LIBRO PRIMERO
Segunda parte
Capítulo noveno
Primera parte
Las causas principales que tienden a mantener la República democrática en los Estados Unidos
La República democrática subsiste en los Estados Unidos. El fin principal de esta obra ha sido hacer comprender las causas de este fenómeno.
Entre esas causas, hay varias al lado de las cuales la corriente de mis propósitos me ha arrastrado a pesar mío, y que no he hecho sino indicar vagamente de pasada. Hay otras de las que no he podido ocuparme; y aquellas sobre las cuales me ha sido posible extenderme, han quedado atrás de mí como sepultadas bajo los detalles.
He pensado, pues, que antes de ir más lejos y de hablar del porvenir, debía reunir en un marco estrecho todas las razones que explican el presente.
En esta especie de resumen seré breve, porque tendré cuidado de no hacer más que recordar muy someramente al lector lo que conoce ya y, entre los hechos que no he tenido aún ocasión de exponer, no escogeré sino los principales.
He pensado que todas las causas que tienden al mantenimiento de la República democrática en los Estados Unidos podían reducirse a tres:
La situación particular y accidental en la cual la Providencia ha colocado a los norteamericanos forma la primera.
La segunda proviene de las leyes.
La tercera emana de los hábitos y de las costumbres.
Las causas accidentales o providenciales que contribuyen al mantenimiento de la República en los Estados Unidos
La Unión no tiene vecinos - No tiene una gran capital - Los norteamericanos han tenido en su favor el azar del nacimiento - Norteamérica es un pais vacío - Cómo esta circunstancia sirve poderosamente al mantenimiento de la RepÚblica democrática - Manera cómo se pueblan los desiertos de Norteamérica - Avidez de los angloamericanos para apoderarse de las soledades del Nuevo Mundo - Influencia del bienestar material sobre las opiniones politicas de los norteamericanos.
Hay mil circunstancias independientes de la voluntad de los hombres que, en los Estados Unidos, hacen fácil la República democrática. Unas son conocidas, las otras son fáciles de conocer. Me limitaré a exponer las principales.
Los norteamericanos no tienen apenas vecinos, por consiguiente tampoco grandes guerras, crisis financieras, destrozos ni conquista que temer. No tienen necesidad ni de grandes impuestos, ni de ejército numeroso, ni de grandes generales. No tienen casi nada que temer de un azote más terrible para las Repúblicas que todos esos juntos, como es la gloria militar.
¿Cómo negar la increíble influencia que ejerce la gloria militar sobre el espíritu' del pueblo? El general Jackson, que los norteamericanos eligieron dos veces para colocarlo a su cabeza, es un hombre de un carácter violento y de una capacidad mediana. Nada en todo el curso de su carrera había probado que tuviese las cualidades requeridas para gobernar a un pueblo libre. Por eso la mayoría de las clases ilustradas le fue siempre contraria. ¿Quién lo colocó en el asiento del Presidente y lo mantiene allí todavía? El recuerdo de una victoria lograda por él hace veinte años, bajo los muros de Nueva Orleáns. Ahora bien, esa victoria de Nueva Orleáns es un hecho de armas muy ordinario del que no se llegarían a ocupar largo tiempo más que en un país donde no hay batallas; y el pueblo que se deja así arrastrar por el prestigio de la gloria es, seguramente, el más frío, el más calculador, el menos militar y, si puedo expresarme así, el más prosaico de todos los pueblos del mundo.
Norteamérica no tiene una gran capital (1), cuya influencia directa se deje sentir en toda la extensión del territorio, lo que considero como una de las primeras Someter las provincias a la capital es, pues, entregar el destino de todo el imperio, no solamente en manos de una parte del pueblo, lo que es injusto, sino aun en manos del pueblo que obra por sí mismo, lo que es muy peligroso. La preponderancia de las capitales causa un grave quebranto al sistema representativo. Hace caer a las Repúblicas modernas en el defecto de las Repúblicas de la Antigüedad, que perecieron todas por no haber conocido este sistema. Me sería fácil citar aquí un gran número de otras causas secundarias que han favorecido el establecimiento y aseguran el mantenimiento de la República democrática en los Estados Unidos. Pero, en medio de esta multitud de circunstancias afortunadas, percibo dos principales, y me apresuro a indicarlas. He dicho anteriormente que veía en el origen de los norteamericanos, en lo que he llamado su punto de partida, la primera y más eficaz de todas las causas a las que se pueda atribuir la prosperidad actual de los Estados Unidos. Los norteamericanos han tenido en su favor el azar de su nacimiento: sus padres importaron antaño al suelo que habitan la igualdad de condiciones y la de la inteligencia, de donde la República democrática debía salir un día como de su fuente natural. No es eso todo aún: con un estado social republicano, legaron a sus descendientes los hábitos, las ideas y las costumbres más adecuadas para hacer florecer la República. Cuando pienso en lo que ha producido este hecho original, me parece ver todo el destino de Norteamérica encerrado en el primer puritano que llegó a sus orillas, como a toda la raza humana en el primer hombre. Entre las circunstancias felices que favorecieron todavía el establecimiento y aseguran el mantenimiento de la República democrática en los Estados Unidos, la primera en importancia es la elección del país mismo que los norteamericanos habitan. Sus padres les dieron el amor a la igualdad y a la libertad. Pero fue Dios mismo quien, al entregarles un continente sin limites, les concedió los medios de permanecer largo tiempo libres e iguales. El bienestar general favorece la estabilidad de todos los gobiernos, pero particularmente del gobierno democrático, que descansa en las disposiciones de la mayoría y sobre todo en las de aquellos que están más expuestos a las necesidades. Cuando el pueblo gobierna, es necesario que sea feliz para que no desquicie el Estado. Ahora bien, las causas materiales e independientes de las leyes que pueden producir el bienestar son más numerosas en Norteamérica que lo han sido en