LIBRO PRIMERO
Segunda parte
Capítulo noveno
Segunda parte
Las principales causas que hacen poderosa a la religión en Norteamérica
Cuidados que tuvieron los norteamericanos de separar la Iglesia del Estado - Las leyes, la opinión pública, los esfuerzos de los sacerdotes mismos, concurren al resultado - A esta causa hay que atribuir el poder que la religión ejerce sobre las almas en los Estados Unidos - Por qué - Cuál es, en nuestros días, el estado natural de los hombres en materia de religión - Qué causa particular y accidental se opone, en ciertos países, a que los hombres se conformen con este estado.
Los filósofos del siglo dieciocho explicaban de una manera muy simple el debilitamiento gradual de las creencias. El celo religioso, decían, debe extinguirse a medida que la libertad y las luces aumentan. Es deplorable que los hechos no concuerden con esa teoría.
Hay determinada población europea cuya incredulidad no es igualada sino por su embrutecimiento e ignorancia, en tanto que en Norteamérica se ve a uno de los pueblos más libres y más ilustrados del mundo cumplir con ardor todos los deberes externos de la religión.
A mi llegada a los Estados Unidos, el aspecto religioso del país fue lo que sorprendió primero mis miradas. A medida que prolongaba mi estancia, percibía las grandes consecuencias políticas que se derivaban de estos hechos nuevos.
Yo había visto entre nosotros el espíritu de religión y el espíritu de libertad marchar casi siempre en sentido contrario. Aquí, los encontraba íntimamente unidos el uno con el otro: reinaban, juntos, sobre el mismo suelo.
Cada día sentía crecer mi deseo de conocer la causa de este fenómeno.
Para llegar a conocerla, interrogué a los fieles de todas las comuniones; investigué sobre todo la clase sacerdotal, que conserva el depósito de las diferentes creencias y que tiene interés personal en su duración. La religión que profeso me acercaba particularmente al clero católico, y no tardé en trabar una especie de intimidad con varios de sus miembros. A cada uno de ellos les manifestaba mi extrañeza y les exponía mis dudas; encontré que todos esos hombres no diferían entre sí más que en detalles; pero todos atribuyen principalmente a la completa separación dé la Iglesia y del Estado el imperio pacífico que la religión ejerce en su país. No temo afirmar que durante mi permanencia en Norteamérica, no he encontrado a un solo hombre, sacerdote o laico, que no haya estado de acuerdo sobre este punto.
Esto me condujo a examinar más atentamente que lo había hecho hasta entonces, la posición que los sacerdotes norteamericanos ocupan en la sociedad política. Reconoci con sorpresa que no desempeñan ningún empleo público (4). No vi a uno solo de ellos en la administraciÓn, y descubrí qhe no estaban, ni siquiera representados en el seno de las asambleas.
La ley, en varios Estados, les había cerrado la carrera política (5) y la opinión, en todos los demás.
Cuando al fin llegué a investigar cuál era el espíritu del clero mismo, percibí que la mayor parte de sus miembros parecían alejarse voluntariamente del poder, y poner una especie de orgullo de profesiÓn en permanecer extraños a él.
Les oí fulminar anatemas contra la ambición y la mala fe, cualesquiera que fuesen las opiniones políticas con que tienen cuidado de cubrirse. Pero supe, al escucharlos, que los hombres no pueden ser condenados a los ojos de Dios a causa de esas mismas opiniones, cuando son sinceras, y que no hay más pecado en errar en materia de gobierno, que en equivocarse sobre la manera comó hay que construir una morada o trazar su surco.
Los vi separarse con cuidado de todos los partidos, y huir de su contacto con todo el ardor del interés personal.
Estos hechos acabaron de probarme que se me había dicho la verdad. Entonces quise remontarme de los hechos a las causas; me pregunté cómo podía suceder que, al disminuir la fuerza aparente de Una religión, se llegara a aumentar su poder real, y creí que no era imposible descubrirlo.
Jamás el corto espacio de sesenta años podrá encerrar toda la imaginación del hombre; las alegrías incompletas de este mundo no bastaran nunca a su corazón. Sólo entre todos los seres, el hombre muestra un disgusto general por la existenda y un deseo inmenso de existir; desprecia la vida y teme la nada. Esos diferentes instintos impulsan sin cesar su alma hacia la contemplación de otro mundo, y la religión es la que la conduce a él. La religión no es, pues, sino una fonna particular de la esperanza, y es tan natural al corazón humano como la esperanza misma. Por una especie de aberración de la inteligencia, y con ayuda de una suerte de violencia moral ejercida sobre su propia naturaleza, los hombres se alejan de las creencias religiosas; pero una inclinación invencible los vuelve a conducir a ellas. La incredulidad es un accidente; la fe sola es el estado permanente de la humanidad.
No considerando a las religiones sino desde un punto de vista puramente humano se puede decir, pues, que todas las religiones toman en el hombre mismo un elemento de fuerza que no podria nunca faltarles, porque se finca en uno de los principios constitutivos de la naturaleza humana.
Sé que hay tiempos en que la religión puede añadir a esta influencia que le es propia el poder artificial de las leyes y el apoyo de los poderes materiales que dirigen a la sociedad. Se han visto religiones íntimamente unidas a los gobiernos de la tierra dominar al mismo tiempo las almas por el terror y por la fe; pero, cuando una religión contrae una alianza semejante, no temo decirlo, obra como podría hacerlo un hombre: sacrifica el porvenir en vista del presente y, al obtener un poder que no le es debido, expone su legítimo poder.
Cuando una religión no trata de fundar su imperio sino sobre el deseo de inmortalidad que atormenta igualmente el corazón de todos los hombres, puede pretender la universalidad, pero, cuando llega a unirse a un gobierno, le es necesario adoptar máximas que no son aplicables sino a ciertos pueblos. Así pues, al aliarse a un poder político, la religión aumenta su poder sobre algunos y pierde la esperanza de reinar sobre todos.
En tanto que una religión no se apoya sino sobre sentimientos que son el consuelo de todas las miserias, puede atraer hacia sí el corazón del género humano. mezcladaa las pasiones amargas de este mundo, se la constriñe algunas veces a defender aliados que le da el interés más bien que el amor; y le es preciso rechazar como adversarios a hombres que a menudo la aman todavía, mientras combate a aquellos a quienes está unida. La religión no podría, pues, compartir la fuerza material de los gobernantes, sin cargar con otra parte de los odios que provocan.
Los poderes pólíticos que parecen mejor establecidos, no tienen como garantía de su duración más que las opiniones de una generación, los intereses de un siglo y a menudo la vida de un hombre. Una ley puede modificar el estado social que parece más definitivo y mejor afirmado, y con él todo cambia.
