesar sobre ella sin que se percate y acaba por modelarla según sus deseos.
El jurado en los Estados Unidos considerado como institución política
El jurado, que es uno de los métodos de la soberania del pueblo, debe ser puesto en relación con las otras leyes que establecen esa soberania - Composición del jurado en los Estados Unidos - Efectos producidos por el jurado sobre el carácter nacional - Educación que da al pueblo - Cómo tiende a establecer la influencia de los magistrados y a difundir su espiritu legista.
Puesto que mi tema me ha llevado naturalmente a hablar de la justicia en los Estados Unidos, no abandonaré esta materia sin ocuparme del jurado.
Hay que distinguir dos cosas en el jurado: una institución judicial y una institución política.
Si se tratara de saber hasta qué punto el jurado, y sobre todo el jurado en materia civil, sirve para la buena administración de justicia, confesaría que su utilidad podría ser puesta en duda.
La institución del jurado ha nacido en una sociedad más avanzada, en donde no se sometía casi a los tribunales más que a simples cuestiones de hecho; y no es una tarea fácil adaptarla a las necesidades de un pueblo muy civilizado, cuando las relaciones de los hombres entre sí se han multiplicado singularmente y han tomado un carácter científico e intelectual (2).
Mi objeto principal, en este momento, es enfocar el lado político del jurado: otro camino me apartaría del tema. En cuanto al jurado como medio judicial, no diré sobre él sino dos palabras. Cuando los ingleses adoptaron la institución del jurado, formaban un pueblo semibárbaro; llegaron a ser, después, una de las naciones más ilustradas del globo, y su adhesión al jurado pareció acrecentarse con sus luces. Salieron de su territorio, y se les vio esparcirse por todo el universo: unos formaron colonias, otros Estados independientes; el cuerpo de la nación conservó un rey; varios de los emigrantes fundaron poderosas Repúblicas; pero, por todas partes, los ingleses preconizaron igualmente la institución del jurado (3). La establecieron por doquier, o se apresutaron a restablecerla. Una institución judicial que obtiene así los sufragios de un gran pueblo durante una larga sucesión de siglos, que se reproduce con celo en todas las épocas de la civilización, en todos los climas y bajo todas las formas de gobierno, no puede ser contraria al espíritu de la justicia (4).
Pero dejemos este tema. Sería restringir singularmente su pensamiento limitarse a enfocar el jurado como una institución judicial; porque, si ejerce una gran influencia sobre la suerte de los procesos, ejerce otra mayor todavía sobre los destinos mismos de la sociedad. El jurado es, pues, ante todo, una institución política. En este punto de vista es dónde debemos colocarnos siempre para juzgarlo.
Entiendo por jurado cierto número de ciudadanos tomados al azar y revestidos momentáneamente del derecho de juzgar.
Aplicar el jurado a la represión de los crímenes me parece introducir en el gobierno una institución eminentemente republicana. Me explico:
La institución del jurado puede ser aristocrática o democrática, según la clase donde se tome a los jurados; pero conserva siempre un carácter republicano, en cuanto que coloca la dirección real de la sociedad en manos de los gobernados o de una parte de ellos, y no en la de los gobernantes.
La fuerza no es jamás sino un elemento pasajero de éxito: después de ella viene al punto la idea del derecho. Un gobierno reducido a no poder dar alcance a sus enemigos sino en el campo de batalla sería bien pronto destruido. La verdadera sanción de las leyes políticas se encuentra, pues, en las leyes penales, y si la sanción falta, la ley pierde tarde o temprano su fuerza. El hombre que juzga al criminal es, pues, realmente, el amo de la sociedad. Ahora bien, la institución del jurado pone realmente la dirección de la sociedad en manos del pueblo o de esa clase (5).
En Inglaterra, el jurado se recluta en la clase aristocrática de la nación. La aristocracia hace las leyes y juzga las infracciones a las leyes (B).
Todo está de acuerdo: por eso Inglaterra constituye, por decirlo así, una República aristocrática. En los Estados Unidos, el mismo sistema es aplicado al pueblo entero. Cada ciudadano norteamericano es elector, elegible y jurado (C).
