Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleSegunda parte del capítulo décimo de la segunda parte del LIBRO PRIMEROCuarta parte del capítulo décimo de la segunda parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Segunda parte

Capítulo décimo

Tercera parte

Cuáles son las probabilidades de duración de la Unión norteamericana. Qué peligros la amenazan

Lo que hace preponderante la fuerza reside en los Estados más bien que en la Unión - La confederación no durará sino en tanto que los Estados que la componen quieran formar parte de ella - Causas que deben inclinarlos a permanecer unidos - Utilidad de estar unidos para resistir a los extranjeros y para no tener extranjeros en Norteamérica - La Providencia no ha alzado barreras naturales entre los diferentes Estados - No existen intereses materiales que los dividan - Interés que tiene el Norte en la prosperidad y en la Unión del Sur y del Oeste; el Sur en las del Norte y del Oeste; el Oeste en las de los otros dos - Intereses inmateriales que unen a los norteamericanos - Uniformidad de opiniones - Los peligros de la confederación nacen de la diferencia de caracteres en los hombres que la componen, y de sus pasiones - Caracteres de los hombres del Sur y del Norte - El crecimiento rápido de la Unión es uno de sus mayores peligros - Marcha de la población hacia el Noroeste - Gravitación del poder de ese lado - Pasiones que estos movimientos rápidos de la fortuna hacen nacer - Subsistiendo la Unión, ¿tiende su gobierno a tomar fuerza o a debilitarse? - Diversos signos de debilitamiento - Internal improvements - Tierras desiertas - Indios - Asuntos bancarios - Asunto de tarifas - El general Jackson.




De la existencia de la Unión depende, en parte, el mantenimiento de lo que existe en cada uno de los Estados que la componen. Es preciso, pues, examinar primero cuál es la suerte probable de la Unión. Pero, ante todo, es bueno fijarse sobre un punto: si la confederación actual llegara a romperse, me parece indiscutible que los Estados que forman parte de ella no volverían a su individualidad primera. En lugar de una Unión, se formarían varias. No pretendo investigar sobre qué bases llegarían a formarse dichas Uniones; lo que quiero mostrar, son las causas que pueden acarrear el desmembramiento de la confederación actual.

Para lograrlo, voy a verme obligado a recorrer de nuevo algunas de las rutas por las que caminé anteriormente. Deberé exponer a las miradas varios abjetos que san ya conacidos. Sé que al obrar así, me expongo a los reproches del lector; pero la importancia de la materia que me falta tratar es mi excusa. Prefiero. repetirme alguna vez a no ser camprendido. y me gusta más perjudicar al autor que al asunto.

Los legisladores que formaran la canstitución de 1789, se esforzaron en dar al poder federal una existencia aparte y una fuerza preponderante.

Pero estaban limitadas por las condiciones mismas del problema que tenían que resolver. No se les había encargado constituir el gobierna de un pueblo único, sino reglamentar la asociación de varios pueblos; y, cualesquiera que fuesen sus deseos, siempre era preciso que llegasen a compartir el ejercicio de la soberanía.

Para comprender bien cuáles fueron las consecuencias de esa distribución, es necesario hacer una corta distinción entre los actos de soberanía.

Hay abjetos que son nacionales por su naturaleza, es decir, que no se refieren sino a la nación tomada como cuerpo, y no pueden ser canfiados sino al hombre o a la asamblea que represente más completamente a la nación entera. Pondré en este número la guerra y la diplomacia.

Hay otras que son provinciales por naturaleza, es decir, que no se refieren sino a ciertas localidades, y no pueden ser convenientemente tratados más que en la localidad misma. Tal es el presupuesto de las comunas.

Se hallan, en fin, objetos que tienen una naturaleza mixta; son nacionales, en cuanto que interesan a todos los individuos que componen la nación; son provinciales, en cuanto que no hay necesidad de que la nación entera provea a ellos. Son, por ejemplo, los derechos que reglamentan el estado civil y político de las ciudadanos; pero no es siempre necesario para la existencia y la prosperidad de la nación que esos derechos sean uniformes y, por consiguiente, que sean regidos por el poder central.

Entre los objetos de que se ocupa la soberanía hay, pues, dos categorías necesarias; se las encuentra en todas las sociedades bien constituidas, cualquiera que sea por lo demás la base sobre la cual el pacto social haya sido establecido.

Entre esos dos puntos extremos están colocados, como una masa flotante, los objetos generales, pero no nacionales, que he llamado mixtos. No siendo esos objetos ni exclusivamente nacionales, ni enteramente provinciales, el cuidado de proveer a ellos puede ser atribuido al gobierno nacional o al gobierno provincial, según las convenciones de quienes se asocian, sin que el fin de la asociación deje de ser alcanzado.

Casi siempre, simples individuos se unen para constituir el soberano, y su unión compone un pueblo. Debajo del gobierno general que se han dado, no se encuentran entonces sino fuerzas individuales o poderes colectivos de las que cada uno representa una fracción mínima del soberano. Entonces también es el gobierno general el que está más naturalmente llamado a regir, no solamente los objetos nacionales por su esencia, sino la mayor parte de los objetos mixtos de que he hablado ya. Sus localidades se han reducido a la porción de soberanía que es indispensable para su bienestar.

Alguna vez, por un hecho. anterior a la asociación, el soberano se encuentra compuesto de cuerpos políticos ya organizados. Sucede entonces que el gobierno provincial se encarga de proveer, no solamente a los objetos exclusivamente provinciales por naturaleza, sino también a todos o parte de los objetos mixtos de que acabamos de tratar. Porque las naciones confederadas, que formaban a su vez soberanos antes de su unión, y que continúan representando una fracción muy considerable del soberano, aunque se hayan unido, no decidieron ceder al gobierno general sino el ejercicio de los derechos indispensables a la Unión.

Cuando el gobierno nacional, independientemente de las perrogativas inherentes a su naturaleza, se encuentra revestido del derecho de regir los objetos mixtos de la soberanía, posee una fuerza preponderante. No solamente tiene muchos derechos, sino que todos los derechos que no tiene están a su merced, y es de temer que llegue a arrebatarles a los gobiernos provinciales sus prerrogativas naturales y necesarias.

Cuando es, al contrario, el gobierno provincial el que se encuentra revestido del derecho de regir los objetos mixtos, reina en la sociedad una tendencia opuesta. La fuerza preponderante reside entonces en la provincia, no en la nación; y se debe temer que el gobierno nacional acabe por ser despojado de los privilegios necesarios a su existencia.

Los pueblos únicos están, pues, naturalmente inclinados hacia la centralización, y las confederaciones hacia el desmembramiento.

No queda ya más que aplicar estas ideas generales a la Unión norteamericana.

A los Estados particulares concernía forzosamente el derecho de reglamentar los objetos puramente provinciales.

Además, esos mismos Estados retuvieron el de fijar la capacidad civil y política de los ciudadanos, de regular las relaciones de los hombres entre sí, y de impartirles justicia: derechos que son generales por naturaleza, pero que no pertenecen necesariamente al gobierno nacional.

Hemos visto que en el gobierno de la Unión fue delegado el poder de ordenar en nombre de toda la nación, en el caso en que la nación tuviese que actuar como un solo y mismo individuo. Él la representó frente a los extranjeros, y dirigió contra el enemigo común las fuerzas comunes. En una palabra, se ocupó de los objetos que he llamado exclusivamente nacionales.

En este reparto de los derechos de la soberanía, la parte de la Unión parece todavía a primera vista mayor que la de los Estados; pero, sin embargo, un examen algo profundo muestra que, de hecho, es menor.

El gobierno de la Unión ejecuta empresas más vastas, pero raras veces se le siente actuar. El gobierno provincial hace menores cosas, pero no descansa nunca y revela su existencia a cada instante.

El gobierno de la Unión vela por los intereses generales del país; pero los intereses generales de un pueblo no tienen sino una influencia discutible sobre la dicha individual.

Los negocios de la provincia influyen, al contrario, visiblemente en el bienestar de los que la habitan.

La Unión asegura la independencia y la grandeza de la nación, cosas que no tocan inmediatamente a los particulares. El Estado mantiene la libertad, reglamenta los derechos, garantiza la fortuna y asegura la vida y el porvenir de cada ciudadano.

El gobierno federal está colocado a gran distancia de sus súbditos; el gobierno provisional está al alcance de todos. Basta elevar la voz para ser oído por él. El gobierno central tiene en su favor las pasiones de algunos hombres superiores que aspiran a dirigirlo: del lado del gobierno provincial se encuentra el interés de los hombres de segundo orden que no esperan obtener poder más que en su Estado; y son ellos quienes, colocados cerca del pueblo, ejercen sobre él mayor poder.

Los norteamericanos tienen, pues, más que esperar y que temer del Estado que de la Unión; y, siguiendo la marcha natural del corazón humano, deben sentirse más vivamente unidos al primero que a la segunda.

En esto, los habitantes y los sentimientos están de acuerdo con los intereses.

Cuando una nación compacta fracciona su soberanía y llega al estado de confederación, los recuerdos, los usos y los hábitos, luchan largo tiempo contra las leyes y dan al gobierno central una fuerza que éstas le rehusan. Cuando pueblos confederados se reúnen en una sola soberanía, las mismas causas obran en sentido contrario. No dudo yo que si Francia se volviera República confederada como los Estados Unidos, el gobierno de ella se mostraría al principio más enérgico que el de la Unión; y si la Unión se constituyera en monarquía como Francia, pienso que el gobierno norteamericano permanecería durante algún tiempo siendo más débil que el nuestro. En el momento en que la vida nacional fue creada entre los norteamericanos, la existencia provincial era ya antigua, se habían establecido ya relaciones entre las comunas y los individuos de los mismos Estados; habíanse habituado ya a considerar ciertos objetos desde un punto de vista común, y a ocuparse exclusinmente de ciertas empresas que representaban un interés especial.

La Unión es un cuerpo inmenso que ofrece al patriotismo un objeto vago que abarcar. El Estado tiene formas precisas y límites circunscritos; representa cierto número de cosas conocidas y caras a quienes lo habitan. Se confunde con la imagen misma del suelo, se identifica a la propiedad, a la familia, a los recuerdos del pasado, a los trabajos del presente y a los ensueños del porvenir. El patriotismo, que muy a menudo no es sino una extensión del egoísmo individual, se ha quedado, pues, en el Estado y no ha pasado, por decirlo así, hasta la Unión.

Así, los intereses, los hábitos y los sentimientos, se reúnen para concentrar la verdadera vida política en el Estado y no en la Unión.