ningún país del mundo, en ninguna época de la historia. En los Estados Unidos, no solamente la legislación es democrática, sino que la naturaleza misma trabaja para el pueblo. ¿Dónde encontrar, entre los recuerdos del hombre, nada semejante a lo que pasa ante nuestros ojos en la América del Norte? Las sociedades célebres de la Antigüedad se fundaron todas en medio de pueblos enemigos que fue necesario vencer por establecerse en su lugar. Las mismas sociedades modernas encontraron en algunas partes de América del Sur vastas comarcas habitadas por pueblos menos ilustrados que ellos, pero que se habían apropiado ya el suelo al cultivarlo. Para fundar sus nuevos Estados, les fue necesario destruir o reducir a la servidumbre a poblaciones numerosas, e hicieron avergonzarse a la civilización de sus triunfos. Pero la América del Norte sólo estaba habitada por tribus errantes que no pensaban utilizar las riquezas naturales del suelo. La América del Norte era aún, propiamente hablando, un continente vacío, una tierra desierta, que esperaba a los habitantes. Todo es extraordinario entre los norteamericanos, tanto su estado social como sus leyes; pero lo que es más extraordinario, es el suelo que los sustenta. Cuando la tierra fue entregada a los hombres por el Creador, era joven e inagotable, pero ellos eran débiles e ignorantes y, cuando hubieron aprendido a sacar partido de los tesoros que encerraba en su seno, les fue necesario combatir para adquirir el derecho de poseer en ella un asilo y descansar en él libremente. Fue entonces cuando se descubrió la América del Norte, como si Dios la hubiese tenido en reserva, apenas hubo acabado de salir de las aguas del diluvio. Presenta, como en los primeros días de la creación, ríos cuyas fuentes no se agotan, verdes y húmedas extensiones, campos sin límite que no ha roturado todavía la reja del labrador. En ese estado, no se ofrece ya al hombre aislado, ignorante, bárbaro primitivo, sino al que es ya dueño de los secretos más importantes de la naturaleza, unido a sus semejantes y con una experiencia de cincuenta siglos. En el momento en que hablo, trece millones de europeos civilizados caminan tranquilamente por los desiertos fértiles, de los que ellos mismos no conocen todavía exactamente ni los recursos ni la extensión. Tres o cuatro mil soldados empujan delante de sí a la raza errante de los indígenas. Detrás de los hombres armados se adelantan los leñadores que abren las selvas, apartan a las bestias feroces, exploran el curso de los ríos y preparan la marcha triunfal de la civilización a través del desierto. A menudo, en el curso de esta obra, he hecho alusión al bienestar material de que disfrutan los norteamericanos. Lo indiqué como una de las grandes causas del éxito de sus leyes. Esa razón había ya sido dada por otros mil antes que yo. Es la úncia causa que, al caer en cierto modo bajo los sentidos de los europeos, se ha vuelto popular entre nosotros. No me extenderé, pues, sobre un tema tan a menudo tratado y tan bien comprendido. No haré sino añadir algunos nuevos hechos. Se figura uno generalmente que los desiertos de Norteamérica se pueblan con ayuda de los emigrantes europeos que llegan cada año a las riberas del Nuevo Mundo, en tanto que la población norteamericana crece y se multiplica sobre el suelo que ocuparon sus padres. Ése es un gran error. El europeo que arriba a los Estados Unidos llega allí sin amigos y a menudo sin recursos; está obligado para vivir, a alquilar sus servicios, y es raro verle trasponer la gran zona industrial que se extiende a lo largo del Océano. No se podría roturar el desierto sin un capital o sin crédito; antes de arriesgarse en medio de las selvas, es necesario que el cuerpo se haya habituado a los rigores de un clima nuevo. Son, pues, los norteamericanos los que abandonando cada día el lugar de su nacimiento, van a crearse a lo lejos vastos dominios. Así, el europeo deja su choza para ir a habitar las riberas transatlánticas, y el norteamericano que ha nacido en esas mismas orillas se interna a su vez en las soledades de América Central. Este doble movimiento de emigración no se detiene nunca. Comienza en el fondo de Europa, se continúa en el gran Océano y prosigue a través de las soledades del Nuevo Mundo. Millones de hombres marchan a la vez hacia el mismo punto del horizonte. Su lengua, su religión y sus costumbres difieren, pero su objetivo es común. Se les ha dicho que la fortuna se encontraba en alguna parte hacia el Oeste, y se dirigen presurosos a su encuentro. Nada podría compararse a ese desplazamiento continuo de la especie humana, sino tal vez lo que ocurrió a la caída del Imperio romano. Se vio entonces como ahora a los hombres acudir en forma de grandes muchedumbres hacia el mismo punto y volverse a encontrar tumultuosamente en los mismos lugares; pero los designios de la Providencia eran diferentes. Cada recién llegado dejaba tras de si la destrucción y la muerte. Hoy día, cada uno de ellos trae consigo un germen de prosperidad y de vida. Las consecuencias remotas de esa inmigración de los norteamericanos hacia el occidente, nos están ocultas todavía por el porvenir; pero los resultados inmediatos son fáciles de reconocer: una parte de los antiguos habitantes se alejan cada año de los Estados que los vieron nacer, y sucede que esos Estados no se pueblan sino muy lentamente, aunque envejecen. Así es cómo en Conecticut, que no cuenta todavía sino cincuenta y nueve habitantes por milla cuadrada, la población no ha crecido sino una cuarta parte en cuarenta años, en tanto que en Inglaterra aumentó la tercera parte durante el mismo periodo. El emigrante de Europa llega siempre a un país a medio poblar, donde faltan los brazos a la industria; se convierte en un obrero acomodado; su hijo va a buscar fortuna a un país vacío, y se convierte en propietario rico. El primero acumula el capital que el segundo hace valer, y no hay miseria ni en la casa del extranjero ni en la del nativo. La legislación, en los Estados Unidos, favorece tanto como es posible la división de la propiedad; pero una causa más poderosa que la legislación impide que la propiedad se divida excesivamente (2). Se da uno buena