El sistema del jurado, tal como se entiende en Norteaménca, me parece una consecuencia tan directa y tan extrema del dogma de la soberanía del pueblo, como el voto universal. Son dos medios igualmente poderosos de hacer reinar a la mayoría.
Todos los soberanos que han querido extraer de sí mismos las fuentes de su poder, y dirigir la sociedad en lugar de dejarse dirigir por ella, han destruido la institución del jurado o la han falseado. Los Tudor enviaban a la prisión a los jurados que no querían condenar, y Napoleón los hacía elegir por sus agentes.
Por evidentes que sean, la mayor parte de las verdades que preceden, no convencen a todos los espíritus, y a menudo, entre nosotros, no parecen formarse todavía sino una idea confusa de la institución del jurado. Si se quiere saber de qué elementos debe componerse la lista de los jurados, se limitan a discutir cuáles son la preparación y la capacidad de quienes se llama a formar parte de él, como si no se tratara sino de una institución judicial. En verdad, me parece que eso es preocuparse de lo menos importante del asunto. El jurado es ante todo una institución política; se le debe considerar como una forma de la soberanía del pueblo y sólo debe ser rechazado enteramente cuando se rechaza la soberanía del pueblo, o ponerlo en relación con las otras leyes que establecen esa soberanía. El jurado forma la parte de la nación encargada de asegurar la ejecución de las leyes, como las Cámaras son la parte de la nación encargada de hacerlas; y para que la sociedad esté gobernada de una manera exacta y uniforme, es necesario que la lista de los jurados se extienda o se reduzca con la de los electores. Éste es el punto de vista que, opino, debe atraer siempre la atención principal del legislador. Lo demás es, por decirlo así, accesorio.
Estoy tan convencido de que el jurado es ante todo una institución política, que lo considero todavía de esta manera cuando se aplica en materia civil. Las leyes son siempre vacilantes en tanto que no se apoyan sobre las costumbres; las costumbres forman el único poder resistente y durable en un pueblo.
Cuando el jurado está reservado a los asuntos criminales, el pueblo no lo ve actuar sino de cuando en cuando y en los casos particulares; se habitúa a prescindir de él en el curso ordinario de la vida, y lo considera como un medio y no como el único medio de obtener justicia (6).
Cuando, al contrario, el jurado se extiende a los asuntos civiles, su aplicación aparece a cada instante ante la vista; toca entonces todos los intereses; cada uno esgrime su acción; penetra así hasta en la práctica de la vida; pliega el espíritu humano a sus formas, y se confunde por decirlo así con la idea misma de la justicia.
La institución del jurado, limitada a los asuntos criminales está, pues, siempre en peligro una vez introducida en las materias civiles, desafía al tiempo y los esfuerzos de los hombres. Si se hubiese podido arrebatar el jurado de las costumbres de los ingleses, tan fácilmente como de sus leyes, habría sucumbido enteramente bajo los Tudor. Fue, pues, el jurado civil el que salvó realmente las libertades de Inglaterra.
De cualquier manera que se aplique el jurado no puede dejar de ejercer gran influencia sobre el carácter nacional; pero esa influencia se acrecienta indefinidamente a medida que se le introduce más en las materias civiles.
El jurado, y sobre todo el jurado civil, sirve para dar al espíritu de todos los ciudadanos una parte de los hábitos del espíritu del juez; y esos hábitos son precisamente los que preparan al pueblo a ser libre.
Él difunde en todas las clases el respeto por la cosa juzgada y la idea del derecho. Quitad estas dos cosas, y el amor a la independencia no será ya sino una pasión destructiva.
Enseña a los hombres la práctica de la equidad. Cada uno, al juzgar a su vecino, piensa que podrá ser juzgado a su vez. Esto es verdad sobre todo en materia civil: no hay casi nadie que tema ser un día objeto de una persecución criminal; pero todos pueden tener un proceso.