Los poderes de la sociedad son todos más o menos fugitivos, asi como nuestros dias sobre la Tierra. Se suceden con rapidez como los diversos cuidados de la vida, y nunca se ha visto gobierno que se haya apoyado en una disposición invariable del corazón humano, ni que haya podido fundarse sobre un interés inmortal.
Mientras que una religión encuentra su fuerza en los sentimientos, instintos y pasiones que se reproducen de la misma manera en todas las épocas de la historia, desafía el estrago del tiempo, o por lo menos no podría ser destruida sino por otra religión. Pero, cuando la religión quiere apoyarse sobre los intereses de este mundo, se vuelve casi tan frágil como todos los poderes de la Tierra. Sola, puede esperar la inmortalidad; ligada a poderes efimeros, sigue la fortuna de ellos y cae a menudo con las pasiones que un día los sostenían.
Al unirse a los diferentes poderes políticos, la religión no podría, pues, contraer sino una alianza onerosa. No tiene necesidad de su concurso para vivir y, al servirles, puede morir.
El peligro que acabo de señalar existe en todos los tiempos, pero no siempre es tan visible.
Hay siglos en que los gobiernos parecen inmortales, y otros en que la existencia de la sociedad parece más frágil que la de un hombre.
Ciertas constituciones mantienen a los ciudadanos en una especie de sueño letárgico, y otras los entregan a una agitación febril.
Cuando los gobiernos parecen tan fuertes y las leyes tan estables, los hombres no perciben el peligro que puede correr la religión al unirse al poder.
Cuando los gobiernos se muestran tan débiles y las leyes tan cambiantes, el peligro aparece ante todas las miradas; pero a menudo entonces ya no es tiempo de sustraerse a él. Es preciso, pues, aprender a percibirlo desde lejos.
A medida que una nación toma un estado social democrático y que se ve a las sociedades inclinarse hacia la República, se vuelve cada vez más peligroso unir la religión a la autoridad; porque se acercan los tiempos en que el poder va a pasar de mano en mano, en que las teorías políticas se súcederán, en que los hombres, las leyes y las constituciones mismas desaparecerán o se modificarán cada día, y esto no durante algún tiempo, sino sin cesar. La agitación y la inestabilidad son inherentes a la naturaleza de las Repúblicas democráticas, como la inmovilidad y el sueño forman la ley de las monarquías absolutas.
Si los norteamericanos, que cambian al jefe de Estado cada cuatro años, que cada dos años eligen nuevos legisladores y reemplazan a los administradores provinciales cada año; si los norteamericanos, que han entregado el mundo político a los ensayos de los innovadores, no hubieran colocado su religión en alguna parte fuera de él, ¿a qué podría atenerse en el flujo y reflujo de las opiniones humanas? En medio de la lucha de los partidos, ¿dónde estaría el respeto que le es debido? ¿Qué llegaría a ser su inmortalidad cuando todo pereciera en torno suyo?
Los sacerdotes norteamericanos han percibido esta verdad antes que todos los demás, y conforman a ella su conducta. Han visto que sería necesario renunciar a la influencia religiosa, si quisiesen adquirir un poder político, y han preferido perder el apoyo del poder que compartir sus vicisitudes.
En Norteamérica, la religión es tal vez menos poderosa que lo ha sido en ciertos tiempos y en ciertos pueblos, pero su influencia es más durable. Se ha reducido a sus propias fuerzas, que nadie podría arrebatarle; no obra sino en un círculo único, pero lo recorre todo entero y domina en él sin esfuerzos.
Oigo voces en Europa que se elevan por todas partes; se deplora la ausencia de creencias, y pregúntanse cuál es el medio de volver a la religión algún resto de su antiguo poder.
Me parece que es necesario ante todo investigar atentamente cuál debiera ser, en nuestros días, el estado natural de los hombres en materia de religión. Conociendo entonces lo que podemos esperar y lo que tenemos que temer, percibiríamos claramente el fin hacia el que deben tender nuestros esfuerzos.
Dos grandes peligros amenazan la existencia de las religiones: los cismas y la indiferencia.
En los siglos de fervor, acontece algunas veces a los hombres abandonar su religión, pero no escapan a su yugo sino para someterse al de otra. La fe cambia de objeto, no muere. La antigua religión provoca entonces en todos los corazones, ardientes amores o implacables odios; unos la dejan con odio, y las otras se adhieren a ella con nuevo ardor: las creencias difieren, la irreligión es desconocida. Pero no sucede lo mismo cuando una creencia religiosa es minada por doctrinas que llamaré negativas, puesto que al afirmar la falsedad de una religión, no establecen la verdad de ninguna otra.
Entonces se operan prodigiosas revoluciones en el espíritu humano, sin que el hombre tenga la apariencia de ayudarlas por sUs pasiones y, por decirlo así, sin darse cuenta de ello. Se ve a hombres que dejan escapar, como por olvido, el objeto de sus más caras esperanzas. Arrastrados por una corriente insensible contra la cual no tienen el valor de luchar, y ante la que ceden, sin embargo, a pesar suyo, abandonan la fe que aman por seguir la duda que los conduce a la desesperación.
En los siglos que acabamos de describir, se dejan las creencias por frialdad más bien que por odio; no se las rechaza, nos abandonan. Al dejar de creer en la religión verdadera, el incrédulo continúa juzgándose útil. Considerando las creencias religiosas bajo un aspecto humano, reconoce su imperio sobre las costumbres y su influencia sobre las leyes. Comprende cómo pueden hacer vivir a los hombres en paz y prepararlos dulcemente para la muerte. Echa, pues, de menos la fe después de haberla perdido y, privado de un bien cuyo valor conoce, teme arrebatárselo a quienes lo poseen aún.
Por su parte, quien continúa creyendo no teme exponer su fe a todas las miradas. En quienes no comparten sus esperanzas, ve a desdichados más bien que a adversarios; sabe que puede conquistar su estima sin seguir su ejemplo; no está, pues, en guerra con nadie; y no considerando a la sociedad en que vive como una arena donde la religión debe luchar sin cesar contra mil enemigos encarnizados, ama a sus contemporáneos al mismo tiempo que condena sus debilidades y se aflige de sus errores.
Los que no creen, ocultando su incredulidad y los que creen, mostrando su fe, forman una opinión pública en favor de la religión. Se la quiere, se la sostiene, se la honra y hay que penetrar hasta el fondo de las almas para descubrir las heridas que ha recibido.
La masa de los hombres, a la que el sentimiento religioso no abandona nunca, no ve nada entonces que la aparte de las creencias establecidas. El instinto de otra vida la conduce sin dificultad al pie de los altares y entrega su corazón a los preceptos y a los consuelos de la fe.
¿Por qué este cuadro no nos es aplicable?
Veo entre nosotros a hombres que han dejado de creer en el cristianismo sin adherirse a ninguna religión.
Veo a otros que se han detenido en la duda, y fingen ya no creer.
Más lejos, encuentro a cristianos que creen todavía y no se atreven a decirlo.