cuenta de ello en los Estados que comienzan al fin a poblarse. El de Massachusetts es el territorio más poblado de la Unión. Se cuentan allí más de ochenta habitantes por milla cuadrada, lo que es mucho menos que en Francia, donde se hallan ciento sesenta y dos reunidos en el mismo espacio. En Massachusetts, sin embargo, es ya raro que se dividan los pequeños dominios. El mayorazgo toma en general la tierra y los segundones van a buscar fortuna al desierto. La ley ha abolido el derecho de primogenitura; pero se puede decir que la Providencia lo ha restablecido sin que nadie tenga que quejarse y, esta vez por lo menos, no hiere a la justicia. Se juzgará por un solo hecho el número prodigioso de individuos que dejan así la Nueva Inglaterra, para ir a trasladar sus hogares al desierto. Se nos ha asegurado que en 1830, entre los miembros del Congreso, se encontraban treinta y seis que habían nacido en el pequeño Estado de Conecticut, que no forma sino la cuadragésima tercera parte de los Estados Unidos. Suministraba, pues, la octava parte de sus representantes. El Estado de Conecticut no envía, sin embargo, por sí mismo, más que cinco diputados al Congreso. Los treinta y uno restantes aparecen en él como representantes de los nuevos Estados del Oeste. Si esos treinta y un individuos hubieran permanecido en Conecticut, es probable que en lugar de ser ricos propietarios, habrían continuado siendo pequeños labradores que hubieran vivido en la obscuridad, sin poder abrirse camino en la carrera política y que, lejos de llegar a ser legisladores útiles, habrían sido seguramente ciudadanos peligrosos. Esas consideraciones no escapan ni al espíritu de los norteamericanos ni al nuestro. No se podría dudar, dice el canciller Kent en su Tratado sobre el derecho norteamericano (tomo IV, pág. 380), que la división de los dominios deba producir grandes males cuando es llevada al extremo, de tal suerte que cada porción de tierra no pueda ya proveer al mantenimiento de una familia; pero estos inconvenientes nunca han sido resentidos en los Estados Unidos, y muchas generaciones transcurrirán antes de que se resientan. La extensión de nuestro territorio inhabitado, la abundancia de las tierras que nos tocan, y la corriente continua de emigración que, partiendo de las orillas del Atlántico, se dirige sin cesar hacia el interior del país, bastan y bastarán durante largo tiempo todavía para impedir el fraccionamiento de las heredades. Sería difícil pintar la avidez con la cual el norteamericano se arroja sobre esa inmensa presa que le ofrece la fortuna. Para perseguirla, desafía sin cesar la flecha del indio y las enfermedades del desierto; el silencio de los bosques no tiene nada que le sorprenda; la cercanía de las bestias feroces no lo conmueve y una pasión más fuerte que el amor a la vida lo aguijonea sin cesar. Ante él se extiende un continente casi sin límites, y se diría que, temiendo ya llegar a quedar sin sitio, se apresura por temor a llegar demasiado tarde. He hablado de la emigración de los antiguos Estados; pero, ¿qué diría de los nuevos? No hace cincuenta años que Ohio se fundó; el mayor número de sus habitantes no ha visto allí la luz primera; su capital no cuenta treinta años de existencia, y una inmensa extensión de campos desiertos cubre aún su territorio. Sin embargo, la población de Ohio ya se ha puesto en marcha hacia el Oeste y la mayor parte de quienes descienden a las fértiles praderas de Illinois son habitantes de Ohio. Esos hombres dejaron su primera patria para estar bien; dejan la segunda para estar mejor aún y casi por todas partes encuentran la fortuna, pero no la felicidad. Entre ellos, el deseo del bienestar se ha convertido en una pasión inquieta y ardiente que se acrecienta al satisfacerse. Antaño rompieron los lazos que les ataban al suelo natal y después, no formaron otros. Para ellos, la emigración comenzó por ser una necesidad. Hoy día, se ha convertido a sus ojos en una especie de juego de azar, cuyas emociones les agradan tanto como la ganancia. Algunas veces el hombre camina tan aprisa, que el desierto reaparece detrás de él. La selva no hizo sino doblegarse bajo sus pies; pero en cuanto hubo pasado, se vuelve a erguir de nuevo. No es raro, al recorrer los nuevos Estados del Oeste, encontrar moradas abandonadas en medio de los bosques. A menudo se descubren los restos de una cabaña en lo más profundo de la soledad, y se sorprende uno al atravesar surcos iniciados, que atestiguan a la vez el poder y la inconstancia humanos. Entre esos campos abandonados, sobre esas ruinas de un día, la antigua selva no tarda en hacer crecer brotes nuevos; los animales vuelven a tomar posesión de su imperio y la naturaleza corre risueña a cubrir de retoños verdes y de flores los vestigios del hombre, apresurándose a hacer desaparecer su huella efímera. Me acuerdo que al atravesar uno de los cantones desiertos que cubren todavía el Estado de Nueva York, llegué a las orillas de un lago enteramente rodeado de selvas como al principio del mundo. Una pequeña isla se elevaba en medio de las aguas. El bosque que la cubría, extendiendo en torno de ella su follaje, ocultaba por completo sus orillas. En las riberas del lago, se percibía en el horizonte una columna de humo que, yendo perpendicularmente de la cima de los árboles hasta las nubes, parecía colgar del cielo más bien que ascender hacia él. Una piragua india estaba abandonada sobre la arena. Me aproveché de ella para ir a visitar la isla que había desde luego atraído mis miradas, y bien pronto hube llegado a sus riberas. La isla entera formaba una de esas deliciosas soledades del Nuevo Mundo que hacen casi echar de menos al hombre civilizado la vida salvaje. Una vegetación vigorosa anunciaba por sus maravillas las riquezas incomparables del suelo. Reinaba allí, como en todos los desiertos de la América del Norte, un silencio profundo que no era interrumpido sino por el arrullo monótono de las palomas o por los golpes del pájaro carpintero en la corteza de los árboles. Me encontraba yo muy lejos de creer que ese lugar había estado habitado antes, tan abandonada a sí misma parecía allí la naturaleza; pero llegado que hube al centro