El jurado enseña a cada hombre a no retroceder ante la responsabilidad de sus propios actos, disposición viril, sin la cual no hay virtud política.
Reviste a cada ciudadano de una especie de magistratura; hace sentir a todos que tienen deberes que cumplir para con la sociedad, y que entran en su gobierno. Al obligar a los hombres a ocuparse de otras cosas que de sus propios negocios, combate el egoísmo individual, que es como la carcoma de las sociedades.
El jurado sirve increíblemente para formar el juicio y para aumentar las luces naturales del pueblo. Ésa es, en mi opinión, su mayor ventaja. Se le debe considerar como una escuela gratuita y siempre abierta, donde cada jurado va a instruirse de sus derechos, donde entra en comunicación cotidiana con los miembros más instruidos e ilustrados de las clases elevadas, donde las leyes le son enseñadas de una manera práctica, y son puestas al alcance de su inteligencia por los esfuerzos de los abogados, las opiniones del juez y las pasiones mismas de las partes. Pienso que hay que atribuir principalmente la inteligencia práctica y el buen sentido de los norteamericanos al largo uso del jurado en materia civil.
No sé si el jurado es Útil a quienes tienen procesos, pero estoy seguro de que es muy útil a quienes los juzgan. Lo considero como uno de los medios más eficaces de que pueda servirse la sociedad para la educación del pueblo.
Lo que precede se aplica a todas las naciones; pero he aquí lo que es especial de los norteamericanos, y en general de los pueblos democráticos.
He dicho antes que en las democracias los legistas, y entre ellos los magistrados, forman el único cuerpo aristocrático que puede moderar los movimientos del pueblo. Esa aristocracia no está revestida de ningún material, no ejerce su influencia conservadora sino sobre los espíritus. Ahora bien, en la institución del jurado es donde ella encuentra las principales fuentes de su poder.
En los procesos penales en que la sociedad lucha contra un hombre, el jurado está inclinado a ver en el juez el instrumento pasivo del poder social, y se muestra desconfiado de su opinión. Además, los procesos penales descansan enteramente sobre simples hechos que el buen sentido logra fácilmente apreciar. En este terreno, el juez y el jurado son iguales.
No sucede lo mismo en los procesos civiles; el juez aparece entonces como un árbitro desinteresado entre las pasiones de las partes. Los jurados lo ven con confianza, y lo escuchan con respeto; porque aquí su inteligencia domina enteramente a la suya. Él es quien desarrolla ante sus miembros los argumentos de que se ha fatigado su memoria, y quien los lleva de la mano para dirigirlos a través de los vericuetos del procedimiento judicial, él es quien los circunscribe a los hechos, y les enseña la respuesta que deben dar a la cuestión de derecho. Su influencia sobre ellos es casi ilimitada.
¿Será necesario decir, en fin, por qué me siento poco conmovido de los argumentos sacados de la incapacidad de los jurados en materia civil?
En los procesos civiles, siempre, por lo menos, que no se trata de cuestiones de hecho, el jurado no tiene sino la apariencia de un cuerpo judicial.
Los jurados pronuncian e! fallo que el juez ha expresado. Prestan a ese fallo la autoridad de la sociedad que representan, y él, la de la razón y la de la ley (D).
En Inglaterra y en Norteamérica, los jueces ejercen sobre los procesos penales una influencia que el juez francés nunca ha conocido. Es fácil de comprender la razón de esta diferencia: el magistrado inglés o norteamericano ha establecido su poder en materia civil; no hace sino ejercerlo en seguida en otro teatro y no lo adquiere allí.
Hay casos, y son a menudo los más importantes, en que el juez norteamericano tiene el derecho de pronunciar sólo la sentencia (7). Se encuentra entonces, ocasionalmente, en la posición en que se halla de manera habitual el juez francés; pero su poder moral es mucho mayor; los recuerdos de! jurado le siguen todavía, y su voz tiene casi tanto poder como la de la sociedad, de que los jurados eran el órgano.
