LIBRO SEGUNDO
Primera parte
Capítulo décimo sexto
De qué modo la democracia norteamericana ha modificado la lengua inglesa
Si lo que he dicho acerca de las letras en general se ha comprendido bien, se concebirá fácilmente la especie de influencia que el estado social y las instituciones democráticas pueden ejercer en la lengua misma, que es el primer instrumento del discurso.
Los autores norteámericanos, a decir verdad, viven espiritualmente más en Inglaterra que en su país, pues estudian sin cesar a los escritores ingleses y los toman cada día por modelo; pero no sucede esto con el pueblo mismo, porque éste se halla más inmediatamente sometido a causas particulares que pueden referirse a los Estados Unidos. Por consiguiente, el lenguaje de la conversación y no el de los escritos, es el que debe considerarse si se quieren conocer las modificaciones que el idioma de un pueblo aristocrático puede sufrir, cuando pasa a ser la lengua de una democracia.
Ingleses instruidos y apreciadores más competentes que yo en estos delicados matices, me han asegurado muchas veces que las clases instruidas de los Estados Unidos difieren de una manera notable, por su lenguaje, de las de la Gran Bretaña. No se quejaban sólo de que los norteamericanos hubiesen puesto en uso muchas palabras nuevas, porque la diferencia y la distancia del país hubieran bastado para explicarlo; sino de que estas nuevas palabras hubiesen sido tomadas particularmente de la jerga de los partidos, de las artes mecánicas o del lenguaje de los negocios; añadían que las palabras antiguas inglesas se tomaban frecuentemente por los norteamericanos en una acepción nueva, y decían, en fin, que mezclaban los estilos de un modo singular y reunían algunas veces ciertas palabras que en la madre patria habían tenido la costumbre de separar.
Estas observaciones, hechas repetidas veces por personas que me parecían dignas de crédito, me condujeron a reflexionar sobre este tema; y mis reflexiones me llevaron teóricamente al punto a que ellos habían llegado por la práctica.
La lengua debe participar en las aristocracias del reposo en que se mantienen todas las cosas. Se introducen pocas palabras nuevas, porque se hacen pocas cosas nuevas, y aunque se hiciesen cosas nuevas se esforzarían en llamarlas con palabras conocidas, cuyo sentido ha fijado la tradición.
Si acontece que el espíritu humano se agita por si mismo, o que la luz penetrante de fuera lo despierta, las nuevas expresiones que se crean tienen un carácter sabio, intelectual y filosófico que indica que no tienen su origen en la democracia. Cuando la caída de Constantinopla hizo refluir las ciencias y las letras hacia el Occidente, la lengua francesa se encontró, casi de repente, invadida por una multitud de palabras nuevas de origen latino o griego; se vio entonces en Francia un neologismo erudito que no se usaba sino por las clases ilustradas, y cuyos efectos no se hicieron sentir o no se conocieron sino muy tarde en el pueblo. Todas las naciones de Europa presentaron, sucesivamente, el mismo espectáculo. Milton solo ha introducido en la lengua inglesa más de seiscientas palabras, tomadas casi todas del latín, del griego y del hebreo.
El movimiento perpetuo que impera en el seno de una democracia tiende, por el contrario, a renovar la faz de la lengua así como la de los negocios; en medio de esta agitación general y de este concurso de todos los espíritus, se forma un gran número de ideas nuevas; las antiguas se pierden o vuelven a aparecer, o bien se subdividen en una infinidad de grados diversos; se encuentran frecuentemente palabras que no deben usarse, y otras que es necesario adoptar de nuevo en el lenguaje.
Las naciones democráticas desean siempre el movimiento. Esto se observa en la lengua tanto como en la política, y aun cuando no tengan necesidad de cambiar las palabras, lo desean con frecuencia.
El genio de los pueblos democráticos no se manifiesta sino en el grán número de palabras nuevas que ponen en uso, sino también en la naturaleza de ideas que estas mismas palabras representan.
En estos pueblos, la mayoría hace la ley en materia de lenguaje como en todo lo demás, y su espíritu se manifiesta igualmente allí que en otra parte; pero como la mayoría se ocupa más de negocios que de estudios, y de intereses políticos y comerciales que de especulaciones filosóficas o de bellas letras, la mayor parte de las palabras creadas o admitidas por ella llevarán el sello de estos hábitos, sirviendo principalmente para eXpresar las necesidades de la industria, las pasiones de los partidos o los pormenores de la administraciÓn pública. En este sentido, la lengua se extenderá incesantemete, al paso que abandonará poco a poco el campo de la metafísica y de la teología.
Nada es más fácil que conocer el origen donde las naciones democráticas toman sus nuevas palabras y el medio de que se valen para inventarlas.