En medio de esos tibios amigos y de esos ardientes adversarios descubro al fin un pequeño número de fieles prestos a desafiar todos los obstáculos y a despreciar todos los peligros por sus creencias. Éstos hacen violencia a la debilidad humana para elevarse por encima de la opinión común. Arrastrados por ese mismo esfuerzo, no saben ya precisamente dónde deben detenerse. Como vieron que en su patria el primer uso que el hombre ha hecho de la independencia fue para atacar la religión, temen a sus contemporáneos, y se apartan con terror de la libertad que éstos buscan. Pareciéndoles la incredulidad cosa nueva, envuelven en el mismo odio a todo lo que es nuevo. Están, pues, en guerra co su siglo y con su pais, y en cada una de las opiniones que en él se profesan ven una enemiga necesaria de la fe.
No debería ser así en nuestros días el estado natural de los hombres en materia de religión.
Se encuentra, pues, entre nosotros una causa accidental y particular que impide al espíritu humano seguir su inclinación, y le impulsa más allá de los límites en los que debe naturalmente detenerse.
Estoy profundamente convencido de que esta causa particular y accidental es la reunión íntima de a política y de la religión.
Los incrédulos de Europa persiguen a los cristianos como a enemigos políticos, más bien que como a adversarios religiosos: odian la fe como la opinión de un partido, mucho más que como una creencia errónea; y rechazan en el sacerdote menos al representante de Dios que al amigo del poder.
En Europa, el cristianismo ha permitido que se le uniera íntimamente a los poderes de la Tierra. Hoy día esos poderes caen, y está como sepultado bajo sus restos. Es un cuerpo vivo al que se ha querido atar a cuerpos muertos: cortad los lazos que lo retienen, y volverá a levantarse.
Ignoro lo que habría que hacer para devolver al cristianismo de Europa la energía de la juventud, Dios sólo lo podría; pero por lo menos depende de los hombres dejar a la fe el uso de todas las fuerzas que conserva todavía.
Cómo las luces, los hábitos y la experiencia práctica de los norteamericanos contribuyen al éxito de las instituciones democráticas
Lo que se debe entender por las luces del pueblo norteamericano - El espíritu humano ha recibido en los Estados Unidos una cultura menos profunda que en Europa - Para nadie ha permanecido en la ignorancia - Por qué - Rapidez con la que el pensamiento circula en los Estados semidesérticos del Oeste - Cómo la experiencia práctica sirve más todavía a los norteamericanos que los conocimientos literarios.
En mil pasajes de esta obra, he hecho observar a los lectores cuál era la influencia ejercida por las luces y los hábitos de los norteamericanos sobre el mantenimiento de sus instituciones políticas. Me restan, pues, ahora, pocas cosas que decir.
Norteamérica no ha tenido hasta el presente sino un muy pequeño número de escritores notables; no tiene grandes historiadores y no cuenta con ningún poeta. Sus habitantes ven a la literatura propiamente dicha con una especie de prevención, y hay más de una ciudad de tercer orden en Europa que publica cada año más obras literarias que los veinticuatro Estados de la Unión considerados juntos.
El espíritu norteamericano se aparta de las ideas generales y no se dirige hacia los descubrimientos teóricos. La política misma y la industria no podrían inclinarle a ello. En los Estados Unidos se hacen sin cesar leyes nuevas, pero no se han encontrado grandes escritores para investigar los principios generales de esas leyes. Los norteamericanos tienen jurisconsultos y comentaristas, los publicistas le faltan y en política, dan al mundo ejemplos más bien que lecciones.
Sucede lo mismo con las arte mecánicas.
En norteamérica se aplican con sagacidad las invenciones de Europa y, después de haberlas perfeccionado, se las adapta maravillosamente a las necesidades del país. Los hombres son allí industriosos, pero no cultivan la ciencia de la industria. Fulton comparte grande tiempo su genio con los pueblos extranjeros, antes de poder consagrarlo a su país.
El que quiere juzgar cuál es el estado de las luces entre los angloamericanos está, pues, expueso a ver el mismo objeto bajo dos aspectos diferentes. Si no presta atencón más que a los sabios, se sorprenderá de su pequeño númerony, si cuenta a los ignorantes, el pueblo norteamericano le parecerá el más ilustrado de la Tierra.
La población entera se encuentra colocada entre ese dos extremos; lo he dicho en otro lugar.
En la Nueva Inglaterra, cada ciudadano recibe las nociones elementales de los conocimientos humanos, aprende, además, cuáles son las doctrinas y las pruebas de su religión, se le hace conocer la historia de su patria y los rasgos principales de la constitución que la rige. En los Estados de Conecticut y de Massachusetts, es muy raro encontrar a un hombre que no sepa sino imperfectamente todas estas cosas, y el que las ignora absolutamente es en cierto modo un fenómeno.
Cuando comparo las Repúblicas griegas y romanas con estas Repúblicas de América; las bibliotecas manuscritas de las primeras y su populacho grosero, con los mil diarios que surcan las segundas y el pueblo ilustrado que las habita; cuando en seguida, pienso en todos los esfuerzos que se hacen aún para juzgar de uno con ayuda de los otros, y prever, por lo que sucedió hace dos mil años, lo que sucederá en nuestros días, me veo tentado a quemar mis libros, a fin de no aplicar sino ideas nuevas a un estado social tan nuevo.
No se debe, por lo demás, extender indistintamente a toda la Unión lo que digo de la Nueva Inglaterra. Mientras más avanza uno hacia el Oeste o hacia el Sur, más disminuye la instrucción del pueblo. En los Estados vecinos del golfo de México, se encuentran, así como entre nosotros, cierto número de individuos que son extraños a los elementos de los conocimientos humanos; pero se buscaría inútilmente, en los Estados Unidos, un solo cantón que hubiese permanecido sumergido en la ignorancia. La razón de esto es simple: los pueblos de Europa partieron de las tinieblas y de la barbarie para adelantar hacia la civilización y hacia las luces. Sus progresos han sido desiguales; unos corrieron por esa senda; los otros no hicieron, en cierto modo, sino caminar apenas y varios se detuvieron y duermen aún sobre el camino.
No sucedió lo mismo en los Estados Unidos.
Los angloamericanos llegaron ya civilizados al suelo que su posteridad ocupa; no han tenido que aprender, les bastó no olvidar. Ahora bien, son los hijos de esos mismos norteamericanos quienes, cada año, transportan al desierto, con su habitación, los conocimientos ya adquiridos y la estima del saber. La educación les ha hecho sentir la utilidad de las luces, y les puso en estado de transmitir esas mismas luces a sus decendientes. En los Estados U nidos, la sociedad no tiene, pues, infancia; nace en la edad viril.