Se puede juzgar fácilmente de la diferencia de las fuerzas de ambos gobiernos, al ver moverse a cada uno de ellos en el círculo de su poder.

Siempre que un gobierno de Estado se dirige a un hombre o a una asociación de hombres, su lenguaje es claro e imperativo; sucede lo mismo con el gobierno federal cuando habla a los individuos; pero, desde que se encuentra frente a un Estado, comienza a parlamentar: explica sus motivos, y justifica su conducta; argumenta, aconseja, no ordena casi. Si surgen dudas sobre los límites de los poderes constitucionales de cada gobierno, el gobierno provincial reclama su derecho con audacia, y toma medidas prontas y enérgicas para sostenerlo. Durante ese tiempo, el gobierno de la Unión razona; hace una llamada al buen sentido de la nación, a sus intereses y a su gloria; contemporiza, negocia y solamente reducido al último extremo es como se resuelve al fin a obrar. A primera vista, se podría creer que el gobierno provincial es el que está armado con las fuerzas de toda la nación, y que el Congreso representa a un Estado.

El gobierno federal, a despecho de los esfuerzos de quienes lo han constituido es, pues, como ya lo dije anteriormente, por su misma naturaleza, un gobierno débil que, más que cualquier otro, tiene necesidad del libre concurso de los gobernados para subsistir.

Es fácil ver que su objeto es realizar con facilidad la voluntad que tienen los Estados de permanecer unidos. Cumplida esta primera condición, es sensato, fuerte y ágil. Se le ha organizado de manera de no encontrar habitualmente delante de si más que individuos, y vencer fácilmente las resistencias que se quisieran oponer a la voluntad común; pero el gobierno federal no ha sido establecido en previsión de que los Estados o varios de entre ellos dejaran de estar unidos.

Si la soberanía de la Unión entrara actualmente en lucha con la de los Estados, se puede fácilmente prever que sucumbiría; aun dudo que el combate llegara a trabarse de manera seria. Siempre que se oponga una resistencia tenaz al gobierno federal, se le verá ceder. La experiencia ha probado hasta el presente que, cuando el Estado quiere obstinadamente una cosa y la pide resueltamente, no deja nunca de obtenerla; y que cuando rehusa claramente obrar (53), se le deja libre de hacerlo.

Aunque el gobierno de la Unión tuviese una fuerza que le fuera propia, la situación material del país le haría su uso muy difícil (54).

Los Estados Unidos cubren un inmenso territorio; largas distancias los separan; la población está diseminada en ellos, en regiones todavía semidesiertas. Si la Unión intentara mantener por medio de las armas a los confederados dentro de su deber, su posición se tornaría análoga a la que ocupaba Inglaterra cuando la guerra de independencia.

Por otra parte, un gobierno, aunque fuera fuerte, no sabría escapar sino con dificultades a las consecuencias de un principio, cuando una vez ha admitido ese principio mismo como fundamento del derecho público que debe regirlo. La confederación ha sido formada por la libre voluntad de los Estados; éstos, al unirse, no han perdido su nacionalidad, y no se han fundido en un solo y mismo pueblo. Si hoy día uno de esos mismos Estados quisiera retirar su nombre del contrato, sería bastante difícil probarle que no puede hacerlo. El gobierno federal, para combatirlo, no se apoyaría de manera evidente, ni sobre la fuerza, ni sobre el derecho.

Para que el gobierno federal triunfara fácilmente de la resistencia que le pudieran oponer algunos de sus súbditos, se necesitaría que el interés particular de uno o de varios de ellos estuviese íntimamente ligado a la existencia de la Unión, como se ha visto a menudo en la historia de las confederaciones.

Yo supongo que, entre los Estados ligados por el lazo federal, hay algunos que disfrutan por sí solos de las principales ventajas de la unión, o cuya prosperidad depende enteramente del hecho de la Unión; es claro que el poder central encontrará en ellos un apoyo muy grande para mantener a los demás en la obediencia. Pero entonces no sacará ya su fuerza de sí mismo, la tomará de un principio que es contrario a su naturaleza. Los pueblos no se confederan sino para sacar ventajas iguales de la unión y, en el caso antes citado, porque la desigualdad reina entre las naciones unidas es por lo que el gobierno federal es poderoso.

Supongo todavía que uno de los Estados confederados haya adquirido una preponderancia bastante grande para apoderarse por sí solo del poder central; considerará a los otros Estados como sus súbditos, y hará respetar, en la pretendida soberanía de la Unión, su propia soberanía. Se harán entonces grandes cosas en nombre del gobierno federal, pero, a decir verdad, ese gobierno no existirá ya (55).

En los dos casos, el poder que obra en nombre de la confederación se hace tanto más fuerte cuanto que se aparta más del estado natural y del principio reconocido de las confederaciones.

En Norteamérica, la unión actual es útil a todos los Estados, pero no es esencial para ninguno de ellos. Si varios Estados rompieran el lazo federal, la suerte de los demás no estaría comprometida, aunque la suma de su bienestar llegase a ser menor. Como no hay Estado cuya existencia o prosperidad esté enteramente ligada a la confederación actual, no hay ninguno tampoco que esté dispuesto a hacer grandes sacrificios personales para conservarla.

Por otra parte, no se ve a ningún Estado que tenga, en cuanto al presente, gran ambición para mantener la confederación tal como la vemos en nuestros días. No todos ejercen sin duda la misma influencia en los consejos federales, pero no se observa a ninguno que deba lisonjearse de dominar en ellos, y que pueda tratar a sus confederados como inferiores o como súbditos.

Me parece, pues, cierto que si una porción de la Unión quisiera separarse seriamente de la otra, no solamente no podrían impedírselo, sino que no se iba a intentar siquiera. La Unión actual durará mientras todos los Estados que la componen continúen queriendo formar parte de ella.

Fijado este punto, nos encontramos en situación más fácil: no se trata ya de investigar si los Estados actualmente confederados podrán separarse, sino si querrán permanecer unidos.

Entre todas las razones que hacen útil la unión actual a los norteamericanos, se hallan dos principales cuya evidencia salta fácilmente a la vista.

Aunque los norteamericanos estén, por decirlo así, solos en su continente, el comercio les proporciona como vecinos a todos los pueblos con quienes trafican. A pesar de su aislamiento aparente, los norteamericanos tienen necesidad de ser fuertes y no pueden serio sin permanecer unidos.

Los Estados, al desunirse, no solamente disminuirían su fuerza frente a los extranjeros, sino que podrían crear extranjeros en su propio sudo. Desde ese instante, necesitarían un sistema de aduanas interiores; dividirían los valles con líneas imaginarias y el curso de los ríos iba a sentirse aprisionado estorbando de mil maneras la explotación del inmenso continente que Dios les concedió para disfrutarlo.

Hoy día, no tienen que temer a ninguna invasión, ni por consiguiente ejércitos que mantener, ni impuestos que recaudar. Si la Unión llegase a romperse, la necesidad de todas esas cosas no tardaba tal vez en dejarse sentir.

Los norteamericanos tienen, pues, un inmenso interés en permanecer unidos.

Por otra parte, es casi imposible descubrir qué clase de interés material puede tener una parte de la Unión, actualmente, para separarse de las demás.

Cuando se pasa la vista por un mapa de los Estados Unidos, y se percibe la cadena de los montes Alleghanys corriendo del noreste al sudoeste y atravesando el país en una extensión de cuatrocientas leguas, se ve uno tentado a creer que el plan de la Providencia ha sido construir entre el estuario del Misisipí y las costas del Océano Atlántico una de esas barreras naturales que, oponiéndose a las relaciones permanentes de los hombres entre sí, forman como los límites necesarios de los diferentes pueblos.

Pero la altura media de los Alleghanys no excede de ochocientos metros (56). Sus cimas redondeadas y los espaciosos valles que encierran en sus contornos presentan en mil parajes un acceso fácil. Hay más, los principales ríos que van a vaciar sus aguas en el Océano Atlántico -el Hudson, el Susquehanna y el Potomac-, tienen sus fuentes más allá de los Alleghanys, sobre una planicie abierta que bordea la cuenca del Misisipí. Partiendo de esta región (57), se abren paso a través de la muralla que parecía debía rechazarlos hacia occidente, y trazan, en el seno de las montañas, rutas naturales siempre abiertas al hombre.

Ninguna barrera se alza, pues, entre las diferentes partes del país ocupado en nuestros días por los angloamericanos. Lejos de que los Alleghanys sirvan de límites sencillamente a pueblos, no limitan ni siquiera a Estados. Los de Nueva York, Pensilvania y Virginia están encerrados en su recinto, y se extienden tanto al occidente como al oriente de esas montañas (58).

El territorio ocupado en nuestros días por los veinticuatro Estados de la Unión y los tres grandes distritos que no figuran todavía entre el número de los Estados, aunque tengan ya sus habitantes, cubre una superficie de 131 144 leguas cuadradas (59), es decir, que presenta ya una superficie casi igual a cinco veces la de Francia. En esos límites se encuentran un suelo variado, temperaturas diferentes y productos muy diversos.

Esta gran extensión territorial ocupada por las Repúblicas angloamericanas ha hecho nacer dudas sobre el mantenimiento de su unión. Aquí, es preciso tener en cuenta que los intereses contrarios que se crean algunas veces en las diferentes provincias de un vasto imperio acaban por entrar en lucha, sucediendo que la grandeza del Estado es lo que compromete más su duración. Pero, si los hombres que cubren ese vasto territorio no tienen entre sí intereses contrarios, la extensión misma debe servir a su prosperidad, porque la unidad del gobierno favorece singularmente el cambio que puede hacerse de los diferentes productos del suelo, y al volver su economía más fácil, aumenta su valor.

Ahora bien, veo perfectamente en las diferentes partes de la Unión, intereses diferentes, pero no descubro que sean contrarios los unos a los otros.

Los Estados del Sur son casi exclusivamente cultivadores; los Estados del Norte son particularmente manufactureros y comerciantes y los del Oeste son al mismo tiempo manufactureros y cultivadores. En el Sur, se cosecha tabaco, arroz, algodón y azúcar; en el Norte y en el Oeste, maíz y trigo. He aquí fuentes diversas de riqueza; pero, para beber en esas fuentes, hay un medio común e igualmente favorable para todos: la unión.

El Norte, que transporta las riquezas de los angloamericanos a todas las partes del mundo y las riquezas del universo al seno de la Unión, tiene un interés evidente en que la confederación subsista tal como está en nuestros días, a fin de que el número de productores y consumidores norteamericanos que está llamado a servir continúe siendo e! mayor posible. El Norte es el intermediario más natural entre el Sur y e! Oeste de la Unión, por una parte, y por la otra con el resto de! mundo; el Norte debe desear que el Sur y el Oeste permanezcan unidos y prosperen, a fin de que suministren a sus manufacturas materias primas y flete a sus navíos.