Los hombres que viven en las sociedades democráticas, apenas conocen la lengua que se hablaba en Roma y en Atenas, y se cuidan bien poco de remontarse hasta la Antigüedad para encontrar las expresiones que les faltan; si recurren alguna vez a sabias etimologías no es porque su erudicción se las hace buscar en el fondo de las lenguas muertas, y aun sucede muchas veces que los más ignorantes son los que hacen más uso de estas palabras, porque el deseo tan democrático de salir de su esfera los conduce a querer realzar una profesión grosera, con un nombre griego o latino, y cuanto más bajo es el oficio y más distante está de la ciencia, más pomposo y erudito es el nombre. Ésta es la razón por la que muchos bailarines de maroma se transforman en acróbatas y en funámbulos.
Los pueblos democráticos toman palabras de las lenguas vivas, en lugar de las muertas. porque se comunican siempre entre sí, y los hombres de diferentes países se imitan con facilidad, en razón de que cada día se asemejan más; pero es sobre todo en su propia lengua, donde buscan los medios de innovar, pues toman de tiempo en tiempo de su vocabulario las expresiones ya olvidadas y las sacan de nuevo a la luz, o bien quitan a una clase particular de ciudadanos un término que le es peculiar, para hacerlo entrar con un sentido figurado en el lenguaje habitual. Así, una gran cantidad de expresiones que no habían pertenecido sino al lenguaje especial de un partido o de una profesión, se encuentran por esta causa metidas repentinamente en la circulación general.
El medio que emplean de ordinario los pueblos democráticos para hacer innovaciones en materia de lenguaje, consiste en dar a una expresión ya en uso, un sentido inusitado. Este método es sencillo, fácil y cómodo; no se necesita ciencia para servirse de él y la ignorancia misma facilita su empleo; pero pone en peligro la lengua, pues haciendo doble el sentido de una palabra, hace tan dudoso el que conserva como el que le dan.
Empieza un autor por desviar un poco una expresión conocida de su sentido primitivo y la adapta a su objeto como mejor le parece; viene otro después y le da una nueva significación; un tercero la llevará, si es menester, por ruta distinta y como no hay árbitro común ni tribunal permanente que pueda fijar de un modo definitivo el sentido de la palabra, queda ésta en una situación dudosa y ambulante. De aquí resulta que los escritores no parecen jamás adherirse a un solo pensamiento, sino que fluctúan en medio de un grupo de ideas y dejan al lector el cuidado de juzgar cuál es la que le atañe.
Todo esto es una triste consecuencia de la democracia. Yo querría, más bien, que se plagase la lengua de términos chinos, tártaros o hurones, que hacer incierto el sentido de las palabras francesas. La armonía y la homogeneidad no son sino bellezas secundarias del lenguaje. Existe tal vez en todo esto algo convencional que puede en rigor desecharse, pero ningún idioma es bueno sin términos claros.
La igualdad trae necesariamente consigo otras muchas variaciones en el lenguaje. En los siglos aristocráticos, en que cada nación propende a permanecer separada de todas las demás y desea tener una fisonomía propia, sucede con frecuencia que muchos pueblos que tienen un origen común se hacen extraños los unos de los otros, en tales términos que, sin dejar de entenderse, no hablan, sin embargo, del mismo modo.
En estos mismos periodos, cada nación se divide en cierto número de clases que se ven pocas veces y no se mezclan jamás. Cada una de ellas toma y conserva invariablemente hábitos intelectuales que le son del todo propios, y adopta con preferencia ciertas palabras y ciertas voces que en seguida pasan de generación en generación, como las herencias. Entonces se encuentra en el mismo idioma una lengua de pobres y una de ricos; una de plebeyos y otra de nobles; una sabia y otra vulgar; y, cuanto más profundas son las divisiones y las barreras más insalvables, tanta más razón hay para esto. Estoy seguro de que en las tribus de la India, el lenguaje varía prodigiosamente, y que se encuentra casi tanta diferencia entre el de un paria y el de la brahmán, como entre sus vestidos. Cuando, por el contrario, los hombres, cambiando de lugar, se ven y se comunican incesantemente, y las clases se destruyen, se renuevan y se confunden, todas las palabras de la lengua se mezclan; las que no sirven al mayor número desaparecen, y el resto forma una masa común donde uno toma la que le conviene. Casi todos los dialectos que dividen los idiomas de Europa, tienden visiblemente a desaparecer. El patois no existe en el Nuevo Mundo, y cada día va desapareciendo del Antiguo.