Su influencia se extiende aún mucho más allá del recinto de los tribunales. En el descanso de la vida privada y en los trabajos de la vida política, en la plaza pública y en el seno de las legislaturas, el juez norteamericano encuentra sin cesar en torno suyo a hombres que están acostumbrados a ver en su inteligencia algo superior a la suya; y, después de haberse definido sobre los procesos, su poder se deja sentir sobre todos los hábitos del espíritu y hasta sobre el alma misma de quienes concurrieron con él a juzgarlos.
El jurado, que parece disminuir los derechos de la magistratura, fundamenta realmente su imperio, y no hay país donde los jueces sean tan poderosos como aquellos en que el pueblo participa de sus privilegios.
Es, sobre todo, con ayuda del jurado en materia civil como la magistratura norteamericana hace entrar lo que he llamado el espíritu legista hasta en las últimas clases de la sociedad.
Así, el jurado, que es el medio más enérgico de hacer reinar al pueblo, es también e! medio más eficaz de enseñarlo a reinar.
Notas
(1) Véase en la primera parte lo que digo del poder judicial.
(2) Sería ya una cosa útil y curiosa considerar el jurado como institución judicial apreciar los efectos que produce en los Estados Unidos, e investigar de qué manera los norteamericanos le han sacado partido. Se podría encontrar en el examen de esa sola cuestión el tema de un libro entero, y de un libro interesante para Francia. Se buscaría en él, por ejemplo, qué parte de las instituciones norteamericanas relativas al jurado podría ser introducida entre nosotros y en qué gradación. El Estado norteamericano que proporciona más luces sobre este asunto es el Estado de Luisiana. La Luisiana encierra una población mezclada de franceses y de ingleses. Las dos legislaciones se hallan así en presencia como dos pueblos, y se amalgaman poco a poco una con la otra. Los libros más útiles de consulta serían la colección de leyes de Luisiana en dos volúmenes, intitulada: Digesto de las leyes de la Luisiana; y mucho más tal vez un curso de procedimientos civiles escrito en las dos lenguas e intitulado: Tratado sobre las reglas de las acciones civiles, impreso en 1830 en Nueva Orleáns, en casa de Buisson. Esta obra presenta una ventaja especial; proporciona a los franceses una explicación cierta y adténtica de los términos legales ingleses. La lengua de las leyes forma como una lengua aparte en todos los pueblos y en los ingleses más que en ningún otro.
(3) Todos los legistas ingleses y norteamericanos están unánimes sobre este punto. Story, juez en la suprema corte de los Estados Unidos, en su Tratado de la constitución federal, insiste todavía sobre la excelencia de la institución del jurado en materia civil. The inestimable privilege of a trial by jury in civil cases, dice, a privilege scarcely inferior to that in criminal cases, which is counted by all persons to be essential to political and civil liberty. (Story, libro III, cap. XXXVIII).
(4) Si se pretendiera establecer cuál es la utilidad del jurado como institución judicial, se tendrían otros muchos argumentos que dar, entre otros éstos: A medida que introducimos a jurados en los asuntos, podemos sin inconveniente disminuir el número de los jueces, lo que es una gran ventaja. Cuando los jueces son muy numerosos, cada día la muerte deja un vado en la jerarquía judicial, y abre en ella numerosos lugares para los que sobreviven. La ambición de los magistrados está siempre despierta, y les hace naturalmente depender de la mayoría o del hombre que nombra para las plazas vacantes. Se asciende entonces en los tribunales como se ganan los grados en un ejército. Ese estado de cosas es enteramente contrario a la buena administración de justicia y a las intenciones del legislador. Se quiere que los jueces sean inamovibles para que permanezcan libres; pero, ¿qué importa que nadie pueda arrebatarles su independencia, si ellos mismos hacen voluntariamente el sacrificio de ella?
Cuando los jueces son muy numerosos, es imposible que no se encuentren entre ellos muchos incapaces; porque un gran magistrado no es un hombre ordinario. Ahora bien, no sé si un tribunal semi-ilustrado es la peor de todas las combinaciones para llegar a los fines que se proponen al establecer las cortes de justicia.