El Sur y el Oeste tienen, por su parte, un interés más directo aún en la conservación de la Unión y en la prosperidad del Norte. Los productos del Sur se exportan, en gran parte, más allá de los mares. El Sur y el Oeste tienen, pues, necesidad de los recursos comerciales del Norte. Deben querer que la Unión tenga un gran poder marítimo para protegerlos eficazmente. El Sur y el Oeste deben contribuir de buen grado a los gastos de una marina, aunque no tengan barcos; porque, si las flotas de Europa llegaran a bloquear los puertos del Sur y el Delta del Misisipí ¿qué sería del arroz de las Carolinas, del tabaco de Virginia y del azúcar y el algodón que crecen en los valles de! Misisipí? No hay ni una parte de! presupuesto federal que no se aplique al mantenimiento de un interés material común a todos los confederados.

Independientemente de esta utilidad comercial, el Sur y el Oeste de la Unión encuentran una gran ventaja política en permanecer unidos entre ellos y con el Norte.

El Sur encierra en su seno una inmensa población de esclavos, población amenazadora en el presente y más amenazadora aún en e! porvenir.

Los Estados del Oeste ocupan el fondo de un solo valle. Los ríos que riegan el territorio de esos Estados, saliendo de las montañas Rocallosas o de los Alleghanys, van a mezclar todos sus aguas a las del Misisipí, y ruedan con él hacia el Golfo de México. Los Estados del Oeste están enteramente aislados, por su posición; de las tradiciones de Europa y de la civilización del Viejo Mundo.

Los habitantes del Sur deben, pues, desear mantener la Unión, para no quedarse solos frente a los negros, y los habitantes del Oeste, a fin de no encontrarse encerrados en el seno de la América Central, América sin comunicación libre con el universo.

El Norte, por su parte, debe querer que la Unión no se divida, a fin de continuar siendo como e! anillo que une ese gran cuerpo con el resto del mundo.

Diré otro tanto en cuanto a las opiniones y a los sentimientos, que se pueden llamar intereses inmateriales del hombre.

Los habitantes de los Estados Unidos hablan mucho del amor a su patria. Confieso que no me fío demasiado de ese patriotismo reflexivo que se funda sobre el interés y que el interés, al cambiar de objetos, puede llegar a destruir.

No concedo tampoco mucha importancia a las palabras de los norteamericanos cuando manifiestan cada día la intención de conservar el sistema federal que sus padres adoptaron.

Lo que mantiene a un gran número de ciudadanos bajo el mismo gobierno, es menos la voluntad de permanecer unidos que el acuerdo instintivo y en cierto modo involuntario que resulta de la similitud de sentimientos y de la semejanza de opiniones.

No convendré nunca en que los hombres forman una sociedad por el solo hecho de que reconocen al mismo jefe y obedecen a las mismas leyes. No hay sociedad sino cuando los hombres consideran un gran número de objetos bajo el mismo aspecto, cuando, en relación con un gran número de asuntos, tienen las mismas opiniones; cuando, en fin, los mismos hechos hacen nacer en ellos las mismas impresiones y análogos pensamientos.

Aquel que, estudiando la cuestión desde este punto de vista, estudiara lo que pasa en los Estados Unidos, descubriría sin dificultad que sus habitantes, divididos como lo están en veinticuatro soberanías distintas constituyen, sin embargo, un pueblo único; y, quizá aún, llegase a pensar que el estado de sociedad existe más realmente en el seno de la Unión angloamericana que entre ciertas naciones de Europa que no tienen, sin embargo, sino una sola legislación y se someten a un solo hombre.

Aunque los angloamericanos tengan varias religiones, tienen todos la misma manera de considerar la religión.

No siempre se entienden sobre los medios que hay que utilizar para gobernar bien, y discrepan sobre algunas de las formas que conviene dar al gobierno; pero están de acuerdo sobre los principios generales que deben regir las sociedades humanas. Desde el Maine a las Floridas, desde el Misouri hasta el Océano Atlántico, se cree que el origen de todos los poderes legítimos está en el pueblo. Se conciben las mismas ideas sobre la libertad y la igualdad; se profesan las mismas opiniones sobre la prensa, el derecho de asociación, el jurado y la responsabilidad de los agentes del poder.

Si pasamos de las ideas políticas y religiosas a las opiniones filosóficas y morales que rigen las acciones cotidianas de la vida y dirigen el conjunto de la conducta, observamos el mismo acuerdo.

Los angloamericanos (60) sitúan la autoridad moral en la razón universal, como el poder político en la universalidad de los ciudadanos, y estiman que hay que consultar el sentimiento de todos para discernir lo que está permitido o prohibido y lo que es verdadero o falso. La mayor parte de ellos piensan que el conocimiento de su interés bien entendido basta para conducir al hombre hacia lo justo y lo honesto. Creen que cada uno, al nacer, ha recibido la facultad de gobernarse por sí mismo, y que nadie tiene el derecho de forzar a su semejante a ser feliz. Todos tienen una fe viva en la perfectibilidad humana; juzgan que la difusión de las luces debe necesariamente producir resultados útiles y que la ignorancia acarrea efectos funestos; todos consideran a la sociedad como un cuerpo en progreso y a la Humanidad, como un cuadro cambiante donde nada está ni debe estar fijo para siempre, y admiten que lo que les parece bien hoy puede mañana ser reemplazado por algo mejor, oculto todavía.

No digo yo que todas estas opiniones sean justas, pero son norteamericanas.

Al mismo tiempo que los angloamericanos están así unidos entre sí por ideas comunes, están separados de todos los demás pueblos por un sentimiento: el orgullo.

Desde hace cincuenta años no se deja de repetir a los habitantes de los Estados Unidos que ellos forman el único pueblo religioso, ilustrado y libre. Ven que, entre ellos y hasta el presente, las instituciones democráticas prosperan, en tanto que fracasan en el resto del mundo; tienen, por lo tanto, una buena opinión de sí mismos, y no están lejos de creer que forman una especie aparte en el género humano.

Así pues, los peligros de que la Unión Norteamericana está amenazada no nacen ni de la diversidad de opiniones ni de la de los intereses. Hay que buscados en la variedad de caracteres y en las pasiones de los norteamericanos.

Los hombres que habitan el inmenso territorio de los Estados Unidos han salido casi todos de una casta común; pero, a la larga, el clima y sobre todo la esclavitud introdujeron diferencias marcadas entre el carácter de los ingleses del Sur de los Estados Unidos y el carácter de los ingleses del Norte.

Se cree generalmente entre nosotros que la esclavitud proporciona a una parte de la Unión intereses contrarios a los de la otra. Yo no llegué a observar que fuese así. La esclavitud no ha creado en el Sur intereses contrarios a los del Norte; pero ha modificado el carácter de los habitantes del Sur, y les dio hábitos diferentes.

He dado a conocer en otra parte qué influencia había ejercido la servidumbre sobre la capacidad comercial de los norteamericanos del Sur; esta misma influencia se extiende igualmente a sus costumbres.

El esclavo es un servidor que no discute y se somete a todo sin murmurar. Algunas veces asesina a su amo, pero no se le resiste nunca. En el Sur, no hay familias tan pobres que no tengan esclavos. El norteamericano del Sur, desde su nacimiento, se encuentra investido de una especie de dictadura doméstica; las primeras nociones que recibe de la vida le dan a conocer que ha nacido para mandar, y el primer hábito que contrae es el de dominar sin esfuerzo. La educación tiende, pues, poderosamente a hacer del norteamericano del Sur un hombre altivo, rápido, irascible, violento, ardiente en sus deseos e impaciente ante los obstáculos; pero fácil de desalentar si no puede triunfar al primer intento.

El ciudadano del Norte no ve a los esclavos acudir en torno de su cuna. Ni siquiera encuentra servidores libres, porque a menudo está reducido a proveer por sí mismo a sus necesidades. Apenas se encuentra en el mundo cuando la idea de la necesidad viene por todas partes a presentarse a su espíritu; aprende, pues, desde hora temprana, a conocer exactamente por sí mismo el límite natural de su poder; no espera, por tanto, doblegar por la fuerza las voluntades que se opongan a la suya, y sabe que para obtener el apoyo de sus semejantes, debe ante todo ganar su favor. Es paciente reflexivo, tolerante, lento en el obrar y perseverante en sus designios.

En los Estados meridionales, las más urgentes necesidades del hombre están siempre satisfechas. Así, el ciudadano del Sur no está preocupado por los cuidados materiales de su vida; otro se encarga de pensar en ello en su lugar. Libre en este punto, su imaginación se dirige hacia otros objetos más grandes y menos exactamente definidos. El sureño ama la grandeza, el lujo, la gloria, el ruido, los placeres y la ociosidad sobre todo; nada le constriñe a hacer grandes esfuerzos para vivir y, como no tiene trabajos absolutamente necesarios que hacer, se duerme y no llega a emprender ni siquiera trabajos útiles.

Como la igualdad de la fortuna reina en el Norte y la esclavitud no existe ya, el hombre se encuentra allí como absorbido por esos mismos cuidados que el blanco desdeña en el Sur. Desde su infancia, se ocupa en combatir la miseria y aprende a considerar la abundancia por encima de todos los goces del espíritu y del corazón. Concentrado en los pequeños detalles de la vida, su imaginación se apaga, sus ideas son menos numerosas y menos generales, pero se hacen más prácticas, más claras y precisas. Como dirige hacia el único estudio del bienestar todos los esfuerzos de su inteligencia, no tarda en descollar en él; sabe sacar partido admirablemente de la naturaleza y de los hombres para producir la riqueza; comprende maravillosamente el arte de llevar a la sociedad a la prosperidad de cada uno de sus miembros y él extraer del egoísmo individual la dicha de todos.

El hombre del Norte no solamente tiene experiencia, sino saber; sin embargo, no aprecia la ciencia como un placer, la estima como un medio, y no capta de ella sino sus aplicaciones útiles.

El norteamericano del Sur es más espontáneo, más ingenioso, más abierto, más generoso, más intelectual y más brillante. El norteño es más activo, más razonable, más ilustrado y más hábil.

Uno tiene los gustos, los prejuicios, las debilidades y la grandeza de todas las aristocracias.

El otro, las cualidades y los defectos que caracterizan a la clase media.