de la isla, creí de repente encontrar los vestígios del hombre. Examiné entonces con cuidado todos los objetos de los contornos, y bien pronto dejé de dudar que un europeo había ido a buscar refugio en aquel lugar. ¡Cuánto había cambiado de aspecto su obra! La madera que antaño había cortado con premura para formarse un abrigo había ahora hechado retoños. Su cercado se había vuelto un seto vivo, y su cabaña estaba transformada en un bosquecillo. En medio de sus arbustos, se percibían todavía algunas piedras ennegrecidas por el fuego, esparcidas junto a un montón de cenizas. En ese lugar estuvo sin duda el hogar y la chimenea, al desplomarse, lo había cubierto con sus restos. Durante algún tiempo admiré en silencio los recursos de la naturaleza y la debilidad del hombre; y cuando al fin me fue preciso alejarme de esos lugares encantados, repetí otra vez con tristeza: - Mira, ya son ruinas ... En Europa, estamos habituados a mirar como un gran peligro social la inquietud del espíritu, el deseo inmoderado de riquezas y el amor extremado a la independencia. Todas estas cosas son precisamente las que garantizan a las Repúblicas americanas un largo y pacífico porvenir. Sin esas pasiones inquietas, la población se concentraría alrededor de ciertos lugares y experimentaría bien pronto, como entre nosotros, necesidades difíciles de satisfacer. ¡Dichosa tierra la del Nuevo Mundo, donde los vicios de los hombres. son casi tan útiles a la sociedad como sus virtudes! Esto ejerce una gran influencia sobre la manera de juzgar las acciones humanas en los dos hemisferios. A menudo los norteamericanos llaman laudable industria a lo que nosotros calificamos como amor al lucro, y ven cierta cobardía de corazón en lo que nosotros consideramos como la moderación de los deseos. En Francia, se mira la simplicidad de gustos, la tranquilidad de costumbres, el espíritu de familia y el amor al lugar del nacimiento, como grandes garantías de tranquilidad y de dicha para el Estado; pero, en América, nada parece más perjudicial a la sociedad que semejantes virtudes. Los franceses del Canadá, que han guardado fielmente las tradiciones de las antiguas costumbres, encuentran ya dificultad en vivir en su territorio, y ese pequeño pueblo que acaba de nacer será bien pronto presa de las miserias de las naciones viejas. En el Canadá, los hombres que más luces tienen, mayor patriotismo y humanidad, hacen esfuerzos extraordinarios para quitar al pueblo su gusto por la dicha sencilla que le basta aún. Celebran las ventajas de la riqueza, del mismo modo que, entre nosotros, elogiarían tal vez los encantos de una honesta mediocridad, y ponen más cuidado en aguijonear las pasiones humanas que en otra parte lo hacen en emplear esfuerzos para calmarlas.
Cambiar los placeres puros y tranquilos que la patria presenta al pobre mismo, contra los estériles goces que da el bienestar bajo un cielo extranjero; huir del hogar paterno y de los campos donde descansan sus abuelos y abandonar a los vivos y a los muertos para correr tras de la fortuna, nada hay que, a sus ojos, merezca mayores alabanzas. Hoy día, Norteamérica da a los hombres una heredad siempre más vasta que lo que podría ser la industria que la hace valer. En Norteamérica no se pueden dar, pues, luces suficientes; porque todas, al mismo tiempo que pueden ser útiles al que las posee, se inclinan todavía en provecho de los que no las tienen. Las necesidades nuevas no son de temerse allí. No hay que tener miedo que hagan nacer demasiadas pasiones, puesto que todas las pasiones encuentran un alimento fácil y saludable. No se puede hacer a los hombres demasiado libres, porque nunca se ven allí tentadas a hacer mal uso de la libertad. Las Repúblicas norteamericanas de nuestros días son como compañías de negociantes formadas para explotar en común las tierras desiertas del Nuevo Mundo, ocupadas en un comercio que prospera. Las pasiones que agitan más profundamente a los norteamericanos son pasiones comerciales y no pasiones políticas, o más bien trasladan a la política los hábitos del negocio. Aman el orden, sin el cual los negocios no podrían prosperar, y aprecian particularmente la regularidad de las costumbres, que son base de buenas casas; prefieren el buen sentido que crea las grandes fortunas al genio que a menudo las disipa; las ideas generales asustan a sus espíritus acostumbrados a los cálculos positivos y estiman más la práctica que la teoría. Hay que ir a Norteamérica para comprender qué poder ejerce el bienestar material sobre las acciones políticas y hasta sobre las opiniones mismas, que deberían no estar sometidas sino a la razón. Entre los extranjeros se descubre principalmente la verdad de esto. La mayor parte de los emigrantes de Europa llevan al Nuevo Mundo ese amor salvaje por la independencia y por el cambio que nace tan a menudo en medio de nuestras miserias. Yo encontraba a veces en los Estados Unidos a algunos de esos europeos que ha tiempo se habían visto obligados a huir de su país a causa de sus opiniones políticas. Todos me sorprendían por sus discursos; pero uno de ellos me causó más admiración que los demás. Mientras yo atravesaba uno de los distritos más reconditos de Pensilvania, la noche me sorprendió, y fui a pedir asilo a la puerta de un rico hacendado: era un francés. Me hizo sentar cerca de su hogar, y nos pusimos a disertar libremente, como conviene a gentes que se vuelven a encontrar en el fondo de un bosque, a dos mil leguas del país que los viera nacer. Yo no ignoraba que mi huésped había sido un gran nivelador hacía cuarenta años y un ardiente demagogo. Su nombre pertenece a la historia. Quedé, pues, extrañamente sorprendido de oírle discutir el derecho de propiedad como hubiera podido hacerlo un economista, iba casi a decir un propietario. Habló de la jerarquía necesaria que la fortuna establece entre los hombres, de la obediencia a la ley establecida, de la influencia de las buenas costumbres en las Repúblicas, y del auxilio que las ideas religiosas prestan al orden y a la libertad. Llegó hasta a citar, como por descuido, en apoyo de sus opiniones políticas, la autoridad de Jesucristo. Yo admiraba, escuchándolo, la imbecilidad de