Los norteamericanos no hacen ningún uso de la palabra campesino; no emplean la palabra, porque no tienen la idea; la ignorancia de las primeras edades, la simplicidad de los campos, la rusticidad de la aldea, no se han conservado entre ellos, y no conciben ni las virtudes, ni los vicios, ni los hábitos groseros, ni las gracias ingenuas de una civilización naciente.
En los límites extremos de los Estados confederados, en los confines de la sociedad y del desierto, permanece una población de audaces aventureros que, para huir de la pobreza pronta a alcanzarlos bajo el techo paterno, no temieron internarse en las soledades de Norteamérica y buscar en ella una nueVa patria. Apenas llegado al lugar que debe servirle de asilo, el pionero abate algunos árboles con premura y levanta una cabaña bajo el follaje. Nada hay y que ofrezca más miserable aspecto que esas moradas aisladas. El viajero que se acerca a ellas, ve brillar de lejos, a través de los muros, la llama del hogar; y, durante la noche si el viento llega a levantarse, oye que el techo de follaje se agita con estrépito entre los árboles de la selva. ¿Quién no creería que esa pobre cabaña sirve de asilo a la grosería y a la ignorancia? No hay que establecer, sin embargo, ninguna relación entre el pionero y el lugar que le sirve de asilo. Todo es primitivo y salvaje en torno suyo, pero él es por decirlo así el resultado de dieciocho siglos de trabajo y de experiencia. Lleva el vestido de las ciudades, habla su lenguaje; sabe el pasado, muestra curiosidad por el porvenir, argumenta sobre el presente; es un hombre muy civilizado que, por algún tiempo, se somete a vivir en medio de los bosques y que se interna en los desiertos del nuevo mundo con la Biblia, una hacha y unos periódicos.
Es difícil figurarse con qué increíble rapidez el pensamiento circula en el seno de estos desiertos (6).
No creo que se verifique tan gran movimiento intelectual en los cantones más ilustrados y poblados de Francia (7).
No se podría dudar que en los Estados Unidos la instrucción del pueblo sirve poderosamente al mantenimiento de la República democrática. Sucederá así, pienso yo, en todas partes en que no se separe la instrucción, que ilumina el espíritu, de la educación, que regula las costumbres.
Sin embargo, no exagero el valor de esta ventaja, y estoy lejos de creer, así como un gran número de gente en Europa, que baste enseñar a los hombres a leer y a escribir para hacerlos al punto ciudadanos.
Las verdaderas luces nacen principalmente de la experiencia y, si no se hubiera habituado poco a poco a los norteamericanos a gobernarse a sí mismos, los conocimientos literarios que poseen no les serían hoy día de gran auxilio para lograrlo.
He vivido mucho con el pueblo en los Estados Unidos, y no podría decir cómo he admirado su experiencia y su buen sentido.
No llevéis al norteamericano a hablar de Europa; mostrará de ordinario una gran presunción y un tonto y excesivo orgullo. Se contentará con esas ideas generales e indefenidas que, en todos los países, son de tan grande ayuda a los ignorantes. Pero interrogadle sobre su país, y veréis disiparse de repente la nube que envolvía su inteligencia: su lenguaje se volverá claro, exacto y preciso, como su pensamiento.
Os enseñará cuáles son sus derechos y de qué medios debe servirse para ejercerlos y sabrá según qué usos se rige el mundo político. Percibiréis que las reglas de la administración le son conocidas, y que el mecanismo de las leyes le es familiar. El habitante de los Estados Unidos no ha bebido en los libros esos conocimientos prácticos: su educación literaria ha podido prepararlo a recibirlos, pero no se los ha proporcionado.
Participando en la legislación es como el norteamericano aprende a conocer las leyes; gobernando es como se instruye sobre las formas del gobierno. La gran obra de la sociedad se realiza cada día ante sus ojos, y por decirlo así en sus manos.
En los Estados Unidos, el conjunto de la educación de los hombres es dirigido hacia la política; en Europa, su objeto principal es prepararlo para la vida privada. La acción de los ciudadanos en los negocios es un hecho demasiado raro para ser previsto de antemano.
Desde que uno echa una mirada sobre las dos sociedades, esas diferencias se revelan hasta en su aspecto exterior.
En Europa, hacemos a menudo entrar las ideas y los hábitos de la existencia privada en la vida pública y, como nos sucede que pasamos de repente del interior de la familia al gobierno del Estado, se nos ve a menudo discutir los grandes intereses de la sociedad, de la misma manera que conversamos con nuestros amigos.
Son, al contrario, los hábitos de la vida pública los que los norteamericanos trasladan casi siempre a la vida privada. Entre ellos, la idea del jurado se encuentra entre los juegos de la escuela, y se descubren las formas parlamentarias en el orden de un banquete.
Que las leyes sirven más al mantenimiento de la República democrática en los Estados Unidos que las causas físicas y las costumbres más que las leyes
Todos los pueblos de América tienen un estado social democrático - Sin embargo, las institúciones democráticas no se sostienen sino entre los angloamericanos . Los españoles de la América del Sur, tan favorecidos por la naturaleza física como los angloamericanos, no pueden soportar la República democrática - México, que ha adoptado una constitución de los Estados Unidos, tampoco - Los angloamericanos del Oeste la soportan con más dificultad que los del Este - Razones de estas diferencias.
He dicho que era preciso atribuir el mantenimiento de las instituciones democráticas de los Estados Unidos a las circunstancias, a las leyes y a las costumbres (8).
La mayor parte de los europeos no conocen sino la primera de las tres causas, y le dan una importancia preponderante que no tiene.
Es verdad que los angloamericanos han llevado al nuevo mundo la igualdad de condiciones. Nunca se encontraron entre ellos ni plebeyos ni nobles; los prejuicios del nacimiento han sido alli tan desconocidos como los prejuicios de profesión. Encontrándose así el estado social democrático, la democracia no tuvo dificultad en establecer su imperio.
Pero este hecho no es particular de los Estados Unidos, Casi todas las colonias de América fueron fundadas por hombres iguales entre si o que llegaron a serlo al habitarlas. No hay una sola parte del Nuevo Mundo en que los europeos hayan podido crear una aristocracia.
Sin embargo, las instituciones democráticas no prosperan sino en los Estados Unidos.
La Unión norteamericana no tiene enemigos que combatir. Está sola en medio de los desiertos, como una isla en el seno del Océano.
Pero la naturaleza había aislado de la misma manera a los españoles de la América del Sur, y ese aislamiento no les ha impedido mantener ejércitos. Se han hecho la guerra entre sí cuando los extranjeros les faltaron. No hay sino la democracia angloamericana que, hasta el presente, haya podido mantenerse en paz.
El territorio de la Unión presenta un campo sin límites para la actividad humana; ofrece un alimento inagotable a la industria y al trabájo. El amor a las riquezas toma allí el lugar de la ambición, y el bienestar extingue el ardor de los partidos.