Reunid a dos hombres en sociedad, dad a esos dos hombres los mismos intereses y en parte las mismas opiniones; si su carácter, sus luces y su civilización difieren, hay muchas probabilidades para que no se pongan de acuerdo. La misma observación es aplicable a una sociedad de naciones. La esclavitud no daña, pues, directamente a la confederación norteamericana por los intereses, sino indirectamente por las costumbres.

Los Estados que se adhirieron al pacto federal en 1790 eran trece; la confederación cuenta con veinticuatro actualmente. La población, que se elevaba a cerca de cuatro millones en 1790, se cuadruplicó en el espacio de cuarenta años, elevándose en 1830 a cerca de trece millones (61).

Parecidos cambios no pueden operarse sin peligro.

Para una sociedad de naciones, como para una sociedad de individuos, hay tres probabilidades principales de duración: la cordura de sus miembros, su debilidad individual y su pequeño número.

Los norteamericanos que se alejan de las orillas del Océano Atlántico para internarse en el Oeste, son aventureros impacientes de toda especie de yugo, ávidos de riquezas, a menudo rechazados por los Estados que les vieron nacer. Llegan al desierto sin conocerse los unos a los otros. No encuentran allí para contenerlos ni tradición, ni espíritu de familia, ni ejemplos. Entre ellos, el imperio de las leyes es débil, y el de las costumbres más débil aún. Los hombres que pueblan cada día los valles del Misisipí son, pues, inferiores, en todos conceptos, a los norteamericanos que habitan en los antiguos límites de la Unión. Sin embargo, ejercen ya una gran influencia en sus consejos, y llegan al gobierno de los negocios comunes antes de haber aprendido a dirigirse a sí mismos (62).

Cuanto más individualmente débiles son los miembros de una sociedad, más probabilidades tiene ésta de duración, porque no tienen entonces seguridad sino permaneciendo unidos. Cuando, en 1790, la más poblada de las Repúblicas norteamericanas no tenía 500 000 habitantes (63), cada una de ellas sentía su insuficiencia como pueblo independiente, y ese pensamiento hacía más fácil su obediencia a la autoridad federal. Pero, cuando uno de los Estados confederados cuenta 2 000 000 de habitantes, como el Estado de Nueva York, y cubre un territorio cuya superficie es igual a la cuarta parte de la de Francia (64), se siente fuerte por sí mismo, y si continúa deseando la Unión como útil a su bienestar, no la mira ya como necesaria para su existencia; puede prescindir de ella; y, consintiendo en permanecer unido, no tarda en querer ser preponderante.

La multiplicación sola de los miembros de la Unión tendería ya poderosamente a romper el lazo federal. No todos los hombres colocados en el mismo punto de vista consideran de igual manera los mismos objetos. Y sucede así, con mayor razón, cuando el punto de vista es diferente. A medida, pues, que el número de las Repúblicas norteamericanas aumenta, se ve disminuir la probabilidad de reunir el asentimiento de todas sobre las mismas leyes.

Hoy día, los intereses de las diferentes partes de la Unión no son contrarios entre sí; pero, ¿quién puede prever los cambios diversos que un porvenir próximo hará nacer en un país donde cada día crea ciudades y cada lustro naciones?

Desde que las colonias inglesas se fundaron, el número de los habitantes se duplica en ellas cada veintidós años poco más o menos. Yo no observo causas que deban de aquí a un siglo detener ese movimiento progresivo de la población angloamericana. Antes de que hayan transcurrido cien años, pienso que el territorio ocupado o reclamado por los Estados Unidos estará cubierto por más de cien millones de habitantes y dividido en cuarenta Estados (65). Admito que esos cien millones de hombres no tengan intereses diferentes; les doy a todos, al contrario, una ventaja igual para permanecer unidos y digo que por el hecho mismo de que son cien millones que forman cuarenta naciones distintas y desigualmente poderosas, el mantenimiento del gobierno federal no es ya sino un accidente afortunado.

Deseo añadir mi fe en la perfectibilidad humana; pero hasta que los hombres hayan cambiado de naturaleza y se hayan transformado completamente, rehusaré creer en la duración de un gobierno cuya tarea es mantener unidos a cuarenta pueblos distintos, esparcidos en una superficie igual a la mitad de Europa; (66); evitar entre ellos las rivalidades, la ambición y las luchas, y reunir la acción de sus voluntades independientes hacia la realización de los mismos designios.

Pero el mayor peligro que corre la Unión al crecer viene del desplazamiento continuo de fuerzas que se opera en su seno.

Desde las orillas del lago Superior al golfo de México, se cuentan, a ojo de pájaro, aproximadamente cuatrocientas leguas de Francia. A lo largo de esa linea inmensa serpentea la frontera de los Estados Unidos; que unas veces penetra hacia el interior de esos limites, pero más a menudo se interna mucho más allá entre los desiertos. Se ha calculado que sobre todo este vasto frente los blancos avanzaban cada año, por término medio siete leguas (67). De cuando en cuando, se presenta un obstáculo: un distrito improductivo, un lago, una nación india que se encuentra inopinadamente en su camino. La columna se detiene entonces un instante; sus dos extremidades se encorvan sobre sí mismas y, después de que se han vuelto a juntar, continúa el avance. Hay en esta marcha gradual y continua de la raza europea hacia las montañas Rocallosas, algo providencial; es como un diluvio de hombres que sube sin cesar, y que cada día suscita la mano de Dios.

En el interior de esta primera linea de conquistadores, se construyen ciudades y se fundan vastos Estados. En 1790, se encontraban apenas algunos millares de pioneros esparcidos en los valles del Misisipí; hoy día esos mismos valles contienen tantos hombres como encerraba la Unión entera en 1790. La población se eleva allí a cerca de cuatro millones de habitantes (68). La ciudad de Washington fue fundada en 1800, en el centro mismo de la confederación norteamericana; ahora, se encuentra colocada en una de sus extremidades. Los diputados de los últimos Estados del Oeste (69), para venir a ocupar su sitio en el Congreso, están ya obligados a hacer un trayecto tan largo como el viajero que se dirigiera de Viena a París.

Todos los Estados de la Unión son arrastrados al mismo tiempo hacia la fortuna; pero no todos podrían crecer y prosperar en la misma proporción.

En el Norte de la Unión, unos brazos de la cadena de los Alleghanys, adelantándose hasta el Océano Atlántico, forman radas espaciosas y puertos siempre abiertos a los más grandes navíos. A partir del Potomac, al contrario, y siguiendo las costas de Norteamérica hasta la desembocadura del Misisipí, no se encuentra ya sino un terreno plano y arenoso. En esta parte de la Unión, la salida de todos los ríos está obstruída, y los puertos que se abren de distancia en distancia en medio de esas lagunas no presentan para los buques la misma profundidad, ofreciendo al comercio facilidades mucho menores que los del Norte.

A esta primera inferioridad que nace de la naturaleza, se añade otra que viene de las leyes.

Hemos visto que la esclavitud, que ha sido abolida en el Norte, existe aún en el Mediodía, y he mostrado la influencia funesta que ejerce sobre el bienestar del mismo amo.

El Norte debe, pues, ser más comerciante (70) y más industrioso que el Sur. Es natural que la población y la riqueza sean más prósperos allí.

Los Estados situados en la orilla del Océano Atlántico están ya medio poblados. La mayor parte de las tierras tienen allí un dueño; no podrían, pues, recibir el mismo número de emigrantes que los Estados del Oeste que entregan todavía un campo sin límites a la industria. La cuenca del Misisipí es infinitamente más fértil que las costas del Océano Atlántico. Esta razón, añadida a todas las demás, impulsa enérgicamente a los europeos hacia el Oeste. Esto se demuestra rigurosamente por medio de cifras.

Si se opera sobre el conjunto de los Estados Unidos, se encuentra que, desde hace cuarenta años, el número de habitantes se ha casi triplicado en ellos. Pero si no se investiga sino la cuenca del Misisipí, se descubre que, en el mismo espacio de tiempo, la población (71) se volvió treinta y una veces mayor (72).

Cada día, el centro del poder federal cambia de sitio. Hace cuarenta años, la mayoría de los ciudadanos de la Unión estaba a la orilla del mar, en los alrededores del lugar donde se eleva hoy Washington; ahora se encuentra adentrada en las tierras y más al norte; no se podría dudar que antes de veinte años se halle al otro lado de los Alleghanys. Subsistiendo la Unión, la cuenca del Misisipí, por su fertilidad y su extensión, está necesariamente llamada a convertirse en el centro permanente del poder federal. Dentro de treinta o cuarenta años, la cuenca del Misisipí habrá adquirido su rango natural. Es fácil calcular que entonces su población, comparada con la de los Estados situados a orillas del Atlántico, estará en la proporción de 40 a 11 poco más o menos. En unos años más, la dirección de la Unión escapará, pues, completamente de los Estados que la fundaron, y la población de los valles del Misisipí dominará en los consejos federales.

Esta gravitación continua de las fuerzas y de la influencia federal hacia el Noroeste se revela cada diez años, cuando, después de haber hecho un censó general de la población, se fija de nuevo el número de los representantes que cada Estado debe enviar al Congreso (73).

En 1790, Virginia tenía diecinueve representantes en el Congreso. Este número ha continuado creciendo hasta 1813, cuando se le vio alcanzar la cifra de veintitrés. Desde esa época, comenzó a disminuir. No era, en 1833, sino de veintiuno (74). Durante ese mismo periodo, el Estado de Nueva York seguía una progresión contraria: en 1790, había en el Congreso diez representantes; en 1813, veintisiete; en 1823, treinta y cuatro y en 1833, cuarenta. Ohio no tenía sino un solo representante en 1803 y en 1833, contaba diecinueve.

Es difícil concebir una unión durable entre dos pueblos cuando uno es pobre y débil y el otro rico y fuerte, aunque se haya probado que la fuerza y riqueza del uno no son la causa de la debilidad y pobreza del otro. La unión es más difícil aún de mantener en el tiempo en que el uno pierde fuerzas y el otro está acrecentándolas.

Este incremento rápido y desproporcionado de ciertos Estados amenaza la independencia de los demás. Si Nueva York, con sus dos millones de habitantes y sus cuatro representantes, quisiera hacer la ley en el Congreso, lo lograría tal vez. Pero, aun cuando los Estados más poderosos no intentasen oprimir a los menores, el peligro existiría todavía, porque está en la posibilidad del hecho casi tanto como en el hecho mismo.