la razón humana. Esto es verdadero o falso: ¿cómo descubrirlo en medio de las incertidumbres de la ciencia y de las diversas lecciones de la experiencia? Ocurre un hecho nuevo que suscita todas mis dudas. Yo era pobre, héme aquí rico: por lo menos, si el bienestar, al influir sobre mi conducta, dejase mi juicio en libertad. Pero no, mis opiniones han cambiado en efecto con mi fortuna y, en el acontecimiento feliz de que me aprovecho, he descubierto realmente la razón determinante que hasta entonces me había faltado. La influencia del bienestar se ejerce más libremente aún sobre los norteamericanos que sobre los extranjeros. El norteamericano siempre ha visto con sus propios ojos el orden y la prosperidad pública enlazarse y caminar al mismo paso. No se imagina que puedan vivir separadamente. No tiene, pues, nada que olvidar, y no debe perder, como tantos europeos, lo que adquirió en su educación primera. La influencia de las leyes sobre el mantenimiento de la República democrática en los Estados Unidos Tres causas principales del mantenimiento de la RepÚblica democrática - Forma federal - Instituciones comunales - Poder judicial. El objeto principal de esta obra era dar a conocer las leyes de los Estados Unidos. Si ese fin ha sido alcanzado, el lector ha podido ya juzgar por sí mismo cuáles son, entre esas leyes, las que tienden realmente a mantener la República democrática y las que la ponen en peligro. Si no he tenido la fortuna de acertar en todo el curso del libro, menos todavía la podré tener en un capítulo. No quiero, pues, recorrer de nuevo la senda que ya he emprendido, y algunas líneas deben bastar para resumirla. Tres cosas parecen concurrir más que todas las demás al mantenimiento de la República democrática en el Nuevo Mundo: La primera es la forma federal que los norteamericanos han adoptado, y que permite a la Unión disfrutar del poder de una gran República y de la seguridad de una pequeña. Encuentro la segunda en las instituciones comunales que, moderando el despotismo de la mayoría, dan al mismo tiempo al pueblo el gusto de la libertad y el arte de ser libre. La tercera se encuentra en la constitución del poder judicial. He mostrado cómo los tribunales sirven para corregir los extravíos de la democracia y cómo sin poder detener jamás los movimientos de la mayoría, logran hacerlos más lentos así como dirigirlos. La influencia de las costumbres sobre el mantenimiento de la República democrática en los Estados Unidos He dicho anterionnente que consideraba a las costumbres como una de las grandes causas generales a las que se puede atribuir el mantenimiento de la República democrática en los Estados Unidos. Entiendo aquí la expresión de costumbres en el sentido que atribuían los antiguos a la palabra mores. No solamente la aplico a las costumbres propiamente dichas, que se podrían llamar los hábitos del corazón, sino a las diferentes nociones que poseen los hombres, a las diversas opiniones que tienen crédito entre ellos, y al conjunto de las ideas de que se forman los hábitos del espíritu. Comprendo, pues, bajo esta palabra todo el estado moral e intelectual de un pueblo. Mi objeto no es hacer un cuadro de las costumbres norteamericanas; me limito en este momento a investigar entre ellas lo que es favorable al mantenimiento de las instituciones políticas. La religión considerada como institución política y como sirve poderosamente al mantenimiento de la República democrática entre los norteamericanos La América del Norte poblada por hombres que profesaban un cristianismo democrático y republicano - Llegada de los católicos - Por qué en nuestros días los católicos forman la clase más democrática y más republicana. Al lado de cada religión se encuentra una opinión política que, por afinidad, está junto a ella. Dejad al espíritu seguir su tendencia, y reglamentará de manera uniforme la sociedad política y la ciudad divina; tratará, si me atrevo a decirlo, de armonizar la tierra con el cielo. La mayor parte de la América inglesa ha sido poblada por hombres que, después de haberse sustraído a la autoridad del Papa, no se habían sometido a ninguna supremacía religiosa. Llevaban, pues, al Nuevo Mundo un cristianismo que yo no podría pintar mejor que llamándolo democrático y republicano. Esto favoreció singularmente el establecimiento de la República y de la democracia en los negocios. Desde el principio, la política y la religión se encontraron de acuerdo, y después no dejaron de estarlo. Hace aproximadamente cincuenta años que Irlanda comenzó a derramar en el seno de los Estados Unidos una población católica. Por su parte, el catolicismo norteamericano hizo prosélitos; se encuentran actualmente en la Unión más de un millón de cristianos que profesan las verdades de la Iglesia romana. Esos católicos muestran una gran fidelidad a las prácticas de su culto, y están llenos de ardor y de celo por sus creencias; sin embargo, forman la clase más republicana y más democrática que haya en los Estados Unidos. Esto sorprende a primera vista, pero la reflexión descubre fácilmente sus causas ocultas. Pienso que se hace mal en considerar a la religión católica como un enemigo natural de la democracia. Entre las diferentes doctrinas cristianas, el catolicismo me parece, por el contrario, una de las más favorables a la igualdad de condiciones. Entre los católicos, la sociedad religiosa no se compone sino de dos elementos: el sacerdote y el pueblo. El sacerdote se eleva solo por encima de los fieles; todo es igual debajo de él. En materia de dogmas, el catolicismo coloca al mismo nivel a todas las inteligencias; constriñe a los detalles de las mismas creencias al sabio así como al ignorante, al nombre de genio tanto como al vulgo; impone las mismas prácticas al rico que al pobre; inflige la misma austeridad al poderoso que al débil; no entra en componendas con ningún mortal y, aplicando a cada uno de los humanos la misma medida, gusta de confundir a todas las clases de la sociedad al pie del mismo altar, como están confundidas a los ojos de Dios. Si el catolicismo dispone a los fieles a la obediencia, no los prepara, pues, para la desigualdad. Diré lo contrario del protestantismo que, en