LIBRO SEGUNDO
Primera parte
Capítulo décimo tercero
Fisonomía literaria de los periodos democráticos
Si se entra en la tienda de un librero en los Estados Unidos, y se observan los libros norteamericanos que aparecen puestos en sus estantes, el número de las obras parece muy grande, mientras que el de los autores conocidos parece, al contrario, muy pequeño. Desde luego, se encuentra una gran cantidad de tratados elementales que contienen las primeras nociones de los conocimientos humanos. La mayor parte de estas obras se han compuesto en Europa, pero los norteamericanos las reimprimen y las adaptan a su uso. En seguida se halla una cantidad innumerable de libros de religión: biblias, sermones, anécdotas piadosas, controversias, relaciones de los establecimientos de caridad ... y, por último, el largo catálogo de folletos políticos, pues en Norteamérica, los partidos no hacen libros para combatirse, sino libelos, que circulan con una rapidez increíble, se leen el día de su publicaciÓn y desaparecen al siguiente.
Entre todas estas obscuras producciones del espíritu humano, aparecen las obras más notables de un corto número de autores conocidos por los europeos o que deberían serlo.
Aunque en nuestros días sea Norteamérica el país civilizado en donde la gente se ocupa menos de literatura, se encuentran, sin embargo, muchos individuos que se interesan por las cosas del espíritu y hacen de ellas, si no el estUdio de toda su vida, al menos el recreo de sus ocios. Inglaterra es la que provee a éstos de la mayor parte de los libros que necesitan; y así ocurre que casi todas las grandes obras inglesas se han reproducido en los Estados Unidos. El genio literario de la Gran Bretaña extiende aún su luz hasta las profundidades de los bosques del Nuevo Mundo, y no hay cabaña donde no se hallen algunos tomos sueltos de obras de Shakespeare. Recuerdo haber leído en una choza (log-house), por primera vez el drama feudal Enrique V.
No solamente recurren los norteamericanos todos los días a los tesoros de la literatura inglesa, sino que puede decirse con verdad que encuentran la literatura de Inglaterra en su propio suelo. De los pocos que se ocupan en los Estados Unidos en componer obras de literatura, la mayor parte son ingleses en el fondo y, sobre todo, en la forma. De este modo, introducen en el seno de la democracia las ideas y los usos literarios que se observan en la nación aristocriÍtica que han tomado por modelo; y pintando así con colores prestados las costumbres extranjeras, no representan jamás en la realidad el país que les ha dado el ser, y rara vez llegan a hacerse populares.
Los ciudadanos de los Estados Unidos parecen estar tan convencidos de que no se publican los libros para ellos, que antes de pronunciarse sobre el mérito de alguno de sus escritores, aguardan a que se haya formado juicio en Inglaterra, a la manera que en materia de pintura se deja con gusto al autor del original el derecho a juzgar de la copia.
Los habitantes de los Estados Unidos, hablando propiamente, no tienen todavía literatura. Los únicos autores que yo reconozco como norteamericanos son los redactores de periódicos y aunque no son a la verdad grandes escritores, hablan al menos la lengua del país y se hacen entender. En los demás no veo sino extranjeros, que son para los norteamericanos lo que fueron para nosotros los imitadores de los griegos y de los romanos en la época del nacimiento de las letras: un objeto de curiosidad, y no de general simpatía; escritores que divierten el espíritu, pero que no influyen en las costumbres.
Ya he dicho que este estado de cosas no dependía absolutamente de la democracia y que era preciso buscar la causa en otras muchas circunstancias particulares e independientes de ella.
Si los yanquis, conservando siempre su estado social y sus leyes, tuviesen otro origen y se encontrasen transportados a otro país, no dudo que poseerían una literatura; tales como son, creo firmemente que acabarán por poseerla; pero siempre tendrá un carácter diferente del que se manifiesta en los escritos norteamericanos de nuestros días, que le será peculiar. No es posible delinear este carácter con anticipación.
Yo supongo a un pueblo aristocrático en donde se cultiven las letras, y en que las obras de la inteliKencia, así como los negocios del Estado, sean allí dirigidos por una clase soberana. La vida literaria y la existencia política se hallan casi concentradas por completo en esta clase o en las que la rodean más de cerca. Esto me basta para averiguar todo lo demás.