Los débiles raras veces tienen confianza en la justicia y la razón de los fuertes. Los Estados que crecen menos de prisa que los otros lanzan miradas de desconfianza y de envidia hacia aquellos que favorece la fortuna. De ahí el profundo malestar y la inquietud vaga que se observan en una parte de la Unión, que contrastan con el bienestar y la confianza que reinan en la otra. Yo creo que la actitud hostil que tomó el Sur no tuvo otras causas.

Los hombres del Sur son, de todos los norteamericanos, quienes debieran aferrarse más a la Unión, porque son ellos sobre todo los que sufrirían al ser abandonados a sí mismos; sin embargo, son los únicos que amenazan romper el haz de la confederación. ¿De dónde viene esto? Es fácil decirlo: el Sur, que ha proporcionado cuatro presidentes a la confederación (75); que sabe hoy día que el poder federal se le escapa; que, cada año, ve disminuir el número de sus representantes en el Congreso y crecer los del Norte y del Oeste; el Sur, poblado de hombres ardientes e irascibles, se irrita e inquieta. Vuelve sus miradas con pesar sobre sí mismo e interrogando el pasado, se pregunta cada día si no se halla oprimido. Si llega a descubrir que una ley de la Unión no le es evidentemente favorable, exclama que se abusa de él con la fuerza; reclama con ardor, y si su voz no es escuchada, se indigna, y amenaza con retirarse de una sociedad cuyas cargas sostiene sin gozar de sus ventajas.

Las leyes de tarifas -decían los habitantes de Carolina en 1832-, enriquecen el Norte y arruinan al Sur; porque, sin ello, ¿cómo se podría concebir que el Norte, con su clima inhospitalario y su suelo árido, aumentara sin cesar sus riquezas y su poder, en tanto que el Sur, que forma como el jardín de Norteamérica, cae rápidamente en decadencia? (76).

Si los cambios de que he hablado se operaran gradualmente, de manera que cada generación pudiese pasar con el orden de cosas de que ha sido testigo, el peligro sería menor; pero hay algo precipitado, y podría decir casi revolucionario, en el progreso que hace la sociedad en Norteamérica. El mismo ciudadano ha podido ver a su Estado marchar a la cabeza de la Unión y volverse en seguida impotente en los consejos federales. Hay tal República angloamericana que ha crecido tan aprisa como un hombre, y que nació, creció y llegó a su madurez en treinta años.

No hay que imaginarse, sin embargo, que los Estados que pierden el poder se despueblan o languidecen. Su prosperidad no se detiene y crecen aún más rápidamente que ningún reino de Europa (77). Pero les parece que se empobrecen, porque no se enriquecen tan de prisa como su vecino, y creen perder su poder porque entran de repente en contacto con un poder más grande que el suyo (78); son, pues, sus sentimientos y sus pasiones los que se ven heridos, más aún que sus intereses. ¿Pero no es suficiente esto, acaso, para que la confederación esté en peligro? Si desde el principio del mundo, los pueblos y los reyes no hubiesen tenido a la vista sino su utilidad real, se sabría apenas lo que es la guerra entre los hombres.

Así, el mayor peligro que amenaza a los Estados Unidos nace de su prosperidad misma, que tiende a crear entre varios de sus confederados la embriaguez que acompaña al aumento rápido de la fortuna, y en los otros, la envidia, la desconfianza y la nostalgia que siguen a menudo a su pérdida.

Los norteamericanos, que se regocijan contemplando ese movimiento extraordinario, deberían, me parece, observarlo con pesar y temor. Los americanos de los Estados Unidos, hágan lo que hagan, llegarán a ser uno de los más grandes pueblos del mundo; cubrirán con sus descendientes casi toda la América del Norte; el continente que habitan es su dominio, y no podrá escapárseles. ¿Quién los apremia para tomar posesión de él desde ahora? La riqueza, el poder y la gloria no pueden faltarles un día, y se precipitan hacia esa inmensa fortuna como si no les quedara sino un momento para apoderarse de ella.

Creo haber demostrado que la existencia de la confederación actual dependía enteramente del acuerdo de todos los confederados en querer permanecer unidos; y, partiendo de ese dato, investigué cuáles eran las causas que podian inclinar a los diferentes Estados a querer separarse. Pero hay, para la Unión, dos maneras de perecer: uno de los Estados confederados puede querer retirarse del contrato, y romper violentamente así el lazo común; a ese caso es a lo que se refieren la mayor parte de las observaciones que he hecho anteriormente; el gobierno federal puede perder progresivamente su poder por una tendencia simultánea de las Repúblicas unidas a recuperar el uso de su independencia. El poder central, privado sucesivamente de todas sus prerrogativas, reducido por un acuerdo tácito a la impotencia, se volvería inhábil para desempeñar su objeto, y la segunda Unión perecería, como la primera, por una especie de imbecilidad senil.

El debilitamiento gradual del lazo federal, que conduce finalmente a la anulación de la Unión, es por otra parte en sí mismo un hecho distinto que puede acarrear otros muchos resultados menos extremados, antes de producir éste. La confederación existiría todavía, y ya la debilidad de su gobierno podría reducir a la nación a la impotencia, causar la anarquía en el interior y la disminución de la prosperidad general del pais.

Después de haber investigado lo que inclina a los angloamericanos a desunirse es, pues, importante examinar si, subsistiendo la Unión, su gobierno ensancha su esfera de acción o la comprime, si se vuelve más enérgico o más débil.

Los norteamericanos están evidentemente preocupados por un gran temor. Perciben que, en la mayor parte de los pueblos del mundo, el ejercicio de los derechos tiende a concentrarse en pocas manos, y se espantan de que la idea acabará por triunfar así entre ellos. Los hombres de Estado mismos experimentan esos terrores, o por lo menos fingen experimentarlos; porque, en Norteamérica, la centralización no es popular, y no se podría hacer mejor la corte a la mayoría que rebelándose contra las pretendidas invasiones del poder central. Los norteamericanos rehusan ver que en los países donde se manifiesta esa tendencia centralizadora que los asusta, no se encuentra sino un solo pueblo, en tanto que la Unión es una confederación de pueblos diferentes; hecho que basta para desconcertar todas las previsiones fundadas en la analogía.

Confieso que considero esos temores de gran número de norteamericanos como enteramente imaginarios. Lejos de temer con ellos la consolidación de la soberanía en manos de la Unión, creo que el gobierno federal se debilita de manera visible.

Para probar lo que afirmo sobre este punto, no recurriré a hechos antiguos, sino a aquellos de que pude ser testigo, o que tuvieron lugar en nuestro tiempo.

Cuando se examina atentamente lo que ocurre en los Estados Unidos, se descubre sin dificultad la existencia de dos tendencias contrarias; son como dos corrientes que recorren el mismo cauce en sentido opuesto.

Desde hace cuarenta y cinco años que la Unión existe, el tiempo ha hecho justicia a una gran cantidad de prejuicios provincianos que primero militaban contra ella. El sentimiento patriótico que unía a cada uno de los norteamericanos a su Estado, se ha vuelto menos exclusivo. Al conocerse mejor, las diversas partes de la Unión se han acercado más. El correo, ese gran lazo de los espíritus, llega hoy día hasta el fondo de los desiertos (79) y los barcos de vapor hacen comunicar entre sí cada día todos los puntos de la costa. El comercio desciende y remonta los ríos del interior con una rapidez sin ejemplo (80). A esas facilidades que la naturaleza o el arte han creado, se juntan la inestabilidad de los deseos, la inquietud del espíritu, el amor a las riquezas que, empujando sin cesar a los norteamericanos fuera de su morada, los ponen en comunicación con un gran número de sus conciudadanos. Recorren su país en todos los sentidos y visitan todas las poblaciones que lo habitan. No se encuentra provincia en Francia cuyos habitantes se conozcan tan perfectamente entre sí como los 13 000 000 de hombres que cubren la superficie de los Estados Unidos.

Al mismo tiempo que los norteamericanos se mezclan, se asimilan; las diferencias que el clima, el origen y las instituciones habían puesto entre ellos, disminuyen. Se aproximan todos cada vez más a un tipo común. Cada año, millares de hombres partidos del Norte se esparcen por todas las partes de la Unión; llevan consigo sus creencias, sus opiniones y sus costumbres; y, como sus luces son superiores a las de los hombres entre quienes van a vivir, no tardan en apoderarse de los negocios y en modificar la sociedad en su provecho. Esa emigración continua del Norte hacia el Mediodía favorece singularmnete la fusión de todos los caracteres provinciales en un solo carácter nacional. La civilización del Norte parece, pues, destinada a llegar a ser la medida común sobre la cual todo lo demás debe reglamentarse un día.

A medida que la industria de los norteamericanos hace progresos, van estrechándose los lazos comerciales que unen a todos los Estados confederados, y la unión entra en los hábitos después de haber estado en las opiniones. El tiempo, en su marcha, acaba de hacer desaparecer una multitud de terrores fantásticos que atormentaban la imaginación de los hombres en 1789. El poder federal no ha llegado a ser opresor; no destruyó la independencia de los Estados; no condujo a los confederados a la monarquía y con la Unión, los pequeños Estados no cayeron en la dependencia de los grandes. La confederación continuó creciendo sin cesar en población, en riqueza y en poder.

Estoy, pues, convencido que en nuestro tiempo, los norteamericanos tienen menos dificultades en permanecer unidos, que las que encontraron en 1789. La Unión tiene menos enemigos que entonces.

Y, sin embargo, si se quiere estudiar con cuidado la historia de los Estados Unidos desde hace cuarenta y cinco años, se convencerán sin dificultad de que el poder federal decrece.

No es difícil indicar las causas de ese fenómeno.

En el momento en que la constitución de 1789 fue promulgada, todo perecía en la anarquía; la Unión que sucedió a ese desorden excitaba muchos temores y odios; pero tenía ardientes amigos, porque era la expresión de una gran necesidad. Aunque más atacado entonces que lo que lo es hoy, el poder federal alcanzó, pues, el máximum de su poder, así como ocurre de ordinario a un gobierno que triunfa, después de haber exaltado sus fuerzas en la lucha. En esta época, la interpretación de la constitución pareció extender más bien que comprimir la soberanía federal, y la únión presentó en varios sentidos el espectáculo de un solo y mismo pueblo, dirigido, en el interior como fuera, por un solo gobierno.

Pero, para llegar a este punto, el pueblo se había colocado por decirlo así por encima de sí mismo.

La constitución no había destruido la individualidad de los Estados, y todos los cuerpos, cualesquiera que sean, tienen un instinto secreto que les inclina hacia la independencia. Ese instinto es más pronunciado todavía en un país como Norteamérica, donde cada aldea forma una especie de República habituada a gobernarse a sí misma.