general, lleva a los hombres mucho menos a la igualdad que hacia la independencia. El catolicismo es como una monarquía absoluta. Quitad al príncipe, y las condiciones son allí más iguales que en las Repúblicas. A menudo sucedió que el sacerdote católico ha salido del santuario para penetrar como un poder en la sociedad, y que ha llegado a asentarse en medio de la jerarquía social. Entonces, algunas veces ha usado su influencia religiosa para asegurar la duración de un orden político de que formaba parte. También se pudo ver entonces a algunos católicos partidarios de la aristocracia por espíritu de religión. Pero, una vez que los sacerdotes son apartados o se apartan del gobierno, como lo hacen en los Estados Unidos, no hay hombres que, por sus creencias, estén más dispuestos que los católicos a trasladar al mundo político la idea de la igualdad de condiciones. Si los católicos de los Estados Unidos no son arrastrados por la naturaleza de sus creencias hacia las opiniones democráticas y republicanas, por lo menos no son naturalmente contrarios a ellas, y su posición social, así como su pequeño número, convierte en ley el hecho de abrazarlas. La mayor parte de los católicos son pobres, y tienen necesidad de que todos los ciudadanos gobiernen para llegar ellos mismos al gobierno. Los católicos están en minoría, y tienen necesidad de que se respeten todos los derechos para estar seguros del libre ejercicio de los suyos. Esas dos causas los impulsan, a veces aun sin que ellos mismos se percaten, hacia la doctrina política que adoptarían tal vez con menos ardor si fueran ricos y predominantes. El clero católico de los Estados Unidos no ha intentado luchar contra esa tendencia política; trata más bien de justificarla. Los sacerdotes católicos de Norteamérica han dividido el mundo intelectual en dos partes: en una dejaron los dogmas revelados, y se someten a ellos sin discutirlos; en la otra, colocaron la verdad política y piensan que Dios la ha abandonado a las libres investigaciones de los hombres. Así, los católicos de los Estados Unidos son a la vez los fieles más sumisos y los ciudadanos más independientes. Se puede, pues, decir que en los Estados Unidos no hay una sola doctrina religiosa que se muestre hostil a las instituciones democráticas y republicanas. Todos los miembros del clero tienen allí el mismo lenguaje; las opiniones están de acuerdo con las leyes, y no reina, por decirlo así, sino una sola corriente, en el espíritu humano. Habitaba yo momentáneamente una de las más grandes ciudades de la Unión, cuando se me invitó a asistir a una reunión política cuyo objeto era acudir en auxilio de los polacos, y hacerles llegar armas y dinero. Encontré de dos a tres mil personas reunidas en una vasta sala que había sido preparada para recibirlas. En seguida, un sacerdote, revestido de sus ornamentos eclesiásticos, se adelantó hacia el borde del estrado destinado a los oradores. Los asistentes, después de haberse descubierto, permanecieron de pie en silencio, y aquél habló en estos términos: Dios todopoderoso, Dios de los ejércitos, tú que has mantenido el corazón y conducido el brazo de nuestros padres cuando sostenían los derechos sagrados de su independencia nacional; tú que los has hecho triunfar de una odiosa opresión, concediendo a nuestro pueblo los beneficios de la paz y de la libertad, ¡oh Señor! dirige una mirada propicia hacia el otro hemisferio; mira con piedad a un pueblo heroico que lucha ahora como lo hicimos nosotros antaño y por la defensa de los mismos derechos. Señor que creaste a todos los hombres sobre el mismo modelo, no permitas que el despotismo venga a deformar tu obra y a mantener la desigualdad sobre la Tierra. ¡Dios omnipotente! Vela por los destinos de los polacos, hazlos dignos de ser libres; que tu sabiduría reine en sus consejos, que tu fuerza esté en sus brazos; derrama el terror sobre sus enemigos, divide a los poderes que traman su ruina, y no permitas que la injusticia de que el mundo fue testigo hace cincuenta años se consume el día de hoy. Señor, que sostienes en tu mano poderosa el corazón de los pueblos como el de los hombres, suscita aliados a la causa sagrada del buen derecho; haz que la nación francesa se levante al fin y, saliendo del marasmo en que sus jefes la retienen, venga a combatir una vez más por la libertad del mundo. Oh Señor, no retires jamás de nosotros tu faz; permite que seamos siempre el pueblo más religioso así como el más libre. Dios omnipotente, escucha hoy nuestra plegaria: salva a los polacos. Te lo pedimos en nombre de tu Hijo amado, Nuestro Señor Jesucristo, que murió en la cruz por la salvación de todos los hombres. Amén. Toda la asamblea repitió amén con recogimiento. Influencia directa que ejercen las creencias religiosas sobre la sociedad política en los Estados Unidos Moral del cristianismo que se descubre en todas las sectas - Influencia de la religión sobre las costumbres de los norteamericanos - Respeto al lazo del matrimonio - Cómo la religión encierra la imaginación de los norteamericanos entre ciertos límites y modera en ellos la pasión de innovar - Opinión de los norteamericanos sobre la utilidad politica de la religión - Sus esfuerzos por extender y asegurar su imperio. Acabo de mostrar cuál era, en los Estados Unidos, la acción directa de la religión sobre la política. Su acción indirecta me parece mucho más poderosa aún, y cuando no habla de libertad, es cuando enseña mejor a los norteamericanos el arte de ser libre. Hay una cantidad innumerable de sectas en los Estados Unidos. Todas difieren en el culto que hay que tributar al Creador, pero todas se entienden sobre los deberes de los unos respecto de los otros. Cada secta adora, pues, a Dios a su manera, pero todas las sectas practican la misma moral en nombre de Dios. Si sirve mucho al hombre que su religión sea verdadera, no sucede lo mismo en cuanto a la sociedad. La sociedad no tiene nada que temer ni que esperar de la otra vida; y lo que le importa más, no es tanto que todos los ciudadanos profesen una eligión. Por otra parte, todas las sectas en los Estados Unidos se concentran en la gran unidad cristiana, y la moral del cristianismo es en