Siempre que un pequeño nÚmero de hombres, y continuamente los mismos, se ocupan al propio tiempo de iguales objetos, se entienden fácilmente y disponen de común acuerdo las reglas principales que deben dirigir a cada uno en particular. Si el objeto que atrae la atención de estos hombres es la literatura, los trabajos del espíritu se someterán a algunas leyes precisas, de las que no será permitido separarse.
Si tales hombres ocupan en el país una posición hereditaria, estarán naturalmente inclinados no sólo a contar para ellos mismos con un cierto número de reglas fijas, sino a seguir las que se hayan impuesto sus abuelos y su legislación será, a la vez, vigorosa y tradicional. Como no se hallan preocupados con las cosas materiales, ni lo han estado nunca, ni sus padres lo estuvieron más que ellos, han podido interesarse durante muchas generaciones en los trabajos del espíritu.
Comprenden, al fin, el arte literario y acaban por amarlo como es en si, experimentando un verdadero placer al ver que se conforman con él.
Hay más: los hombres de que hablo comenzaron y acaban su vida en la comodidad y en la riqueza, y por lo mismo, deben de haber contraído, naturalmente, afición a los placeres exquisitos y el amor de las distracciones finas y delicadas: y una cierta debilidad de espíritu y de corazón que contraen frecuentemente en medio de ese largo y pacifico uso de tantos bienes, los conduce a alejar de sus mismos placeres lo que en éstos puede hallarse de demasiado vivo o inesperado. Gustan de que se les divierta sin conmoverlos, y que se les interese sin arrastrarlos.
Supongamos ahora un gran número de obras literarias ejecutadas por los hombres que acabo de describir o para ellos, y se concebirá, sin duda, una literatura en que todo será regular y estará coordinado anticipadamente; las obras de menos importancia serán cuidadas hasta en sus más mínimos detalles; el arte y el trabajo se dejarán ver en todas partes; cada género tendrá sus reglas particulares, de las que no será permitido precindir y que lo aislarán de todos los demás. El estilo parecerá casi tan importante como la idea; la forma, como el fondo, y el tono será culto, moderado y sostenido. El espíritu llevará siempre un paso doble y varias veces precipitado, y los escritores se entregarán más bien a perfeccionar que a producir.
Podrá suceder que los miembros de la clase literaria, viviendo sólo entre ellos y no escribiendo más que para ellos, pierdan enteramente de vista el resto del mundo, lo cual los arrojará en lo afectado y en lo falso, y se impondrán pequeñas reglas literarias para su uso exclusivo, que los separarán insensiblemente del buen sentido y al fin los apartarán de la naturaleza. A fuerza de querer hablar de otro modo que el vulgo, vendrán a parar en una especie de jerigonza que no se aleja menos del bien hablar que el modo de hablar del pueblo. Éstos son los inconvenientes naturales de la literatura en las aristocracias. Las aristocracias que se separan enteramente del pueblo se hacen débiles; lo cual sucede también en literatura, como en la política (1).
Volvamos ahora al cuadro y considerémosle por el reverso. Transportémonos al seno de una democracia, cuyas antiguas tradiciones y luces presentes la hagan sensible a los goces del espíritu. Las clases se hallan allí mezcladas y confundidas; los conocimientos y el poder están divididos hasta lo infinito, y me atrevo a decir que esparcidos por todos lados. Se verá, pues, una multitud cuyas necesidades intelectuales están por satisfacer; y, como estos nuevos amantes de los goces del espíritu no han recibido todos la misma educación, no poseen las mismas luces ni se asemejan a sus padres, a cada instante difieren entre ellos, porque mudan incesantemente de lugar, de sentimientos y de fortunas. El espíritu de cada uno no está ligado al de los otros por tradiciones ni hábitos comunes, porque no han tenido nunca el poder, la voluntad, ni el tiempo de entenderse entre sí; por tanto, en el seno de esta multitud incoherente y agitada es donde nacen los autores, y ella es la que les distribuye los provechos y la gloria.
No hay dificultad en comprender que, estando así las cosas, no debe esperarse encontrar en la literatura de un pueblo semejante, sino un pequeño número de esos convencionalismos rigurosos que en los siglos aristocráticos reconocen los lectores y los escritores. Si llegase a suceder que los hombres de una época estuviesen de acuerdo sobre algunos, nada probaría esto respecto a la época siguiente, porque en las naciones democráticas cada nueva generación es un nuevo pueblo. En ellas, las letras se someten con dificultad a reglas rigurosas, y es casi imposible que lo estén nunca a reglas permanentes.