Hubo, pues, esfuerzo de parte de los Estados que se sometieron a la preponderancia federal. Y todo esfuerzo, aun coronado por un gran éxito, no puede dejar de debilitarse con la cáusa que lo ha hecho nacer.

A medida que el gobierno federal afirmaba su poder, Norteamérica ocupaba su rango entre las naciones, la paz renacía sobre sus fronteras y el crédito público se fortalecía. A la confusión sucedía un orden fijo que permitía a la industria individual seguir su marcha natural y desarrollarse en libertad.

Esta misma prosperidad fue la que comenzó a hacer perder de vista la causa que la había producido. Pasado el peligro, los norteamericanos no encontraron ya en ellos la energía y el patriotismo que habían ayudado a conjurarlo. Librados de los temores que los preocupaban, volvieron a entrar fácilmente en el curso de sus hábitos, y se abandonaron sin resistencia a la tendencia ordinaria de sus inclinaciones. Desde el momento en que un gobierno fuerte no pareció ya necesario, se volvió a comenzar a pensar que era un estorbo. Todo prosperaba con la Unión, y no se desligaron de la Unión; pero se quiso sentir apenas la acción del poder que la representaba. En general, se deseó permanecer unido y, en cada hecho particular, se procuró volver a ser independiente. El principio de la confederación fue cada día más fácilmente admitido y menos aplicado; así el gobierno federal, al crear el orden y la paz, provocó él mismo su decadencia.

Desde que esta disposición de los espíritus comenzó a manifestarse en el exterior, los hombres de partido, que viven en las pasiones del pueblo, se pusieron a explotarla en su provecho.

El gobierno federal se encontró, desde entonces, en una situación muy crítica; sus enemigos tenían el favor popular, y al prometer debilitarlo se obtenía el derecho de dirigirlo.

A partir de esta época, siempre que el gobierno de la Unión entró en liza con el de los Estados, casi nunca ha dejado de retroceder. Cuando ha habido lugar para interpretar los términos de la constitución federal, la interpretación ha sido casi siempre contraria a la Unión y favorable a los Estados.

La constitución concedía al gobierno federal la facultad de proveer a los intereses nacionales: se había pensado que a él tocaba hacer o favorecer, en el interior, las grandes empresas que por su naturaleza acrecentaban la prosperidad de la Unión entera (internal improvements), como, por ejemplo, los canales.

Los Estados se asustaron ante la idea de ver otra autoridad distinta de la suya disponer así de una porción de su territorio. Temieron que el poder central, adquiriendo de esta manera en su propio seno una preponderancia peligrosa, llegara a ejercer una influencia que querían reservar exclusivamente para sus agentes.

El partido democrático, que siempre se ha opuesto a todos los desarrollos del poder federal elevó, pues; la voz; se acusó al Congreso de usurpación y al jefe del Estado, de ambición. El gobierno central, intimidado por sus clamores, acabó por reconocer él mismo su error y por encerrarse exactamente en la esfera que se le trazaba.

La constitución da a la Unión el privilegio de tratar con los pueblos extranjeros. La Unión había considerado en general, desde este punto de vista, a las tribus indias que bordean las fronteras de su territorio. En tanto que esos salvajes consintieron en huir ante la civilización, el derecho federal no fue impugnado; pero, desde el día en que una tribu india determinó fijarse en un punto del suelo, los Estados circundantes reclamaron un derecho de posesión sobre esas tierras y un derecho de soberanía sobre los hombres que formaban parte de ellas. El gobierno central se apresuró a reconocer el uno y el otro, y, después de haber tratado con los indios como con pueblos independientes, los entregó como súbditos a la tiranía legislativa de los Estados (81).

Entre los Estados que se habían formado a orillas del Atlántico, varios se extendían indefinidamente hacia el Oeste, en los desiertos donde los europeos no habían penetrado todavía. Aquellos cuyos límites estaban irrevocablemente fijados, veían con mirada celosa el porvenir inmenso abierto a sus vecinos. Estos últimos, con un espíritu de conciliación y a fin de facilitar el acta de la Unión, consintieron en trazarse límites y abandonaron a la confederación todo el territorio que podía encontrarse más allá de ellos (82).

Desde esa época, el gobierno federal se volvió propietario de todo el terreno inculto que se encuentra fuera de los trece Estados primitivamente confederados. Él es quien se encarga de dividirlo y de venderlo, y el dinero que le produce es entregado exclusivamente al tesoro de la Unión. Con la ayuda de estos ingresos, el gobierno federal compra a los indios sus tierras, abre carreteras en los nuevos distritos y facilita con todo su poder el desarrollo rápido de la sociedad.

Ahora bien, sucedió que en esos mismos desiertos, cedidos antaño por los habitantes de las orillas del Atlántico, se formaron con el tiempo nuevos Estados. El Congreso ha continuado vendiendo, en provecho de la nación entera, las tierras incultas que esos Estados encierran aún en su seno. Pero hoy día éstos pretenden que, una vez constituidos, deben tener el derecho exclusivo de aplicar el producto de esas ventas a su propio uso. Habiéndose vuelto las reclamaciones cada día más amenazadoras, el Congreso creyó deber arrebatar a la Unión una parte de los privilegios de que había gozado hasta entonces y, a fines de 1832, hizo una ley por la cual, sin ceder a las nuevas Repúblicas del Oeste la propiedad de sus tierras incultas aplicaba, sin embargo, en su provecho la mayor parte de los ingresos que sacaba de ellas (83).

Basta recorrer los Estados Unidos para apreciar las ventajas que el país saca del banco. Éstas son de varias clases; pero hay una sobre todo que sorprende al extranjero: los billetes de banco de los Estados Unidos son recibidos en la frontera de los desiertos por el mismo valor que en Filadelfia, donde está la sede de sus operaciones (84).

El banco de los Estados Unidos es, sin embargo, objeto de grandes odios. Sus directores se han pronunciado contra el presidente, y se les acusa, no sin verosimilitud, de haber abusado de su influencia para estorbar su elección. El presidente ataca, pues, a la institución que estos últimos representan, con todo el ardor de una enemistad personal. Lo que ha animado al presidente a proseguir así su venganza, es que se siente apoyado por los instintos secretos de la mayoría.

El banco forma el gran lazo monetario de la Unión, como el Congreso en su gran lazo legislativo, y las mismas pasiones que tienden a hacer a los Estados independientes del poder central tienden a la destrucción de la banca.

El banco de los Estados Unidos posee siempre en sus manos un gran número de billetes que pertenecen a los bancos provinciales y puede cada día obligar a estos últimos a reembolsar sus billetes en especie. En cuanto a él, tal peligro no es de temer; la grandeza de sus recursos disponibles le permite hacer frente a todas las exigencias. Amenazados así en su existencia, los bancos provinciales se ven obligados a usar reticencias, y a no poner en circulación sino un número de billetes proporcionado a su capital. Los bancos provinciales no sufren sino con impaciencia ese control saludable. Los periódicos que les están entregados, y el presidente, a quien su interés convirtió en su órgano atacan, pues, al banco con una especie de furor. Suscitan contra él las pasiones locales y el ciego instinto democrático del país. Según ellos, los directores del banco forman un cuerpo aristocrático y permanente cuya influencia no puede dejar de hacerse sentir en el gobierno, y debe altrar tarde o temprano los principios de igualdad sobre los que descansa la sociedad norteamericana.

La lucha del banco contra sus enemigos no es sino un incidente del gran combate que libran en Norteamérica las provincias con el poder central; el espíritu de independencia y de democracia, con el espíritu de jerarquía y de subordinación. Yo no pretendo que los enemigos del banco de los Estados Unidos sean precisamente los mismos individuos que, sobre otros puntos, atacan al gobierno federal; pero digo que los ataques contra el banco de los Estados Unidos son el producto de los mismos instintos que militan contra el gobierno federal, y que el gran número de los enemigos del primero es un síntoma deplorable del debilitamiento del segundo.

Pero nunca la Unión se mostró más débil que en el famoso asunto de las tarifas (85).

Las guerras de la Revolución francesa y la de 1812, al impedir la libre comunicación entre América y Europa, habían creado manufacturas en el norte de la Unión. Cuando la paz hubo abierto de nuevo a los productos de Europa el camino del Nuevo Mundo, los norteamericanos creyeron deber establecer un sistema de aduanas que pudiese a la vez proteger su industria naciente y saldar el monto de las deudas que la guerra les había hecho contraer.

Los Estados del Sur, que no tienen manufacturas que impulsar y que no son sino cultivadores, no tardaron en quejarse de esta medida.

No pretendo examinar aquí lo que podía haber de imaginario o de real en sus quejas, relato solamente los hechos.

Desde el año de 1820, la Carolina del Sur, en una petición al CongreSo, declaraba que la ley de tarifas era inconstitucional, opresiva e injusta. Después, Georgia, Virginia, la Carolina del Norte, el Estado de Alabama y el de Misisipí, hicieron reclamaciones más o menos enérgicas en el mismo sentido.

Lejos de tener en cuenta esos murmullos, el Congreso, en los años de 1824 y 1828, elevó todavía los derechos de tarifas y consagró de nuevo su principio.

Entonces se produjo, o más bien se recordó en el Sur una doctrina célebre que tomó el nombre de nulificación.

He mostrado, en su lugar, que el objeto de la constitución federal no ha sido establecer una liga, sino crear un gobierno nacional. Los norteamericanos de los Estados Unidos, en todos los casos previstos por su constitución, no forman sino un solo y mismo pueblo. En todos esos puntos, la voluntad nacional se expresa, como en todos los pueblos constitucionales, con ayuda de la mayoría. Una vez que la mayoría ha hablado, el deber de la minoría es someterse.

Tal es la doctrina legal, la única que está de acuerdo con el texto de la constitución y con la intención conocida de quienes la establecieron.

Los nulificadores del Sur pretenden, al contrario, que los norteamericanos, al unirse, no han intentado fundirse en un solo y mismo pueblo, sino que quisieron solamente formar una liga de pueblos independientes; de donde se sigue que cada Estado, habiendo conservado su soberanía completa, si no en acción, al menos en principio, tiene el derecho de interpretar las leyes del Congreso, y de suspender en su seno la ejecución de aquellas que le parezcan opuestas a la constitución o a la justicia.

Toda la doctrina de la nulificación se encuentra resumida en una frase pronunciada en 1833, ante el Senado de los Estados Unidos, por M. Calhoun, el jefe visible de los nulificadores del Sur:

La constitución -dice-, es un contrato en el cual los Estados han aparecido como soberanos. Ahora bien, cuantas veces se interpone un contrato entre partes que no conocen árbitro común, cada una de ellas retiene el derecho de juzgar por sí misma la extensión de su obligación.

