LIBRO SEGUNDO
Primera parte
Capítulo duodécimo
Por qué los norteamericanos levantan al mismo tiempo tan grandes y tan pequeños monumentos
Acabo de decir que en los siglos democráticos los monumentos artísticos son, por lo común, muy numerosos y pequeños, pero ahora me apresuro a indicar la excepción de esta regla.
En los pueblos democdticos, los individuos son extremadamente débiles; pero el Estado, que los representa a todos y los tiene a todos en su mano, es muy fuerte. En ninguna parte los ciudadanos parecen más pequeños que en una nación democrática; pero en ninguna parece la nación por sí misma más grande ni el espíritu se extiende más. En las sociedades democráticas, la imaginación de los hombres se estrecha cuando se ocupan de ellos mismos; pero se extiende indefinidamente cuando se ocupan del Estado, resultando de aquí que los mismos hombres que viven estrechamente en mezquinas habitaciones, aspiran a lo gigantesco cuando se trata de monumentos públicos.
Los yanquis han establecido, en el lugar donde quieren fijar su capilal, el radio de una ciudad inmensa, que no está hoy ni tan poblada como Pontoise, pero que debe, según ellos, tener pronto un millón de habitantes, y con este motivo han arrancado ya los árboles que había hasta diez leguas alrededor, temiendo que molestasen a los ciudadanos de esta gran urbe imaginaria. En el centro de ella han construido un palacio magnífico para instalar el Congreso y le han dado el pomposo nombre de Capitolio.
Los Estados particulares, frecuentemente conciben por sí mismos y ejecutan empresas prodigiosas, de las que se asombraría el genio de las grandes potencias de Europa; de modo que la democracia no inclina sólo a los hombres a ejecutar una multitud de obras pequeñas, sino también a elevar un corto número de grandes monumentos. Entre estos dos extremos, se puede afirmar con razón que no existe nada, pues algunos esparcidos restos de edificios muy vastos no anuncian cosa alguna respecto al estado social y a las instituciones del pueblo que los ha levantado; y añado, aunque me aparte de mi objeto, que tampoco hacen conocer su grandeza, su ilustración y su prosperidad real.
Siempre que un poder cualquiera sea capaz de hacer concurrir a lodo un pueblo a una sola empresa, conseguirá con mucho tiempo y poca ciencia sacar del concurso de esfuertos tan grandes alguna cosa inmensa, sin que de esto se pueda concluir que el pueblo es muy feliz, ilustrado ni poderoso. Los españoles hallaron en la ciudad de México muchos templos magníficos e inmensos edificios, pero esto no impidió que Cortés conquistara el Imperio con 600 infantes y 16 caballos.
Si los romanos hubieran conocido mejor las leyes de la hidráulica no hubieran construido todos esos acueductos que rodean a la mayoría de sus ciudades y habrían empleado mejor sus fuerzas y sus riquezas; y si hubiesen descubierto las máquinas de vapor quizá no hubieran extendido hasta las extremidades de su Imperio esas dilatadas rocas artificiales que se llaman caminos romanos. Todas estas cosas atestiguan magníficamente su ignorancia, al mismo tiempo que su grandeza.
El pueblo que no dejase otros vestigios de lo que fue, más que algunos tubos de plomo dentro de la tierra y algunas barras de hierro en su superficie, podría haber dominado la naturaleza mejor que los romanos.