En cuanto a mí, preferiría abandonar la decisión de un proceso a jueces ignorantes dirigidos por un magistrado hábil, que entregarla a jueces cuya mayoría no tuviese sino un conocimiento incompleto de la jurisprudencia y de las leyes.
(5) Se debe hacer, sin embargo, una observación importante:
La institución del jurado da, es verdad, al pueblo un derecho general de control sobre las acciones de los ciudadanos, pero no le proporciona los medios de ejercer ese control en todos los casos, ni de una manera tiránica.
Cuando un príncipe absoluto tiene la facultad de hacer juzgar los crímenes por sus delegados, la suerte del acusado está, por decirlo así, fijada de antemano. Pero, aunque el pueblo estuviese resuelto a condenarle, la composición del jurado y su irresponsabilidad ofrecerían todavía probabilidades a la inocencia.
(B) Para ser electores de los condados (los que representan la propiedad territorial) antes del bill de la reforma, aprobado en 1832, era necesario tener en plena propiedad o en arrendamiento vitalicio un predio rústico que produjese 40 chelines de renta. Esa ley fue hecha bajo Enrique VI, hacia 1450. Se calculó que 40 chelines del tiempo de Enrique VI podían equivaler a 30 libras esterlinas de nuestros días. Sin embargo, se ha dejado subsistir hasta 1812 esa base adoptada en el siglo XV, lo que prueba cómo la constitución inglesa se volvía democrática con el tiempo, aun apareciendo como inmóvil. Véase Delolme; libro I, cap. IV; véase también Blackstone, libro I, cap. IV.
Los jurados ingleses son escogidos por el sheriff del condado (Delolme, tomo I, capítulo XII). El sheriff es, en general, un hombre considerable del condado; desempeña las funsíones judiciales y administrativas; representa al rey, y es nombrado por él cada año (Blackstone, libro I, cap. IX). Su posición lo coloca por encima de la sospecha de corrupción del lado de las partes; por lo demás, si su imparcialidad es puesta en duda, se puede recusar en masa al jurado que él nombró, y entonces otro oficial está encargado de escoger nuevos jurados. Véase Blackstone, libro III, cap. XXIII.
Para tener derecho a ser jurado, hay que ser poseedor de un terreno del valor de 10 chelines por lo menos de renta (Blackstone, libro III, capítulo XXIII). Se observará que esta condición fue impuesta bajo el reinado de Guillermo y María, es decir, hacia 1700, época en que el valor del dinero era infinitamente más elevado que en nuestros días. Se ve que los ingleses fundaron su sístema del jurado, no sobre la capacidad, sino sobre la propiedad territorial, como todas sus instituciones políticas.
Se acabó por admitir a los arrendatarios rústicos al jurado, pero se exigió que sus arrendamientos fueran muy largos, y que crearan una utilidad neta de 20 chelines independientemente de la renta. (Blackstone, idem.).
(C) La constitución federal ha introducido el jurado en los tribunales de la Uníón de la misma manera que los Estados lo habían introducido a su vez en sus cortes particulares; además, no estableció reglas que le sean propias para la elección de los jurados. Las cortes federales escogen de la lista ordinaria de jurados que cada Estado ha redactado para su uso. Las leyes de los Estados son las que hay que examinar para conocer la teoría de la composición del jurado en Norteamérica. Véase Story's Commentaries on the Constitution, libro III, cap. XXXVIII, págs. 654-659, Sergeant's Constitutional law, pág. 165, Véanse también las leyes federales de 1789, 1800 y 1802 sobre la materia.
Para conocer bien los principios de los norteamericanos en lo que concierne a la composición del jurado, investigué en las leyes de Estados lejanos unos de otros, Las ideas generales que se pueden sacar de ese examen son:
En Norteaméríca, todos los ciudadanos que son electores tienen el derecho a ser jurados. El gran Estado de Nueva York ha establecido, sín embargo, una ligera diferencia entre las dos capacidades; pero en un sentido contrario a nuestras leyes, es decir, que hay menos jurados en el Estado de Nueva York que electores. En general, se puede decir, que en los Estados Unidos el derecho de formar parte de un jurado, como el derecho de elegir diputados, se extiende a todo el mundo; pero el ejercicio de ese derecho no se halla indistintamente en todas las manos.