Es manifiesto que parecida doctrina destruye en principio el lazo federal, y atrae de hecho la anarquía, de la que la constitución de 1789 había liberado a los norteamericanos.

Cuando la Carolina del Sur vio que el Congreso se mostraba sordo a sus quejas, amenazó aplicar a la ley federal de la tarifa la doctrina de los nulificadores. El Congreso persistió en su sistema y al fin estalló la tormenta.

En el transcurso del año de 1832 el pueblo de la Carolina del Sur (86) nombró una convención nacional para determinar los medios extraordinarios que quedaban por emplear; y, el 24 de noviembre del mismo año, esa convención publicó, bajo el nombre de ordenanza, una ley que tachaba de nulidad a la ley federal de la tarifa, prohibía recaudar los derechos que eran señalados en ella, y recibir las apelaciones que podran hacerse ante los tribunales federales (87). Esa ordenanza no debía ser puesta en vigor sino en el mes de febrero siguiente, y estaba indicado que si el Congreso modificaba antes de esa época la tarifa, la Carolina del Sur podría transigir en no dar otro curso a sus amenazas. Más tarde, se expresó aunque de una manera vaga e indeterminada, el deseo de someter la cuestión a una asamblea extraordinaria de todos los Estados confederados.

Entretanto, la Carolina del Sur armaba sus milicias y se preparaba para la guerra.

¿Qué hizo el Congreso? El Congreso, que no había escuchado a sus súbditos suplicantes, prestó oídos a sus quejas desde que los vio con las armas en la mano (88). Hizo una ley (89), según la cual los derechos asignados a la tarifa debían ser reducidos progresivamente durante diez años, hasta que se les hubiese llevado a no sobrepasar las necesidades del gobierno. Así, el Congreso abandonó completamente el principio de la tarifa. A un derecho protector de la industria, substituyó una medida puramente fiscal (90). Para disimular su derrota, el gobierno de la Unión recurrió a un expediente que es muy usual en los gobiernos débiles: al ceder sobre los hechos, se mostró inflexible sobre los principios. Al mismo tiempo que el Congreso cambiaba la legislación de la tarifa, votaba otra ley en virtud de la cual el Presidente estaba investido de un poder extraordinario para someter por la fuerza las resistencias que desde entonces no eran ya de temerse.

La Carolina del Sur no consintió ni siquiera en dejar a la Unión esas débiles apariencias de victoria; la misma convención nacional que había tachado de nulidad la ley de la tarifa, habiéndose reunido de nuevo, aceptó la concesión que era ofrecida; pero, al mismo tiempo, declaró no persistir en ello sino con mayor fuerza en la doctrina de los nulificadores, y para probarlo, anuló la ley que confería poderes extraordinarios al Presidente, aunque estuviera segura de que no haría uso de ella.

Casi todos los actos de que acabo de hablar tuvieron lugar bajo la presidencia del general Jackson. No se podría negar que, en el asunto de la tarifa, este último haya sostenido con habilidad y vigor los derechos de la Unión. Yo creo, sin embargo, que hay que poner en el número de los peligros que corre actualmente el poder federal, la conducta misma de quien lo representa.

Algunas personas se han formado en Europa, sobre la influencia que puede ejercer el geaeral Jackson en los asuntos de su país, una opinión que parece muy extravagante a quienes han visto las cosas de cerca.

Se ha oído decir que el general Jackson había ganado batallas, que era un hombre enérgico, inclinado por carácter y por hábito al empleo de la fuerza, deseoso de poder y déspota por gusto. Todo esto es tal vez verdadero, pero las consecuencias que se han sacado de esas verdades son grandes errores.

Se ha imaginado que el general Jackson quería establecer en los Estados Unidos la dictadura, que iba a hacer reinar el espíritu militar y dar al poder central una extensión peligrosa para las libertades provinciales. En Norteamérica, el tiempo de semejantes empresas y el siglo de hombres semejantes no han llegado todavía: si el general Jackson hubiera querido dominar de esa manera, habría perdido seguramente su posición política y comprometido su vida: por eso no ha sido tan imprudente como para intentarlo.

Lejos de querer extender el poder federal, el Presidente actual representa, al contrario, el partido que quiere restringir ese poder a los términos más claros y más precisos de la constitución, que no admite que la interpretación pueda ser favorable al gobierno de la Unión; lejos de presentarse como el campeón de la centralización, el general Jackson es el agente de los celos provinciales; las pasiones descentralizantes (si puedo expresarme así) fueron las que lo llevaron al supremo poder. Halagando esas pasiones diariamente es como se mantiene en él y prospera. El general Jackson es el esclavo de la mayoría: la sigue en sus voluntades, en sus deseos y en sus instintos semi descubiertos, o más bien la adivina y corre a colocarse a su cabeza.

Siempre que el gobierno de los Estados entra en lucha con el de la Unión, es raro que el Presidente no sea el primero en dudar de su derecho; precede casi siempre al poder legislativo; cuando hay lugar a interpretación sobre la extensión del poder federal, él se coloca en cierto modo contra sí mismo; se empequeñece, se vela, se borra. No es que sea naturalmente débil o enemigo de la Unión; cuando la mayoría se resolvió en contra de las pretensiones de los nulificadores del Sur, se le vio ponerse a su cabeza, formular con energía las doctrinas que ella profesaba, y hacer primero una llamada a la fuerza. El general Jackson, para servirme de una comparación tomada del vocabulario de los partidos norteamericanos, me parece federal por gusto y republicano por cálculo.

Después de haberse rebajado así ante la mayoría, para ganar su favor, el general Jackson se vuelve a levantar; camina entonces hacia los objetos que ella persigue por sí misma o que no mira con ojos celosos, derribando ante él todos los obstáculos. Fuerte, con un apoyo que no tenían sus precedecesores, pisotea a sus enemigos personales dondequiera que los encuentra, con una facilidad que ningún Presidente ha logrado; toma bajo su responsabilidad medidas que nadie habría osado tomar nunca antes de él; llega hasta tratar a la representación nacional con un especie de desdén casi insultante; rehusa sancionar las leyes del Congreso, y a menudo omite responder a ese gran cuerpo. Es un favorito que a veces trata con dureza a su amo. El poder del general Jackson aumenta, pues, sin cesar; pero el del Presidente disminuye. En sus manos, el gobierno federal es fuerte; pero pasará enervado a su sucesor.

O yo me equivoco extrañamente o el gobierno federal de los Estados Unidos tiende cada día a debilitarse; se retira sucesivamente de los negocios y contrae cada vez más el círculo de su acción. Naturalmente débil, llega hasta a abandonar las apariencias de la fuerza. Además, he creído ver que en los Estados Unidos el sentimiento de la independencia nacional se volvía cada vez más vivo en los Estados y el amor al gobierno provincial cada vez más pronunciado.

Se quiere la Unión, pero reducida a una sombra: se la quiere fuerte en ciertos casos y débil en todos los demás; se pretende que en tiempo de guerra pueda reunir en sus manos las fuerzas nacionales y todos los recursos del país, y que en tiempo de paz no exista, por decirlo así; como si esa alternativa de debilidad y de vigor estuviera en la naturaleza.

No veo nada que pueda, en cuanto al presente, detener ese movimiento general de los espíritus; las causas que lo han hecho nacer no dejan de operar en el mismo sentido. Se deducirá, pues, y se puede predecir que, si no sobreviene alguna circunstancia extraordinaria, el gobierno de la Unión irá debilitándose cada día.

Creo, sin embargo, que estamos todavía lejos del tiempo en que el poder federal, incapaz de proteger su propia existencia y dar la paz al país, se extinguirá en cierto modo por sí mismo; la Unión está en las costumbres, se la desea; sus resultados son evidentes y sus beneficios visibles. Cuando se den cuenta de que la debilidad del gobierno federal compromete la existencia de la Unión, no dudo de que se verá nacer un movimiento de reacción en favor de la fuerza.

El gobierno de los Estados Unidos es, de todos los gobiernos federales que han sido establecidos hasta nuestros días, el que está más naturalmente destinado a obrar, en tanto que no se le ataque sino de manera indirecta por la interpretación de sus leyes, en tanto que no se altere profundamente su substancia. Un cambio de opinión, una crisis interior, una guerra, podrían volver a darle de repente el vigor de que tiene necesidad.

Lo que he querido comprobar es solamente esto: mucha gente, entre nosotros, piensa que en los Estados Unidos hay un movimiento de los espíritus que favorece la centralización del poder en manos del Presidente y del Congreso. Pretendo que se observa visiblemente un movimiento contrario. Lejos de que el gobierno federal, al envejecer, tome fuerzas y amenace la soberanía de los Estados, digo que tiende cada día a debilitarse, y que la soberanía sola de la Unión está en peligro. He aquí lo que el presente revela. ¿Cuál será el resultado final de esta tendencia y qué acontecimientos pueden detener, retardar o apresurar el movimiento que he descrito? El porvenir los oculta, y no tengo la pretensión de poder levantar su velo.




Notas

(53) Véase la conducta de los Estados del Norte en la guerra de 1812. Durante esa guerra, dice Jefferson en una carta del 17 de marzo de 1817 al general La Fayette, cuatro de los Estados del Este no estaban ya ligados al resto de la Unión sino como cadáveres a hombres vivos. (Correspondencia de Jefferson, publicada por Conseil).

(54) El estado de paz en que se encuentra la Unión no le da ningún pretexto para tener un ejército permanente. Sin ejército permanente, un gobierno no tiene nada preparado para aprovecharse del momento favorable, vencer la resistencia y apoderarse del poder soberano.

(55) Así es como la provincia de Holanda, en la República de los Países Bajos, y el emperador, en la Confederación germánica, se han puesto a veces en lugar de la Unión y explotaron en su interés particular el poder federal.

(56) Altura media de los Alleghánys, según Volney (Cuadro de los Estados Unidos, página 33), 700 a 800 metros; 5000 a 6000 pies, según Darby. La mayor altura de los Vosgos es de 1 400 metros sobre el nivel del mar.

(57) Véase View of the United States, por Darby, pags. 64 y 79.

(58) La cadena de los Alleghanys no es más alta que la de los Vosgos y no ofrece tantos obstáculos como esta última para los esfuerzos de la industria humana. Las regiones sitUadas en la vertiente oriental de los Alleghanys están, pues, tan ligadas naturalmente al valle del Misisipí, como el Franco Condado, la alta BorgOlia y Alsacia lo están a Francia.

(59) 1 002 600 millas cuadradas. Véase View of the United States, por Darby, pág. 435.