En las democracias, no es preciso que todos los que se ocupen de literatura hayan recibido una enseñanza literaria, y aun entre los que tienen algún barniz literario, la mayor parte siguen una carrera política o abrazan una profesión, de las que no pueden desviarse sino por momentos para gozar en secreto los placeres del espíritu. Estos placeres no constituyen el encanto principal de su existencia; pero los consideran como un descanso pasajero y necesario en medio de los trabajos serios de la vida. Semejantes hombres no pueden adquirir jamás conocimientos harto profundos del arte literario para percibir sus delicadezas, y los pequeños matices, por decirlo así, se escapan. Como no pueden disponer sino de un tiempo muy limitado para dedicarse a las letras, quieren aprovecharlo todo entero, y gustan por eso de los libros que se consiguen con facilidad, que se leen pronto y que no exigen estudio particular para entenderse. Quieren bellezas fáciles que se demuestren por sí mismas y que se puedan gozar al instante; aman, sobre todo, lo inesperado y lo nuevo y, habituados a una existencia práctica, agitada y monótona, tienen necesidad de emociones vivas y rápidas, de claridad, de verdades o de errores brillantes que los saquen al momento de sí mismos y los introduzcan de repente y como por la fuerza, en medio del asunto.
Mas ¿para qué cansarnos? ¿Quién no comprenderá lo que sigue sin que yo lo explique? Hablando en general, la literatura de las épocas democráticas no puede presentar, como en los tiempos de aristocracia, la imagen del orden, de la regularidad, de la ciencia y del arte; la forma se encontrará, de ordinario, descuidada, y algunas veces despreciada; el estilo será frecuentemente extravagante, incorrecto, recargado, flojo y casi siempre atrevido y vehemente; los autores atenderán más a la rapidez de la ejecución que a la perfección de los detalles: habrá más escritos pequeños que libros de fundamento, más ingenio que erudición, más imaginación que profundidad; reinará una fuerza inculta y casi salvaje en el pensamiento, y muchas veces una variedad grande y una fecundidad singular en sus producciones. Se procurará asombrar más bien que agradar, y se tratará de excitar las pasiones más bien que de encantar el gusto.
Se encontrarán, sin duda, de tiempo en tiempo, escritores que querrán marchar'en otra dirección, y si tienen un mérito superior conseguirán hacerse leer, a pesar de sus defectos y de sus cualidades; pero estas excepciones serán raras, y los mismos que en el conjunto de sus obras se hayan así separado del uso común, volverán a entrar en él por medio de algunos detalles.
Acabo de describir dos estados opuestos; pero las naciones no pasan de golpe del primero al segundo, sino que llegan poco a poco y a través de grados infinitos. En el tránsito que conduce a un pueblo culto del uno al otro, sobreviene casi siempre un momento en que, encontrándose el genio literario de las naciones democráticas con el de las aristocráticas, parece que ambos quieren reinar de acuerdo sobre el espíritu humano.
Estas son en verdad épocas pasajeras, pero muy brillantes; se tiene entonces la fecundidad sin exuberancia, y el movimiento, sin confusión. Tal fue la literatura francesa del siglo XVIII.
Diría más de lo que pienso si dijese que la literatura de una nación está siempre subordinada a su estado social y a su constitución política. Sé que, además de estas causas, hay otras muchas que imprimen ciertos caracteres a las obras literarias; pero aquéllas me parecen las principales.
Las relaciones que existen entre el estado social y político de un pueblo y el genio de sus escritores, son siempre muy numerosas, y quien conoce el uno jamás ignora totalmente el otro.
Notas
(1) Esto es particularmente cierto en los países aristocráticos que han estado por largo tiempo sometidos al poder de un rey.
Cuando reina la libertad en una aristocracia, las clases altas se ven, sin cesar, obligadas a servirse de las bajas, y al hacerlo, necesariamente se aproximan a ellas; por lo cual penetra a veces en su seno algo del espíritu democrático. Además de esto, en un cuerpo privilegiado que gobierna se desarrolla una energía, un hábito de empresa y un gusto por el movimiento y el ruido, que no pueden dejar de influir en todos los trabajos literarios.