Pero, ¿en qué parte del mundo se encuentran desiertos más fértiles, más grandes ríos, riquezas más intactas y más inagotables que en América del Sur? Sin embargo, la América del Sur no puede soportar la democracia. Si bastara a los pueblos para ser felices el haber sido colocados en un rincón del universo y poder extenderse a voluntad sobre tierras inhabitadas, los españoles de la América meridional no tendrían que quejarse de su suerte. Y aunque no disfrutaran de la misma dicha que lbs habitantes de los Estados Unidos, deberían por lo menos hacerse envidiar de los pueblos de Europa.
Las causas físicas no influyen tanto como se supone sobre el destino de las naciones.
Encontré hombres de la Nueva Inglaterra prestos a abandonar una patria en donde habrían encontrado el bienestar, para ir a buscar la fortuna al desierto. Cerca de allí, vi la población francesa del Canadá apretujarse en un espacio demasiado estrecho para ella, cuando el mismo desierto estaba próximo; y, en tanto que el emigrante de los Estados Unidos adquiría con el precio de algunas jornadas de trabajo un gran dominio, el canadiense pagaba la tierra tan cara como si hubiera vivido en Francia. Así la naturaleza, al enlregar a los europeos las soledades del Nuevo Mundo, les ofrece bienes de los que no saben servirse siempre.
Percibo en otros pueblos de América las mismas condiciones de prosperidad que entre los angloamericanos, menos sUs leyes y sus costumbres; y esos pueblos son paupérrimos. Las leyes y las costumbres de los angloamericanos forman, pues, la razón especial de su grandeza y la causa predominante que yo busco.
Estoy lejos de pretender que haya una bondad absoluta en las leyes norteamericanas. No creo que sean aplicables a todos los pueblos democráticos y, entre ellas, hay algunas, que, en los Estados Unidos mismos, me parecen peligrosas.
Sin embargo, no se podría negar que la legislación de los norteamericanos, tomada en su conjunto, está bien adaptada al genio del pueblo que debe regir y a la naturaleza del país.
Las leyes norteamericanas son, pues, buenas y se debe atribuir a ellas una gran parte del éxito que obtiene en Norteamérica el gobierno de la democracia; pero no pienso que sean la causa principal de él. Y si me parecen tener más influencia sobre la dicha social de los norteamericanos que la naturaleza misma del país, de otro lado percibo razones para creer que la ejercen menos que las costumbres.
Las leyes federales forman seguramente la parte más importante de la legislación de los Estados Unidos. México, tan admirablemente situado como la Unión angloamericana, se ha apropiado esas mismas leyes, y no ha logrado establecer un gobierno de democracia.
Hay, pues, una razón independiente de las causas físicas y de las leyes, que hace que la democracia pueda gobernar a los Estados Unidos.
Pero he aquí algo que prueba más todavía. Casi todos los hombres que habitan el territorio de la Unión han salido de la misma sangre. Hablan la misma lengua, rezan a Dios de la misma manera, están sometidos a las mismas causas materiales y obedecen a las mismas leyes.
¿De dónde nacen; pues, las diferencias que hay que observar entre ellos? ¿Por qué, al este de la Unión, el gobierno republicano se muestra fuerte y regular, y procede con madurez y lentitud? ¿Qué causa imprime a todos sus actos un carácter de cordura y duración?
¿De dónde viene, al contrario, que en el Oeste los poderes de la sociedad parecen caminar al azar?
¿Por qué reina allí, en el movimiento de los negocios, algo desordenado, apasionado, podría decirse que febril, que no anuncia un largo porvenir?
No comparo ya a los angloamericanos con pueblos extranjeros; pongo en oposición ahora a los angloamericanos unos con otros, y busco por qué no se parecen entre si. Aquí, todos los argumentos sacados de la naturaleza del país y de la diferencia de las leyes me fallan al mismo tiempo. Hay que recurrir a alguna otra causa, y esa causa, ¿dónde la descubriré, sino en las costumbres?
En el Este es donde los angloamericanos hicieron más largo uso del gobierno de la democracia, y donde formaron los hábitos y concibieron las ideas más favorables para su mantenimiento. La democracia ha penetrado allí poco a poco en los usos, en las opiniones y en las formas. Se la encuentra en todo el detalle de la vida social, como en las leyes. En el Este es donde la instrucción literaria y la educación práctica del pueblo han sido más perfeccionadas y la religión se ha entrelazado mejor con la libertad. ¿Qué son esos hábitos, opiniones, usos y creencias, sino lo que llamé costumbres?
Al Oeste, por el contrario, una parte de las mismas' ventajas falta todavía. Muchos norteamericanos de los Estados del Oeste nacieron en los bosques y mezclan a la civilización de sus padres las ideas y costumbres de la vida salvaje. Entre ellos, las pasiones son más violentas, la moral religiosa menos poderosa y las ideas menos persistentes. Los hombres no ejercen allí ningún control unos sobre otros, porque se conocen apenas. Las naciones del Oeste muestran, pues, hasta cierto punto, la inexperiencia y los hábitos desarreglados de los pueblos nacientes. Sin embargo, las sociedades, en el Oeste, están formadas por elementos antiguos; pero el conjunto es nuevo.
Son particularmente las costumbres las que hacen a los americanos de los Estados Unidos, los únicos entre todos los americanos capaces de soportar el imperio de la democracia; y son ellas todavía las que hacen que las diversas democracias angloamericanas sean más o menos reglamentadas y prósperas.
Así, se exagera en Europa la influencia que ejerce la posición geográfica del país sobre la duración de las instituciones democráticas. Se atribuye demasiada importancia a las leyes y demasiado poca a las costumbres. Esas tres grandes causas sirven, sin duda, para regular y dirigir la democracia norteamericana; pero, si fuera preciso clasificarlas, diría que las causas físicas contribuyen para eso menos que las leyes, y las leyes infinitamente menos que las costumbres.
Estoy convencido de que la situación más afortunada y las mejores leyes no pueden mantener una constitución a despecho de las costumbres, en tanto que éstas sacan aún partido de las posiciones más desfavorables y de las peores leyes. La importancia de las costumbres es una verdad común a la cual el estudio y la experiencia conducen sin cesar. Me parece que la encuentro situada en mi espíritu como un punto central y la percibo al término de todas mis ideas.
Ya no tengo más que una palabra que decir sobre este asunto.
Si no he logrado hacer sentir al lector, en el curso de esta obra, la importancia que atribuía a la experiencia práctica de los norteamericanos, a sus hábitos y a sus opiniones, en una palabra a sus costumbres en el mantenimiento de sus leyes, he fallado el objetivo principal que me proponía al escribirlo.
Las leyes y las costumbres¿bastarían para mantener las instituciones democráticas en otra parte que no fuese norteamérica?