todas partes la misma. Esta permitido pensar que cierto número de norteamericanos siguen en el culto que rinden a Dios, sus hábitos más que sus convicciones. En los Estados Unidos, por otra parte, el soberano es religioso, y por consiguiente la hipocresía debe ser común; pero norteamerica es, sin embargo, todavía el lugar del mundo en que la religión cristiana ha conservado más verdadero poder sobre las almas, y nada muestra mejor cómo es útil y natural al hombre, puesto que el país donde ejerce en nuestros días mayor imperio es al mismo tiempo el más ilustrado y el más libre. He dicho que los sacerdotes norteamericanos se pronuncian de una manera general en favor de la libertad civil, sin exceptuar a aquellos mismos que no admiten la libertad religiosa. Sin embargp, no se les ve prestar su apoyo a ningún sistema político en particular. Tienen cuidado de mantenerse alejados de los negocios, y no se mezclan en las combinaciones de los partidos. No se puede, pues, decir que en los Estados Unidos la religión ejerza una influencia sobre las leyes ni sobre el detalle de las opiniones políticas; pero dirige las costumbres, y al regir a la familia trabaja por regir el Estado. No dudo un instante de que la gran severidad de costumbres que se observa en los Estados Unidos tenga su fuente primera en las creencias. La religión es allí a menudo impotente para detener al hombre en medio de las tentaciones sin número que la fortuna le presenta. No podría moderar en él el ardor de enriquecerse que todo contribuye a aguijonear, pero reina soberanamente sobre el alma de la mujer, y es la mujer la que hace las costumbres. Norteamérica es seguramente el país del mundo en que el lazo del matrimonio es más respetado, y donde se ha concebido la idea más alta y más justa de la dicha conyugal. En Europa, casi todos los desórdenes de la sociedad nacen en torno al hogar doméstico y no lejos del tálamo nupcial. Allí los hombres adquieren el desprecio de los lazos naturales y de los placeres permitidos, el gusto del desorden, la inquietud del corazón y la inestabilidad de los deseos. Agitado por las pasiones tumultuosas que a menudo perturban su propia morada, el europeo no se somete sino con dificultad a los poderes legisladores del Estado. Cuando, al salir de las agitaciones del mundo político, el norteamericano regresa al seno de su familia, encuentra al punto en ella la imagen del orden y de la paz. Allí, todos sus placeres son sencillos y naturales, sus alegrías inocentes y tranquilas; y, como llega á la felicidad por la regularidad de la vida, se habitúa sin trabajo a reglamentar sus opiniones tanto como sus gustos. Mientras el europeo trata de escapar de sus penas domésticas perturbando a la sociedad, el norteamericano adquiere en su hogar el amor al orden que traslada en seguida a los negocios del Estado. En los Estados Unidos, la religión no regula solamente las costumbres. Extiende su imperio hasta sobre las inteligencias. Entre los angloamericanos, los unos profesan los dogmas cristianos porque creen en ellos, los otros porque temen no tener la apariencia de creer. El cristianismo reina, pues, sin obstáculos según la confesión de todos. Resulta de ello, como ya lo dije antes, que todo es cierto y fijo en el mundo moral, aunque el mundo político parece abandonado a la discusión y a los ensayos de los hombres. Así, el espíritu humano no percibe nunca delante de sí un campo sin límite: cualquiera que sea su audacia, siente de tiempo en tiempo que debe detenerse ante barreras infranqueables. Antes de innovar, se ve forzado a aceptar ciertas bases primero, y a someter sus concepciones más atrevidas a determinadas formas que lo retardan y detienen. La imaginación de los norteamericanos, en sus mayores atrevimientos no tiene, pues, sino una marcha circunspecta e incierta. Su andar se ve estorbado y sus obras son incompletas. Esos hábitos de reticencia se advierten también en la sociedad política y favorecen singularmente la tranquilidad del pueblo, así como la duración de las instituciones que él se diera. La naturaleza y las circunstancias habían hecho del habitante de los Estados Unidos un hombre audaz; es fácil inferirlo, cuando se ve de qué manera persigue la fortuna. Si el espíritu de los norteamericanos fuera libre de toda traba, no se tardaría en encontrar entre ellos a los más audaces innovadores y a los más implacables lógicos del mundo. Pero los revolucionarios de Norteamérica están obligados a profesar ostensiblemente cierto respeto por la moral y la equidad cristianas, que no les permiten violar fácilmente sus leyes cuando se oponen a la ejecución de sus designios; y si pudieran elevarse a sí mismos por encima de sus escrúpulos, se sentirían todavía detenidos por los de sus partidarios. Hasta el presente, no se ha encontrado a nadie, en los Estados Unidos, que se haya atrevjdo a expresar esta teoría: que todo está permitido en interés de la sociedad. Máxima impía, que parece haber sido inventada en un siglo de libertad para legitimar a todos los tiranos por venir. Así, pues, al mismo tiempo que la ley permite al pueblo norteamericano hacerlo todo, la religión le impide concebirlo todo y le prohibe atreverse a todo. La religión que, entre los norteamericanos, no se mezcla nunca directamente con el gobierno de la sociedad debe, pues, ser considerada como la primera de sus instituciones políticas; porque, si no les da el gusto de la libertad, les facilita singularmente su uso. Desde este punto de vista es como los habitantes de los Estados Unidos consideran las creencias religiosas. No sé si todos los norteamericanos tienen fe en su religión, porque ¿quién puede leer en el fondo de los corazones?;