(60) No tengo necesidad, creo, de decir que por esta expresión los angloamericanos, quiero referirme a la gran mayoria de ellos. Fuera de esta mayoría permanecen siempre algunos individuos aislados.

(61) Censo de 1790, 3 929 328. Censo de 1830, 12 856 163.

(62) Esto no es, en verdad, sino un peligro pa~sajero. Yo no dudo de que con el tiempo la sociedad llegue a asentarse y a regirse en el Oeste como lo hizo ya en las orillas del Océano Atlántico.

(63) Pensilvania tenia 431373 habitantes en 1790.

(64) Superficie del Estado de Nueva York, 6 213 leguas cuadradas (500 millas cuadradas. Véase View of the United States, por Darby, pág. 435).

(65) Si la población continúa duplicándose en veintidós años, durante un siglo todavia, como lo hizo durante doscientos años, en 1852 se contarán en los Estados Unidos veinticuatro millones de habitantes, cuarenta y ocho en 1874, y noventa y seis en 1896. Asi seria, aunque se encontraran todavía en la vertiente oriental de las montañas Rocallosas terrenos rebeldes al cultivo. Las tierras ya ocupadas pueden muy fácilmente contener ese número de habitantes. Cien millones de hombres esparcidos en el suelo ocupado en ese momento por los veinticuatro Estados y los tres territorios de que se compone la Unión, no darian sino 762 individuos por legua cuadrada, lo que estaría todavía muy lejos de la población media de Francia, que es de 1 006: de la de Inglaterra que es de 1 457; e inferior aún a la población de Suiza. Suiza, a pesar de sus lagos y sus montañas, cuenta 783 habitantes por legua cuadrada. (Véase Malte-Brun, t. VI, pág. 92).

(66) El territorio de los Estados Unidos tiene una superficie de 295 000 leguas cuadradas; el de Europa, según Malte-Brun, t. VI, pág. 4, es de 500 000.

(67) Véase Documentos legislativos, 20 congreso, núm. 117, pág. 105.

(68) 3 672 317, cómputo de 1830.

(69) De Jefferson, capital del Estado de Misouri, a Washington, se cuentan l 019 millas, o 420 leguas de posta. (American Almanac, 1831, pág: 18).

(70) Para juzgar de la diferencia que existe entre el movimtento comercial del Sur y el del Norte, basta echar una ojeada sobre el cuadro siguiente:
En 1829, los buques del grande y del pequeño comercio pertenecientes al Estado de Virginia, a las dos Carolinas y a Georgia (los grandes Estados del Sur), no acarreaban sino 5 243 toneladas.
En el mismo año, los navios del Estado de Massachusetts acarreaban 17 322 toneladas. Asi el solo Estado de Massachusetts tenia tres veces más buques que los cuatro Estados antes citados.
Sin embargo, el Estado de Massachusetts no tiene sino 959 leguas cuadradas de superficie (7 335 millas cuadradas) y 610 014 habitantes, en tanto que los cuatro Estados de que hablo tienen 27 204 leguas cuadradas (210 000 millas) y 3 047 767 habitantes.
Así la superficie del Estado de Massachusetts no forma sino la trigésima parte de la superficie de los cuatro Estados, y su población es cinco veces menor que la suya.

La esclavitud perjudica de varias maneras la prosperidad comercial del Sur: disminuye el espíritu de empresa entre los blancos, e impide que encuentren a su disposición los marineros de que tendrían necesidad. La marinería no se recluta en general sino en la última clase de la población. Ahora bien, son los esclavos quienes en el Sur, forman esa clase, y es dificil utilizarlos en el mar: su servicio seria inferior al de los blancos, y se tendria siempre que temer que se rebelaran en medio del Océano, o emprendiesen la fuga abordando playas extranjeras.

(71) View of the United States, por Darby, pág. 444.

(72) Obsérvese que, cuando hablo de la cuenca del Misisipi, no comprendo en ella la porción de los Estados de Nueva York, Pensilvania y Virginia, colocada al oeste de los Alleghanys y que se debe, sin embargo, considerar como formando también parte de ella.

(73) Se da uno cuenta entonces de que, durante los diez años que acaban de transcurrir, el Estado ha acrecentado su población en la proporción de 5 por ciento, como Delaware; en la proporción de 250 por ciento, como el territorio de Michigan. Virginia descubre que, durante el mismo periodo, ha aumentado el número de sus habitanteS eu la relación de 13 por ciento, en tanto que en el Estado limítrofe de Ohio aumentó el número de los suyos en relación de 61 a 100. Véase la tabla general contenida en el National Calendar, y quedaréis sorprendidos de lo que hay de desigual en la fortuna de los diferentes Estados.

(74) Se va a ver más adelante que, durante el periodo último, la población de Virginia, creció en la proporción de 13 a 100. Es necesario explicar cómo el número de los representantes de un Estado puede decrecer, cuando la población del Estado, lejos de decrecer a su vez, está en progreso.

Tomo por objeto de comparación Virginia, que he citado ya. El número de los diputados de Virginia, en 1823, estaba en proporción al número total de los diputados de la Unión; el número de los diputados de Virginia en 1833 está igualmente en proporción a la relación de su población, acrecentada durante estos diez años. La relación del nuevo número de los diputados de Virginia con el antiguo será, pues, proporcional, por una parte a la relación del nuevo número total de los diputados con el antiguo, y por otra en relación con las proporciones de acrecentamiento de Virginia y de toda la Unión. Así, para que el número de diputados de Virginia permanezca estacionario, basta que la relación de la proporción de acrecentamiento del pequeño país con la del grande esté en una débil relación con la proporción de incremento de toda la Unión, que el nuevo número de diputados de la Unión con el antiguo y el número de los diputados de Virginia quedará disminuido.

(75) Washington, Jefferson, Madison y Monroe.

(76) Véase el informe hecho por su comité a la convención, que ha proclamado la nulificación en Carolina del Sur.

(77) La población de un país forma seguramente el primer elemento de su riqueza. Durante ese mismo periodo de 1820 a 1832, durante el cual Virginia ha perdido dos diputados en el Congreso, su población se ha acrecentado en proporción de 13.7 a 100; la de las Carolinas en relación de 15 a 100, y la de Georgia en proporción de 51.5 a 100. (Véase el American Almanac, 1832, pág. 162) Ahora bien, Rusia, que es el país de Europa donde la población crece más de prisa, no aumenta en diez años el número de sus habitantes sino en proporción de 9.5 a 100; Francia en la de 7 a 100 y Europa en masa en la de 4.7 a 100. (Véase Malte Brun, t. VI, pág. 95).

(78) Hay que confesar, sin embargo, que la depreciación que se ha operado en el precio del tabaco, desde hace cincuenta años, ha disminuido notablemente el bienestar de los cultivadores del Sur; pero este hecho es tan independiente de la voluntad de los hombres del Norte como de la suya.

(79) En 1832, al distrito de Michigan, que no tiene sino 31 639 habitantes, y no forma todavía sino un desierto apenas roturado, presentaba el desarrollo de 940 millas de rutas de posta. El territorio casi enteramente salvaje de Arkansas estaba ya atravesado por 1 938 millas de rutas de posta. (Véase The Report of the Post General, 30 de noviembre de 1833). El solo porte de los periódicos en toda la Unión produce por año 254796 dólares.

(80) En el curso de diez años, de 1821 a 1831, 971 buques de vapor fueron lanzados sólo en los ríos que riegan el valle del Misisipí.

En 1829, existían en los Estados Unidos 256 buques de vapor. (Véase Documentos legislativos, núm. 140, pág. 274).

(81) Véase, en los documentos legislativos que ya he citado en el capítulo de los indios, la carta del Presidente de los Estados Unidos a los Cherokees, su correspondencia sobre este asunto a sus agentes y sus mensajes al Congreso.

(82) El primer acto de cesión tuvo lugar por parte del Estado de Nueva York en 1780; Virginia, Massachusetts, Conecticut y la Carolina del Norte, siguieron este ejemplo en diferentes periodos; Georgia fue la última; su acto de cesión no se remonta sino a 1802.

(83) El Presidente rehusó, es verdad sancionar esa ley, pero admitió completamente su principio.

(Véase Mensaje del 8 de diciembre de 1833).

(84) El banco actual de los Estados Unidos fue creado en 1816, con un capital de 35 000 000 de dólares (185 500 000 francos). Su plivilegio expira en 1836. El año pasado, el Congreso hizo una ley para renovarlo; pero el Presidente rehusó su sanción. La lucha está ahora enconada de una y otra parte y es fácil presagiar la caída próxima del banco.

(85) Véase principalmente, para los detalles de este asunto, los Documentos legislativos, 22 congreso, 2a. Sesión, núm. 30.

(86) Es decir, una mayoría del pueblo; porque el partido opuesto, llamado Unión party, contó siempre con una muy fuerte y activa minoría en su favor. La Carolina puede tener unos 47 000 electores; 30 000 eran partidarios de la nulificación, y 17 000 contrarios.

(87) Esta ordenanza fue precedida del informe de un comité encargado de preparar su redacción; ese informe encierra la exposición y el objeto de la ley. Se lee en él, pág. 33:

Cuando los derechos reservados a los diferentes Estados por la Constitución son violados con propósito deliberado, el derecho y el deber de esos Estados es de intervenir a fin de detener los progresos del mal, de oponerse a la usurpación y de mantener en sus respectivos limites los poderes y privilegios que les pertenecen como soberanos independientes. Si los Estados no poseyeran ese derecho, en vano se pretenderían soberanos. La Carolina del Sur declara no reconocer sobre la Tierra a ningún tribunal que esté colocado por encima de ella. Es verdad que ha celebrado, con otros Estados soberanos como ella, un contrato solemne de unión (a solemn contract of union), pero reclama y ejercerá el derecho de explicar cuál es su sentido a sus ojos y, cuando ese contrato es violado por seis asociados y por el gobierno que han creado, quiere usar del derecho evidente (unquestionable) de juzgar cuál es la extensión de la infracción y cuáles son las medidas que hay que tomar para obtener justicia.

(88) Lo que acabó de determinar al Congreso a esa medida, fue una demostración del poderoso Estado de Virginia, cuya legislatura se ofreció a servir de árbitro entre la Unión y la Carolina del Sur. Hasta alli esta última había parecido enteramente abandonada, aun por los Estados que habían reclamado con ella.

(89) Ley del 2 de marzo de 1833.

(90) Esta ley fue sugerida por Clay, y votada en cuatro días, en las dos Cámaras del Congreso, por una inmensa mayoría.

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