Esta revolución del estado social influye en el estilo, tanto como en la lengua, pues no sólo todo el mundo se sirve de las mismas palabras, sino que se habitúa a empleadas indiferentemente. Destruidas casi las reglas que había creado el estilo, apenas se encuentran expresiones que, por su naturaleza, parezcan vulgares o distinguidas, porque los individuos que pertenecían a díversas esferas han llevado siempre consigo las voces y los términos de que hacían uso; de manera que el origen de las palabras se ha perdido lo mismo que el de los hombres, y el resultado es una confusión en el lenguaje, igual que en la sociedad.
Yo sé que en la clasificación de las palabras hay reglas que no tienen relación con una forma de sociedad más que con otra, pues se derivan de la naturaleza misma de las cosas. Hay expresiones y giros que son vulgares, porque los sentimientos que deben expresar son realmente bajos, y otros que son sublimes, porque los objetos que quieren representar son naturalmente elevados.
La confusión de las clases no hará nunca desaparecer estas diferencias; pero la igualdad no puede menos de destruir lo que es puramente convencional y arbitrario en las formas del pensamiento, y aun dudo si la clasificación necesaria que indiqué más arriba no será menos respetada en un pueblo democrático que en cualquiera otro; porque, en un país semejante, no se encuentran fácilmente hombres cuya educación, luces y tiempo libre les permita estudiar de una manera permanente las leyes naturales del lenguaje y hacerlas respetar, observándolas ellos mismos.
No quiero abandonar esta cuestión sin referirme a las lenguas democráticas por el último rasgo que las caracteriza quizá más que todos los otros.
He demostrado anteriormente que los pueblos democráticos tenían gusto y aun pasión por las ideas generales, lo cual depende de las cualidades y de los defectos que les son propios. Este amor a las ideas generales se manifiesta en las lenguas democráticas, por el uso continuo de términos genéricos y de palabras abstractas, porque estas expresiones ensanchan el pensamiento y, permitiendo encerrar en poco espacio muchos objetos, auxilian el trabajo de la inteligencia.
Un escritor democrático dirá, de una manera abstracta, las capacidades, por los hombres capaces, sin entrar en el detalle de las cosas a que esta capacidad se aplica. Hablará de actualidades} para determinar de un golpe las cosas que pasan en aquel momento a su vista; y entenderá bajo la palabra eventualidades todo lo que puede suceder en el universo desde el momento en que habla.
Los escritores democráticos construyen incesantemente palabras abstractas de esta especie o toman en un sentido cada vez más abstracto las voces abstractas de la lengua. También, para hacer más rápido el discurso, personifican el objeto de estas mismas palabras y, haciéndolo obrar como a un individuo, dirán que la fuerza de las cosas quiere qUe las capacidades gobiernen.
Voy a explicar mi pensamiento, con un ejemplo. He hecho uso muchas veces de la palabra igualdad, en un sentido general; la he personificado, además, en muchos lugares y aun he llegado a decir que la igualdad hace ciertas cosas o que se abstenía de otras. Se puede afirmar que los hombres del siglo de Luis XIV no hablarían de este modo; entonces, ninguno habría usado la palabra igualdad, sin aplicarla a una cosa particuiar, y más bien debía renunciar a servirse de ella que consentir en representarla como una persona viva. Esas palabras abstractas en que abundan las lenguas democráticas, y de las que se hace uso a cada paso, sin aplicarlas a ningún hecho particular, engrandecen y disfrazan el pensamiento, hacen la expresión más rápida y la idea menos clara. Mas, en materia de lenguaje, los pueblos democráticos prefieren la obscuridad al trabajo.
No sé, por otra parte, si lo vago tiene un cierto placer oculto, para los que hablan y escriben en esos pueblos. Los hombres que viven en ellos, hallándose, por lo común, entregados a los esfuerzos individuales de su inteligencia, están casi siempre en la duda, y como su situación cambia sin cesar, no permanecen firmes en ninguna de sus opiniones ni aun por la inmovilidad de su fortuna; así es que, por lo común, tienen ideas vacilantes y necesitan expresiones muy amplias para traducidas. Como no saben si la idea que hoy expresan convendrá a la nueva situación que ocuparán mañana, conciben, naturalmente, un gusto por los términos abstractos, y una palabra abstracta es como una caja de dos fondos: se colocan en ella las ideas que se quiere y se sacan sin que nadie lo vea.
En todos los pueblos, los términos genéricos y abstractos forman lo esencial de la lengua; yo no digo que se encuentren solamente estas palabras en las lenguas democráticas, sino que los hombres propenden en los siglos de igualdad a aumentar particularmente el número de palabras de esta especie, a tomarlas siempre en la acepción más abstracta y a hacer uso de ellas en cualquiera ocasión, aun cuando el discurso no lo requiera.