pero estoy seguro de que la creen necesaria para el mantenimiento de las instituciones republicanas. Esta opinión no pertenece a una clase de ciudadanos o a un partido, sino a la nación entera. Se la encuentra en todos los rangos sociales. En los Estados Unidos, cuando un hombre político ataca a una secta, no es una razón para que los partidarios mismos de esa secta no lo sostengan; pero, si ataca a todas juntas, todos le huyen, y se queda solo. Mientras estaba en Norteamérica, un testigo se presentó ante el tribunal del condado de Chester (Estado de Nueva York), y declaró que no creía en la existencia de Dios y en la inmortalidad del alma. El presidente rehusó recibir su juramento, considerando, dijo, que el testigo había destruido de antemano toda la fe que podía acompañar a sus palabras (3). Los diarios relataron el hecho sin comentarlo. Los norteamericanos confunden tan completamente en su espíritu el cristianismo y la libertad, que es casi imposible hacerles concebir el uno sin la otra; y no es entre ellos una de esas creencias estériles que el pasado lega al presente, que parece menos vivir que vegetar en el fondo del alma. He visto a norteamericanos asociarse para enviar sacerdotes a los nuevos Estados del Oeste, y para fundar en ellos escuelas e iglesias. Temían que la religión llegara a perderse en medio de los bosques, y que el pueblo que surge no pudiera ser tan libre como aquel de que había salido. Encontré habitantes ricos de la Nueva Inglaterra que abandonaban el país de su nacimiento con el objeto de ir a echar, en las orillas del Misouri o en las praderas de Illinois, los cimientos del cristianismo y de la libertad. Así es como en los Estados Unidos el celo religioso. se aviva sin cesar en el fuego del patriotismo. Pensáis que esos hombres obran únicamente en consideración a la otra vida; pero os engañáis; la eternidad es sólo uno de sus cuidados. Si interrogáis a uno de esos misioneros de la civilización cristiana, quedaréis grandemente sorprendidos al oírles hablar tan a menudo de los bienes de este mundo, y encontrar hombres políticos donde no creíais ver sino a hombres religiosos. Todas las Repúblicas norteamericanas son solidarias las unas de las otras, os dirán; si las Repúblicas del Oeste cayeran en la anarquía o sufrieran el yugo del despotismo, las instituciones republicanas que florecen a orillas del Atlántico estarían en gran peligro; tenemos, pues, interés en que los nuevos Estados sean religiosos, a fin de que nos permitan ser libres. Tales son las opiniones de los norteamericanos; pero su error es manifiesto: porque cada día se me prueba muy doctamente que todo está bien en Norteamérica, excepto precisamente este espíritu religioso que admiro; y me enseñan que no falta a la libertad y a la dicha de la especie humana, del otro lado del Océano, sino el creer con Spinoza en la eternidad del mundo, y el sostener con Cabanis que el cerebro segrega el pensamiento. A esto no tengo nada que responder, en verdad, sino que los que sostienen este lenguaje no han estado en Norteamérica, no han visto ni pueblos religiosos ni pueblos libres. Los aguardo, pues, a su regreso. Hay personas en Francia que consideran a las instituciones republicanas como el instrumento pasajero de su grandeza. Miden con la vista el espacio inmenso que separa sus vicios y sus miserias del poder y de las riquezas, y quisieran amontonar ruinas en ese abismo para intentar colmarlo. Son a la libertad lo que las compañías francas de la Edad Media eran a los reyes; hacen la guerra por su propia cuenta, puesto que llevan sus mismos colores;
pero la República vivirá bastante largo tiempo para sacarlos de su bajeza presente. No es a ellos a quienes hablo; pero hay otros que ven en la República un estado permanente y tranquilo, un objetivo necesario hacia el cual las ideas y las costumbres arrastran cada día a las sociedades modernas, que quisieran sinceramente preparar a los hombres para ser libres. Cuando esos atacan las creencias religiosas, siguen sus pasiones y no sus intereses. El despotismo es el que puede prescindir de la fe, no la libertad. La religión es mucho más necesaria para la República que preconizan, que para la monarquía que atacan, y en las Repúblicas democráticas más que en todas las demás. ¿Cómo podría la sociedad dejar de perecer si, en tanto que el vínculo político se relaja, el lazo moral no se estrecha? y ¿qué hacer de un pueblo dueño de sí mismo, si no está sometido a Dios? Notas (1) Norteamérica no tiene todavla una gran capital, pero tiene ya muy grandes ciudades. Filadelfia contaba, en 1830, 161 000 habitantes, y Nueva York, 202 000. El pueblo bajo que habita esas vastas ciudades forma un populacho más peligroso que el mismo de Europa. Se compone ante todo de negros libertas, que la ley y la opinión condenan a un estado de degradación y de miseria hereditarias. Se encuentra también en su seno una multitud de europeos que la desgracia o la mala conducta impulsan cada dla a las riberas del Nuevo Mundo. Esos hombres llevan a los Estados Unidos nuestros mayores vicios, y no tienen ninguno de los intereses que podrían combatir su influencia. Viviendo en el país sin ser ciudadanos, están prestos a sacar partido de todas las pasiones que lo agitan. Así vimos desde hace algún tiempo revueltas serias estallar en Filadelfia y en Nueva York. Parecidos desórdenes son desconocidos en el resto del país, que no se preocupa de ellos, porque la población de las ciudades no ha ejercido hasta ahora ningún poder ni ninguna influencia sobre la de los campos. Considero, sin embargo, la grandeza de ciertas ciudades norteamericanas, y sobre todo la naturaleza de sus habitantes, como un peligro verdadero que amenaza el porvenir de las Repúblicas democráticas del Nuevo Mundo, y que no temo predecir que a causa de ello perecerán, a menos que su gobierno logre crear una fuerza armada que, a la vez que sometida a la voluntad de la mayoria nacional sea, sin embargo, independiente del pueblo de las ciudades y pueda comprimir sus excesos. (2) En Nueva Inglaterra, el suelo está repartido en muy pequeños dominios, pero ya no se divide. (3) Véase en qué términos el New York Spectator del 23 de agosto de 1831 describe el hecho: The court of common pleas of Chester county (New York) a few days since rejected a witness who declared his disbelief in the existence of God. The presiding judge remarked that he had not before been aware that there was a man living who did not believe in the existence of God; that this blief constituted the sanction of all testimony in a court of justice and that he knew of no cause in a christian country where a witness had been permitted to testify without such a belief.