Los angloamericanos, trasladados a Europa, estarían obligados a modificar allí sus leyes - Hay que distinguir entre las instituciones democráticas y las instituciones norteamericanás - Se pueden concebir leyes democrdticas mejores o por lo menos diferentes de las que se ha dado la democracia norteamericana - El ejemplo de Norteamérica prueba solamente que no hay que desesperar, con ayuda de las leyes y de las costumbres, de reglamentar la democracia.
He dicho que el éxito de las instituciones democráticas en lós Estados Unidos era inherente a las leyes mismas y a las costumbres más que a la naturaleza del país.
Pero ¿se deduce de ello que esas mismas causas trasladadas a otra parte hubiesen tenido por sí solas el mismo poder y, si el país no puede depender de las leyes y de las costumbres, las leyes y las costumbres, a su vez, pueden depender del país?
Aquí, se concebirá sin dificultad que los elementos de prueba nos faltan, se encuentran en el Nuevo Mundo otros pueblos distintos de los angloamericanos, y a esos pueblos, estando sometidos a las mismas causas materiales que éstos, he podido compararlos entre sí.
Pero, fuera de los Estados Unidos de América, no hay naciones que, privadas de las mismas ventajas físicas que los angloamericanos tienen hayan, sin embargo, adoptado sus leyes y sus costumbres.
Así es que no tenemos objeto de comparación en esta materia. No se puede sino arriesgar opiniones.
Me parece, ante todo, que hay que distinguir cuidadosamente las instituciones de los Estados Unidos de las instituciones democráticas en general.
Cuando pienso en el estado de Europa, en sus grandes pueblos, en sus populosas ciudades, en sus formidables ejércitos y en las complicaciones de su política, no puedo creer que los angloamericanos mismos, transportados con sus ideas, religión y costumbres a nuestro suelo, pudiesen vivir sin modificar en él considerablemente sus leyes.
Pero se puede suponer la existencia de un pueblo democrático organizado en forma distinta al pueblo norteamericano.
¿Es, pues, posible concebir un gobierno fundado sobre la voluntad real de la mayoría, cuya mayoría, haciendo violencia a los instintos de igualdad que le son naturales en favor del orden y de la estabilidad del Estado, permitiera revestir de todas las atribuciones del poder ejecutivo a una familia o a un hombre? ¿No se podría imaginar una sociedad democrática, donde las fuerzas nacionales estuviesen más centralizadas que en los Estados Unidos; dondé el pueblo ejerciera un imperio menos directo y menos forzoso sobre los asuntos generales y donde, sin embargo, cada ciudadano, gozando de ciertos derechos, tomara parte, en su esfera, en la marcha del gobierno?
Lo que he visto entre los angloamericanos me inclina a creer que las instituciones democráticas de esa naturaleza, introducidas prudentemente en la sociedad, que se mezclaría poco a poco a las costumbres y se fundirían gradualmente con las opiniones mismas del pueblo, podrían subsistir en otra parte que no fuese Norteamérica.
Si las leyes de los Estados Unidos fueran las únicas leyes democráticas que es dable imaginar, o las más perfectas posibles de encontrar, concibo que se llegase a la conclusión de que el éxito de las leyes en los Estados Unidos no prueban nada en relación con el éxito de las leyes democráticas en general, en un país menos favorecido por la naturaleza.
Pero, si las leyes de los norteamericanos me parecen defectuosas en muchos puntos, siéndome fácil concebirlas de otro modo, la naturaleza especial del país no me prueba que las ínstituciones democráticas no puedan tener éxito en un pueblo donde, siendo menos favorables las circunstancias físicas, las leyes fuesen mejores.
Si los hombres se mostrasen diferentes en Norteamérica de lo que son en otra parte; si su estado social hiciera nacer entre ellos hábitos y opiniones contrarios a los que surgen en Europa de ese mismo estado social, lo que pasa en la democracia norteamericana no enseñaría nada sobre lo que debe pasar en las otras democracias.
Si los norteamericanos mostrasen las mismas tendencias que todos los demás pueblos democráticos y sus legisladores se hubieran atenido a la naturaleza del país y al favor de las circunstancias para contener esas tendencias dentro de justos límites, la prosperidad de los Estados Unidos, debiendo ser atribuida a causas puramente físicas, no probaría nada en favor de los pueblos que quisieran seguir su ejemplo, sin tener sus ventajas naturales.
Pero ni una ni la otra de estas suposiciones se encuentran verificadas por los hechos.
Encontré en Norteamérica pasiones análogas a las que vemos en Europa: unas eran inherentes a la naturaleza misma del corazón humano; las otras, al estado democrático de la sociedad.
Así fue cómo volví a encontrar en los Estados Unidos la inquietud del corazón, que es natural a los hombres cuando, siendo todas las condiciones casi iguales, cada individuo tiene las mismas posibilidades de elevarse. Encontré allí el sentimiento democrático de la envidia expresado de mil maneras diferentes. Observé que el pueblo mostraba a menudo, en la direcciÓn de los negocios, una gran mezcla de presunción y de ignorancia; y saqué de todo ello la conclusión de que en Norteamérica, como entre nosotros, los hombres estaban sujetos a las mismas imperfecciones y expuestos a las mismas miserias.
Pero, cuando llegué a examinar atentamente el estado de la sociedad, descubrí sin dificultad que los norteamericanos habían hecho grandes y felices esfuerzos por combatir esas debilidades del corazón humano y corregir esos defectos naturales de la democracia.
Sus diversas leyes municipales me parecieron como otras tantas barreras que contenían en una esfera estrecha la ambición inquieta de los ciudadanos, y convertían en provecho de la comuna las mismas pasiones democráticas que hubieran podido derribar el Estado. Me pareció que los legisladores norteamericanos habían logrado poner en oposición, no sin éxito, la idea de los derechos y los sentimientos de la envidia; los movimientos continuos del mundo político a la inmovilidad de la moral religiosa; la experiencia del pueblo a su ignorancia teórica, y su hábito de los negocios a la fogosidad de sus deseos.
Los norteamericanos no se atuvieron a la naturaleza del país para combatir los peligros que nacen de su constitución y de sus ideas políticas. A los males que ellos comparten con todos los pueblos democráticos, aplicaron remedios de que ellos solos, hasta el presente, han hechado mano; y, aunque fueron los primeros en ensayarlos, lograron éxito en sus resultados.
Las costumbres y las leyes de los norteamericanos no son las únicas que pueden convenir a los pueblos democráticos; pero los norteamericanos mostraron que no hay que desesperar de regular la democracia con ayuda de las leyes y de las costumbres.
Si otros pueblos, imitando a Norteamérica en esa idea general y fecunda, sin querer por lo demás copiar a sus habitantes en la aplicación particular que hicieron de ella, intentasen hacerse aptos para el estado social que la Providencia impone a los hombres de nuestros días, y tratasen así de escapar del despotismo o de la anarquía que los amenazan, ¿qué razones tenemos para creer que debieran fracasar en sus esfuerzos?