Cada año, un cuerpo de magistrados municipales o cantonales, llamados select-men, en Nueva Inglaterra, supervisors en el Estado de Nueva York, trustees en el Ohio, y sheriffs de la parroquia en Luisiana, hacen la elección para cada cantón de cierto número de ciudadanos que tienen derecho a ser jurados, y a los cuales suponen la capacidad de serlo. Esos magistrados, siendo a su vez electivos, no excitan desconfianza; sus poderes son muy extensos y muy arbitrarios, como en general los de los magistrados republicanos, y usan de ellos a menudo, según se dice, sobre todo en la Nueva Inglaterra, para separar a los jurados indignos o incapaces.
Los nombres de los jurados así escogidos son transmitidos a la corte del condado y, sobre la totalidad de esos nombres, se sortea al jurado que debe fallar en cada asunto.
Por lo demás, los norteamericanos han tratado por todos los medios posibles de poner el jurado al alcance del pueblo, y hacerlo así una carga lo menor posible. Siendo los jurados muy numerosos, el turno de cada uno le toca apenas cada cuatro años. Las sesiones se llevan a cabo en la cabecera de cada condado, que equivale poco más o menos al arrondissement en Francia. Así, el tribunal viene a ponerse al lado del jurado, en lugar de atraer al jurado cerca de él, como en Francia; en fin, los jurados son indemnizados, sea por el Estado, sea por las partes. Reciben en general un dólar (5 francos 42 c.) al día independientemente de los gastos de viaje, En Norteamérica, el jurado es todavía considerado como una carga; pero es una carga fácil de llevar, y a la que se someten sin dificultad.
Véase Brevard's Digest of the Public Statute law of South Carolina, tomo II, página 338; id., tomo I, págs. 454 Y 456; id., tomo II, pág. 218.
Véase The General Laws of Massachusetts revised and published by authority of the Legislature, tomo II, págs. 331, 187.
Véase The Revised Statute of the State of New-York, tomo II, págs. 720, 411, 717, 643.
Véase The Statute Law of the State of Tennessee, tomo I, pág. 209.
Véase Acts of the State of Ohio, págs. 95 y 210.
Véase Digesto general de los actos de la legislatura de Luisiana, tomo II, pág. 55.
(6) Esto es con mayor razón cierto cuando el jurado no es aplicado sino a ciertos procesos criminales.
(D) Cuando se examina de cerca la constitución del jurado civil entre los ingleses, se descubre fácilmente que los jurados no escapan nunca al control del juez.
Es verdad que el veredicto del jurado, en lo civil como en lo criminal, comprende en general, en una simple enunciación, el hecho y el derecho. Ejemplo: Una casa es reclamada por Pedro como que la ha comprado; he aquí el hecho. Su adversario le opone la incapacidad del vendedor; he aquí el derecho. El jurado se limita a decir que la casa será entregada en manos de Pedro; decide así el hecho y el derecho. Al introducir el jurado en materia civil, los ingleses no han conservado a los jurados la infalibilidad que les conceden en materia penal, cuando el veredicto es favorable.
Si el juez piensa que el veredicto ha hecho una falsa aplicación de la ley, puede rehusar recibirlo y enviar de nuevo a los jurados a deliberar.
Si el juez deja pasar el veredicto sin observación, el proceso no está todavía enteramente terminado: hay varias vías de recurso abiertas contra el fallo. La principal consiste en pedir a la justicia que el veredicto sea anulado, y que un nuevo jurado se reúna. Es verdad que semejante demanda es raras veces concedida, y nunca lo es más de dos veces; sin embargo, he visto ocurrir el caso. Véase Blackstone, libro III, cap. XXIV; id., libro III, capítulo XXV.
(7) Los jueces federales resuelven casi siempre solos las cuestiones que atañen de cerca al gobierno del país.