La organización y el establecimiento de la democracia entre los cristianos es el gran problema político de nuestros días. Los norteamericanos no resuelven sin duda ese problema; pero proporcionan útiles enseñanzas a quienes quieren resolverlo.
Importancia de lo que precede en relación a Europa
Se descubre fácilmente por qué me he dedicado a las investigaciones que preceden. La cuestión que suscité interesa no solamente a los Estados Unidos, sino al mundo entero; no a una nación, sino a todos los hombres.
Si los hombres cuyo estado social es democrático no pudieran permanecer libres sino cuando habitan los desiertos, sería preciso desesperar de la suerte futura de la especie humana; porque los hombres marchan rápidamente hacia la democracia, y los desiertos se llenan.
Si fuera cierto que las leyes y las costumbres son insuficientes para el mantenimiento de las instituciones democráticas, ¿qué otro refugio les quedaría a las naciones, sino el despotismo de uno solo?
Sé que en nuestros días hay muchas personas honradas a las que este porvenir no les asusta y que, fatigadas de la libertad, preferirían ir a descansar al fin lejos de sus tormentas.
Pero conocen muy mal el puerto hacia el que se dirigen. Preocupados por sus recuerdos, juzgan el poder absoluto por lo que fue antaño, y no por lo que podría ser en nuestros días.
Si el poder absoluto llegase a establecerse de nuevo en los pueblos democráticos de Europa, no dudo de que no tomase allí una forma nueva y que no se mostrara bajo rasgos desconocidos a nuestros padres.
Hubo un tiempo en Europa en que la ley, así como el consentimiento del pueblo, habían revestido a los reyes de un poder casi sin límites. Pero casi nunca se sirvieron de él.
No hablaré de las prerrogativas de la nobleza, de la autoridad de las cortes soberanas, del derecho de las corporaciones, de los privilegios provincianos que, a la vez que amortiguaban los golpes de la autoridad, mantenían en la nación un espíritu de resistencia.
Independientemente de esas instituciones políticas que, a menudo contrarias a la libertad de los particulares servían, sin embargo, para mantener el amor a la libertad en las almas, y cuya utilidad en este sentido se concibe fácilmente, las opiniones y las costumbres elevaban en torno del poder regio barreras menos conocidas, pero no menos poderosas.
La religión, el amor a los súbditos, la bondad del príncipe, el honor, el espíritu de familia, los prejuicios locales, la costumbre y la opinión pública, limitaban el poder de los reyes y encerraban en un círculo invisible su autoridad.
Entonces, la constitución de los pueblos era despótica, y sus costumbres libres. Los príncipes tenían el derecho, pero no la facultad ni el deseo de hacerlo todo.
De las barreras que detenían entonces a la tiranía, ¿qué nos queda hoy?
Habiendo perdido la religión su imperio sobre las almas, la barrera más visible que dividía el bien y el mal se encuentra derribada; todo parece dudoso e incierto en el mundo moral; los reyes y los pueblos caminan al azar, y nadie podría decir dónde están los límites naturales del despotismo y los linderos de la licencia.
Largas revoluciones han destruido para siempre el respeto que rodeaba a los jefes de Estado. Descargados del peso de la estimación pública, los príncipes pueden desde ahora entregarse sin temor a la embriaguez del poder.
Cuando los reyes ven que el corazón de los pueblos va delante de ellos, son clementes, porque se sienten fuertes y cuidan del amor de sus súbditos, porque el amor de sus súbditos es el apoyo del trono. Se establece entonces, entre el príncipe y el pueblo, un cambio de sentimientos cuya ternura recuerda en el seno de la sociedad la intimidad de la familia. Los súbditos, no obstante que murmuran contra el soberano, se afligen todavía al desagradarle, y el soberano los reprende con mano ligera, como un padre castiga a sus hijos.
Pero, una vez que el prestigio de la realeza se ha desvanecido en medio del tumulto de las revoluciones; cuando los reyes, al sucederse en el trono, han expuesto a su vez a las miradas de los pueblos la debilidad del derecho y la dureza del hecho, nadie ve ya en el soberano al padre del Estado, y cada súbdito reconoce en él a un amo. Si es débil, se le desprecia, y se le odia si es fuerte. Él mismo está lleno de cólera y de temor; se siente extranjero en su país, y trata a sus súbditos como a vencidos.
Cuando las provincias y las ciudades formaban otras tantas naciones diferentes en medio de la patria común, cada una de ellas tenía un espíritu particular que se oponía al espíritu general de la servidumbre; pero, hoy día en que todas las partes del mismo imperio, después de haber perdido sus franquicias, sus usos, sus prejuicios y hasta sus recuerdos y nombres, se han habituado a obedecer las mismas leyes, no es más difícil oprimirlas a todas juntas que oprimir separadamente a cada una de ellas.
Mientras la nobleza disfrutaba de su poder y largo tiempo después de que lo hubo perdido, el honor aristocrático daba una fuerza extraordinaria a las resistencias individuales.
Se veía entonces a hombres que, a pesar de su impotencia, mantenían aún una alta idea de su valor individual y osaban oponerse aisladamente al esfuerzo del poder público.
Pero en nuestros días, en que todas las clases acaban confundiéndose, en que el individuo desaparece cada vez más entre la multitud y se pierde fácilmente en medio de la oscuridad común; hoy día, que habiendo casi perdido su imperio el honor monárquico sin ser reemplazado por la virtud, nada sostiene ya al hombre por encima de sí mismo, ¿quién puede decir dónde se detendrían las exigencias del poder y las complacencias de la debilidad?
Mientras duró el espíritu de familia, el hombre que luchaba contra la tiranía no estaba nunca solo, pues hallaba en torno suyo a clientes, amigos, herederos y parientes próximos. Y, aunque ese apoyo le hubiese faltado; sentíase aún sostenido por sus mayores y animado por sus descendientes. Pero, cuando los patrimonios se dividen y las razas se confunden en pocos años, ¿dónde situar el espíritu de familia?
¿Qué fuerza les queda a las costumbres en un pueblo que ha cambiado enteramente de aspecto y que continúa cambiando incesantemente, en donde todos los actos de la tiranía tienen ya un precedente, donde todos los crímenes pueden apoyarse con un ejemplo, donde no se podría encontrar nada lo bastante antiguo para que se temiera destruirlo, ni concebir nada tan nuevo que no se intente emprenderlo?
¿Qué resistencia ofrecen unas costumbres que se han doblegado tantas veces?
¿Qué puede la misma opinión pública, cuando no existen ni veinte personas unidas por un vínculo común, cuando no se encuentra ni un hombre, ni una familia, ni un cuerpo, ni una clase, ni una asociación, que puedan representar y hacer actuar a esa opinión; cuando cada ciudadano, siendo igualmente impotente, igualmente pobre, y estando igualmente aislado, no puede oponer sino su debilidad personal a la fuerza organizada del gobierno?
Para concebir algo análogo a lo que pasaría entonces entre nosotros, no se debería recurrir a nuestros anales: sería necesario tal vez interrogar a los monumentos de la Antigüedad, y retroceder a esos horrendos siglos de la tiranía romana, en que estando corrompidas las costumbres, borrados los recuerdos, destruidos los hábitos, vacilantes las opiniones, expulsada la libertad de las leyes, sin saber dónde refugiarse para encontrar un asilo; donde, no garantizando ya a los ciudadanos, y los ciudadanos no garantizándose ya a sí mismos, se viese a los hombres burlarse de la naturaleza humana, y a los príncipes cansar la clemencia del cielo más bien que la paciencia de sus Súbditos.
Me parecen muy ciegos quienes piensan volver a encontrar la monarquía de Enrique IV o de Luis XIV. En cuanto a mí, cuando considero el estado a que han llegado ya varias naciones europeas y aquel a donde tienden todas las demás, me siento inclinado a creer que bien pronto entre ellas no se encontrará ya lugar sino para la libertad democrática o para la tiranía de los Césares.
¿Acaso esto no merece que se reflexione bien? Si los hombres debieran llegar, en efecto, al punto en que fuese necesario hacerlos a todos esclavos o a todos libres, a todos iguales en derechos o a todos privados de derechos; si quienes gobiernan las sociedades se viesen reducidos a esa alternativa de elevar gradualmente a la multitud hasta ellos, o de dejar caer a todos los ciudadanos por debajo del nivel de la humanidad, ¿no sería bastante para vencer muchas dudas, tranquilizar muchas conciencias y preparar a cada uno para hacer fácilmente grandes sacrificios?
¿No se necesitaría acaso entonces considerar el desarrollo gradual de las instituciones y de las costumbres democráticas, no como el mejor, sino como el único medio que nos queda de ser libres; y, sin querer el gobierno de la democracia, no se estaría dispuesto a adoptarlo como el modelo más aplicable y el más honrado que se puede oponerse a los males presentes de la sociedad?
Es difícil hacer participar al pueblo en el gobierno; es más difícil todavía proporcionarle la experiencia y darle los sentimientos que le faltan para gobernar bien.
Las voluntades de la democracia son cambiantes; sus agentes, groseros; sus leyes, imperfectas: lo concedo. Pero si fuera cierto que pronto dejaran de existir los intermediarios entre el imperio de la democracia y el yugo de uno solo, ¿no deberíamos más bien tender hacia el uno que someternos voluntariamente al otro? Y si fuese necesario llegar a una completa igualdad, ¿no valdría más dejarse nivelar por la libertad que por un déspota?
Quienes después de leer este libro juzgaren que al escribirlo he querido proponer las leyes y las costumbres angloamericanas para que sean imitadas por todos los pueblos que tienen un estado social democrático, cometerían un gran error. Se habrían fijado sólo en la forma, abandonando la sustancia misma de mi pensamiento. Mi fin ha sido mostrar, por medio del ejemplo de Norteamérica, que las leyes y sobre todo las costumbres podían permitir a un pueblo democrático permanecer libre. Estoy, por lo demás, muy lejos de creer que debemos seguir el ejemplo que la democracia norteamericana ha dado, e imitar los medios de que se ha servido para alcanzar ese fin con sus esfuerzos; pues no ignoro cuál es la influencia ejercida por la naturaleza del país y los hechos anteriores sobre las constituciones políticas, y yo vería como una gran desgracia para el género humano que la libertad debiese manifestarse en todos los lugares con las mismas características.
Pero pienso que si no se logran introducir poco a poco y fundar al fin entre nosotros instituciones democráticas, y se renuncia a proporcionar a todos los ciudadanos ideas y sentimientos que primeramente les preparen para la libertad y en seguida les permitan su uso, no habrá independencia para nadie, ni para el burgués, ni para el noble, ni para el pobre, ni para el rico, sino una tiranía igual para todos; y yo preveo que si no se logra con el tiempo fundar entre nosotros el imperio pacífico del mayor número, llegaremos tarde o temprano al poder ilimitado de uno solo.
Notas
(4) A menos que se dé ese nombre a las funciones que muchos de ellos ocupan en las escuelas. La mayor parte de la educación está confiada al clero.
(5) Véase la constitución de Nueva York, art. VII, párrafo 4.
Véase la constitución de la Carolina del Norte, art. XXXI.
Id. de Virginia.
Id. de Carolina del Sur, art. 1, párrafo 26.
Id. de Kentucky, art. II, párrafo 26.
Id. de Tennessee, art. VIII, párrafo 1.
Id. de la Lousiana, art. II, párrafo 22.
El artículo de la constitución de Nueva York está concebido así: Los ministros del Evangelio estando, por su profesión, consagrados al servicio de Dios y dedicados al cuidado de dirigir las almas, no deben ser perturbados en el ejercicio de esos importantes deberes; en consecuencia, ningún ministro del Evangelio o sacerdote, a cualquier secta a la que pertenezca, podrá ser revestido de ninguna función pública, civil o militar.
(6) He recorrido una parte de las fronteras de los Estados Unidos en una especie de carreta descubierta que se llamaba correo. Caminábamos con gran aparato noche y dia por caminos apenas abiertos en medio de inmensas selvas de verdes árboles. Cuando la obscuridad se hacia impenetrable, mi conductor encendia ramas de abeto, y continuábamos nuestra ruta con su claridad. De cuando en cuando, encontrábamos una choza en medio de los bosques: era la oficina del correo. El cartero arrojaba a la puerta de esa morada aislada un enorme paquete de cartas, y continuábamos nuestra carrera al galope, dejando a cada habitante de los alrededores el cuidado de ir a buscar su parte del tesoro.
(7) En 1832, cada habitante de Michigan proporcionó 1 franco 32 céntimos, al impuesto postal, y cada habitante de la Florida 1 franco 05 céntimos. (Véase National Calendar, 1833, pág. 244). En el mismo año, cada habitante del departamento del Norte (Francia) pagó al Estado, por el mismo objeto, 1 franco 04 céntimos. (Véase Compte général de l'administration des finances, 1833, pág. 623). Ahora bien, Michigan no contaba en esa época sino siete habitantes por legua cuadrada, y la Florida cinco; la instrucción estaba menos difundida y la actividad era menor en esos dos distritos que en la mayor parte de los Estados de la Unión, en tanto que el departamento del Norte, que tiene 3400 individuos por legua cuadrada, forma una de las partes más ilustradas e industriales de Francia.
(8) Llamo aqui la atención del lector sobre el sentido en que tomo la palabra costumbres: entiendo por esa palabra el conjunto de disposiciones intelectuales y morales que los hombres llevan al estado de sociedad.